Un modelo del universo
Escribe | Jorge Arias
Aún lo celestial y lo espiritual están
también descritos por las ciudades.
Swedenborg, Arcanos celestes, T. 1 No.402.
Edgar Lee Masters nació en Garnett, Kansas, el 23 de agosto de 1869 y murió el 5 de marzo de 1950 en Melrose Park, Filadelfia. Su padre, un abogado que había fracasado en Kansas, se radicó en Petersburg, Illinois, cuando Masters tenía un año; luego, desde 1880, en la cercana ciudad de Lewiston, próxima al río Spoon, donde la familia vivió los once años siguientes. Masters estudió en una escuela alemana, donde aprendió el idioma, y más tarde en el Knox College de Galesburg, durante un año. Aunque su afición era la literatura, a instancias de su padre estudió abogacía y fue admitido en el Foro en 1891. Al año siguiente huyó de su casa radicándose temporalmente en Chicago, donde vivió de un empleo en la Compañía Edison, volviendo luego a la casa paterna y al escritorio de su padre en Lewiston; pero a poco regresó a Chicago donde ejerció la abogacía con muy buen éxito, logrando dinero y posición social. En los años de su madurez Masters estaba muy vinculado al mundo literario de Chicago, donde había hecho amistad con Lindsay, Sandburg y Dreiser; era un abogado combativo y también un hombre de mundo, galante y conquistador.
Autodidacto, gran lector, a los 24 años había escrito no menos de cuatrocientos poemas. En 1898 publicó anónimamente una recopilación que tituló A book of verses; luego The blood of the prophets (1905) con el seudónimo «Dexter Wallis»; más tarde Songs and sonnets (1910), con el seudónimo «Webster Ford»; también había publicado dramas y un libro de ensayos.
Hacia 1913 William Marion Reedy, director de Reedy’s mirror de Saint Louis, donde Masters colaboraba, puso en sus manos la Antología Griega, colección de epigramas y epitafios compilada hacia el siglo I d.C.; en 1914 comenzaron a publicarse, con el seudónimo «Webster Ford», los primeros poemas de la Antología de Spoon River, que se editó como libro en 1915 mientras Masters conducía un importante asunto de un sindicato de camareras.
La Antología de Spoon River (1915) tuvo un éxito extraordinario y se transformó rápidamente en el libro de poesía más leído en la historia de los Estados Unidos, sin excluir Leaves of grass de Whitman. Fue criticada como «una obra maestra de cinismo» y como «periodismo amarillo»; también fue elogiada como una Comédie humaine de América.
El episodio marcó la vida de Masters, quien hacia 1920 decidió dedicarse exclusivamente a la literatura, abandonando su profesión. También abandonó a su esposa e hijos; su vida se ensombreció por la negativa de su cónyuge a consentir el divorcio para que él pudiera casarse nuevamente. Hizo ese año un viaje por el Mediterráneo y a su regreso se radicó en Nueva York.
Su dedicación exclusiva a la literatura se concretó en la forma que su enérgico temperamento hacía prever, produciendo un libro o dos por año; nuevos poemas, obras históricas, biografías. Intentó reproducir el impacto de la Antología con The new Spoon River (1924), obra que fue juzgada como casi todas las segundas partes; en todo el resto de su vida no logró recobrar el nivel que alcanzó con ese título.
Masters se consideró a sí mismo una víctima de su profesión y escribió estas autocompasivas palabras: «Siento que ningún poeta de la historia inglesa o americana tuvo jamás una vida más dura que la mía en mis comienzos en Lewiston, entre personas cuya entraña y vibraciones estaban calculadas para envenenar, pervertir y aún matar a una naturaleza sensitiva». La afirmación es contundente, y la Antología ejemplifica situaciones análogas en varios personajes, que son destrozados por el medio (Margaret Fuller Slacks, Amanda Barker, Minerva Jones, Mabel Osborne); pero es curioso comprobar que cuando Masters abandona a la abogacía, su presunto tormento, para dedicarse exclusivamente a la literatura, es su obra literaria la que se resiente, como si hubiera necesitado el desgarramiento de una vida repartida entre dos vocaciones vistas como antagónicas. Es posible que en la Antología de Spoon River se haya representado a sí mismo (entre otros personajes) en Henry Layton, un hombre hecho de dos progenitores tan discordantes, de tan opuestas tendencias, que llegó a sentirse incapaz de vivir, de superar sus tensiones interiores.
