Puta: un viaje al «espacio hollado» de un cuerpo

Escribe| Violeta Garrido


Puta de Nelly Arcan

Editorial: Pepitas de calabaza (2021)
Nº de páginas: 169
ISBN: 978-84-17386-76-4
Traducción de Raquel Vicedo
Idioma original: francés

Pero aún la han tratado como al «continente negro»: la
han mantenido a distancia de sí misma, Ie han dejado ver
(= no-ver) a la mujer a partir de lo que el hombre quiere
ver de ella, es decir casi nada (…). Ellos han cometido el
peor crimen contra las mujeres: las han arrastrado,
insidiosa, violentamente, a odiar a las mujeres, a ser sus
propias enemigas, a movilizar su inmenso poder contra sí
mismas, a ser las ejecutoras del viril trabajo.

Hélène Cixous, La risa de la Medusa

La lectura de Puta (Putain, 2001) tiene algo de catártico en el sentido más puramente aristotélico. Es difícil no sentir piedad y terror a partes iguales una vez que se consigue franquear el íncipit: «Sí, la vida me ha atravesado, no lo he soñado, esos hombres, miles de hombres, en mi cama, en mi boca, no he inventado su esperma sobre mí, sobre mi cuerpo, en mis ojos, lo he visto todo y aún lo sigo viendo, todos los días (…)» (p. 25). Este umbral no nos conduce, como pudiera parecer, al corazón de un relato naturalista en el que una puta concebida socialmente como víctima toma la palabra para reproducir morbosamente las violencias sufridas. Me parece que, de algún modo, esa es una expectativa profundamente masculina, propia de quien espera que, en lo referente a la prostitución, la literatura confirme, como ha hecho hasta ahora, sus prejuicios más íntimos. Se trata de un sesgo epistémico a cuyo estudio convendría entregarse específicamente en algún lugar si no se ha hecho ya: la representación literaria de la prostitución, monopolizada por los hombres durante la mayor parte de su historia, ha basculado entre la victimización de la mujer, convertida en una mártir pasiva que inspira todo lo más compasión, y el erotismo exagerado modelado en conformidad con el deseo heterosexual dominante (la mujer como ser eminentemente lujurioso, provocador, que vive para despertar el deseo del hombre); en cualquier caso ambos clichés tienen en común el lugar de producción: se producían siempre desde la posición del que tiene el poder de pagar para —por decirlo suavemente— mantener sexo. Pero lo que se demostró con los años, a base de construir y reconstruir, como los cerditos del cuento, habitaciones propias, es que las putas hablan (y escriben) por sí mismas y no necesitan portavoces, y mucho menos portavoces-clientes. Así, por suerte, lo que Nelly Arcan nos ofrece es otra cosa: un punto de vista inaudito, una problematización brutal del sistema sexo-género, una disección sincera y descarnada de las relaciones de complicidad que las mujeres mantienen con sus verdugos (los hombres y los dispositivos políticos de sometimiento patriarcal, inscritos en el cuerpo).

Ante todo, al enfrentarse a este libro conviene evitar una serie de tentaciones que revisten la forma de interpretaciones mistificadoras, muy frecuentes —aunque afortunadamente cada vez más deslegitimadas— cuando nos adentramos en la literatura escrita por mujeres a partir del siglo XX. La primera de ellas es la que tiende a romantizar el sufrimiento psíquico o existencial de las autoras, que es concebido como el principio impulsor de la creación literaria y lo que, a su vez, la legitima —como si el mecanismo de la sublimación artística solo funcionara alimentado por las pulsiones destructivas. Paradójicamente (o no tanto), la consecuencia más directa de ello, como bien saben Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Virginia Woolf o Alfonsina Storni, por citar a algunas de las más célebres (y también las más manoseadas por la industria cultural), es que a partir de ese momento la obra pierde valor en cuanto tal, pues es tan solo el resultado de los desvaríos, de las llamadas de atención histéricas de una loca —ese es, por cierto, es el título de la siguiente novela de Arcan—, y no merece ser evaluado íntegramente como estrategia o proceso artístico nacido de los esfuerzos intelectuales de su autora. Lo que en los hombres es signo de talante visionario o genio artístico (excentricidad, melancolía, extranjeridad…) —pienso ahora en Kafka— resulta incómodo o truculento en las mujeres. También Arcan padeció este tipo de condena a la minoría de edad artística: su suicidio, acontecido ocho años después de la aparición de Puta, eclipsó durante años la recepción de su obra, de la que ya no se valoraba la calidad literaria (si es que alguna vez se examinó seriamente), sino los entresijos del mito. Sin duda la muerte consagra, pero no necesariamente para bien en el caso de las mujeres (o al menos no cuando toca, sino mucho después). La segunda de estas interpretaciones espurias, muy ligada a la anterior e incluso su consecuencia, consiste en limitarse a realizar exégesis biografistas de la obra.

