La voz camaleónica del archiduque en «El ángel del atentado» de Svetislav Basara

Escribe| Roberto Bayot Cevallos


El ángel del atentado de Svetislav Basara

 

 

 

 

 

 

 

Editorial: Automática Editorial (2019)
Nº de páginas: 270
ISBN: 978-84-15509-52-3
Traducción de Juan Cristóbal Díaz Beltrán
Idioma original: serbio

 

«Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso —la monarquía de los Habsburgos—
pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro»
…………………………………………………(El mundo de ayer de Stefan Zweig)

 

Cuenta Adam Zagajewski, en uno de los fragmentos de En la belleza ajena, mientras rememora la historia de su pisapapeles favorito heredado de una tía abuela cracoviana que, el monarca austrohúngaro Francisco José I ordenó a todos los poetas del imperio escribir «odas con motivo de la milagrosa salvación del emperador» y que se fabricaran pisapapeles con su efigie —tal como el que todavía atesora el poeta polaco— tras sobrevivir ileso a un atentado durante una visita a Budapest en 1853. A decir verdad, este emperador siempre vivió rodeado por las desgracias y las conspiraciones que afectaron su familia: su hermano Maximiliano fue fusilado después de fungir tres años el inexplicable papel de Emperador de México; su hijo Rodolfo, supuestamente, se suicidó junto a su amante afuera de uno de sus palacios; su esposa, la legendaria emperatriz Sissi, fue apuñalada en el corazón por un anarquista italiano en Ginebra. No es casualidad que aquel objeto ornamental, dotado de cierto aire de fortuna (con el que Zagajewski viaja imaginariamente al pasado a través de la historia de Europa central), haya sido elaborado cuando Francisco José I apenas iba por el quinto de sus 68 años en el poder, pese a lo cual sigue cumpliendo su función en un escritorio más de un siglo después de disuelto el imperio.

Como vemos, los atentados amenazaron con frecuencia la estabilidad del segundo imperio europeo más grande del siglo XIX —heredero del Sacro Imperio Germánico y posteriormente del Habsburgo— tras el régimen zarista en Rusia, de modo que, desde sus inicios costó mantener relativamente cohesionado un territorio con tanta diversidad cultural, geográfica, religiosa y lingüística como el que albergaba. Las tensiones regionales durante toda su existencia alcanzaron su cota máxima una vez que, en su última etapa, se terminó por anexionar el territorio de Bosnia en 1908, momento desde el que se convirtió en una zona de alto peligro para una visita protocolar como la que hizo el 28 de junio de 1914 a Sarajevo el sobrino de Francisco José I y en ese preciso instante el único heredero apto para el trono, el archiduque Francisco Fernando junto a su esposa Sofia Chotek, donde fueron víctimas del magnicidio más enrevesado y trascendental del siglo XX. A partir de ese acontecimiento, del que los historiadores continúan interpretando y escribiendo, el escritor Svetislav Basara construyó la voz paródica del narrador de su novela El ángel del atentado (2019), con la que se ha dado manera para interpelar a sacudones el pasado europeo y recordarnos los peligros vigentes del presente.