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II
La Antología de Spoon River es hoy una colección de 245 poemas, a los que precede un prólogo («La colina») y a la que siguen un apéndice, conteniendo un fragmento de «The Spooniad», del poeta local Jonathan Swift Somers y un epílogo. Los poemas habrían sido originariamente 214, pero alguien observó que el tono global era muy amargo y Masters, que en aquel momento se sentía capaz de cualquier proeza, escribió 32 poemas más, en los cuales sus personajes han conservado la fe y llegan a cierto grado de realización moral.
En los poemas de la Antología, imaginaria colección de inscripciones sepulcrales del cementerio del pueblo de Spoon River, sus habitantes revelan sus secretos, se definen, discuten entre sí, dicen francamente las luchas de los débiles contra los poderosos, el fracaso del idealismo, la ruina de las virtudes de los antiguos pioneros ahogadas por el avance de la civilización del dinero, la inmoralidad y la hipocresía del sistema judicial, la codicia, la locura y la tontería; pero también dicen la fe en la vida, el coraje, el heroísmo y la exaltación mística. «La vida a mi alrededor, aquí en el pueblo/ tragedia, comedia, valor y verdad/ coraje, constancia, heroísmo, fracaso;/ y todo en el telar, ¡y qué modelos!» dice Petit, el poeta.
Diversas historias se entrecruzan en la Antología, y aún una misma historia es presentada en dos versiones contradictorias. La línea principal es la siguiente: el pueblo de Spoon River se está transformando aceleradamente en una ciudad, y sus habitantes sufren las exacciones de los económicamente poderosos: el ferrocarril «Q», la compañía de obras sanitarias, la fábrica de conservas y la mina; pero, por sobre todo, el banco de Rhodes. Este banco, donde tienen depositados sus ahorros los habitantes de la ciudad, es manejado por Thomas Rhodes, quien controla el comercio y está sólidamente vinculado a la Iglesia oficial. Rhodes realiza arriesgados negocios de especulación con el dinero del banco a través de su hijo Ralph; a consecuencia del fracaso de dichas inversiones, el banco quiebra. Su situación fue encubierta, hasta el último momento, por el diario local, el Argos de Whedon. El abogado Kinsey Keene parece nuclear los intereses de los ahorristas y logra poner a Rhodes en muy mala posición; pero el asesinato del comisario Logan por Jack Mac Guire (que está a punto de ser linchado) lo hace árbitro de la situación. El Juez de esta última causa es amigo de Rhodes; a cambio de una condena leve para Mac Guire, Keene omite los pasos necesarios para estrecharle el cerco a Rhodes. El banquero es absuelto, y se condena en su lugar a un inocente cajero del banco, George Reece, quien cumple una condena. El pueblo se escandaliza y los anarquistas incendian el Palacio de Justicia, que luego es reconstruido. Ralph Rhodes muere embestido por un vehículo en Broadway, luego de una vida de disipación; en el vestíbulo del Nuevo Palacio de Justicia una placa mortuoria en bronce honra para siempre la memoria de Rhodes y Whedon. Industriales y comerciantes organizan campañas de moralidad y buenas costumbres, pero son meramente efectistas y se reducen a multar a la prostituta del pueblo, Daisy Fraser, a cerrar alguna casa de juego o alguna taberna.
La obra está firmemente inscripta en el contexto histórico y social de los Estados Unidos a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Diversas personas y episodios históricos son mencionados: las secuelas de la Guerra de Secesión; Lincoln varias veces («La colina», Anne Rutledge, Hanna Armstrong); la elección de Algeld como gobernador de Illinois (1892); la Guerra de las Filipinas, valientemente reprobada (1899-1902; Harry Wilmans); el ajusticiamiento de los anarquistas en Chicago (1887); el asesinato del presidente James Garfield (1881; Zilpha Marsh); el nacimiento de los sindicatos, las luchas políticas y electorales; los comienzos del movimiento prohibicionista (El comisario); el desarrollo del espiritismo (Zilpha Marsh); la teosofía (Columbus Cheney); la ciencia cristiana de Mary Baker Eddy (Tennessee Claflin Shope); la proliferación de sectas religiosas (J. Milton Miles); la inmigración europea (Sonia la rusa, Elsa Wertman y Ippolit Konovaloff) y la aparición del catolicismo, importado con los irlandeses (Padre Malloy). Por lo menos una persona real aparece con su nombre y apellido en la Antología, la que toma partido en la polémica histórica, aún no resuelta, sobre Anne Rutledge, plegándose Masters a la posición que hace de ella el gran amor de la vida de Lincoln.
