En busca de Rafael Alberti (II)

Escribe | Jorge Arias


En busca de Rafael Alberti. Revista Aullido Literatura y poesía.

Rafael Alberti. Fuente.

Continuamos la búsqueda de Rafael Alberti que comenzamos el día anterior en el artículo que precede a éste, En busca de Rafael Alberti (I), que si no habéis leído y os habéis incorporado directamente en este punto, os invito a leer y no entrar en en este periplo in media res.

Antes de leer La arboleda perdida en busca de la relación de Alberti con su padre, podríamos detenernos en la túnica «talar», que vimos en el poema que citamos, precisamente, en el artículo que antecede a esta segunda parte, y que aquí recordamos el verso concreto, para contextualizar: «¡Si alguien llamara a la puerta! / ¡Si se apareciera padre / con su túnica talar / chorreando(…)!». Alberti no se refiere a una vestimenta masculina al uso; es, clásicamente, la túnica hasta los talones de los religiosos. Religiosos a los que, particularmente en los jesuitas, en cuyo colegio se educó Alberti, se les llama «padre»; y más adelante hablaremos de la educación religiosa en España a comienzos de siglo, que es, para nosotros, la única impronta de la que Alberti, con todo su impulso hacia la libertad, nunca pudo borrar. «¡Cuántos brazos y angustiados pulmones hemos visto luchando fiera y desesperadamente por salir de esas simas, sin alcanzar al fin ni un momentáneo puñado de sol!» escribe en La arboleda perdida. Y refiriéndose a Bécquer, que en muchos aspectos, no sólo en su primera afición por la pintura, es un alma gemela de Alberti, dice: «Todas las rimas de Bécquer se me aparecen como escritas a tientas, por las noches, sentado o recostado al borde de su lecho (…)». También habla del miedo de Bécquer, casi como una confesión, cuando dice que «(…) tenía miedo (…) miedo de encontrarse a solas con sus dolores, acechado por recuerdos que se le agigantaban» («El sol» de Madrid, 6 set. 1931). Podemos pensar que él mismo fue teatro de esas luchas, de las que tal vez sus angustiados pulmones estuvieron entre las primeras víctimas.

En La arboleda perdida encontramos un padre ausente, que sin salir de España, en su profesión de vendedor de vinos, se pasa hasta más de dos años fuera del hogar. Es posible que, como a Odiseo, los suyos no le reconozcan. Aún en La arboleda perdida, hay un dolor, casi neurótico, por no haber tenido una mejor relación con su padre. «(…) no lo traté ni supe cómo era hasta en los últimos años de su vida» (La arboleda perdida, pag. 16). Tal parece que lo ve por primera vez cuando muere; y es un extraño el que muere. Alberti se siente en deuda con su padre, siente no haberle hecho llegar mejor sus sentimientos filiales; quizás no advirtió, ni siquiera cuando escribió, ya en el exilio, La arboleda perdida, que él iba a homenajear a su padre reproduciendo sus viajes del microcosmos de España en una escala atlántica. Si el padre elaboró un extraño laberinto dentro de España que nunca llegaba de vuelta al hogar, Alberti estuvo más de cuarenta años fuera de España, en Francia y en París, en la Argentina y dentro de la Argentina en Castelar y en el Paraná, en el Uruguay, en Italia, para volver a España en 1977 y terminar su aventura humana en el mismo Puerto de Santa María que le vio nacer una noche de tormenta.

La nostalgia de la preinfancia perdida cuando fue desenterrado del mar tiene su realización en uno de los poemas que preferimos de Alberti, «Paraíso perdido» que está en Sobre los ángeles:

A través de los siglos,
por la nada del mundo,
yo, sin sueño, buscándote.

Tras de mí, imperceptible
sin rozarme los hombros,
mi ángel muerto, vigía.

¿Adónde el Paraíso,
sombra, tú que has estado?
Pregunta con silencio.

Ciudades sin respuesta,
ríos sin habla, cumbres
sin ecos, mares mudos.

Nadie lo sabe. Hombres
fijos, de pie, a la orilla
parada de las tumbas,

Me ignoran. Aves tristes,
cantos petrificados,
en éxtasis el rumbo,

ciegas. No saben nada.
Sin sol, vientos antiguos
inertes, en las leguas

por andar, levantándose
calcinados, cayéndose
de espaldas, poco dicen.

