Un capítulo de «Eses fatales», la primera novela de Sonia Manzano en España
Sonia Manzano Vela (Guayaquil, 1947). Es una poeta, narradora, ensayista y pianista ecuatoriana.
Ha escrito los poemarios: El nudo y el trino (1972), Casi siempre las tardes (1974), La gota en el cráneo (1976), La semana que no tiene jueves (1978), El ave que todo lo atropella (1980), Caja musical con bailarina incluida (1984), Carcoma con forma de paloma (1986), Full de reinas (1991), Patente de corza (1997), Último y no definitivo regreso a Edén (2005) y Espalda mordida por el humo (2015). Su última colección de poesía, El vino de mi sombra (2024), se publicó en su ciudad natal a cargo del sello Cadáver Exquisito Ediciones.
Aquí una muestra de la producción poética de Sonia Manzano Vela que publicamos en septiembre del año pasado en Revista Aullido, tanto con poemas emblemáticos en su trayecto escritural de décadas atrás como con varios textos publicados en su más reciente libro de poesía. En los últimos años, el conjunto de su obra poética ha sido motivo de dos recopilaciones panorámicas, El ave que todo lo atropella (2018) y La rosa que no vuelve (2021).
En narrativa ha publicado las novelas Y no abras la ventana todavía (1994) —ganadora de la Tercera Bienal de la novela ecuatoriana—, Que se quede el infinito sin estrellas (2000), Eses fatales (2005), Solo de vino a piano lento (2013) —mención de honor en el Primer reconocimiento Jorge Icaza al libro del año—, Rapsodia en seco (2024) y Los últimos días de Pompeya (2024). Mientras que en cuento ha escrito los volúmenes Flujo escarlata (1999) —Premio de cuentos Joaquín Gallegos Lara— y Trata de viejas (2015). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, japonés, francés e italiano.
En 2019, su trayectoria literaria fue reconocida en la Feria Internacional de Libro de Quito. Además, a principios de esta década, durante la pandemia del Coronavirus, se difundió el volumen digital Animales de combustión lenta (2020), con varios de sus textos.
Hace pocos días se publicó en España la reedición de la novela Ese fatales (2025), dos décadas después de su primera edición en Ecuador, a cargo de la recién creada Editorial Perreo intenso, la que inauguró su catálogo de literatura latinoamericana contemporánea con la puesta en circulación de este texto.
En el prólogo a la reciente edición de esta novela, la poeta y periodista Andrea Rojas Vásquez señala: «No hay duda, en la escritura de Sonia Manzano convergen dos rasgos admirables en la literatura: valentía y ganas de incomodar. La obsesión casi maligna que se narra en esta novela podría recordarnos nuestras relaciones más deterioradas y enfermizas. Hay aquí una sensación de herida que no sana, de anhelo de venganza, de ganas de morir y de follar hasta quedarse dormido y extranjero de uno mismo. Por favor, lean este libro y cuando lo terminen, llamen a sus amigxs».
A continuación, os traemos el primer capítulo de Eses fatales (2025) de la escritora ecuatoriana Sonia Manzano Vela.
Primer capítulo de Eses fatales
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. No te llame al asombro
. Si en cualquier momento
. llegas a descubrir que
. las eses fatales de la
. vida –suicidio, soledad,
. sadismo, sinsabores,
. sinfinales– comparten el
. mismo caño por el cual
. descienden hasta el misterio
. abyecto las heces fecales de
. la muerte.
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. A mi madre, musa
. Incomparable
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. Cualquier semejanza con
. seres y situaciones reales,
. no es más que sospechosa
. coincidencia.
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. Cantando entre los muslos de la noche
. pasa un cortejo de lesbianas.
. Algunas de ellas, las más abiertamente cínicas,
. llevan pulseras de plata en sus tobillos
. y grifos de metal en sus pezones.
. Anónimo del siglo XXI
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. Las almas no tienen sexo.
. Marguerite Yourcenar
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. Si te veo durante un instante,
. apenas puedo decir nada;
. mi lengua está rota,
. bajo mi piel se desliza de repente un fuego sutil,
. mis ojos ya no ven, me zumban los
. oídos, me cubre un sudor helado y un
. temblor me invade por entero.