El autor insiste en señalar la discordancia entre la historia oficial y la historia real, que yace oculta, soterrada, y que sólo en el mundo de la imaginación logra hacer oír su verdad reprimida. Invita a desconfiar de la historia, a buscar detrás de las apariencias la verdad no convencional, y aún denuncia los mecanismos mediante los cuales la historia real es falsificada (Richard Bone). En su tarea de revelación de verdades incómodas, en su lucha por divulgar hechos que perjudican a los poderosos, Masters tiene ciertos rasgos del Dr. Stockman, de Un enemigo del pueblo (1882) de Ibsen, autor que leyó y al que alude con W. Lloyd Garrison Standard, y parece, a la distancia un émulo de Lincoln Steffens y un precursor de Ralph Nader o de Bernstein y Woodward. Sin recurrir a generalizaciones ni a teorías, la ínfima deformación de la verdad en la historia imaginaria de Spoon River, por su pequeñez, produce un efecto muy intenso y la sospecha de que toda la historia puede ser una gigantesca falsificación resulta inevitable. Así, el clandestino de la prensa independiente, logrado mediante la destrucción de la imprenta del diario anarquista Clarion por unos matones, el uso de la prensa y el púlpito para inculcar el evangelio de la resignación en el alma de los desposeídos, asumen un carácter arquetípico y provocan en el lector impulsos de rebeldía.
Es clara en el texto la conmoción del mundo feudal de los pioneros por la agitación frenética, casi incomprensible, del mundo moderno, que no es sino la consecuencia de la transformación de Spoon River de aldea a ciudad. Los antiguos pobladores que, desde sus tumbas, contemplan los sucesos, no logran comprender qué ha ocurrido, pero para el lector el tránsito de la sociedad apacible de Aaron Hatfield, Lucinda Matlock, Davis Matlock, Rebecca Wasson y John Wasson, con sus heroicas luchas en las que se revelan más fuertes que la vida, al mundo consuntivo del presente, es muy visible y se explica por la transformación que los hechos económicos causan en los caracteres individuales.
En este aspecto, la actitud de Masters, su indignación ante la quiebra de los valores del pasado tiene alguna semejanza con la actitud, entre reaccionaria y revolucionaria pero nítidamente no conformista, que asumieron en Francia escritores como Léon Bloy y Barbey d’Aurevilly. No se sabe bien en qué mundo querría vivir Barbey, pero es claro que el mundo que le tocó en suerte le gustaba muy poco; extraña en él las mismas virtudes tradicionales que gustan a Masters, e intenta salvarlas o recuperarlas mediante la religión. Ambos, Barbey y Masters, fueron alborotadores y pendencieros, afectos al humor de boliche; ambos sintieron, con amargura, un deterioro en la calidad misma de la vida. Por otra parte, las invectivas de Carl Hamblin en la Antología sobre las enfermedades infecciosas que afean el rostro de la Justicia recuerdan las «vegetaciones sifilíticas» que encuentra Bloy en un rostro hermoso que debemos identificar como la cristiandad corrompida por el dinero («Le sang du pauvre»). Aún es notable, en este paralelo, la relativa simpatía de Masters por el catolicismo (Padre Malloy) como religión de los humildes a la vez entroncada en una gran perspectiva histórica.
Tampoco falta el elemento evangélico (o baudelairiano) de la simpatía por los marginados, que son vistos como un despojo o residuo de la demoledora civilización del dinero. Un poema como «Les petites vieilles» de Baudelaire, por ejemplo, pudo integrar perfectamente, por su visión del mundo ciudadano, por su ternura hacia las víctimas de una lucha silenciosa y desigual, por su exaltación de valores poco visibles y de ningún valor de cambio, las combativas páginas de la Antología: Lydia Humphrey, a su vez, con el misterioso ramo de flores que lleva al moribundo John Ballard, es digna de Baudelaire.