En El ángel del atentado —apenas el tercer título de Basara traducido en España—, el escritor serbio escarba en aquella fantasía humana acerca de qué opinaría tal persona sobre determinados temas y de cómo organizaría los recuerdos de su vida una vez que ha fallecido. De modo que, por un lado, a simple vista el texto podría recordarnos algunas novelas canónicas como Memorias póstumas de Blas Cubas de Joaquim Machado de Assis y La amortajada de María Luis Bombal. Y por otro, ficciones más recientes como La segunda mano de Germán Marín y el cuento «El retorno» de Roberto Bolaño. Sin embargo, en este caso el asunto va mucho más allá, ya que toma una relevancia distinta cuando el personaje en alusión es alguien que existió, que de una u otra forma fue un personaje público dentro del particular ambiente al que pertenecía en su época, aunque no entró en la historia por sus actos, sino que, básicamente, se precipitó en ella por la avalancha de reacciones que causó su muerte. Es decir, nada más acaecida, se elevaron a tal nivel las tensiones entre austrohúngaros y serbios que, después de una serie de declaraciones y un ultimátum, detrás del que —sugiere el texto— estaban otras dos monarquías mucho más influyentes, tuvo como consecuencia inmediata el inicio de lo que hoy conocemos como la Primer Guerra Mundial. Desde luego, cuatro años más tarde, quedaron sus secuelas en un continente malherido que dejó sus salpicaduras por todo el mundo y en unos actores secundarios que, a partir de esa contienda, buscarían afianzar su influencia geopolítica o desquitarse a cualquier precio, con insuflado ímpetu pocas décadas más adelante. Desde esa perspectiva, a diferencia de los otros relatos antes mencionados, en El ángel del atentado la revisión historiográfica posee una significación igual de predominante que el trayecto vital evocado por el personaje, puesto que la subjetividad del narrador está en el centro mismo del relato al tratarse de una voz que en todo momento parodia el dictado de unas memorias en primera persona, incluso con la ayuda indispensable de un escribiente (Berchtold), quien dado a la tarea de transcribir pone en marcha frente a nuestros ojos la frenética y deslenguada voz que salta a borbotones en todas las direcciones. En ese sentido, al principio el narrador se posiciona como un crítico implacable de la historia de los Habsburgo, discurso central que jamás abandona del todo, pero que va ensanchándose hasta buscar ajustes con la historia, el pensamiento europeo y alguna disparatada teoría conspirativa contemporánea:

«No sé si entiende lo que quiero decir. Para serle franco, ni siquiera yo lo entiendo, pero estoy seguro de que los titulares sensacionalistas de los tabloides, según los cuales caí víctima de la conspiración del imperialismo germano, son a un mismo tiempo veraces y erróneos. Yo tal vez pareciese un gañan a los ojos maliciosos de los sarajevitas de la época, pero al menos no era lo suficientemente gañán como para no ver que mi proyecto de refundación del Sacro Imperio Romano en absoluto le convenía a las logias secretas de los Illuminati judeomasones y pseudoélites europeas corruptas, almas venales totalmente enfebrecidas por la música de Wagner y las pamplinas románticas» (pág. 161 y 162).

Hay que subrayar que Basara construyó una voz del archiduque Francisco Fernando asemejándola lo más posible al registro oral de un personaje con contradicciones muy marcadas, que en una idea equilibra con naturalidad sus aciertos y sus tropiezos mientras que unas páginas más adelante, descarrilada su moderación, emite una serie de retahílas que culminan en acusaciones, tal como cuando hace referencia al atentado de 1853 contra el emperador Francisco José, el primero de muchos contra los miembros de la monarquía austrohúngara:

«Los atentados son parte de la tradición familiar de los Habsburgo, pero el comportamiento irresponsable de mi tío era una invitación abierta a futuros regicidios (…) Si hay que ser sinceros, Austria-Hungría fue más bien una caseta de tiro de feria para psicópatas en el que los blancos móviles eran los emperadores, las emperatrices, los archiduques y las princesas» (pág.23 y 24).

Además, Francisco Fernando aparece con frecuencia como un despistado, al que poco le importa abusar de las digresiones, en medio de las que denuncia y a la vez defiende todo el sistema de creencias más conservadoras y abusivas en las que se sustentaba el poder de su familia y el de otras monarquías, en una caricatura del tono que adoptan los libros no autorizados con revelaciones sobre la vida íntima de los miembros de la realeza, colindantes con el cotilleo, esta vez por medio de citas de textos apócrifos y confidenciales como La ley secreta de la monarquía o Historia secreta de la monarquía. El narrador de El ángel del atentado en su esperpéntico discurso, detrás del que se producen saltos en el tiempo, va dilapidando pistas con suficiente desfachatez como para situar al lector en una época determinada hasta llegar al 28 de junio de 2014, un siglo después de su muerte, un lapso intrascendente desde la perspectiva de la vida terrenal sobre la que no desperdicia la oportunidad de reflexionar:

