Una muestra de «Bitácora de un jardín» de Valeria Pazos

Valeria Pazos (Ciudad de México, 1986) es filósofa, artista multidisciplinaria y poeta. Su trabajo explora las intersecciones entre imaginación, cuerpo, estética y poética expandida. Licenciada en Filosofía por la Universidad Panamericana y con estudios en arte y educación por el Lincoln Center Institute e IMASE, actualmente cursa la Maestría en Filosofía y Estética en la UNAM, donde se especializa en filosofía de la imaginación y su vínculo con el cuerpo, la percepción y la estética del jardín japonés.

Ha desarrollado proyectos de teatro sensorial, instalaciones inmersivas y poesía expandida, creando experiencias que activan los sentidos como forma de resistencia simbólica y reparación afectiva. Su obra transita entre México y Japón, entre lo ritual y lo poético, lo íntimo y lo colectivo. Entre sus proyectos más destacados se encuentran El Proyecto Haiku, Lo Sagrado y los Sueños, 5 Sentidos: Chocolates y Sensing the City: An Embodied Journey, donde la imaginación encarnada se convierte en herramienta de escucha, creación y sanación.

En su reciente libro Bitácora de un jardín (Error 404 Press, 2025), teje un universo de duraznos que murmuran, yokais invisibles y jardines como refugio poético. Actualmente co-curaduró junto a la artista Alina Sánchez el proyecto Hackeo de sueños: Cartografías de lo onírico, donde la poesía, el performance y la imaginación colectiva configuran nuevas formas de habitar el arte.

Todos los poemas que ponemos a vuestra disposición en esta entrega de «Lxs que vienen» forman parte de Bitácora de un jardín (2025) de Valeria Pazos.


Tako nyūdō (蛸入道)

.
.
.
I

Atravesé un umbral espeso como sopa de invierno: cálido, viscoso, lleno de algo que no sabía si era miedo o resignación. El pulpo tenía nombre antiguo y ojos sin párpados. Tako Nyūdō. Su barba goteaba sombra, su tacto era lento como el pensamiento que llega cuando ya es tarde. Todo lo arrastraba: los gestos, la inocencia, los bordes. Y sin embargo, en el centro de mi mente había un jardín. Un espacio mínimo donde florecían aquello que no sabían de tentáculos, un estanquecon peces que hablaban en voz baja, una banca de piedra donde me sentaba a mirar pasar el viento. El pulpo no podía entrar. Tocaba el vidrio de esa imaginación, pero no podía respirar allí. Mientras mi cuerpo cedía, algo dentro se mantenía firme. Silencio verde. Resistencia floral. Y así, mientras me deshacía afuera, algo seguía creciendo adentro.

II

Tako Nyūdō se diluye en un mar de tinta blanca. Se disuelve como el borde de un ideograma mal trazado. Se evapora entre las flores nocturnas de un jardín donde solo habite la calma antigua de las cosas que no duelen.

III

En la iglesia del Tránsito, la luz cae como si no supiera que adentro hay fantasmas. Marcial Maciel come helado con mi abuela. Ella le ofrece una servilleta rosada, sonríe como todos los domingos en la Colonia del Valle. Afuera, las burbujas flotan desde el puesto. Suben como pensamientos leves, como risas que no saben lo que esconden. El helado gotea. Un charco dulce se forma al pie del banco, pegajoso, casi sagrado. Mis primas y yo los miramos desde el Kiosko, con una paleta de tamarindo en la mano y un nudo de sombra en la garganta. ¿Quién ha escondido el jardín? ¿Quién le puso cortinas al cielo? El horror a veces tiene forma de día común: el timbre de la bicicleta, una bolsa de mandado, la campana que anuncia misa. Todo se mueve con naturalidad, menos mis ojos, que no parpadean.

IV

Los domingos saben a metal. El jardín no florece en lunes. La niña tampoco.

V

Me despierto con la lengua dormida. No es parálisis, es otra cosa: como si una palabra no dicha se hubiera quedado a vivir ahí. Una raíz dorada, un algo que no puedo pronunciar.

VI

Tako Nyūdō dobla sus tentáculos como si tejiera un secreto. Murmura un nombre que no puedes pronunciar — se disuelve en tu lengua como el eco ácido de un durazno olvidado. Hay un filo en la dulzura.

Perdida.

Perdida.

Perdida.

Cada sílaba cae como fruta madura al fondo de la boca.

VII

Tako Nyūdō guarda mangos detrás del biombo, como si allí escondiera lo último bello del mundo. La pulpa respira, mínima, dorada, apenas tibia. Algo en el aire se detiene: ¿qué oculta el jardín cuando nadie lo nombra? El aroma es una promesa truncada. El monstruo mira en silencio.

VII

Cuando ella duerme, el jardín se expande por las paredes, cubre los enchufes, lame los rincones. Las flores crecen con rostros. Una le dice al oído: «Él también quiso ser bello».
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

Refugio

.
.
.
I

El señor Takahashi le enseñó a doblar una grulla con los ojos cerrados. «Así vuelan mejor», dijo. Ella creyó. Cada tarde una nueva bandada partía desde la mesa. Cruzaban el comedor y desaparecían entre las ramas del durazno.