La requisitoria contra Spoon River, que tiene momentos de ferocidad, le concede a la mortífera aldea algunos aspectos benéficos. Sus habitantes son aplastados por el medio, pero quienes se apartan de ella y buscan vivir en otra ciudad (Peoria, Decatur, Springfield o Chicago) o aún en el extranjero tienen reservado un destino peor, y parecen disolverse y perder la identidad. Así Dora Williams, Hortense Robbins, Archibald Higbie, John Orase Burleson y sobre todo Wallace Ferguson. El epílogo subraya, aunque sin agregar nada sustancial, las implicaciones bíblicas y universales de esta moderna Babilonia. Spoon River produce la muerte, pero sin ella es imposible vivir. Por grandes que sean nuestros sufrimientos, nada debemos temer: estamos siempre unidos a nuestra madre, a la historia.
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III
La Antología de Spoon River debe ser uno de los libros más polémicos que existen. En lo que nos es dable recordar, y si exceptuamos los clásicos del género épico, no nos llega a la memoria ningún libro donde la guerra sea tan abierta, tan clara, tan omnipresente como en este. La comparación con la Ilíada, además, está impuesta por el apéndice, «The Spooniad», del poeta laureado de Spoon River, Jonathan Swift Somers; cuando se nos informa que esta obra debió ocupar 24 volúmenes, tenemos un atisbo de la magnitud infernal de la batalla, aunque, para nuestro alivio, la prematura muerte de Somers le impidió pasar del primero.
Así, el Epílogo comienza con una cósmica partida de damas entre Dios Padre y Belcebú, que se convierte de inmediato en la lucha entre el Bien y el Mal que concluye con estos camorreros versos, dichos por una combativa Vía láctea: «Adora tu poder/ conquista tu hora/ no duermas, lucha/ así vivirás». No todas las luchas son físicas, pero hay una buena dosis de homicidios como en Hodd Putt, Minerva Jones, Jack Mac Guire, Barry Holden, Yee Bow, Rosie Roberts, Searcy Foote, Dora Williams y Elmer Karr, sin contar al sueco muerto por Logan en el aserradero y el asesinato de Zora Clemens por el doctor Duval. Otros personajes se suicidan (Julia Miller), mueren accidentalmente (Mickey M’Grew, Jack el ciego, El Juez Arnett, Johnnie Sayre), quedan ciegos después de una explosión (Butch Weldy). Hay, por lo menos, dos incendios (Nancy Knapp y Silas Dement), dos inquietantes personajes (Robert Davidson y Amelia Garrick) ejemplifican una veta de necrofilia o vampirismo en el autor, visible también en la confesión de Thomas Trevelyan: «Cómo todos nosotros matamos a los hijos del amor/ y que todos sin saber qué hacer devoramos su carne». Hay personajes que encarnan la disociación vital, la contradicción íntima (Henry Layton, Cassius Hueffer), la mera asocialidad (Dorcas Guntine). Aún Lucinda Matlock, símbolo de la calma y la constancia, remata así: «¿Qué oigo decir de penas y tedio/ Ira, ilusiones perdidas, tristeza? / Hijos es hijas descastados/ La vida es demasiado fuerte para vosotros/ Lleva la vida amar a la vida».
Como constantemente se nos invita en la Antología a ver todo como un símbolo, se puede ver al libro como una doble alegoría, la lucha por la libertad y la búsqueda de la verdad. Ambas aspiraciones son interdependientes: la correcta percepción de la realidad exige, previamente, la transformación del mundo, porque es el mismo mundo el que nos oculta, mediante la conspiración que es la historia, la verdad sobre la condición humana (John Cabanis). En todo el libro, también con mucha insistencia, se menciona a la visión, a la luz en el sentido de «revelación», descubrimiento de la verdad, percepción superior de la realidad. Es un sendero místico; y en la más ortodoxa tradición religiosa, son enormes las dificultades y peligros que acechan al alma en su ascensión a una definitiva libertad y hasta a su inmortalidad. La primera mitad del libro, que es la más anecdótica, parece describir un «Infierno»; y aunque un rayo de luz ilumina, cada tanto, lo que sigue, hay que llegar a los últimos poemas para encontrar, en el «Paraíso», a los hombres justos de Spoon River, aquellos que han purificado su alma en tal forma que casi no hay peripecias en sus vidas: Padre Malloy, Marie Bateson, El ateo del pueblo, Lydia Humphrey, Joseph Dixon, Elijah Browning, etc.