. Safo de Lesbos
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Encontré a mi madre comiendo de sus propias heces fecales un domingo de hace ya casi un año atrás. Recuerdo que era de mañana y recuerdo que era un soleado día del mes de abril. Confiando en que todavía demoraría en despertar un rato más, la había dejado sola en su dormitorio para ir a prepararle su desayuno (los fines de semana yo cuido por completo de ella, ya que los tiene libres la empleada que la atiende los días restantes). Cuando volví a su habitación, tuve el inmediato pálpito de que algo no andaba bien, pues mi madre no estaba acostada en la posición en que la había dejado —horizontal y con la cara en dirección al cielo raso—, sino que había adoptado una constreñida posición fetal: rodillas apretadas contra su vientre, barbilla hundida en la base del cuello.
. Una de sus manos estaba debajo de la almohada y la otra reposaba sobre su cabeza de cabellos mitad cenizos, mitad dorados. Simulaba estar dormida, aunque sus párpados, apretados en demasía, delataban que ya había despertado hacía algún rato. La capacidad para simular lo que fuere en las situaciones más variadas ha sido uno de los encantos más emblemáticos de mi madre a través de su alucinante vida. Aún ahora, cuando la enfermedad ha llenado de purulencias negras sus rosas cerebrales, ella todavía es capaz de ejecutar actos de simulación que cualquiera, que no sea yo, es capaz de creérselos; por ejemplo, simula reconocer a los parientes que muy ocasionalmente la visitan —les
dirige una delgada sonrisa y un tartamudeante: —«¿cómo está usted?—», aunque, para su memoria con Alzheimer, ellos no pasan de ser unos bultos difusos, unas sombras sin nombres, carentes de cualquier significado.
. La llamé suavemente, la toqué suavemente hasta que conseguí que abriera los ojos. Le pedí que se sentara para que se sirviera el desayuno. Ella se incorporó con dificultad, como si le costara muelas tener que volver a formar parte de la vida; pero luego su rostro cobró animación cuando descubrió la bandeja de alimentos que yo había colocado sobre una mesita cercana.
. Me aprestaba a darle su cereal, cuando de pronto pensé que resultaba algo sospechoso el hecho de que siguiera conservando una de sus manos debajo de la almohada, como tratando de ocultar algo. ¡Y vaya que lo ocultaba!, cuando levanté de manera sorpresiva la almohada me encontré con su mano hecha puño, apretujando no sé qué entre sus dedos. Con bastante esfuerzo se la abrí y fue ahí cuando me encontré con la siguiente perla: tres bolas compactas de excremento color negruzco —mi madre ingiere multivitamínicos con una gran cantidad de hierro—, municiones a las que, debido al impacto que me causó verlas, solo atiné a agarrarlas para luego lanzarlas al aire sin dirección definida. Al sentirse despojada de una pertenencia tan íntima, tan solo de ella y de nadie más, mi madre lanzó un alarido de antología —ella no deja de lanzarse unos veintealaridosdiarios—, losuficientemente prolongado como para que yo pudiera ver descolgándose de su paladar hilos de melcocha ya suavizada por el trapiche gastado de sus encías.
. Hasta entonces mi madre había ingerido, aparte de los alimentos normales, varias materias extrañas: había tragado puñados de tierra, había masticado servilletas de papel, había disuelto en su boca de labios finos —como los labios de las divas mudas del cine— terrones de jabón en polvo que horas después de haberlos degustado la hacían expeler por boca y recto burbujas de colores. Pero nunca, y eso me consta, había comido o bebido de los desechos de su propio cuerpo; por lo que, para que no tuviera oportunidad de reincidir en una acción tan poco aséptica como la que cometiera en ese día de abril ya algo lejano, di órdenes de que solo se la acostara con pijamas enterizas, de esas que se extienden desde el cuello a los tobillos y las que solo pueden ser abiertas por atrás, como las camisas de fuerza que reprimen las tristezas desatadas de los locos de atar.
. Mi madre es nonagenaria y yo soy postcincuentona (cumplí los cincuenta hace un lustro). Ella es viuda de un muerto y yo soy viuda de un vivo. Mi madre tiene tres hijos y yo no tengo ninguno, no porque en algún momento del pasado no hubiera querido tener descendencia, sino porque nada quiso descender por mi útero infantil, a no ser unos embriones en estado tan ilusorio que al entrar en contacto con el aire se volvieron un tanto de polvo y otro tanto de ceniza.