Diluidos, sin forma
la verdad que en sí ocultan
huyen de mi los cielos.

ya en el fin de la tierra,
sobre el último filo,
resbalando los ojos,

muerta en mi la esperanza,
ese pórtico verde
busco en las negras simas.

¡Oh boquete de sombras!
¡Hervidero del mundo!
¡Qué confusión de siglos!

¡Atrás, atrás! ¡Qué espanto
de tinieblas sin voces!
¡Qué perdida mi alma!

– Angel muerto, despierta
¿Dónde estás? Ilumina
con tu rayo el retorno.

Silencio. Más silencio.
Inmóviles los pulsos
del sinfín de la noche.

¡Paraíso perdido!
Perdido por buscarte
yo, sin luz para siempre».

La arboleda perdida. Revista Aullido Literatura y poesía. Jorge Arias

La arboleda perdida.

Después de esto, no podemos reducir a Alberti a los poemas donde juega con las palabras, donde parece deleitarse con la repetición de la letra «i», o con experimentos como «Diablo./ Vocablo./ Venablo./ Arrumba. / Derrumba./ Retumba./ (….)Clama./ Embalsama./ Derrama./ Inflama./ Proclama./ Re-clama/ Llama». Sería de interés investigar la presencia del mar en la poesía, y sin duda que Alberti debería figurar en uno de los primeros lugares en la investigación, por la cantidad de veces en que es mencionado el mar, o lo fluido, o los ríos; y es curioso que haya vivido siempre o casi siempre cerca del agua. En Cádiz, en Punta del Este, en el «río como mar», en el Paraná.

Pero el mar, o la mar, tiene todavía otro sentido. No hay precisamente descripciones del mar; no se siente casi su presencia física; el poeta tiene una relación muy fuerte, muy magnética, con el mar, pero no lo percibe como objeto, ni siquiera como objeto de su poesía. El mar aparece como una totalidad, como un conjunto de casi infinitas posibilidades. Hojeando los poemas de Alberti, en particular los de Pleamar, donde parece intentar navegar al océano pero como desde una orilla de poemas de una línea, el mar es tantas cosas que se confunde con el universo; sobre todo, es tan ilimitado que se confunde con la libertad.

Hemos visto que Rafael Alberti se educó en el catolicismo, y por los jesuitas, que le dejaron cierto rencor. Alberti es tan generoso que todo el horror de las pláticas, esa visión del infierno que se creía tan eficaz y moralizante, le merece apenas un poema sombrío, «Colegio (.S.J.)».

Veo los años,
los mismos que ahora escucho volver a mí esta tarde
colgados de sotanas,
espantajos oscuros
(…)
Oigo cómo me invaden crucifijos,
despiadadas penumbras de toses con rosarios y vía- crucis,
y un olor a café,
a desayuno seco,
descompuesto en las bocas tibias de los confesonarios.

No es posible que vuelva este mismo paisaje,
que reconquiste ni por un momento su sueño
embrutecido de moscas,
formol y humo.

(…)

No es posible,
no quiero
no es posible querer para vosotros la misma infancia y muerte.

No hay casi acusaciones, salvo las estéticas; pero esa impronta nunca se borró. Y sin embargo esa enseñanza era, como el mar, universal: comprendía todo y abarcaba todo. ¿Cómo pudo conseguir la liberación? Alberti nunca dice expresamente cuándo perdió la fe en el catolicismo, la religión de sus padres y de sus maestros, pero sí dice cuándo adquirió otra fe, una fe nueva, mucho más afín a sus ansias de libertad; la fe en el arte, que fue su religión, y quizás más aún la fe en la civilización: porque su arte no es un arte primitivo, ni ingenuo, ni decorativo, ni paisajístico. Es un arte ciudadano, y su camino de Damasco no fue el mar, ni las dunas, ni los arbustos de la costa de Cádiz, ni la sierra de Guadarrama, con todo lo que ello valió para el poema: fueron los salones del Museo del Prado. Amó más las Venus de Tiziano que a las de carne y hueso; le parecieron, y son, más densas de significados, más valiosas como instrumentos de comunicación. Un azul de Veronese es tan bueno o mejor que el cielo mismo. Pero dejemos que él mismo diga este momento en que la Belleza barre, con el viento que sopla desde otras épocas, como el personaje mitológico de la Primavera de Botticelli, que puede con todas las cenizas del Infierno:

¿Por qué a mi adolescencia las antiguas figuras
le movieron el sueño misteriosas y oscuras?