Pero este fuego debe ser robado al cielo. No hay más camino que la lucha con el ángel, la aventura de Prometeo. Los místicos de Spoon River son también sus rebeldes, porque sólo la libertad más completa puede abrirnos los ojos a la verdad; en cuyo momento sobreviene la muerte o una radical transformación interior.
Naturalmente, esto proviene de un conflicto infantil. El conflicto con su padre se proyectó a la sociedad entera, contra toda clase de autoridad. En la Antología la lucha padre–hijo está proyectada hasta en Dios, intentando separar al Padre del Hijo y aun presentando a la Segunda Persona como una víctima de la Primera (Wendell P. Bloyd y el Epílogo). El sacrificio de los hijos o «complejo de Abraham» está presente en Thomas Trevelyan; y recordaremos que la herida secreta de Masters, la abogacía, le fue infligida por su padre, quien desalentó sus inclinaciones literarias en beneficio del derecho.
Uno de los más desgarradores poemas del libro, «Johnnie Sayre», muestra al conflicto plenamente dramatizado. Es tan agobiante la dependencia de Johnnie Sayre de su padre que, cuando el niño es herido mortalmente por las ruedas de un ferrocarril, Johnnie sólo piensa en la angustia que oprime su corazón por haber desobedecido al padre y reza para vivir hasta pedirle perdón. Más terrible casi que la muerte del niño es la opresiva relación filial, esa siniestra hora de felicidad en que, mutilado y agonizante, el hijo cree recuperar, por fin, el amor de su padre. Se comprende que es el padre y no las ruedas del ferrocarril lo que ha matado al niño.
Quien debía librarse de todo dolor futuro no era el niño, que seguramente aceptaría el riesgo de vivir, sino el padre, que sofocaba al hijo para que no corriera ningún riesgo y así perpetuar su posesivo cariño. Pero cabe aún otra interpretación, más psicoanalítica. Como los accidentes no suelen ocurrir porque sí, es posible que Johnnie Sayre se haya rebelado a su manera contra el padre y deliberadamente se haya hecho herir por la rueda del ferrocarril. Su felicidad agonizante sería la felicidad de la venganza contra el padre, el poder exhibirle la herida del abandono paterno, abandono enmascarado en el falso amor posesivo, para así dominarlo por fin, derrotándolo con su propio sacrificio.
A diferencia de Johnnie Sayre, Masters no acepta el dictamen del padre y luchará contra él en su propio terreno. Triunfará en la profesión en que su padre fracasó; y cuando Reedy le sugiere el tema de la Antología, escribe un libro que es radicalmente distinto de sus primeros poemas. Es un libro que a la vez le es impuesto y aceptado, que viene de afuera pero que contiene su propia vida.
Nos faltan detalles sobre el momento crítico en que Reedy entrega a nuestro autor–niño (Masters aún no había publicada nada con su verdadero nombre; no aceptaba su identidad) el talismán de la Antología griega. Pero la lectura de la Antología griega no puede ni aún sugerir la Antología de Spoon River, por más que Pound diga lo contrario. La relación entre ambas obras es imperceptible. La Antología griega contiene epitafios, pero están reunidos en forma acumulativa, sin trabazón interior, y no tienen el carácter simbólico de la Antología de Spoon River. Pero si, por el contrario, la idea misma de la Antología de Spoon River es de Reedy, tendríamos en acción al conflicto dinamizador de la psiquis de Masters: el desafío del Padre –ahora Reedy– y su derrota a manos del hijo, en una obra que es, también, un homenaje al vencido.
