«Víspera de la vida», más seis poemas de Ángela Figuera Aymerich

Ángela Figuera Aymerich

La poeta bilbaína Ángela Figuera Aymerich.

 

Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902—Madrid, 1984) estudió Filosofía y Letras, en 1930 se trasladó a Madrid y luego en 1933 a Huelva, lugar donde se desempeñó como docente de instituto, se casó y vivió uno de los acontecimientos que en adelante marcaría su vida: perdió a su primer hijo poco después del parto. Sin embargo, un año más tarde debe volver a Madrid para revalidar su licencia como profesora, lo que coincide con la sublevación militar de Franco en Marruecos y con los primeros meses de la Guerra Civil Española. Precisamente, en medio de la agitación de un asedio aéreo indiscriminado con lanzamiento de misiles sobre la capital española, se convirtió en madre durante las últimas horas de 1936, acerca de lo que dejará registro 15 años después en el poema «Bombardeo». En consecuencia, dejó una obra poética estremecedora y única en el idioma que descolla por su capacidad para interrogar la experiencia de ser mujer en sus matices más complejos y ocultos, que ausculta al detalle los vaivenes y padecimientos que involucran la maternidad, así como el sinsentido de esta condición ante la hipocresía de un mundo que permitió que los belicismos nacionalistas destruyeran tantas vidas, al mismo tiempo que supo poner en cuestionamiento los valores y los roles que le eran asignados en una sociedad conservadora como la que le tocó vivir. En definitiva, era tanta la pasión y el nervio con los que esta mujer irrigaba a su poesía que un día no dudo en escribir: «Mi sangre, zumo denso circulando/ por todos mis poemas».

A los 46 años publicó su primer libro, Mujer de barro (1948) y un año después se conoció Soria pura (1949). La edad a la que publica no es un hecho trivial en su biografía, puesto que por año de nacimiento podía ser contemporánea a la Generación del 27, a la vez que sus años de vigencia como autora coincidieron con el apogeo de la Generación del 50, aunque en la práctica no estuvo ligada a ninguna de ellas. En dicha década se produce su etapa más prolífica como poeta, mientras laboraba como funcionaria de la Biblioteca Nacional de España fomentando la lectura en sectores de la periferia madrileña a través de un servicio de Biblioteca ambulante, experiencia en la que observa y luego registra las duras condiciones de las mujeres españolas durante la posguerra en títulos como Vencida por el ángel (1950), El grito inútil (1952), Víspera de la vida (1953) y Los días duros (1953).

Al finalizar los años cincuenta, llegó Belleza cruel (1958), en una edición mexicana que esquivó la censura franquista que afectaba España y conto con un prólogo de León Felipe, título que además significó el Premio literario de la Unión de intelectuales españoles en México. Después apareció Toco la tierra. Letanías (1962), que fue el último título de poesía para adultos que publicó. No obstante, sus últimos años de vida los dedicó a escribir poesía infantil, en títulos como Cuentos tontos para niños listos (1979), Canciones para todo el año (1984) y Los tres perritos (1991).

En la última década, ha habido un redescubrimiento en España de su obra, siendo Toco la tierra. Letanías reeditado por Editorial Páramo en 2015; El grito inútil por Ediciones Tigre de papel en 2018; Belleza cruel por Ediciones Torremozas y Soria pura por Lastura Ediciones, ambos títulos en 2020. Mientras que Sabina Editorial editó la antología Ser palabra desnuda (2017). Por otra parte, recientemente, Ediciones Torremozas publicó un volumen en edición facsímil de poesía inédita de Ángela Figuera Aymerich, En la delgada arista (2023), el que recoge textos de la poeta vasca entre finales de los años cuarenta e inicios de los cincuenta, clave en la formación de su voz poética que la volvió inconfundible.

Hace poco, la editorial leonesa Eolas Ediciones publicó el estudio biográfico Ángela Figuera. Entre dos versos (2023) escrito por José Enrique Martínez. Dos décadas antes, la Editorial Bilbao Bizkaia Kutxa difundió la biografía La poeta Ángela Figuera (1902-1984) de María Bengoa, mientras que Editores Muelle de Uribitarte publicó Ángela Figuera Aymerich. Poesía entre la sombra y el barro (2012) de Pablo González de Langarika y José Ramón Zabala, ambos títulos fueron editados en la ciudad natal de la poeta.