«La posteridad es una gran ilusión, esa es la primera cosa que aprende uno al dejar de existir. En cuanto se desliza uno fuera del lodazal del tiempo y el espacio, le estalla ante los ojos que el mundo fue creado apenas un instante antes y que un instante después será destruido, y que todo lo que se encuentra entre esos dos instantes es solo una pesadilla de la que —de un modo u otro—tenemos que despertarnos» (pág. 28).

El escritor serbio, con su habitual humor pletórico de excentricidades que empuña mientras camina por la cornisa a lo funámbulo vendado, nos perfila un Francisco Fernando egoísta, vanidoso y a momentos abrumadoramente lúcido, desplegando todo tipo de teorías que desembocan en conclusiones desternillantes. En definitiva, el archiduque dispara venenosas diatribas cuán certero pulso de francotirador, más aún si se trata de horadar símbolos de patriotismo:

«A Serbia y los serbios, poco avezados a las triquiñuelas de la historia, las ideas disolventes de la Revolución Francesa los llevaron a la ruina fulminantemente. Serbia, si es que tal cosa se puede decir, entró directamente en la escena histórica como Estado fracasado (…) Los serbios han sellado su destino desde el mismo principio, cuando arrojaron su bandera tradicional —campo rojo con la cabeza de un jabalí atravesada por una flecha— y la sustituyeron por la tricolor jacobina. Todos los países que adornan sus banderas con distintas combinaciones de los colores azul, rojo y blanco son naciones regicidas y, como tales, están condenadas al fracaso. Escriba estas palabras, Berchtold, y envíe lo anotado a los Gobiernos de los malditos Estados en cuyos mástiles ondean las tricolores jacobinas» (pág. 83).

De igual manera, dicho humor se encarga de subrayarnos las singularidades entre el ejército austrohúngaro y el serbio, los primeros en entrar en escena dentro del conflicto bélico, descritos con alguna que otra licencia para nutrir la imaginación:

«A diferencia de los asustadizos soldados austrohúngaros que tienen miedo hasta de su propia sombra y que deben conducirse bajo vigilancia al frente, el soldado serbio está deseando entrar en guerra. Es difícil enfrentarse a una nación en la que no existe diferencia alguna entre el uniforme militar y el atuendo folklórico, y más difícil aún es derrotar a un soldado serbio, para quien una guerra es como una boda, y hasta, si quiere, un evento cultural. Para los soldados serbios, unos gañanes sin excepción, la guerra es una ocasión excepcional para descansar y ver mundo. Los soldados serbios están deseando que empiecen las hostilidades porque en la guerra no hacen nada más que matar y morir —lo cual ya hacen de por sí en la paz—, mientras que las raciones les llegan más o menos regularmente, en cualquier caso con más regularidad (y más colmadas) que en casa» (pág. 227 y 228).

Más allá de la cuidadosa ironía con la que zarandea los tópicos nacionales, la juguetona voz del archiduque aporta instantes de jocosidad cuando no sólo conoce en detalle acontecimientos después de su muerte, sino que domina cada milímetro de los entresijos de la historia secreta europea. En otras palabras, el relato se sostiene no sólo sobre lo que ocurrió y cómo reaccionaron los distintos actores políticos, sino ante todo sobre lo que pudo suceder si este candidato al trono no hubiera sido asesinado, dejando sin destino a un imperio. Con tal de convencernos de su verdad, este memorialista de ultratumba presume de una retentiva tan prodigiosa como para citar desde fragmentos de las más eruditas fuentes bibliográficas hasta Wikipedia, pasando por cables de espías y jugosas cartas diplomáticas con la que más de uno se deleitará durante el bonus track. Por otro lado, gracias a su desparpajo dialéctico, desencadena una crítica descomunal que va in crescendo en este orden: Rodolfo II, el káiser Guillermo de Prusia, Nicolás II, Francisco José I, Hitler, Tito, Sade, Nietzsche, Schopenhauer y un perfil escatológico de Wagner.

