El lenguaje de las jaras

Escribe| David Marroquí Newell


Jara Morta_Ángela Segovia. El lenguaje de las jaras. Aullido Literatura.

Editorial: Ediciones La Uña Rota (2023)
Nº de páginas: 113
ISBN: 978-84-18782-30-5
Autora: Ángela Segovia
Idioma original: castellano


En la víspera del día del señor me desperté en mi habitación de infancia. Miré por la ventana y vi el cielo. Pensé que se había puesto a llover ceniza. (…) En aquella época solía imaginarme insistentemente que el mundo estaba rodeado por una capa de espíritu. Sólo eso lograba consolarme. Pero el mundo no miraba hacia ese espíritu que flotaba como una cometa o una serpiente alada. El mundo miraba hacia unas fauces horribles, viraba hacia ellas y se volcaba. Se estaba volcando. (…) Hacía mucho que no salía de la cama. Por un año lo intenté.

Jara morta comienza así, con un párrafo fuera de lo que sería en sí la obra, fuera de todo capítulo; un párrafo sin nombre que te introduce de golpe en una lírica que Ángela Segovia cultiva con pausada lentitud, dejándola crecer poco a poco, dejándola vivir, o pareciera que muriera, libre dentro de sus propios cauces, creando su propio camino.

La poeta deja que la escritura venga a ella, sin forzarla, ni mucho menos, atarla; y una vez en sus manos, recompone sus partes, como si doblara y desdoblara los textos, ramita a ramita del monte, y fueran ellas las que realmente le dijeran qué tiene que hacer y dónde va cada una. La cadencia a la que nos somete imprime al lector la experiencia de la propia construcción de la historia como si de la guarida se tratase. Cada palabra y frase es tejida a través de su propia red. Este ritmo invita al lector a sumergirse en la prosa poética y a buscar una respuesta entre el simbolismo que se despliega a lo largo de la obra.

Jara morta se encuadra dentro de la serie «Bella morte», de la cual también forma parte Mi paese salvaje, libro publicado también por La Uña Rota. En esta serie, Ángela Segovia intenta aproximarse a una escritura más libre, una escritura dictada por la misma palabra y no por la una reflexión meticulosa que influya en el discurrir de la espontaneidad de la palabra misma. Pero también es una escritura que acude a sus propias raíces.

He de decir que no he tenido la ocasión de acercarme a Mi paese salvaje, cosa que queda pendiente a partir de ahora, ya abierta la puerta con la invitación de Jara morta, una oportunidad para ahondar en la evolución artística de la poeta abulense y explorar las conexiones temáticas y estilísticas que pueden vincular sus piezas literarias.

Lo más secreto de una vida no puede exteriorizarse, se me ocurrió. Lo más profundo y secreto de una vida, cuando se exterioriza, hace un corte en el aire, que se pliega en torno suyo.

Hay muchas cosas de las que podríamos discutir sobre la obra, pero lo que sí podemos afirmar es que Jara morta es la historia de un plegar. El yo lírico del libro es un pliegue replegado en sí mismo. Vuelve a sus orígenes, al pueblo, donde aparecen varios personajes que están afuera del yo: véase el marido y los padres, personajes que están presentes casi en la ausencia. Se apartan o son apartados del camino de un yo claramente herido —se desconoce la herida—, en búsqueda de las raíces, de una raíz que le sujete; apartados es un decir, porque es el yo lírico el que se aparta, el que se desvincula. Desde el comienzo, está realizando una constante búsqueda de la compañía de la soledad. Esta acompañante la encuentra en el monte, donde acude religiosamente para construir su guarida, su lugar de recogimiento.

Tal y como me imagino un corazón, así es la forma de la guarida. Cuando me alejo por el claro buscando más ramas me doy la vuelta a mirarla y pienso que es imposible que la haya hecho yo sola. Es hermosa y, a la vez, tan fea.

Y es que para mí, la guarida, es el corazón de uno mismo, el interior en este caso de la protagonista, de la poeta, del lector o lectora. Es un refugio hermoso, es nuestro refugio; pero también tiene algo de feo, según como nos miremos a nosotros mismos y como nos encontremos. Somos una creación hermosa pero imperfecta a la vez.

La guarida es construida bajo el dictamen del propio monte. La protagonista —el yo lírico— se comunica con la naturaleza del monte y, recolectando ramitas, éstas le indican cómo deben ir siendo trenzadas para construir la guarida. Es aquí donde se refugia, donde se encuentra consigo misma y con su pasado.