Todos los poemas que se pueden leer a continuación están recogidos en el volumen Obras completas (1986; 1999), publicado por Ediciones Hiperión, los cuales provienen de los distintos títulos que Ángela Figuera Aymerich publicó en vida.


Bombardeo

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Yo no iba sola entonces. Iba llena
de ti y de mí. Colmada, verdecida,
me erguía como grávida montaña
de tierra fértil donde la simiente
se esponja y apresura para el brote.
Era mi carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado que abrigaba el vuelo
de un ala sin plumón y con grillete:
casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días
desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciegos,
brutos, respetar el portento.
Rugieron. Embistieron encrespados.
Lanzaron sobre mí y mi contenido
un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro
cielo de otoño vomitaron lluvia
de ciegos mecanismos destructores
que desataban sobre el cauce seco
del callejero asfalto sorprendido
los ríos de la sangre.
Que apedreaban con cascote y hierro
la carne desarmada,
la risa de los niños, los cabellos
de las muchachas, los henchidos senos
de las nodrizas, la rugosa frente
de los viejos cansados,
los anchos ojos de los colegiales
y el tórax trepidante de los mozos.

Cuando el terrible estruendo mantenía
todo el horror en vilo, como un látigo,
sobre la vida inerme y el espanto
resquebrajaba en turbio terremoto
el aire sin palomas de la urbe,
yo colocaba, dulce, mis dos manos
sobre mi vientre que debió cubrirse
de lirios y de espumas y esas telas
que visten, recamadas, los altares.

Iba por la ciudad —llena de garras
y dientes erizando las esquinas—
como un bajel altivo que, repleta
la próvida sentina con tesoro
de gran fragilidad, se tambalea
entre una furia de olas y relámpagos.

Y, al encerrarme en casa, bien sabía
que no existía el puerto ni el abrigo.
Que las paredes recias, levantadas
en paz por manos sucias de trabajo,
se desharían como cera blanda
al fuego y al martillo gobernados
por otra mano, pulcra, encaramada
en máquina de presa y exterminio.

Noches de sueño incierto, triturado
por la tremenda sinfonía
del frente en erupción y los caballos
del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime
hasta la última esencia
para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo,
desorientado, desgajado en vivo
del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,
apelmazadas de odios y de ruinas,
yo te esperaba. Me llegaste a veces.
Del último bisel de la tragedia,
del borde mismo de la hirviente sima
venías hasta mí. Me contemplabas
con unos ojos llenos de agua sucia
donde asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que procuraban ser risueños
y mansos al pasar por mi figura
y acariciar con luces de esperanza
la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa,
con qué vibrar de nervios y raíces
nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,
absortos en el hondo tableteo
de nuestros corazones. Escuchando
de vez en vez el tímido latido
del otro corazón encarcelado
que ya, para nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía señalando el sitio
en que un talón menudo percutía
mis íntimas paredes en un ansia
gozosa de correr por los senderos
apenas presentidos

Y, en medio del olvido refrescante,
en lo mejor del conseguido sueño,
surgía denso, alucinante, bronco,
el bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando, sacudiendo, despeñándose,
atropellándose los ecos
iban las explosiones avanzando,
cada vez más cercanas,
hasta que, al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha loca, trascurría
sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,
con un impulso elemental de macho
que guarda la nidada, con un gesto
ardiente y violento como el acto
de la amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un ilusorio escudo indestructible
para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, trasvasándonos
el tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis de espanto y de delicia,
las almas contraídas, esperábamos…

No. Nunca nos quisimos como entonces.
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De Vencida por el ángel (1951)

El barro humilde

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Porque hoy, Señor; te hablo de esos muertos.
De los muertos más muertos, más hundidos;
de los muertos del todo.