En un momento dado, Berchtold pasa de la pasividad de un simple escribiente a un interlocutor mucho más activo, suministrándole las citas de una biblioteca, hallando documentos, espiando las escenas claves del entramado conspirativo, asistiendo al campo de batalla y hasta haciendo las de cineasta del archiduque con perspectivismo y enredo de por medio. Asimismo, dentro de la verborrea desternillante de Francisco Fernando, a veces se rompe el pacto de ficción, de modo tal que ordena la escritura de pies de páginas, en los que se explica algo que el escribiente Berchtold ignora —como ente celestial que es—, pero el lector no, formando parte de un juego metatextual, así como de sospechosas Notas del editor y hasta explicaciones en la voz del mismísimo narrador. En suma, una caótica fragmentación del relato con la que se apuntala una ficción posmoderna.

Aquel día, un 28 de junio de 1914, el coche que trasladaba en Sarajevo a Francisco Fernando y a su esposa, sufrió primero un atentado con bomba, del cual salió herido uno de sus ayudantes, pero la pareja real logró escapar ilesa. A partir de ese momento, los hechos que precedieron su asesinato son confusos por las variables rocambolescas con las que ha sido descrito en todo este tiempo, pero el narrador del texto al menos reconoce su «reprimido instinto suicida» y su «insano frenesí autodestructivo» después que, como sabemos, el poeta Gavrilo Princip irrumpió en la historia disparándole a quemarropa como ejecutor material de una de las tantas posibilidades de emboscada. Aquí una versión contrafactual de dicho desenlace:

«Desde la más tierna juventud anhelaba —cuando me llegara la hora— entregarle mi alma al Señor lejos de la turba mundana, en mi lecho, bajo el baldaquino, abrazado al crucifijo, rodeado por cardenales, obispos, hijos, nietos y delegaciones de las naciones dolientes de la Corona, pero mira por dónde, acabe en la calle, ¡muerto como un perro! También es sabido que prefería matar antes que ser matado, pero el caso es que no tenía elección. Era una cuestión de honor. Debía cumplir con mi deber. Si hubiera salido vivo ese día —algo que por mera ley de probabilidades habría sido lo más factible—, jamás habría estallado la guerra, y si lo hubiera hecho, yo la habría ganado con toda seguridad, la historia mundial habría tomado otros derroteros y la chusma jamás se habría aupado al poder. Pero Berchtold, la historia mundial sencillamente no merecía mi victoria» (pág. 15).

El desmoronamiento del Imperio Austrohúngaro tuvo consecuencias inmediatas en el mapa geopolítico europeo, ya que una vez terminada la Primera Guerra Mundial con todas sus secuelas catastróficas, sus territorios empezaron a fragmentarse en naciones nuevas, refundadas, como parte de otro imperio o aupadas en los nacionalismos. Por consiguiente, de la mano de una época convulsa y precaria, en la que el nivel de mortandad provocó una crisis espiritual de tal magnitud que, al mismo tiempo, emergió un período inconteniblemente fructífero para la literatura centroeuropea como el de entreguerras, el cual continuaremos descubriendo a través de traducciones por quién sabe cuánto tiempo, y con el que se rebatió aquella fractura histórica desde Viena hasta los rincones más remotos del extinto imperio, mediante un registro de grandilocuentes añoranzas tras una larga agonía. Pero, de haber sobrevivido, ¿qué hubiera ordenado Francisco Fernando escribir a los poetas?

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