. La única persona, ahora ya con la excepción de mi madre, a la que he sorprendido con las manos en la masa tierna de la ñoña, ha sido a Francisco José, mi hermano menor. Tenía apenas un año de edad el día en que se dio su primer hartazgo como coprófago —el segundo se lo dio cuando descubrió, a los cinco años, la existencia de la muerte y el tercero, en plena adolescencia, cuando supo que le tenía miedo al miedo—; ese día tuvo que haber coincidido con la celebración de alguna fecha cívica, pues recuerdo con cierta borrosa nitidez —por lo general puedo evocar bastante bien hechos en los que la muerte, el amor y la mierda han estado simultáneamente involucrados— que toda la familia permaneció ese día en casa: mi padre no fue a su oficina de abogado, mi madre no fue a la Universidad a dictar su cátedra de Literatura, la que impartió por veinte años seguidos; y ni mi hermano mayor ni yo asistimos al colegio. Ese día, pues, dilapidé el tiempo haciendo las cosas que más me gustaban —¿cuáles eran esas cosas?—, y algo que me gustaba montones hacer, era el dar rienda suelta a mis primitivos instintos maternales que solo me afloraban muy de cuando en cuando, para lo cual tomaba a mi hermano menor como instrumento de tal irreprimible desfogue.
. Soy capaz de traer hasta el presente, cuando así lo decido y con todos sus detalles, la imagen de Francisco empollando excremento sobre un nido de pañales: completamente desnudo dentro de su cuna, con las manos, las mejillas y los cabellos embadurnados con las miasmas de la caca tierna; como también puedo recordar con exactitud su gesto de ofrecerme, en cuanto me vio entrar a su dormitorio, un puñado de lo que él había estado comiendo desde hacía quién sabe cuánto rato (seguramente no mucho, pues su niñera casi no se desprendía de su lado); oferta que rechacé con un «no gracias» de lo más dulce, después de lo cual me quedé paralizada, observando con qué placer se llevaba a la boca puñados pequeños de materia abyecta y reblandecida.
. Cuando Cumandá, la niñera que cuidó de Francisco José desde que este nació hasta que tuvo doce años, entró al dormitorio, también se quedó paralizada, más que por lo que estaba haciendo mi hermano, por la sorpresa que le causó ver mi grado de impasibilidad, mi falta de respuesta lógica ante semejante escena. Repuesta del impacto y sin proferir palabra, Cumandá sacó a Francisco de su cuna y se lo llevó directito al baño. Cuando lo trajo de regreso, ya limpio, ya sin vestigio alguno de excremento, me dirigió una mirada altamente acusatoria y dándose media vuelta se fue a buscar a mis padres con las intenciones que cualquiera es capaz de imaginarse.
. Para saber con qué cuento mismo iba a salir la retaca, seguí a esta hasta el comedor en donde se encontraban mis padres desayunando. Sin soltar su periódico, mi padre dejó de leerlo por unos instantes, mientras, con esa pasividad pasmosa que tienen las personas verdaderamente ilustradas, escuchó el relato de Cumandá —narrado en forma gregorianamente monocorde, igual a como le solía cantar a mi hermano para que durmiera por horas de horas—, después de lo que se dirigió a mí para hacerme una amonestación refinadamente tibia, concluida la cual retomó su lectura. Mi madre fue todavía mucho más parca: ella en ningún momento dejó de beber su café para proferir comentario alguno. Lo que si hizo fue mirarme con esa gran dosis de indulgencia con la que acostumbraba mirarme cuando escuchaba que alguien daba reportes negativos sobre mi persona, procediendo después a dirigir sus ojos profundamente amarillos hacia los cerros colorados que se divisaban por el amplio ventanal del comedor, como remontándose mucho más allá de estos, quizás a cuarenta años más de distancia, quizás exactamente a un día de abril lejano en el que, irremediablemente, le tocaría la discutible suerte de comer de sus propias heces fecales.
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De Eses fatales (Editorial Perreo intenso, 2025)