De este modo, los medios franceses de la época en la que Arcan publicó fueron incapaces de leer la novela como una autoficción —que no detenta ese nombre por azar— y volvían una y otra vez sobre las preguntas que, según entendían, podían arrojar luz sobre la vida de Arcan, como si eso permitiera per se entender la complejidad de la obra: cómo es ser puta, por qué una estudiante de literatura se hace puta, qué piensan tus padres, etc. Además de denotar una profunda pereza intelectual, este abordaje superficial implica una enorme violencia simbólica hacia la escritora: como bien dicen las autoras del postfacio que incluye esta edición, «el cuerpo de Arcan suplanta sus palabras: miramos a la scort en lugar de escuchar una voz y un lenguaje tan atemporales como innovadores» (p. 159). La belleza de Arcan, uno de los leitmotivs de la novela (o más bien su carácter dolorosamente transitorio), la cual además no pasaba desapercibida para nadie, se convirtió en la insignia mediática y comercial de su obra, hasta el punto de que la cubierta de la segunda edición francesa se componía tan solo de una fotografía de su rostro. En lo que puede vislumbrarse como una astuta maniobra de estimulación de la venta, se liquidaba la personalidad literariamente autónoma de la narradora, su competencia para hacer valer ese pacto ambiguo que es condición sine qua non para que la lectura de la obra no se malogre. Una de las llagas sangrantes del universo arcaniano, en fin, venía a servir sin más de reclamo público. Esta aparente ausencia de pudor revela en realidad la naturaleza profundamente perversa de las maquinarias mediática y editorial en la economía del capitalismo tardío, capaces de arrojar a la temible trituradora de la mercantilización hasta al más noble de los artistas. ¿En qué medida el suicidio de Arcan pudo estar inducido —entre otros factores, claro está— por la sensación de que su imagen de autora estaba encadenada justamente, y sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, a aquello contra lo que sus narradoras se sublevan contradictoriamente: el destino de objetos de consumo sexual que la sociedad patriarcal les había reservado y al que ellas no sabían oponerse más que por exceso, «en silencio» (p. 82) y mediante el valioso vómito de la escritura, que ya es bastante? Nunca lo sabremos, pero es preciso hacer una reflexión sobre los sutiles y no tan sutiles mecanismos de cosificación que se ciernen desde muchos flancos sobre las mujeres que se introducen en el campo literario. Ojalá la traducción de Puta al castellano, en lo que barrunto es un muy buen trabajo de Raquel Vicedo, propicie la apertura o la continuación de ese debate, que por otra parte ya apuntan los peritextos que acompañan la novela.

En definitiva, este monólogo blasfemo y desagarrador de principio a fin no merece un tratamiento tan burdo. Lo que debe ser destacado en primera instancia es la capacidad de Arcan para urdir un discurso narrativo plenamente funcional allí donde apenas hay historia: su escritura deíctica, comunicada sin pausas en forma de aluvión, no coadyuva realmente a reconstruir los acontecimientos biográficos de la voz narrativa ni permite imaginar desenlaces, situaciones futuras, escenas emancipadas respecto de la estructura narrativa propuesta. El único tiempo que se labra verdaderamente en la novela es el tiempo presente, el de la enunciación-lectura, que solo es simultáneo virtualmente y que tiene no obstante mucho de atemporal. La infancia evocada se convierte simplemente en un pretexto para expresar el conflicto edípico que subyace a su ejercicio de la prostitución: «follo con él [mi padre] a través de todos los padres que se empalman conmigo» (p. 36); «mi padre es como mis clientes y mis clientes son como mi padre» (p. 86). Con este motivo Arcan introduce al lector en la hipocresía sobre la que se fundamenta el sistema prostituyente: los clientes hacen con las putas lo que no pueden hacer con sus mujeres y lo que no querrían que hicieran sus hijas (y en lo que sin embargo ellos participan). Por las minúsculas hendiduras de esa doble moral exhibida sin tapujos se filtra lo que para Cynthia —ese es el nombre de puta de la narradora, lo que no quiere decir que ese bautismo represente una afirmación del yo— constituye una herida narcisista no simbolizable: la búsqueda irrefrenable de la aprobación masculina, la de los padres-clientes, persigue colmar una carencia primigenia e inefable que, en el fondo, el «otro» no puede subsanar de ninguna manera (y me atrevería a añadir que su sola presencia incluso refuerza). La exposición de ese círculo vicioso del que parece imposible salir constituye una de las principales virtudes del libro: la prostitución es descrita en toda su devastadora amplitud, como la práctica violenta y deshumanizadora que es, pero reconociendo las dificultades que supone para algunas mujeres abandonar sus redes, en las que se involucraron en principio por voluntad propia —la autocompasión y la autocomplacencia no tienen cabida en la voz de Arcan. Esto último —me refiero a la imposibilidad de abandonar la prostitución— se identifica muy bien a través de los muchos paralelismos que recorren la obra, los cuales configuran la realidad como un continuum. No hay cisma o desdoblamiento posible entre el yo-puta y el yo-enferma, el yo-anoréxica o el yo-hija, es decir, el yo-no-puta: «de la cama al diván y del cliente al psicoanalista» (p. 51); «y así pasamos de la aflicción de mi vagina a la aflicción de mi mente» (p. 117); «de la anorexia a ser puta no hay más que un paso, y mi boca era la que tenía que seguir haciendo todo el trabajo» (p. 84). (En este punto creo conveniente aclarar que la narradora no es una víctima de la trata, sino que trabaja para una agencia de lujo, en la que comenzó al darse cuenta con buen juicio de que, para las mujeres, la prostitución puede empezar mucho antes: en la noche de bodas, en el pupitre, tras la barra… Sin embargo, creo que la novela también invita a mirar más allá del principio abstracto de la «libre elección», que en las sociedades de tradición liberal ha devenido en una suerte de garante incuestionable de la autonomía del individuo: de alguna manera, el testimonio de la narradora viene a adverar que los deseos o las decisiones que se toman sin constricciones aparentes se hallan a pesar de ello mediadas por multitud de elementos de carácter material e inmaterial, consciente e inconsciente, que trascienden la voluntad libremente determinada.)

