Sergio García Zamora: «Quería encontrarme con el demonio, pero me encontré conmigo»
Escribe| Yanetsy Ariste
«Si alguien te pregunta cómo es entrevistarme, dile la verdad: difícil, demorado, ególatra, todas esas virtudes tan arduas de encontrar»– así escribía el poeta cubano Sergio García Zamora en el punto final de la conversación que sostuvimos durante semanas por WhatsApp para la concreción de esta entrevista. El confinamiento obligatorio por la Covid 19 impidió el encuentro. ¡Cuánto hubiese aportado reparar el medio en el que materializa la poesía y los textos infalibles en su biblioteca! ¡Cuánto, sus gestos o esquivos! Me tocó imaginar su tránsito por su habitual Santa Clara, ciudad que heredó la planeación urbanística de la España del siglo XVII y XVIII; sus columnas, los gruesos muros de piedra y las arcadas; la tozudez del claroscuro que vericuetos arquitectónicos proyectan sobre los libros; la sonrisa de sus hijas revoloteando en el hogar. Pero en sus letras descubrí lo que no dijo, lo que no pregunté, lo que faltaba dentro del esbozo de interrogantes.
Afirma que la clave del éxito no existe, pero con solo 35 años, el poeta cubano Licenciado en Filología Hispánica en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas (UCLV), ha escrito una veintena de poemarios con los que ha ganado numerosos premios internacionales. Entre su prolífera obra destacan Resurrección del cisne (Premio Rubén Darío, Fondo Editorial del Instituto Nicaragüense de Cultura, 2016); El frío de vivir (Premio Loewe a la Creación Joven, Visor Libros, 2017; Premio de la Crítica Literaria en Cuba, segunda edición Editorial Capiro, 2018); Diario del buen recluso (Premio Gabriel Celaya, Editorial Erein, 2017); La canción del crucificado (Premio Blas de Otero de Majadahonda, Sonámbulos Ediciones, 2018); Los uniformes (Premio Jorge Manrique, Ediciones Cálamo, 2019) y Los conspiradores (Premio Juan Alcaide, Editorial Verbum, 2020). Además, es fundador del grupo literario La estrella en germen, que luego de 6 años, sin nada nuevo que aportar a los jóvenes talleristas que crecieron bajo su égida, dará paso a un nuevo grupo.
Su sueño, parafraseando a Virgilio Piñera, «es ser inmortal mientras viva»; seguro la literatura se lo permitirá, aunque la palabra no es esclava de los placeres del poeta. «¿Quién dijo que la poesía debe servirte? ¿Quién dijo que podías rebajarla al tamaño de tu hambre?» —escribió en El frío de vivir, uno de sus libros insondables, mi preferido, debo decir.
Allí también encontré su definición de poema, ésa en la que no indagué directamente para alejarme del lugar común en este tipo de entrevistas: «un poema —insistió— es una jaula de osos, un mecanismo para contener la perfección, un herraje más contra aquello que libre, logra destrozarnos». Y es que su poesía denota un alma filosófica, donde la palabra nunca es fortuita: está ahí como cimiente para una aseveración definitiva.
De nuestra «correspondencia» digital percibí que es minucioso con las expresiones, las que dice y las que lee. Perfeccionista; pasmosamente culto. El poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar, en la edición cubana de Resurrección del Cisne, lo definió como «uno de los mejores poetas vivos de la Isla». Curiosa ante la singularidad de su juventud, esperando una respuesta que clarifique cómo se percibe a sí mismo, pregunto:
—¿Cómo te defines?
—Sergio: etimológicamente significa guardián— sentencia.
En algunos momentos de la conversación escrita que sostuvimos él mismo describió parecerse a un poeta romántico del siglo XIX, por lo de «responder o no» a las interrogantes. En otros, fue un demonio verdaderamente esquivo, quizás por diversión. No obstante, y por fortuna, ambas partes firmamos la paz y llegamos al resultado siguiente:
—En tus versos, junto a referencias del arte y la literatura universal, bosquejas tu genealogía. Madre, abuelo, hermano, hijas y esposa aportan lo terreno entre clásicos universales. ¿Cómo definirías «familia»?
—¿Cómo definir lo que me define? Soy el nieto de campesinos; el hijo de obreros; el padre de Alba y Alma, que aspira como poeta a ser padre del alba y el alma; el esposo de Lily, cuyo nombre significa lirio y como lirio del campo no hila, sino que va desnuda junto al desnudo; el amigo de una inmensa minoría, que sin tener mi sangre ofrecen por mí la suya. Si patria es humanidad, humanidad es familia.
—En tus lecturas vitalicias, ¿a qué libro vuelves una y otra vez?
—Ya lo dijo Borges: «Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Con ese previo fervor y esa misteriosa lealtad, yo vuelvo a la Ilíada y la Odisea, que son un mismo libro: el destino de un pueblo y el destino de un hombre. Hace poco un joven amigo retornaba a llamar la atención sobre el hecho sorprendente de que en la segunda parte del Quijote los personajes leyeran acerca de sus propias aventuras. Y hay tanto ingenio en ello como ya hubo ingenio en la Odisea: cuando el aedo Femio canta el regreso horrible que la diosa deparó a los aqueos al partir de Troya, la reina Penélope baja las escaleras hasta el salón y le pide llorando que cante otras hazañas porque le causa pesar grandísimo el recuerdo de Odiseo. Eso para mí es una herencia perpetua, al punto que puedo ver esa escena aún en el prohibirle a Sam que toque la canción de los amantes en Casablanca.