El texto contiene la vida de su autor y quizás mucho más de lo que imaginamos. «Petit el poeta» es una de las más claras confesiones de Masters: el poeta impotente que pasa al lado de sus temas sin verlos, ciego a todo, estéril como semillas en una vaina seca, mientras Homero y Whitman rugían entre los pinos. La vida profesional de Masters también está presente, y el poderoso sentimiento de frustración de Kinsey Keene hace sentir que algo hay del autor en su grandiosa autodestrucción. Casius Hueffer y Henry Layton aluden a su conflictual personalidad; Griffy el tonelero y Sexmith el dentista, su voluntad de superar las limitaciones del medio; Wendell P. Bloyd, con su apariencia cómica o satírica, reproduce el conflicto de Johnnie Sayre, y debe notarse la persecución que sufre Bloyd por sus ideas. Jefferson Howard, con su tensión, el enigmático poeta laureado Jonathan Swift Somers, Jacob Godbey, Marie Bateson, Julian Scott, Judson Stoddard y sobre todo Eljah Browning también lo representan; pero en ningún poema como en «Webster Ford», un transparente seudónimo, poema que está colocado en último término, como si fuera su firma, Masters resumió su vida y sus luchas íntimas.
El tono no es crítico ni irónico. La conmovedora confesión que contiene fluye mansa y libremente. La historia es simbólica. En algún momento de su juventud, Webster Ford, Mickey M’Grew y Ralph Rhodes vagaban junto a la orilla del río Spoon, a la hora del crepúsculo. Una luz juega sobre la superficie del agua y M’Grew y Ford ven en ella, respectivamente, un fantasma y Apolo Délfico, lo que provoca las burlas de Rhodes. Esta visión perece con Mickey, cuando muere al caer desde la torre del agua; Ford la guarda en la memoria pero vive dedicado a tareas incompatibles con este recuerdo sagrado. Pero le es concedida una segunda oportunidad, su bollo de magdalena, y vuelve a aparecérsele Apolo Délfico; esta vez acepta el fatídico llamado del dios, y con él su definitiva floración y muerte. Los renuevos son las hojas de la Antología, que deberán guardarse, pese a su escaso valor, para el uso de otros cantores, en los tiempos mejores por venir. La «Antología» está escrita; pero al precio de la vida de «Webster Ford», consumido como una llama.
La visión de Apolo Délfico que le recuerda que estaba llamado a un destino distinto, reaparece para justificar y perdonar los años mal vividos, extrayéndole los materiales con que edificará el monumento a su memoria. La abogacía se redime de sus pecados, ofreciendo sus penosas experiencias como sustancia del poema. Masters había logrado perdonar a su padre y hacerse perdonar por él; las puntas y cabos de su vida, se ataron por fin y fue «autónomo, compacto, armonizado». Spoon River, que nunca había muerto en él, renace para no morir más, con su esplendorosa belleza simbólica; como Prometeo, había logrado dar vida a quienes no la tenían y que de otro modo serían solo nombres, pero Dios había aceptado su obra, porque aquello se había cumplido en el mundo simbólico del Arte. Hasta de su propia obra se liberaba Masters, desembarazándose con ella de su largo y no correspondido amor por la poesía.
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IV
Lo que antecede (implicación recíproca de macrocosmos y microcosmos, visión única y plural de los destinos humanos, trato adecuado de un material místico y psicológico de explosiva fuerza, sabor inconfundible de la realidad) podría bastar para la perennidad de la obra de Masters. A estos atractivos se podría sumar el grato milagro de un libro de poemas popular, al que no pueden reprocharse ninguna de las seducciones meretricias de los best sellers. Aún se siente el coraje, un poco reactivo, un poco agresivo por demás, del hombre que escribió la Antología de Spoon River; y demás está decir que si la relacionamos con las obras que nuestra lengua producía contemporáneamente sentimos alguna humillación. A su lado parecen insoportables las cansadísimas tonterías de Diario de un poeta recién casado (1916; hoy Diario de poeta y mar) de Juan Ramón Jiménez, que, seguramente para pasmo y edificación de los lectores de Moguer no deja de enfilar todos los nombres de los escritores norteamericanos que le salen al cruce, entre ellos Masters, la revelación poética de la hora.
