«Las cosas» y «Cosas», poemas de Jorge Luis Borges

Es famosa la atención que, en su obra, Jorge Luis Borges (1899-1986) otorga a los objetos, a las cosas, cargándolas en muchas ocasiones de un poder mágico que tiene probablemente parte de su inspiración en el antiguo anillo del nibelungo, si atendemos a los intereses literarios del autor argentino. Así, en su obra encontramos, dentro de lo cotidiano, una carga mágica que desdobla la virtud de los objetos y los hace poseedores de una secreta fuerza que tiene el poder de modificar la realidad tal y como la conocemos. Es el caso de las distintas representaciones que toma el zahir en el cuento homónimo:

«En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.»

Es también el caso de las piedras de Blue Tigers, de La rosa de Paracelso, del Libro de Arena o del imposible disco de una sola cara conjeturado en El disco. En la poesía de Borges es igualmente explícito su cuidado por los objetos. Basta para ello referir unos cuantos títulos: El reloj de arena, Una brújula, A una moneda, Habla un busto de Jano, Caja de música, Un libro («apenas una cosa entre las cosas»), etc. También inquietaban al autor de El Aleph, por cierto, la flor marchita que el viajero del tiempo de Wells trae consigo desde el porvenir, o la rosa que el soñador de Coleridge rescata del Paraíso. Y es que, como indica Guillermo Sucre en Borges, el poeta, «Nadie como Borges ha intimado tanto con las cosas».

En los poemas que recogemos en esta publicación, el heterodoxo soneto Las cosas (Elogio de la sombra, 1969), y la composición igualmente endecasilábica de Cosas (El oro de los tigres, 1972), Borges hace recuento de los objetos que le acompañan y obsesionan en su vida diaria, una vida dedicada, como se verá, tanto a la cavilación como a la intimidad con las cosas más cotidianas. El autor argentino es consciente, no obstante, del peligro que esconde el amor a los objetos inanimados. Ya en cierto momento declaró:

«Yo siento que, de algún modo, con mi bastón hay una cierta amistad. Pero es una amistad no compartida, porque el bastón no sabe que yo existo. Cansinos Assens escribió sobre eso de que es tan triste el amor de las cosas, porque las cosas no saben que uno existe. Una persona colecciona joyas o libros, pero está sola.»

Acerquémonos a estos poemas, pues, con cautela.


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El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.

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El volumen caído que los otros
ocultan en la hondura del estante
y que los días y las noches cubren
de lento polvo silencioso. El ancla
de Sidón que los mares de Inglaterra
oprimen en su abismo ciego y blando.
El espejo que no repite a nadie
cuando la casa se ha quedado sola.
las limaduras de uña que dejamos
a lo largo del tiempo y del espacio.
El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
Las modificaciones de la nube.
La simétrica rosa momentánea
que el azar dio una vez a los ocultos
cristales del pueril calidoscopio.
Los remos de Argos, la primera nave.
las pisadas de arena que la ola
soñolienta y fatal borra en la playa.
Los colores de Turner cuando apagan
las luces en la recta galería
y no resuena un paso en la alta noche.
El revés del prolijo mapamundi.
La tenue telaraña en la pirámide.
La piedra ciega y la curiosa mano.
El sueño que he tenido antes del alba
y que olvidé cuando clareaba el día.
El principio y el fin de la epopeya
de Finnsburh, hoy unos contados versos
de hierro, no gastado por los siglos.
La letra inversa en el papel secante.
La tortuga en el fondo del aljibe.
Lo que no puede ser. El otro cuerno
del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
El disco triangular. El inasible
instante en que la flecha del eleata,
inmóvil en el aire, da en el blanco.
La flor entre las páginas de Bécquer.
El péndulo que el tiempo ha detenido.
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas.
El eco de los cascos de la carga
de Junín, que de algún eterno modo
no ha cesado y es parte de la trama.
La sombra de Sarmiento en las aceras.
La voz que oyó el pastor en la montaña.
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges.
El otro lado del tapiz. Las cosas
que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

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