«El conde de Lautréamont», un perfil de Rubén Darío
Hoy, hace 150 años, murió en París Isidore Ducasse, o más conocido como el Conde de Lautréamont, con apenas 24 años y un libro inédito que cambiaría en adelante la literatura: los Cantos de Maldoror. A partir de ahí, su obra debió esperar alrededor de cuatro décadas hasta ser rescatada definitivamente por los surrealistas franceses, quienes lo consideraron de entrada uno de los precursores de su movimiento.
Con esta publicación damos inicio a una serie en la que recordaremos la figura de Lautréamont desde la perspectiva de algunos poetas latinoamericanos, es decir, cómo trataron de bosquejar una imagen ante el halo de misterio que rodeaba su biografía casi desconocida, con un libro inmerso en la locura misma.
En esta ocasión, el texto «El conde de Lautréamont» forma parte del libro Los raros (1905), donde el nicaragüense Rubén Darío, padre del modernismo en nuestra lengua, reunió una serie de perfiles sobre poetas y prosistas en diversos idiomas, representantes o cercanos al simbolismo que descubrió en su etapa bonaerense al lector hispanohablante, primero en una edición de 1896 —en la que ya se incluía este texto, apenas seis años después de la primera edición (1890) de los cantos en Francia— y después en una corregida y aumentada de 1905 en Madrid.
Su nombre verdadero se ignora. El conde de Lautréamont es pseudónimo. El se dice montevideano; pero, ¿quién sabe nada de la verdad de esa vida sombría, pesadilla tal vez de algún triste ángel a quien martiriza en el empíreo el recuerdo del celeste Lucifer? Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura. León Bloy fue el verdadero descubridor del conde de Lautréamont. El furioso San Juan de Dios hizo ver como llenas de luz las llagas del alma del Job blasfemo. Mas hoy mismo, en Francia y Bélgica, fuera de un reducidísimo grupo de iniciados, nadie conoce ese poema que se llama Cantos de Maldoror, en el cual está vaciada la pavorosa angustia del infeliz y sublime montevideano, cuya obra me tocó hacer conocer a América en Montevideo. No aconsejaré yo a la juventud que se abreve a esas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones. No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bisarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Kábala: «No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo». Y si existe autor peligroso a este respecto es el conde de Lautréamont. ¿Qué infernal cancerbero rabioso mordió a esa alma, allá en la región del misterio antes de que viniese a encarnarse en este mundo? Los clamores del teófobo ponen espanto en quién los escucha. Si yo llevase a mi musa cerca del lugar en donde el loco está enjaulado vociferando al viento, le taparía los oídos. Como a Job le quebrantan los sueños y le turban las visiones. Como Job puede exclamar «Mi alma es cortada en mi vida; yo soltaré mi queja sobre mí y hablaré con amargura de mi alma». Pero Job significa «el que llora»; Job lloraba y el pobre Lautréamont no llora . Su libro es un breviario satánico, impregnado de melancolía y tristeza. «El espíritu maligno, dice Quevedo, en su Introducción a la vida devota, se deleita en la tristeza y melancolía por cuanto es triste y melancólico, y lo será eternamente». Más aún: quién ha escrito los Cantos de Maldoror puede muy bien haber sido poseso. Recodemos que cientos casos de locura que hoy la ciencia clasifica con nombres técnicos en el catálogo de las enfermedades nerviosas, eran y son vistos por la Santa Madre Iglesia como casos de posesión para los cuales se hace preciso el exorcismo. «¡Alma en ruinas!» exclamaría Bloy con palabras húmedas de compasión. Job: «El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de desabrimiento…» Latréamont: «Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más!» Con quien tiene puntos de contacto es con Edgar Poe. Ambos tuvieron la visión de lo extranatural, ambos fueron perseguidos por los terribles espíritus enemigos, «horlas» funestas que arrastran al alcohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimentaron la atracción de las matemáticas, que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse a lo infinito. Mas, Poe fue celeste, y Lautréamont infernal. Escuchad estos amargos fragmentos: «Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, pero no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ellos como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la Providencia este insigne favor…». Más, ¿quién conoce sus necesidades íntimas o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino como la alta y magnífica repercusión de una felecidad perfecta que esperaba desde hacía largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. «No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable». León Bloy que en asuntos teológicos tiene la ciencia de un doctor, explica y excusa en parte la tendencia blasfamatoria del lúgubre alienado, suponiendo que no fue sino un blasfemo por amor. «Después de todo, este odio rabioso para el Creador, para el Eterno, para el Todopoderoso, tal como se expresa, es demasiado vago en su objeto, puesto que no toca nunca los símbolos», dice. Oíd la voz macabra del raro visionario. Se refiere a los perros nocturnos, en este pequeño poema en prosa, que hace daño a los nervios. Los perros aúllan: «sea como un niños que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre, bajo un techo; sea como una mujer que pare; sea como un moribundo atacado de