Recuerdos despertados por Silvio Pellico en el siglo XXI
Escribe | Jorge Arias
Seguid la manera por donde han comenzado, haced como si creyeres, tomando agua bendita, haciendo decir misas.
Blaise Pascal
Hace unos treinta o cuarenta años rescaté de una librería de viejo, ese purgatorio, según Borges, Mis prisiones, de Silvio Pellico. Era una edición en rústica, de la colección Austral de Espasa Calpe (Buenos Aires, 1940, 187 páginas) a la que faltaba la sobrecubierta. Las hojas tenían el tinte marrón claro, obra del tiempo. Conocía el título del libro y también su fama. La lectura de las primeras páginas no fue atractiva, pero la hora de su redención sonó al fin. El libro suscitó reflexiones y reminiscencias.
Silvio Pellico, poeta, dramaturgo y político, nació en Saluzzo, Piamonte, hoy Italia, el 24 de junio de 1789 y murió en Turín el 31 de enero de1854. Por el Congreso de Viena de 1815 Austria recuperó el Tirol, la posesión efectiva del Véneto y de Lombardía; con el reconocimiento de la soberanía de los Habsburgo sobre la Toscana y Módena, se convirtió en el mayor poder político de la península itálica. Con el propósito de resistir la ocupación de los austriacos, se formó la sociedad secreta de los Carbonari, a la que Pellico se afilió y fundó un diario, Il Conciliatore (El Conciliador), en 1818. El 13 de octubre de 1820 fue arrestado, acusado de conspiración por la policía austríaca con otros carbonari. En este punto en el que comienza Mis prisiones.
Pellico estuvo preso en Milán, en los Piombi de Venecia, en la isla San Miguel de la laguna veneciana. Fue condenado a diez años de cárcel, desde marzo de 1822, en la prisión de Spielberg, en Moravia, la que posteriormente sería la prisión más temida del Imperio Austrohúngaro y que posteriormente reutilizaría el nazismo. Leía la Biblia y La Divina Comedia, padeció las penurias corrientes en las cárceles, disfrutó de las sonrisas de un niño sordomudo, oyó las cuitas de Zanza, joven hija del alcalde de la cárcel de Venecia, supo de carceleros benévolos, sufrió de enfermedades, de excesivo calor, de ataques de mosquitos; se encontró, las más de las veces de lejos y con gestos con sus compañeros de conspiración. Su estilo es correcto y sin vuelo.
Hubiera sido una lectura para el olvido de no haber obrado en mi memoria como un talismán, en sí mismo insípido, que me devolvió un mundo olvidado. Con sus casi automáticos acatamientos a la voluntad de Dios, sus dudas de la existencia del Altísimo, sus escrúpulos de consciencia, Pelllico me trajo, en desorden pero rica en contenido, como una pesca milagrosa, la vida católica de mi familia, mi infancia y mi adolescencia, y hasta todo un vocabulario, hoy casi incomprensible.
Recordé al amigo de mi abuelo al que se le cayó el cilicio, a mi padre con el hábito de terciario franciscano, al catecismo de Astete —Vilariño que nos informaba que hay un infierno en el centro de la tierra—, la educación por el miedo de las penas eternas, el colegio de los jesuitas, los pecados mortales y veniales, el arrepentimiento de «atrición», por el temor de los castigos y el más valioso por «contrición de corazón», las indulgencias, parciales y plenarias, las jaculatorias y los escapularios, la comunión, la misa diaria que seguía con un breviario de cantos dorados, las mortificaciones necesarias para el progreso espiritual, los padrenuestros y avemarías, los rosarios con sus cuentas de madera, la Virgen Dolorosa en cerámica esmaltada que reinaba en una pared del jardín, la Medalla Milagrosa prendida con un alfiler de gancho en nuestros trajes de baño, el Sagrado Corazón de Jesús, las referencias a los milagros de Lourdes, el monaguillo que fui y que hablaba en latín, envanecido por sus roquetes inmaculados, sus sotanas y capas de brillante púrpura, un niño que encarnaba, sin saberlo, la última aparición en la Tierra del coro de la tragedia griega.
Muchas de estas prácticas y creencias se han desvanecido; algunas, como las contabilizadas indulgencias, parecen risibles aún a los creyentes de hoy. La moral basada en el terror de las penas eternas no se menciona, y casi nadie muere con los santos sacramentos y la bendición papal; no se ven sotanas por las calles, los sacramentos no son frecuentes y no existen los sacramentales. El catolicismo es hoy es una religión del interior de las almas; son exteriores las inertes concentraciones, de público más que de feligreses, en la plaza de San Pedro y en el resto del mundo cuando lo visita el Papa.
En un primer momento uno preferiría haberse deshecho de aquellos signos exteriores que, sin ser negados, pasaron sin lucha ni discusión a tener una existencia mínima; sin embargo, aquellas formas arcaicas tenían mérito. Proponían una vida en que la religión estaba presente a diario, metas de santidad que podían incluir el martirio; una vida de «acción católica» y aún de «apostolado» que no existe hoy. La vida humana estaba organizada desde siempre en un plan; la Iglesia está integrada, también, por los fieles; el «plan divino» culminaría con el Juicio Final, la resurrección de la carne y la vida perdurable en la nueva Jerusalén, guiados por la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana.
Escribió George Orwell comentando en 1940 el Mein Kampf de Hitler:
Él (Hitler) «es el mártir, la víctima» (…) un hombre que sufre intolerables injusticias (…) reproduce la expresión de «Cristo crucificado» (pero) ha captado la falsedad de la actitud hedonística ante la vida (…) Casi todo el pensamiento occidental (…) ha supuesto que los seres humanos no desean otra cosa que comodidad, seguridad y evitar el dolor.
Hitler fue derrotado por la Inglaterra de Churchill, que también propuso un plan de grandeza y dijo: «No tengo nada que ofrecer, salvo sangre, sudor y lágrimas».
El placer es triste; sólo hay felicidad en la acción. Eso creía, y por eso lo respetamos, Silvio Pellico.