En busca de Rafael Alberti (I)

Escribe | Jorge Arias


En busca de Rafael Alberti. Revista Aullido Literatura. Jorge Arias.

Rafael Alberti. Fuente.

Estaba en busca de Alberti y naturalmente se me ocurrió ese título para este escrito; pero creo que todavía lo sigo buscando: de todos los poetas de la generación del 27, Alberti es el más difícil de encontrar, de definir, de apresar. Cuando uno cree que Alberti en Marinero en tierra, hace una poesía matinal a lo Juan Ramón Jiménez, aparece algún verso inquietante y misterioso, cuya última explicación encontraremos en Sobre los ángeles; un verso que parece escrito bajo un signo muy distinto de las Arias tristes de Jiménez. Pero aparece otro libro y uno ve a Alberti con su caballete de poeta en los pueblos de Castilla, de uno en otro y toma como una instantánea de cada uno de ellos; pero el libro se llama, no menos misteriosamente, La amante. Uno busca a la amante, y cuando la encuentra aparece en un poema sin verbos:

Por amiga, por amiga.
Sólo por amiga.

Por amante, por querida.
Sólo por querida.

Por esposa no.
Sólo por amiga.

La amante, edición de Alianza Editorial. La primera edición corrió a cargo de la editorial Plutarco, en 1929.

Poema en que la amante deja de ser amante. Amiga, y ahí te quedas. Se recorre el libro y se encuentra verdadera emoción; pero cuando aparece de nuevo la amante, las cosas se enfrían. En un poema le requiere madrugar:

«Madruga la amante mía
madruga que yo lo quiero(…)
no esperes que zarpe el día
que yo te espero».

Esto suena a una cita por teléfono. No somos versados en las costumbres de los amantes, pero se nos ha informado que suelen dormir juntos. Uno de los amantes viaja permanentemente; pero los dos se esperan al alba. Las menciones a la amante son siempre frías; quizás tienen el frío de la muerte:

Zarza florida.
Rosal sin vida.

Salí de mi casa, amante,
por ir al campo a buscarte.

Y en una zarza florida
hallé la cinta prendida,
de tu delantal, mi vida.

Hasta aquí, parece que todo va bien y que se encontrará con la amante, con la que tampoco esta vez ha dormido luego de encontrar la cinta del delantal; pero:

Hallé tu cinta prendida,
y más allá, mi querida,
te encontré muy mal herida
bajo del rosal, mi vida.

Zarza florida,
rosal sin vida,
bajo del rosal, sin vida.

Los amantes, de René Magritte. Obra de 1928. Fuente.

Fin del poema. Es muy hermoso y a la vez difícil de explicar el porqué; sobre todo es difícil explicar por qué la amante tiene que morir, aunque sea bajo un rosal. Pero no hay sobresaltos ante la amada muerta bajo el rosal; no hay Romeo envenenándose ante lo que cree es Julieta muerta. Sin duda la amante ha sido un pretexto para combinaciones de palabras aliteradas como zarza, rosal, cinta y combinaciones de colores, rosa, rojo, el todo bajo el esfumino gris de la muerte; hasta que en algún momento pensamos si la amante no sería la muerte y Alberti el clásico «joven prometido a la muerte»; hipótesis nada imposible si tenemos en cuenta que el poeta de «La amante» está enfermo, al parecer de tuberculosis, y busca el aire campestre como se hacía antes del descubrimiento de los antibióticos para su tratamiento. Más tarde leemos el libro autobiográfico de Alberti La arboleda perdida y allí nos dice varias cosas: primero que la amante existió, pero al comienzo o antes del viaje y que no lo acompañó; y al fin del libro, Alberti sugiere que la amante fue más soñada que real.

¿Es Alberti un poeta frío, entonces? Él mismo dice que temió que «la belleza formal (…) se apoderó de mí hasta casi petrificarme el sentimiento» (La arboleda perdida). Sin duda no, porque unas páginas más allá aparece a la vez con temperatura y metafísica en un poema que apreciaría Lao Tse, el hombre que estuvo 80 años en el vientre de su madre; profundidades metafísicas que no esperamos en un poeta joven:

¿Por qué me miras tan serio,
carretero?

Tienes cuatro mulas tordas,
un caballo delantero,
un carro de ruedas verdes,
y la carretera toda
para ti,
carretero.

¿Qué más quieres?

Quizás os he convencido de las dificultades prácticas de tocar, de alcanzar, de apresar a Alberti. Justificaré un poco mejor la razón de este pensamiento: por qué es tan difícil, si no imposible, de apresar.

Alberti cumple la regla de oro de la evolución de un poeta que acuñó el propio Eliot cuando escribió que «el progreso de un artista es un continuo de autosacrificio, una continua extinción de la personalidad». De los poetas de la generación del 27, aún de los poetas españoles del siglo XX, es uno de los que más ha borrado su personalidad, de forma deliberada y por mor de la obra a realizar. Todo existe para llegar a un libro, escribió Mallarmé; y algo hay en Alberti de la estética de Mallarmé, el poeta que tomó como tema o como disparador de uno de sus poemas al reflejo del sol poniente en la espuma de un vaso de cerveza.