Pasaron muchos, pero muchos quedan
en carne viva —suya— demorados.
Tú hiciste del aljibe de su pecho
polvo y basura, pero ya su sangre,
en generoso trance transfundida
hacia canales nuevos, permanece.

Otros, amordazada ya su boca
con lodo espeso, gritan, gritan, gritan…
Y todos los oímos. Tú los oyes.
Tú sabes que no están del todo muertos.

Y aquellos que apretaban en su mano
una semilla rubia, un bulbo henchido,
hoy se nos yerguen en presencia plena
de espigas o de nardos. No murieron.

Y los que caminaban, encendidos
los ojos en la almena de la frente,
borrachos de una estrella, tan ajenos
al suelo que les dabas por apoyo
¡qué huellas hondas de contorno puro
fueron dejando y cómo se llenaron
de agua y de cielo cuando Tú lloviste!
Sólo por eso, sólo, bien lo sabes,
esos no morirán eternamente.

Otros murieron. Otros: infinitos
como los granos de menuda arena
que el viento sopla, escupe y amontona.
Arena inútil, inconexa, estéril.
Que pierde el agua y ni concibe sueños
ni se levanta en torres
ni tolera caminos
ni grávidas semillas amamanta.
Tú los hiciste un día y así fueron.
Traídos y llevados,
giraron en absurdo remolino
entre el cielo y la tierra.
Jamás llegaron a tocar las nubes
sus cortos brazos ni sus pies cobardes
pesaron en el suelo.

Vivieron (¿se enteraron?). Eran dulces
y mansos. Y también eran amargos
y fieros. Porque sí. Porque lo eran.
Sus miembros se encresparon muchas veces
en lujurias sin fruto. Y otras tantas
ciñeron con un hielo de abstinencia
sus castigados lomos.
Nada brotó en su tronco. Fue su llanto
de lágrimas redondas que corrieron
sin trabajar sus almas. Fue su risa
espuma derramada.
Eran así. Murieron. ¿Lo sabían
en el preciso instante?… Y hoy, ¿lo saben?
¿Lo saben que están muertos, muertos, muertos;
borrados, aventados, desnacidos?…
¿Saben que ya no son, que no serán,
que no han sido jamás entre los hombres?

Señor, de ellos te hablo. Tú ¿los cuentas?
Yo, ni podría imaginar su nombre,
ni perfilar la curva de sus labios,
ni sospechar, mirando tu arco iris,
el color de sus ojos.
Conozco que estuvieron. Que ahora esconden
en cualquier parte su menguada ruina.
Sobre sus tristes miembros disgregados
la tierra, eterna parturienta, brota
vida infinita en tallos quebradizos.
Pero ellos, mudos, torpes, ni en la hierba
escribirán sus formas y colores.

Ni sombra serán nunca; ni recuerdo.

De ellos hablo, Señor. Tú, sin olvido;
Tú, centro de Ti mismo y tu horizonte,
Tú los tendrás los muertos olvidado.
Quizá los quieres más por más pequeños.
Su barro humilde, deleznable, sucio,
acaso moldearás con tus pulgares
en finos vasos de preciosa forma.
El muro de tu mano levantada
acaso abrigará piadosamente
esa llamita débil de su espíritu.
Acaso de tu aliento huracanado
un hilo compasivo se adelgace
para tañer la flauta de sus huesos.

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De Vencida por el ángel (1951)

Rebelión

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Serán las madres las que digan: Basta.
Esas mujeres que acarrean siglos
de laboreo dócil, de paciencia,
igual que vacas mansas y seguras
que tristemente alumbran y consienten
con un mugido largo y quejumbroso
el robo y sacrificio de su cría.

Serán las madres todas rehusando
ceder sus vientres al trabajo inútil
de concebir tan sólo hacia la fosa.
De dar fruto a la vida cuando saben
que no ha de madurar puntos cardinales.

Cuando el amor con su rotundo mando
nos pone actividad en las entrañas
y una secreta pleamar gozosa
nos rompe la esbeltez de la cintura,
sabemos y aceptamos para el hijo
un áspero destino de herramienta,
un péndulo del júbilo a la lágrima.
Que así la vida trenza sus caminos
en plenitud de días y de pasos
hacia la muerte lícita y auténtica,
no al golpe anticipado de la ira.