La crítica literaria ha retrocedido un poco, como buscando una perspectiva adecuada, ante la Antología, que no parece haber encontrado aún su lugar definitivo, ni entregado su secreto. Conrad Aiken y Oscar Williams no la recuerdan en sus antologías y el juicioso Untermeyer no se decide a apreciarla por ningún motivo puramente literario. En Masters lo conmueve su «…continua aunque irritante búsqueda de una clave del misterio de la verdad y del dominio de la vida»; pero en definitiva valora a la Antología como un hito en la historia literaria norteamericana, o sea por su importancia histórica. Randall Jarrell parece decidido a ubicarlo en el museo, pero algo lo hace vacilar: «…Si la Antología de Spoon River nos parece hoy más una parte de historia literaria que de poesía viviente, aún es una parte sorprendentemente viva…». Y, a continuación, es Jarrell el que nos sorprende, cuando dice: «Los efectos prosaicos de los poemas son siempre mejores que sus efectos poéticos, puesto que la retórica de Masters, toda su idea de un efecto poético, es un lugar común». Pero todavía agrega que Masters tiene un estilo y un tono propios, lo que nos sorprende también.
Si por estilo entendemos la elaboración que el artista realiza del mundo exterior, con la necesaria selección y tratamiento de los materiales con los que realizará su obra, Masters no tiene ningún estilo. En cuanto al tono, a la forma en que se dirige al lector, es informativo y elocuente, pero la voz es neutra, sin timbre. Una vez que ha empaquetado la información que quiere trasmitir, se desentiende de la frase y deja que se las arregle como pueda. No debió ser un padre cariñoso.
Se siente, además, cierta vulgaridad. La forma en que expide sus rencores contra los jueces, por ejemplo, o contra los poderosos, no está lejos, a menudo, del chismorreo de vecinos. Su verso, que ignora ritmo y rima, se limita métricamente a cierta cadencia y suele ser chato hasta la ramplonería; sus monotonías y tropezones, su andar trabajoso que no acierta con las pausas, desarrolla casi siempre la misma construcción; posiblemente por estas razones a sus lectores de otras lenguas les sobreviene la tentación de traducirlo, en la convicción de que difícilmente la traducción pueda sonar peor que el original. Las historias son dramáticas, crecen hacia una conclusión, a menudo efectista, a veces irónica o sorprendente, pero esto sucede como una demostración, como el alegato de un abogado, con recursos de orador o de hábil conversador. Así, por ejemplo, Lydia Humphrey se revela como perteneciente más al género oral que al escrito. El final, que casi destroza al poema, repite la palabra «visión», dos veces, que hay que decir de tres maneras distintas, con tres diferentes inflexiones, para que aquello no parezca un disco rayado.
Aún en la elaboración psicológica de sus personajes, por la que ha sido siempre elogiado, Masters incurre en errores de composición. Está convencido de que les añade convicción cuando los trata como a personas reales, y vuelve a nombrar a los ya conocidos creyendo que así les da más fuerza a los dos retratos: «Yo fui un abogado como Harmon Whitney /o Kinsey Keene o Garrison Standard» (Tom Beatty), o «Bien, les contaba sobre un traje de seda/ y la promesa de matrimonio de un hombre rico / (Era Lucius Atherton)» (Anne Clute).
La comparación con la Comedia Humana está más que exteriormente justificada. Como Balzac, Masters tiene una buena dosis de rudeza y vulgaridad; ambos padecen la obsesión ineficaz de mezclar realidad y fantasía; ambos fueron una mezcla inestable de hombres de mundo y místicos frustrados; ambos ven la vida humana en imágenes, como manifestación metafórica de un solo principio creador, visión en la que ambos fueron influidos por Swedenborg. Algunos de sus efectos artísticos se aproximan. De la santidad de Lydia Humphrey se nos informa inmediatamente, pero el fondo de su misma virtud se nos ha ocultado; no poca sorpresa nos causa esta beata cuando no abandona su amistad con el blasfemo John Ballard, al que está a punto de salvar (si no lo salvó del todo), a través del sorprendente ramo de flores que allega a su lecho de moribundo. En un relámpago vemos todo lo que esa amistad difícil ha atravesado, y sentimos mucho más que con la lectura de su retrato, la belleza moral de Lydia. El ramo de flores es mágico: se transforma de inmediato en la clave del Universo, en el gran camino. Efectos de elipsis, de implicación, de luces súbitas que aparecen de pronto e iluminan para siempre un rincón del cuadro.