II

Una vez, al abrir una puerta que daba al cobertizo, encontró un par de sandalias de madera flotando en un cuenco con agua. «Son para cuando quieras irte sin ser vista», dijo el señor Takahashi, como si no fuera raro ofrecer caminos invisibles a niñas que huyen.

III

Una hormiga arrastra un pétalo. La niña la sigue con los ojos. Cree que es un mensaje. No lo es. Pero la mirada salva.

IV

La casa del señor Takahashi se despliega en origami multicolor. Sus muros giran, rugen leones verdes. Tako Nyūdō no puede entrar. El refugio se expande, mutable. Cada puerta, un remolino de agua de limón que le quema las ventosas. El techo se curva hacia el cielo y escupe un espacio de frutos líquidos. Todo gira: el jardín, la memoria, la niña que empieza a olvidarlo.

V

Japón brilla geométrico, un refugio de ceniza. La fruta se deshace en el espejo. El dolor es un fruto que flota

VI

Un día el jardín la abrazó. No con brazos, sino con viento, polen, hojas que caen en forma de palabras. La niña no dijo nada, pero sus pies flotaron cinco centímetros. «Eso es volar un poco», dijo el señor Takahashi. «Es suficiente por hoy».
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

Miniaturas

.
.
.
I

El jardín no es real.

Pero tampoco mentira.

II

Los duraznos me susurran palabras que olvidé a los seis años.

III

Akiko inventó una palabra para los días en que una no quiere existir. La palabra era suave y olía a sopa de arroz.

IV

Cada durazno es un conjuro. Su pelusa recuerda que alguna vez el mundo fue blando.

V

La taza que usábamos para el té se quebró una noche en silencio. Al día siguiente, descubrimos que en su grieta cabía un río entero. Ahora el jardín tiene orilla.
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

México-Japón

.
.
.
I

Soy todo el instante que no viví: juego con hilos de plata y aguacate, dibujo mapas invisibles en las venas de México y Kioto, respiro vapor de copal mezclado con té de crisantemo. Ninguna frontera existe, solo tambores en mi pecho, sombra ligera en un tori de cantera.

II

En un biombo flota el humo del té de Rikyu mezclado con aroma de mezcal. La mujer camina sobre empedrados invisibles, sus pasos confunden Oaxaca con Osaka, y una lágrima silenciosa escribe poemas sobre arena y papel.

III

Cada hilo guarda el perfume del sake mezclado con jamaica.

IV

Los grillos cantan en maya y recitan tankas sobre hojas de plátano.

V

Detrás del velo de tule se confunde el rostro de una geisha con la Virgen del Carmen. Caen ciruelas ume en un patio de adobe. Un cuchillo corta un durazno en dos hemisferios de jade: Hiroshima y San Cristóbal, pétalos y cenizas, sabor a mole negro con wasabi en la garganta.
Camino descalza sobre huipiles bordados con kanjis, cada puntada una oración breve.
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

Luz, geometría y lenguaje

.
.
.
I

Los peces nadan sin yōkai. La luz geométrica traza un hogar.

II

El agua de limón se solidifica en un octaedro. Las sombras giran como frutas con alas.

III

Hay una geometría en las ausencias: las esquinas donde se escondía, el azulejo que evitaba pisar, el aire entre dos cucharas. Todo eso forma un mapa. Un mapa para no volver. O para encontrar otra salida.

IV

Cuando se acuesta boca arriba, el techo se llena de líneas. No son grietas, son trayectorias. Cada línea cuenta la historia de un escape mínimo. Una de ellas la lleva al jardín. Otra al jardín del señor Takahashi. Otra al lugar donde ya no tiembla.

V

El azulejo azul del baño era el único lugar seguro. No porque protegiera, sino porque allí no ocurría nada. Nada. El cuerpo aprendió a hacerse piedra entre la piedra. Eso también es una forma de geometría.

VI

El jardín no tiene centro. Pero en su forma imposible. La niña traza círculos con pétalos secos. Cada círculo es una protección, una frontera que dice: «No pasar». Y el yōkai duda.

VII

Cada vértice del octaedro guarda una versión de mi voz. Una gritó, otra se dobló, otra floreció. Solo una sigue respirando.

VIII

Bifurcación ocre. El camino se parte bajo la fruta abierta: un espejo refleja al pulpo-anciano, otro al jardín perdido. La luz se quiebra en prismas, ¿cuál es el guardián?
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

Jardín

.
.
.
I

La caja explota en tentáculos de luz cítrica.

II

El jardín no me protege. Me escribe. Cada flor es un párpado que no es mío, pero me sueña a salvo.

III

Nadie ha visto el jardín. Solo sus rumores. Dicen que brota detrás del paladar, cuando se nombra una fruta en voz baja. Dicen que hay lirios que piensan, y raíces que rozan la columna, como si quisieran recordar.

IV

Las flores no se abren. Son labios sellados por un dios vegetal. Flotan, suspendidas, con aroma a té de crisantemo, a ciruela fermentada, a durazno que ya no existe.

V

El jardín se esconde dentro de otro jardín.

Un doblez.

Una grieta.

Un espejo vegetal que solo responde cuando la lluvia cae.

Las plantas susurran en japonés antiguo.

Yo no entiendo.

Solo intuyo que me nombran

sin decir mi nombre.
.
.
.
De Bitácora de un jardín (2025)

Deja un comentario