—En Los uniformes el mundo se explica a través del ropero: corbata, calcetines, traje, delantal… conjuran conceptos ontológicos. En ese plano, donde «a cada hombre lo hace su caridad o su esperanza; su fuerza o pensamiento, su amor y su odio», ¿qué prenda serías?
—Sería el desnudo. El verdadero protagonista es la desnudez. La desnudez como ontología, como identidad, como acto primero de rebeldía más que desamparo. En algún momento pensé titular al libro Los uniformes y el desnudo, pero habría resultado demasiado evidente, así que preferí el correlato objetivo de los uniformes y que el lector descubriera el contrapunto entre los unos y el otro. Los uniformes ya eran una paradoja estupenda: al tiempo que te conceden una identidad, anulan la tuya; dejas de ser el joven para ser el soldado, como dejas de ser la muchacha para ser la aeromoza. Eso también apunta hacia lo colectivo y lo individual, lo social y lo personal, lo uniformado y lo que se resiste a estarlo. Suelo andar desnudo en casa por eso suelo tardar en atender cuando llaman a la puerta.
—El grupo literario La estrella en germen aúna voces jóvenes en la Cuba profunda, ¿a seis años de su nacimiento cómo valoras su misión? ¿Ha granado la estrella?
—La estrella en germen, como todos mis proyectos, fue algo tan egoísta como generoso. Yo era un huérfano que buscaba familia, y encontré estos hermanos. Solo que todavía eran pequeños, y tuve que velar por ellos. A estas alturas, creo que la mayoría de ellos ya puede llamarse poeta, y por consecuencia o condena publicar sus textos. Han crecido. Es un cúmulo de estrellas en expansión, unos gérmenes que ya espigan. No son promesa ni teleología que se le parezca, solo lo sideral y lo terrenal que lo mismo engendra que se malogra.
—Cuando en 2017, la editorial cubana Sed de Belleza, sacó a la luz la antología La estrella en germen con textos de tus talleristas, expresaste que tenías una deuda con tus maestros y que tratabas de saldar con la publicación del libro que surgió en el taller. Háblame sobre los maestros del poeta. ¿Quiénes y cómo influyen en tu condición artística?
—No recuerdo ya lo que dije, pero qué importa eso. Deudas siempre habrá, y al tratar de saldarlas adquieres nuevas deudas. Creo que la mayoría de mis maestros, como le pasa a casi todos, ya han muerto. Para el grupo y para mí los encuentros con Roberto Manzano fueron y son verdaderamente iluminadores.
—Los conspiradores personifica las editoriales, aborda la dicha de los inéditos, la bonanza de la escritura, el paraíso del poema; es un libro inspirado en los talleristas de La estrella en Germen, en la literatura como una gran conspiración entre el escritor y el lector… ¿Cómo es ese lector de la poesía contemporánea, qué lo distingue? ¿Escribes para él?
—Lo que intuyo del lector es lo que intuyo de mí. Lo que descubro de mí al escribir es lo que descubro de él. No creo que pueda ofrecer mayores señas que el propio retrato que soy. El Otro escribe tanto como Yo leo. La literatura como una gran conspiración que triunfa cuando es delatada, deviene lectura del suceso, más que escritura del mismo. Lo tremendo de un jardín donde los senderos se bifurcan es que más adelante se vuelven a encontrar.
—Lope de Vega escribía una obra de teatro en tres días; Roald Dahl buscaba la inspiración en el cobertizo del patio trasero de su casa; Dickens bebía un sorbo de agua caliente cada 50 líneas de su texto; Agatha Christie escribía en cualquier lugar, incluso en la posición más incómoda porque no tenía escritorio; Wordsworth consultaba a su perro la calidad de sus poemas, romperlos o no, dependía del ladrido de su fiel compañero; Schiller, necesitaba mantener la primera gaveta de su escritorio llena de manzanas podridas, de lo contario, no hallaba la musa. Cada artista tiene una disciplina creativa particular y algún hábito curioso para entregarse a la literatura. ¿Cómo es tu proceso creativo?
—Esos mitos me encantan. Ya nadie alimenta su leyenda de autor. No dudo de alguien tan ingenioso y enamorado como Lope de Vega: un fénix siempre resucita en menos de tres días. Igual me pasaría si escribiera sobre gremlins: Dahl es un fantástico zorro. Lo de Dickens no tiene mérito, siempre fue pobre: para alguien que escribía tanto y sufría el invierno si bebiese otra cosa habría muerto antes. Agatha Christie no poseía escritorio porque no quería, tal vez si hubiese poseído escritorio habría conservado su matrimonio, pero como solemos decir esas son historias de crimen y misterio. En este punto debo decirte que nunca se pudren las manzanas que no tengo. Y que cuando era niño tuve una perra que se convirtió en un poema, desde entonces intento que ocurra el milagro inverso. Pero si de verdad quieres saber cómo es mi proceso creativo, te explico: Un carcelero abre la jaula de un demonio y lo deja libre. Mientras el demonio se marcha a hacer de las suyas, el hombre se encierra en la jaula. Pasado el problema que es poema o viceversa, el demonio regresa vuelto carcelero, pero lo que encuentra no es al viejo carcelero, sino a otro demonio.
—¿Actualmente, en qué proyecto de libro trabajas?
—Hace algún tiempo me fui al desierto. Quería encontrarme con el Demonio, pero me encontré conmigo. Cuando regrese escribiré un libro magnífico. Yo también soy hijo de un carpintero.
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