¿Por qué lograr espigas que maduren
para una siega de ametralladoras?
¿Por qué llenar prisiones y cuarteles?
¿Por qué suministrar carne con nervios
al agrio espino de las alambradas,
bocas al hambre y ojos al espanto?

¿Es necesario continuar un mundo
en que la sangre más fragante y pura
no vale lo que un litro de petróleo,
y el oro pesa más que la belleza,
y un corazón, un pájaro, una rosa
no tienen la importancia del uranio?
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De El grito inútil (1952)

Sobramos

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Está tan lleno el mundo. Terriblemente lleno.
De montañas, de árboles, de cuarteles, de fábricas.
De casas con vecinos y blancos sanatorios.

(De vez en cuando hay flores. No las cortéis, amigos.
De vez en cuando hay ríos como venas sin brújula.)

Hay tantos trenes, cárceles, torpederos, aviones,
motores, cines, bancos, quirófanos, tabernas.

Tantas lindas estrellas y anuncios luminosos.
(Coñac Barbier, Calzados Eureka y así, muchos.)

(También hay automóviles más veloces y bellos
que arcángeles de acero con las alas plegadas.)

Hay mujeres que ríen. (Rouge aux lèvres. Pitillos.)
Hay niños que sollozan detrás de las paredes
junto a madres dormidas con una piedra al cuello.
Y bebés custodiados en cunitas cromadas
que engordan entre leche condensada y puntillas.
Hay dulces solteronas que cuidan un perrito.
Muchachas con los ojos divinamente tontos.
y Adolescentes rubios con el vello erizado
por extraños deseos.

El mundo, sobre todo, está lleno de hombres.

Cuántas manos inútiles, camisas remendadas,

zapatos descosidos lamiendo los asfaltos.
Cuántos ojos y bocas acechando voraces.
Cuántos cerebros blancos con pensamientos peces
girando entre benéficas pastillas de aspirina.
No olvidemos los sabios. Esos sabios atroces
que trasnochan jugando con palabras difíciles:
Ciclotrón, supersónico, cibernética y otras.

Está tan lleno el mundo, que yo, palabra, amigos,
no sé dónde ponerme.
No sé si tengo sitio.
Los poetas sobramos.
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De El grito inútil (1952)

Víspera de la vida

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.                    Hay que tener el recuerdo de alaridos
.                    de mujeres en parto…
.                    Es necesario haber estado al lado
.                    de moribundos…
.                                                     Rainer Maria Rilke
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Aguarda aún. Detente. Nada sabes.
Aún yaces en la víspera. No sueñes.
No cantes. No te llegues a las copas
de vino y llanto. No ardas en la ira.
No admires. No aborrezcas. No idolatres.
No toques las espinas ni las rosas.
No vueles con los pájaros. No sigas
la estela de los peces por el río.

No juzgues. No perdones. No condenes.
Aguarda, que aún no sabes, aún no has visto.

Acércate a una madre en el instante
de desgarrarse, distendida, rota
en un terrible chorrear de gritos,
de sangre, de sudor, de íntimos jugos
que corren brutalmente, macerando,
tundiendo, dilatando sin clemencia
las fibras más sensibles, sacudiendo
del arraigado tallo el fruto vivo
para lanzarlo, desprendido y solo,
por el herido cauce a la intemperie.
Escucha el alarido que, infrahumano,
tuerce los labios de la madre abierta
y pone al hijo exento ante los ojos:
Pella de carne informe, sucia, blanda,
con húmedo calor de entraña. Escucha
ese primer vagido con que el hombre
estrena al aire y se proclama cierto.
Inclínate. Con reverentes manos
la vida nueva toca. Luego vete.
Acércate a la turbia encrucijada
donde la muerte solapada obtiene
la segura victoria
de su callada, sórdida paciencia.
Mira la lucha inútil, degradante,
de lo que fuera un hombre y es apenas
res acabada, corroído fruto,
carroña anticipada que palpita.
Mira rodar abandonadas gotas
por el talud helado de la frente.
Mira los ojos cómo se desnudan
de todo su paisaje y desconocen
los próximos contornos y se ahondan
en pozos profundísimos abiertos
hacía el macizo espanto sin perfiles.
Mira los labios desteñidos, sucios
de salivas amargas
y escucha en ellos, lento, sibilante
el último jadeo de la vida
que los pulmones, ya sin ritmo, expelen.