Aunque, volviendo a lo anterior, si lo característico de las situaciones edípicas del tipo antes referido es que, en resumen, la niña busca el amor del padre y rivaliza con la madre, lo que acontece aquí en realidad es la construcción quiasmática de la identidad, un tipo de estructura que, muy en consonancia con esos paralelismos recién mencionados que describen la colonización que la prostitución como actividad opera sobre el yo, se repite en el conjunto de la obra. La oración completa es: «mi padre es como mis clientes y mis clientes son como mi padre, mi madre es como yo y yo soy como mi madre». Esa percepción especular tiene suma importancia, puesto que la identificación con la madre permite entender el odio hacia lo que ella denomina «larva» —aquellas mujeres que, como su madre, han desistido del mandato de ser constantemente deseables— como una forma evidente de autodesprecio y no tanto como una muestra de envidia[1]. Al fin y al cabo, las putas y las «larvas» no son tan distintas. La primeras se sienten inútiles para con todo lo que no sea dar su cuerpo al otro: «sí, ya sé que puedo andar, pero solo es para colgarme del cuello de los hombres y pasar de una cama a otra» (p. 139); las segundas se contemplan totalmente inanes, pues han sido desposeídas de una vez y para siempre de su capital erótico, enviadas al ostracismo del deseo. En los dos casos, los proveedores externos de autoestima son los hombres, jueces y parte en el ordenamiento patriarcal de la sociedad, y quienes enfrentan a las unas con las otras activando para su propio beneficio lo que Cixous llamaba la «infame lógica del anti-amor». Así las cosas, y conformando una especie de mecanismo de defensa, la voz narrativa asume los presupuestos epistémicos del consumidor de prostitución prototípico y desde esas coordenadas mira el mundo, como si quisiera así rebelarse y evidenciar su carácter absurdo y dañino. Frente a la deshumanización a la que las prostitutas son sometidas en el proceso de intercambio económico que las convierte en mercancía a disposición de los puteros —«no se empalman por mí, nunca es por mí, sino porque soy una puta» (p. 25); «ni la perspectiva del dolor ni la del asco podrían convencerlos de que no siento ningún placer haciéndolo» (p. 28); «no es a mí a quien poseen ni tampoco mi raja, sino la idea que se hacen de lo que es ser una mujer» (p. 46)—, ella responde con una actitud similar, aunque visiblemente más compleja. Las descripciones físicas de los hombres siempre son peyorativas y parciales, y en ellas el pene particularmente ejerce de «objeto parcial» kleiniano, como por otra parte es comprensible: «Cuesta pensar en los clientes de forma individual porque son demasiado numerosos, demasiado parecidos»; «quiero creer que se trata siempre del mismo rabo que excito de la misma forma» (p. 57). Pero, como todo mecanismo de defensa, tiene sus fallas, y al final, como es propio de los círculos viciosos, parece producir el resultado inverso: una sensación de que ese desmembramiento juega en su contra, ya que implica un poder ficticio: «Entonces por qué no soy capaz de mantener la cabeza bien alta y (…) demostrarle [al cliente] que nunca me rebajaré a ser lo que veo de mí en su mirada» (p. 59).