la peste, en el hospital; sea como una joven que canta un aire sublime; -contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste; contra la luna; contra las montañas; semejantes, a lo lejos, a rocas gigantes yacentes en la obscuridad; -contra el aire frío que ellos aspiran a plenos pulmones que vuelve lo interior de sus narices rojo y quemante; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo oblicuo les roza los labios y las narices, y que llevan un ratón o una rana en el pico, alimento vivo, dulce para la cría, contra las liebres que desaparecen en un parpadear; contra el ladrón que huye, al galope de su caballo, después de haber cometido un crimen; contra las serpientes agitadoras de hierbas, que les ponen temblor en sus pellejas y les hacen chocas los dientes; -contra sus propios ladridos, que a ellos mismos dan miedo; contra los sapos, a los revientan de un solo apretón de mandíbulas (¿para qué se alejaron del charco?); contra los árboles, cuyas hojas muellemente mecidas son otros tantos misterios que no comprenden, y quieren descubrir con sus ojos fijos inteligentes; -contra las arañas suspendidas entre las largas patas, que suben a los árboles para salvarse; contra los cuervos que no han encontrado qué comer durante el día y que vuelven al nido, el ala fatigada; contra las rocas de la ribera; contra los fuegos que fingen mástiles de navíos invisibles; contra el ruido sordo de las olas; contra los grandes peces que nadan mostrando su negro lomo y se hunden en el abismo; -y contra el hombre que les esclaviza…». «Un día con ojos vidriosos me dijo mi madre: «-Cuando estés en tu lecho y oigas los aullidos de los perros en la campaña, ocúltate en tus sábanas, no rías de lo que ellos hacen, ellos tienen una sed insaciable de lo infinito, como yo, como el resto de los humanos, a la «figure pâle et longue»». «Yo -sigue él-, como los perros sufro la necesidad del infinito. ¡No puedo, no puedo llenar esa necesidad!». Es ello insensato, delirante; «más hay algo en el fondo que a los reflexivos hace temblar». Se trata de un loco ciertamente. Pero recordad que «deus» enloquecía a las pitonisas, y que la fiebre divina de los profetas producía cosas semejantes: y que el autor «vivió» eso, y que no se trata de una «obra literaria», sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás. El cómo se burla de la belleza -como de la psiquis por odio a Dios-, lo veréis en las siguientes comparaciones, tomadas de otros poemas: «El gran duque de Virginia, era bello, bello como una memoria sobre la curva que describe un perro que corre tras de su amo…». «El vautour des agneaux, bello como la ley de detención del desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo se asimila…». El escarabajo, «bello como el temblor de las manos en el alcoholismo». El adolescente, «bello como la retractibilidad de las garras de las aves de rapiña», o aun «como la poca seguridad de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior», o, todavía, «como esa trampa perpetua para ratones, «toujours retendu par l’animal pris, qui peut prendre seul des rongeurs indéfiniment, et fonctionner même caché sous la paille», y sobre todo, bello «como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas…». En verdad, oh espíritus serenos y felices, que eso es de un «humor» hiriente y abominable. ¡Y el final del primer canto! Es un agradable cumplimiento para el lector el que Baudelaire le dedica en las Flores del mal, al lado de esta despedida: «Adieu, vieillard, et pense à moi, si tu m’as lu. Toi, jeune homme, ne te désespére point; car tu as un ami dans le vampire, malgré ton opinion contraire. En comptant I’acarus sarcopte qui produit la gale, tu auras des amis». Él no pensó jamás en la gloria literaria. No escribió sino para sí mismo. ¡Nació con la suprema llama genial, y esa misma le consumió. El Bajísimo le poseyó, penetrando en su ser por la tristeza. Se dejó caer. Aborreció al hombre y detestó a Dios. En las seis partes de su obra sembró una Flora enferma, leprosa, envenenada. Sus animales son aquellos que hacen pensar en las creaciones del Diablo: el sapo, el búho, la víbora, la araña. La Desesperación es el vino que lo embriaga. La Prostitución, es para él el misterioso símbolo apocalíptico entrevisto por excepcionales espíritus en su verdadera trascendencia: «Yo he hecho un pacto con la prostitución, a fin de sembrar el desorden en las familias… ¡Ay! ¡Ay…!, grita la bella mujer desnuda: los hombres algún día serán justos. No digo más. Déjame partir, para ir a ocultar en el fondo del mar mi tristeza infinita. No hay sino tú y los monstruos odiosos que bullen en esos negros abismos, que no me desprecien». Y Bioy: «El signo incontestable del gran poeta es la «inconsciencia» profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y el tiempo, palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo. Esa es la misteriosa estampilla del Espíritu Santo sobre las frentes sagradas o profanas. Por ridículo que pueda ser, hoy, descubrir un gran poeta y descubrirle en una casa de locos, debo declarar en conciencia, que estoy cierto de haber realizado el hallazgo». El poema de Lautréamont se publicó hace diecisiete años en Bélgica. De la vida de su autor nada se sabe. Los «modernos» grandes artistas de la lengua francesa, se hablan del libro como de un devocionario simbólico, raro, inencontrable. *Texto tomado del libro Los raros (1905) de Rubén Darío.
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