Alberti se encuentra con el Renacimiento, y lo encuentra vivo; y sin duda aprendió en las salas de los italianos mucho más del Renacimiento que nosotros con los libros de Burckhardt y Panofsky. Adquiere así, con extraordinaria rapidez e impacto, un sentido histórico; y no reconstruye en «A la pintura» la historia del arte plástico en el Renacimiento, sino que descubre, en los instrumentos del pintor, en los colores y en los grandes artistas plásticos, un pasado que está vivo aún, y que produce ese milagro de la inmortalidad que en vano prometen los corredores oscuros del colegio.

Alberti vive el Renacimiento como una época en que el mundo está a punto de liberarse, aun a liberarse del cristianismo, como lo dice Nietzsche en «El Anticristo», y casi lo consigue. Pero individualmente:

«Y —oh relámpago súbito— sentí en la sangre mía
arder los litorales de la mitología».

Aquello fue un reencuentro, no sólo con la palingenesia de la civilización grecolatina, sino con sus ancestros, los Alberti, de origen italiano:

«y oí desde tan métricas, armoniosas ventanas
mis andaluzas fuentes de aguas italianas».

Aquello fue un exorcismo, y…

«Mis oscuros demonios, mi color del infierno
me los llevó el diablo, ratoneril y tierno
del Bosco…»

Los cuadros de los pintores italianos, en particular los de Tiziano, «metieron en mi sangre para siempre el anhelo de una perpetua juventud, de una ilimitada, luminosa armonía» (La arboleda perdida). Descubrió su «pertenencia de mis raíces a las civilizaciones de lo azul y lo blanco…» Y en el poema que dedica a Tiziano dice:

«¡Oh juventud! Tu nombre es el Tiziano».
(…)
¿Cuándo otra edad vio plenitud más bella,
altor de luna, miramar de estrella?

Obtenido el sentido histórico obtiene también la conciencia del signo. Su mundo fue modificado por el arte, y como dice en «A la pintura», invocó al pasado para que le devolviera aquel momento de revelación y magia:

Diérame ahora la locura
que en aquel tiempo me tenía
Para pintar la Poesía
con el pincel de la Pintura.

En busca de Rafael Alberti (II). Revista Aullido Literatura poesía. Jorge Arias.

Venus del espejo, de Tiziano.

Con esta consagración al verbo llega a Alberti la libertad, pero los antiguos terrores son reemplazados por una nueva angustia. Los intelectuales de comienzos del siglo XX creyeron que la unión de los obreros del mundo impediría la guerra; pero una ola de nacionalismo barrió el pacifismo y se fue a la guerra que se supuso terminaría con todas las guerras, con flores en los fusiles. La guerra acabó con las esperanzas de los intelectuales de crear un mundo mejor y sobre todo demostró que para nada pesaban en los acontecimientos que hacían girar al mundo; y así aparecieron los movimientos nihilistas, como Dadá y los comienzos del surrealismo. Pero también el período de las primera guerra mundial trajo la esperanza, la revolución rusa de octubre de 1917; y Jules Romains la llamó, en el título de uno de los últimos de los veintiséis volúmenes de Los hombres de buena voluntad, «Esta gran claridad en el Este». No era cualquier revolución: era una revolución conducida por intelectuales, en lucha abierta contra quienes creían en la espontaneidad de las masas; era una revolución inspirada en textos filosóficos que invitaban a transformar el mundo y mostraban cómo hacerlo, luego de pasar revista a toda la historia de la humanidad.