En algún momento Alberti se sintió en la obligación de escribir poemas políticos, militantes, que apenas pueden recordarse; en varios momentos situó sus poemas en contextos geográficos a los que alude delicadamente, como la costa del Paraná o Punta del Este; pero siempre, en todos los poemas, es mucho más el paisaje que el poeta. Lo vemos salir al campo con su libreta de apuntes y detenerse por cualquier motivo; y veremos que muchos de sus buenos poemas tienen temas tan humildes y circunstanciales como un boleto de tranvía, las hormigas, una hoja pegada en el zapato, un árbol descuajado o las atajadas de Platko en el arco del Barcelona en un encuentro contra la Real Sociedad de San Sebastián en 1928; o aún el poema que honra los productos destilados de la casa Pedro Domecq. Leemos La arboleda perdida y nos enteramos de muchas cosas de Alberti y de su familia, pero en ningún momento Alberti se siente interesante. Cuando parece que va a hablar, por ejemplo, del despertar del sexo, habla de sus compañeros y de las meretricias costumbres de los señoritos de Cádiz. Cuando habla de sus primeros amores, lo vemos trepando por los tejados con una amiga. Es difícil encontrar en toda su obra un poema erótico, un poema que diga algo sobre el autor y sus amores. Con toda su libertad de espíritu, parece que fuera de las uniones legales apenas hubo espacio en su vida para Eros. Pero en este punto nos preguntamos a dónde conducía esa indiferencia por el objeto; y creemos notar que esa indiferencia por los objetos reales tiene su causa en que para Alberti, el gran objeto de la poesía, si no el único, es la palabra.

Diríamos que la regla de oro del autosacrificio de la personalidad no la cumple con exceso; y por momentos pensamos en aplicarle a Alberti lo que dice Eliot de Montaigne: «una niebla, un gas, un elemento fluido e insidioso». ¡Aquí, de nuevo, el estado fluido! Invectiva que apenas es tal, porque es poco más que la personificación del tema del hombre que formula Montaigne: «ciertamente, el hombre es un tema maravillosamente vano, diverso y ondulante».

Pero volvamos al principio. Lo único que debe interesarnos de un poeta es, por supuesto, su poesía; y si desmenuzamos la de Alberti, al fin encontramos la palabra. No decimos que no tenga objeto; y claramente decimos que no es una impostura. Alberti ha creado un universo que no necesita de ningún otro elemento como soporte; es tan impersonal como indestructible. Y sus mejores realizaciones, como veremos, son fantásticas construcciones de palabras, en las cuales el sentido está reducido al mínimo; casi podríamos decir que su único sentido es la música del verso, el a menudo extraordinario encantamiento verbal.

Todo el problema que debemos plantearnos es cómo lo hizo, con qué golpes de la suerte acertó, cuáles fueron sus éxitos y sus fracasos. Hemos oído decir que en Alberti es interesante la peripecia humana; nosotros afirmamos que es respetable, dolorosa, con las penas del exilio y la necesaria sensación de pérdida; pero aunque aquí y allá, sobre todo en Retornos de lo vivo lejano, se evoca a España desde el extranjero, no hay dolor ni nostalgia. Intenta el regreso de una vivencia, pero no la padece.

Baudelaire, que es el primer autor que cita Alberti en Marinero en tierra, escribió que para hacer un poeta se necesitaban dos cosas: un químico perfecto y un alma santa. El químico aprende su oficio, y hay en la poesía mucha más deliberación y trabajo del que suele pensarse. Pero, sin perjuicio de analizar más tarde al químico, ¿cuáles y por qué son las palabras que motivan a Alberti para construir sus edificios verbales?; o mejor, ¿qué pensar del alma de Alberti, fuera de su amor por la palabra?

Hay una primera señal de dolor, de inquietud y casi de espanto. El poeta de las playas y del mar, de los salineros y de las dunas del Puerto de Santa María en Cádiz, tiene moradas subterráneas. Lo poco que sabemos de la experiencia del horror en Alberti aparece en esta forma, por demás vaga: «Un desasosiego inexplicable, un tormento angustioso, lleno de insomnios y pesadillas nocturnas(…)» (La arboleda perdida). Esta angustia aparece en este poema de Marinero en tierra, donde pregunta a su padre:

El mar, la mar,
el mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños la marejada
me tira del corazón.
Padre, ¿ por qué me trajiste
acá?»

Mar con olas, Alex Dzigurski. Revista Aullido literatura poesía, Rafael Alberti

Mar con olas, Alex Dzigurski. Fuente.

Alberti estaba desterrado, ay, antes de conocer el destierro. El mar aparece aquí como algo seguro, firme como la tierra, algo de lo que no es bueno salir. El mar es invocada dos veces, y alternativamente, como masculino y femenino: el mar y la mar; y el poeta se decide por la mar. Algo hay en la obsesión de Alberti por la mar del mito del andrógino; y el poeta elige el componente femenino, la mar; sin duda la madre, a la que no se nombra, pero que en un poeta de una tan extraordinaria sensibilidad para las palabras aparece entretejida en el poema. Mar, madre: se puede entrever a través de este reproche al universo amniótico y aún la nostalgia del óvulo infecundo, del que no será forzado a salir al exterior, a dejar el mar donde flotará, luego de la fecundación; pero también debemos pensar en Proteo, el dios marino de la mitología griega, que se transforma y que posiblemente ha sido mujer.

A estos versos donde se reniega del nacimiento se relaciona un fragmento no menos inquietante de El alba del alhelí, «Madrugada oscura»:

Algún caballo alejándose,
imprime su pie en el eco
de la calle.
¡Qué miedo,
madre!

¡Si alguien llamara a la puerta!
¡Si se apareciera padre
con su túnica talar
chorreando(…)!

¡Qué horror,
madre!

El tema se nos ha hecho más largo de lo habitual, y de momento vamos a dejarlo aquí para continuar con la búsqueda del poeta andaluz de Marinero en tierra dentro de su propia poesía en la entrega En busca de Rafael Alberti (II) que sacaremos a continuación en esta misma semana.

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