Tal vez también por eso la narradora alimenta esa misma misoginia que la destroza, con lo que resulta iluminador leer en paralelo, se me ocurre, La risa de la Medusa. La voz narrativa de Arcan es consciente de que el género y su expresión son cuestiones eminentemente performáticas, que fabrica la mirada, aunque en ocasiones no está del todo claro hasta qué punto discierne la existencia de la esencia: «me gustaría no ser una mujer para no larvear delante del espejo, para no tener esta naturaleza de muñeca» (p. 105). Sea como fuere, decide suscribir el pacto de la feminidad desde la infancia, con todo lo que eso implica; de esta manera consigue una vez más dejar en evidencia, aunque sea a costa de su propio bienestar, la «belleza de campo de concentración» (p. 83) a la que las mujeres se ven conminadas, la sexualización temprana de las niñas, las insanas relaciones de competencia y comparación continuas entre mujeres, las convenciones que conforman el amor romántico y que aceptamos como si algo distinto fuera inimaginable, el sexo vivido por los hombres como una fantasía de sometimiento, los efectos de todo lo anterior en la salud mental, en suma, la inscripción lacerante y opresiva del patriarcado en nuestros cuerpos. La lucidez de Arcan parece ilimitada: la sinceridad de su voz narrativa —siempre en los términos que nos propone la ficción y que, repito, es muy saludable que aceptemos— alcanza todos esos recovecos, llegando incluso hasta el reconocimiento de la transferencia que existe con su psicoanalista —harina de otro costal que excede los humildes parámetros de esta reseña, pero que no carece de interés. Aunque quizás la aportación política, por llamarla de alguna manera, más sustanciosa sea también la más sencilla: la conciencia sobre la desigualdad que impera en las relaciones entre los géneros no supone una exigencia de perfección (moral o de cualquier otro tipo). Las contradicciones a las que se enfrenta la narradora de Arcan —la tensión permanente entre el combate y la complicidad, entre la impugnación y la colaboración— son las que afrontamos todas, ejerzamos la prostitución o no, y eso no le resta legitimidad alguna a la denuncia del inmenso dolor que producen estas formas de relacionarnos entre hombres y mujeres, ni tampoco al anhelo de hacerlo de otro modo más justo.

Prácticamente todos los temas que el feminismo ha abordado teóricamente en las últimas décadas se encuentran representados en la novela, llevados radicalmente a la práctica mediante la ficcionalización y la escritura, plagada esta de analepsis (la infancia) y prolepsis (la consulta del psicoanalista) que, pese a todo, no consiguen transportar a quien lee fuera de ese presente asfixiante. En este sentido, y como suele ser habitual en la literatura —cabría preguntarse si acaso es posible lo contrario—, el contenido en Arcan es indisociable de la forma por medio de la cual este se representa, pues el texto tiene en todo momento un intenso regusto amargo, como si estuviera escrito desde el horror con las vísceras sobre la mesa. Y es que probablemente sea así. Dejando a un lado el debate —necesario— sobre la pertinencia de utilizar esa taxonomía, y si bien el texto no necesita etiquetas para brillar por lo que es, este sería un ejemplo extraordinario de «escritura femenina», que no es necesariamente la que escriben las mujeres, sino la que desplanta la lógica falologocéntrica por medio del ejercicio de una palabra otra, abierta en canal hacia el binomio de lo corporal-afectivo. Nelly Arcan recogió de manera asombrosa en su creación el espíritu de lo que decía Cixous, con la que es difícil no concluir un texto como este: «Nosotras, las precoces, nosotras las inhibidas de la cultura, las hermosas boquitas bloqueadas con mordazas, polen, alientos cortados, nosotras los laberintos, las escaleras, los espacios hollados; las despojadas, nosotras somos «negras» y somas bellas».


[1] Otro aspecto por el que la tradicional rivalidad edípica queda aquí sin efecto tiene que ver con que la madre no ejerce las funciones de «esposa» —que, como se ha dejado entrever, Arcan vincula, muy en la línea de los feminismos de la segunda ola, a un tipo de prostitución visible y socialmente aceptada (p. 36)—, puesto que el matrimonio apenas se relaciona. Sería pertinente estudiar la manera en la que la narradora de Arcan está reemplanzando simbólicamente a su madre en su desempeño como prostituta: «obligándome a vivir dos vidas, la mía y la suya primero, obligándome a hacer dos veces todo lo que ella no supo hacer con mis genitales que viajan por el mundo» (p. 56). Y también en qué medida se encuentra presente en sus acciones la vida que no pudo vivir la hermana muerta.

 

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