Alberti pasó de una idea totalizadora, de una religión que explica todo, el pasado, el presente y el porvenir, a una filosofía que también lo explica todo y cuya anunciación es el momento en que Lenin llega a la estación de Finlandia de San Petersburgo: el momento en que, como dice Edmund Wilson, por primera vez en la epopeya humana una filosofía de la historia calza y hace girar una cerradura histórica. Alberti es generoso y propenso al sacrificio. En algún momento abomina de sus primeros versos, indudablemente burgueses. Viaja varias veces a la Unión Soviética y convence o casi convence a García Lorca de que solicite el carnet del partido comunista. El resto de la historia es conocido: su adhesión a la República, sus poemas políticos, el concepto de la poesía y el arte como arma; aquel verso de Machado a Enrique Lister: «Si mi pluma valiera tu pistola/ de capitán, contento moriría». Y Alberti llega a escribir, casi con desesperación en su «Nocturno», que es a la vez un poema comprometido, militante y réquiem por sus objetos más queridos, las palabras.

Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza
las palabras entonces no sirven: son palabras.

Balas, balas.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas,
¡qué dolor de papeles que ha de borrar el viento
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!

Balas, balas.

Ahora sufro lo pobre, lo mezquino lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
Gritar lo que no puede por imposible y calla.

Balas, balas.

Siento esta noche heridas de muerte las palabras.

Poco a poco las aguas poéticas de Alberti vuelven a su cauce; pero de su experiencia polític y filosófica queda un hombre renovado y universal, un creyente en la libertad y en las potencias del hombre; y a medida que pasan los años sus respiración es más honda, su visión es más amplia.

Piero della Francesca: El bautismo de Cristo. Revista Aullido Literatura y poesía.

El bautismo de Cristo, Piero della Francesca.

Pero, ¿dónde está la poesía? No está, naturalmente, ni en la anécdota, ni en el tema, así sea el vasto mar; menos aún en la emoción; y todavía hoy se confunde pasión con poesía. Dice Alberti, muy justamente, que la poesía es el acento y el tono, que no son ni expresan la personalidad, pero que la implican y de ella dependen. «Acento» y «tono» tienen las palabras. La poesía, para Rafael Alberti, tal vez no sea un objeto real; pero es algo que puede captarse, que puede quizás cazarse, que cae en nuestras redes. Por eso, parte de la poesía está en el trabajo de salir en su busca; y parte está en tener suerte con la cacería. Así escribe en Pleamar: «¡Oh poesía del juego, del capricho, del aire, de lo más leve aún imperceptible: no te olvides que siempre espero tu visita». En una entrevista que concedió a Natalia Calamai, Alberti dijo: «yo estoy de acuerdo con la frase atribuida a Picasso: yo no busco, encuentro (…) yo soy un poeta muy experimental» .También escribió: «Hay que arriesgarse, hay que explorar hasta perderse o incluso hasta morirse» (El Sol, Madrid, 19 de junio de 1936). Hasta un poeta del rigor y la organización, como Valéry, escribió que el primer verso nos lo dan los dioses; y Borges pide perdón al lector, por si le ocurrió escribir un buen verso, el haberlo usurpado previamente.

Falta saber cuáles son los instrumentos que Alberti empleó; o, para volver a Baudelaire, cuál fue la química. Si decimos que su instrumento predilecto es el idioma, diremos una tautología, porque no otro medio tiene el poeta de apresar la poesía. Pero hay en Alberti una sensibilidad absolutamente extraordinaria para el idioma, como sonido y como sentido. Alberti se extasía ante la palabra «naranjeles», que en efecto tiene algo de naranjal y de vergel, y ante la palabra «cantegril», del mismo modo que no soporta «terruño». Y cada tanto lo vemos experimentando con los sonidos puros, como un pintor que busca en su paleta un nuevo color a partir de los que ya posee; del mismo modo que el músico no tiene, al fin, otro instrumento que el do – re – mi. Así las repeticiones, donde algunas veces logra una sensación de construcción, de sabia arquitectura y otras de juego; y diré que el poema de «A la pintura» que en nuestro sentir debe haberle sido más satisfactorio a Alberti, por afinidades electivas, es el que dedica a Piero della Francesca:

Arquitectura ilesa,
incólume armonía.
pesa la geometría
y la luz también pesa.

(…)

Nada suspende el vuelo.
aquí la forma aferra
sus plantas en la tierra
como si fuera el cielo.