Toca la rigidez y el frío donde
hubo un contacto cálido y suave.
Y junto a ese trágico puñado
de mísera materia que persiste,
pregúntale, pregúntale a ti mismo,
qué aguarda, qué ha perdido, qué conserva,
qué signo monstruoso desentraña
su terca permanencia sin sentido.

Vete después, sumérgete de lleno
en la vital corriente de tus días.
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De Víspera de la vida (1953)

Mundo concluso

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¿Qué hacer con este barro que me llena las manos?

¿Qué rabia, qué codicia de incrementado fuego
empujan y sacuden el alma en ansia viva
por fabricar un mundo ya fabricado, rígido,
archisabido, ahíto de mapas y de fórmulas?

¿Cómo hacer más redondo su círculo perfecto?
¿He de pintar en blanco y en frío sobre nieve,
soplar en la galerna, llover sobre las aguas,
dotar de alas y nubes los cielos y los pájaros?

¡Qué hastío de montañas y mares en su sitio;
de ríos dibujados en azul de acuarela
sobre el ocre y el verde de las tierras sabidas!
Vientos con nombre propio recorren obedientes
las rutas ordenadas en viejos planisferios
y en el sordo misterio de las selvas gigantes
cuelgan sabios carteles de prolija botánica.
El reptil que digiere su pereza en el borde
de la ciénaga tiene clasificada al día
hasta la coyuntura más nimia de sus huesos.
Escamas, plumas pétalos, minerales, decoran
polvorientas vitrinas de museos y llenan
de tediosos latines abultados catálogos.

¿Qué hacer después de todo con este barro a punto
que tengo fermentado, rugiendo por la forma?

Porque he llegado a un mundo definitivamente
desoladoramente total y rematado.
En vano busco un trozo de horizonte vacío
donde trazar los signos de mi zodíaco propio
y arrojar la moneda de mi luna inventada
y clavar este sol personal y arbitrario
que desborda mis ojos con brutal exigencia.

¡Este crecer en formas idénticas, cansadas!
¡Este ir soñoliento tras la lenta costumbre!

¿Por qué he de ser mujer repetida de Eva
escudriñada en toda mi triste anatomía,
sin un gesto que niegue los rituales muestrarios?
¿Por qué he de parir hombres iguales a otros hombres,
abrumadoramente monótonos e iguales?
¿Por qué todas mis lágrimas son lo mismo que lágrimas,
y han de saber mis besos precisamente a beso,
y ha de tener mi sangre el pulso equilibrado
y la púrpura exacta de las sangres antiguas?
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De Víspera de la vida (1953)

El cielo

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Colegas queridísimos, estetas defensores
del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos al cielo en primavera
porque es azul y estalla la gracia y la poesía,
amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados
de sólidas razones. Seguir vuestro camino
acaso lograría salvarme de estas cosas.
De tantos anatemas comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero, amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?
¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.
Con versos bien rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi puesto asegurado
en las Antologías del Arte más conspicuo.
Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.
Porque no puede verse vuestro cielo perfecto
desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con la espalda doblada.

Ni se goza su lumbre con la nuca partida.
No puede verse el cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza tanteando en las simas
de las cuencas mineras,
ni podemos mirarlo retirando las redes
con la sal en los ojos.

No es posible encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del tirano sangriento,
ni se encuentra en las togas de los negros fiscales
ni el frío destello de los sables de gala
en los bellos desfiles,
ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces
por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,
desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas con los bancos helados,
desde tantos lugares con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más hondo del infierno más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados por las líricas nubes.
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De Belleza cruel (1958)

Un comentario en “«Víspera de la vida», más seis poemas de Ángela Figuera Aymerich”

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