En el Epílogo de la Antología, Belcebú escarba la tierra y extrae de ella un cráneo que aplasta y mezcla con arcilla para formar diversas figuras que apoya contra los árboles; luego les ordena vivir.
Con no menor rapidez, Masters desenterró de su memoria imágenes e ideas que convirtió en figuras que desarrollan un rasgo, una pasión o una manía. Compuso así seres extraordinarios, que recuerdan a los hombres, que tienen nombres y apellidos, pero que han adquirido una nueva y extraña dimensión. Cuando leemos «Alfonso Churchill», por ejemplo, nos quedamos pensando en todas las cosas que no se nos explican pero que están delante nuestro, para que entienda quien pueda. Masters nos dice, indirectamente, que Churchill ha triunfado, y de un solo golpe percibimos los días y noches de estudio, la perseverancia, la pobreza decente, los primeros atisbos del éxito. Nos conmueve más que nada la zona de sombra de la imagen: el hombre recuerda las burlas de sus compañeros, pero se apiada de ellos, del mismo modo que considera un error los homenajes de que hoy es objeto. Todo lo dice sin emoción, como si fuera una clase, como si aquellos fueran errores de matemáticos o astrónomos. Aún Churchill quiere borrar su propia imagen: quiere que sólo quede una señalando al infinito, como el dedo que apunta al cielo en la tumba de Marie Bateson.
Todos estos seres componen un enorme cuadro, con algo de danza macabra, porque todos exhiben la gran herida de la vida, hecha visible. Más y menos que hombres, semejan gárgolas, quimeras, escenas de grotesco que parodian lo que llamamos la vida real. Pero nada es real, y todo está a punto de transformarse en otra cosa, las ideas en plantas–hombres (Gustav Richter), en plantas–repúblicas que arraigan en el polvo de un corazón enamorado (Anne Rutledge); un hombre puede ser su propio epitafio, en forma de rojas manzanas (Conrad Siever).
Pero todavía hay otros seres, más sorprendentes, que no representan ya a seres humanos sino a entidades abstractas, como la Frustración, la Sed de Amor, el Ascenso Místico o el Triunfo Social. A medida que la idea crece con relación a la vida, y a sus expensas, tanto más extraordinario es el monstruo. En esta línea, uno de los poemas más extraordinarios es «Dippold, el óptico», donde Masters condensa su estética. Todo está delante nuestro, bajo apariencias, pero no lo vemos. En la tienda de Dippold se ven las cosas más extraordinarias, cosas que seguramente no están allí, como los paisajes que se mencionan. No hemos tenido ojos para ver, como Petit, pero si los tuviéramos veríamos a todo el universo en una hoja de árbol y a nosotros en él.
El lente de Dippold, que es Masters, permite al cliente de la óptica (al lector) ver, no tanto al mundo, sino dentro de sí mismo. Se ve el pasado, padre, madre, hermanas, el mito (la Virgen), visiones y paisajes y finalmente sólo luz, la claridad del alma. Estas imágenes, esta sugestión de un mundo burbujeante de transformaciones, están dichas con tanta sencillez, y casi con tanto descuido, que casi no se advierten, como si el autor no les diera importancia, con la indiferencia de quien siente que todo lo que existe, versos, poemas, la vida, son palabras o frases de un gran poema celestial en el que sólo debemos ocuparnos de decir nuestra parte adecuadamente (Mrs. George Reece).
Masters creyó ser un ateo y un rebelde; pero para homenajear al Padre Eterno construyó en su honor un modelo del universo, una ciudad que simboliza a la Cristiandad, a la Iglesia, a las herejías, a las doctrinas y a los hombres singulares.
N. del A.: Para la vida de Masters he consultado Twentieth century authors (1967) de Stanley Kunitz y Howard Haycraft, Contemporary American Authors (1949) de Fred Millet y Modern American Poetry (1932) de Louis Untermeyer, donde está la opinión citada en el texto. Las de Randall Jarrell son de The third book of criticism (1969); en el texto he utilizado frecuentemente la traducción de la Antología de Spoon River (1979) que hizo Alberto Girri, que en su prólogo formula agudas y sugerentes observaciones.