Pero de los poemas que Rafael Alberti tejió, more geométrico, preferimos una de las Baladas y canciones del Paraná, donde la repetición, a partir de objetos muy comunes logra levantar de las palabras un halo metafísico: la «Balada de lo que el viento dijo»:

La eternidad bien pudiera
ser un río, solamente,
ser un caballo olvidado
y el zureo
de una paloma perdida.

En cuanto el hombre se aleja
de los hombres, viene el viento
que ya le dice otras cosas,
abriéndole los oídos
y los ojos, a otras cosas.

Hoy me alejé de los hombres
y solo en esta barranca,
me puse a mirar el río
y vi tan solo un caballo
y escuché tan solamente
el zureo
de una paloma perdida.

Y el viento se acercó entonces,
como quien va de pasada,
y me dijo:
la eternidad bien pudiera
ser un río solamente,
ser un caballo olvidado
y el zureo
de una paloma perdida.

Naturalmente, el poema más célebre de Alberti en este punto es el octavo poema de la «Metamorfosis del clavel», donde es imposible encontrar un sentido explícito, pero donde la sugestión verbal es tan fuerte y la música interna del verso tan poderosa, que todos la comprendemos de inmediato, aunque difícilmente podríamos explicar qué es lo que comprendemos:

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;
que el calor, la nevada.
Se equivocaba.

que tu falda era tu blusa;
que tu corazón su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama).

Es posible que como virtuoso del idioma, Rafael Alberti no haya podido superar la destreza de Darío, también un virtuoso de la palabra, pero con unas clara afición a los objetos reales, a la musa de carne y hueso. Alberti tiene con Darío una relación ambivalente que no es difícil de justificar dado semejante abuelo. Es injusto con él, y se equivoca al punto de titular «Marquesa Rosalinda» a un intenso y agridulce poema que se llama, en realidad, «El clavicordio de la abuela». En un artículo publicado en El Sol de Madrid (18 de agosto de 1931), habla de métrica en conocedor, y dice: «Yo no le aconsejaría a usted los de nueve» (sílabas) «por su lamentable sonido a Marquesa Rosalinda». Es natural. Más de un poeta debe haberse preguntado, presa de la desesperación: ¿Qué poesía puedo escribir luego de Rubén Darío? Y todavía debemos advertir que cuando Alberti nace a la poesía ya estaban allí Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, que habían descubierto y explorado nuevas Floridas, nuevos campos poéticos. Luego, como Borges, recapacita cuando comprende realmente a Darío y escribe «Pero en la actualidad ni hasta el propio Rubén Darío toca como debiera el corazón de las nuevas generaciones» (pag.114 de La arboleda perdida).

En busca de Alberti. Jorge Arias. Revista Aullido Literatura y poesía.

Alberti marinero. Fuente.

En materia de música, pues, es difícil no cederle la derecha a Alberti y lo vemos ejecutar difíciles proezas. Escribe, por ejemplo, un poema en un extraña combinación métrica de octosílabos y decasílabos; el tema que trata es entre malevolente y atroz; el efecto es pura música:

No quiero, no, que te rías,
ni que te pintes de azul los ojos,
ni que te empolves de arroz la cara,
ni que te pongas la blusa verde,
ni que te pongas la falda grana.

Que quiero verte muy seria,
que quiero verte siempre muy pálida,
que quiero verte siempre llorando,
que quiero verte siempre enlutada.

(El alba del alhelí).

Pero volvamos al alma. El poeta padece, siente, sufre, pero es estoico. Dejemos a Alberti que se despida de ustedes con una mezcla de profesión de fe, de varonil autodominio, de sincera esperanza:

Nos dicen: Sed alegres.
Que no escuchen los hombres rodar en nuestros cantos
ni el más leve ruido de una lágrima.
(…)
Me miro a mí me escucho esta mañana
y perdido ese miedo
que me atenaza a veces hasta dejarme mudo,
me repito: Confiesa,
grita valientemente que quisieras morirte.
(…)
Sonreíd. Sed alegres. Cantad la vida nueva
pero yo, sin vivirlo ¡cuántas veces la canto!
(…)
Perdonadme que hoy sienta pena y la diga.
No me culpéis. Ha sido
la vuelta del otoño.

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