Será que nunca estamos solos del todo, pensé. Será que es imposible estar solo.
(…)
Detrás de ella estaba la encina. Allí estaba, solitaria, como siempre. Al verla tuve un pensamiento. Ella es el abuelo y por eso vengo cada día a este lugar. Vengo a hacerle compañía.

Los párrafos de Jara morta están salpicados de referencias y simbolismo religioso. Cristo y Dios mismo, que no dejan de ser la misma dualidad, están más que presentes entre las hojas del libro, entre las ramitas del monte. La guarida se acaba convirtiendo en ese escondite donde la protagonista se siente segura. Es un templo y a la vez es su propio interior. Entra en ella misma. Se pliega. Se pliega entre las ramas.

En un punto del poemario pensé en la depresión; más bien volví a pensar en ella, ya que el primer párrafo parecía invitarla en lo que proseguía de la obra. Esta depresión me llevó a pensar en la ansiedad y a lo largo de los párrafos, en la muerte. Y es que la muerte sobrevuela la mayor parte de las páginas de Jara morta, no tan sólo en su título.

La muerte hace presencia en las aves carroñeras que sobrevuelan el monte y el refugio, en las jaras que cubren el suelo, las propias ramitas con las que se construye el hueco del yo, en el Cristo crucificado que se imagina cuando coloca los cimientos de la guarida, en el frío del monte, en los susurros del pasado. Da la sensación de que la protagonista se enfrenta constantemente a ella. También en las jaras.

¿Para llegar a dieu hay que morirse?, pregunto a las jaras.
Un poco, responden.

Me gustaría volver a la cita con la que abro esta reseña. En el cielo parecía «llover ceniza» y la protagonista se imaginaba que el mundo «estaba rodeado por una capa de espíritu» y era esto lo que la consolaba; pero que ese mundo «no miraba hacia ese espíritu que flotaba», sino que se dirigía hacia unas fauces. Apreciando el tono místico y las menciones que hemos comentado con anterioridad sobre la religión, desde el comienzo se aprecia la presión del exterior sobre el yo lírico, una decepción respecto a un mundo muy lejos de la espiritualidad que ha caracterizado al ser humano en todas las etapas de su historia y su cultura, sea cual sea el origen de esta o donde esté localizada geográficamente. Es un mundo que vira imparable hacia «las fauces», un mundo que ha perdido su rumbo. No puedo evitar ver aquí una referencia a la actual crisis espiritual por la que atraviesa occidente. Con esto no me refiero al abandono de la religión por parte de nuestra cultura y nuestras sociedades ni quiero decir que debamos volver a buscar de nuevo las respuestas en las religiones del libro ni en ninguna otra religión, sino al vacío espiritual que nos ha dejado precisamente la decepción en las creencias tradicionales en estas religiones que predominan en nuestro mundo. Igual que me atreví a hablar de la depresión del yo lírico, me atrevo a decir que esto está motivado, podría ser, por ese vacío espiritual y existencial que rodea la obra.

Y a pesar de todo lo que he dicho, he ido rondando el quid de la cuestión de la obra poética que tenemos frente a nosotros y nosotras. Todo lo dicho anteriormente son punzadas que van tejiendo el tema, hilo a hilo y de muy a poquito, con el flujo de las palabras que Ángela Segovia va dejando sin una intención explícita que la idea de que ellas solas se vayan uniendo y se vayan componiendo entre sí para formar el texto.

Quería hacer nuestro servicio al abuelo, a dieu y a ellas. Es así mi vida, en la que solo quiero serviros, les dije.

El yo lírico en esta cita le habla directamente a las jaras. Presumiblemente, son las únicas interlocutoras físicas que puede tener. Aquí las jaras representan a la naturaleza, al igual que el abuelo representa a los ancestros, a nuestro pasado, y dieu al espíritu. Es la tríada que conforma lo sagrado de esta obra poética. El diálogo con las jaras —porque las jaras responden— es un diálogo que realmente establece también con sus ancestros y con el mundo espiritual —en este caso Dios—. La poeta regresa a su esencia, a sus raíces, a aunar pasado y presente, naturaleza y espíritu. Sus raíces son también las de la tierra; el espíritu que envuelve la tierra es la naturaleza; en las jaras está dieu, está el abuelo y está el propio ciclo de la vida. Todo se acaba unificando y es a eso a lo que se entrega.

Es hermoso estar así agachada entre las piedras tal y como si fuera una de ellas. Mis ojos se fijan en una mata verde donde hace años solían florecer unas campánulas grandes y moradas. Ahora solo queda esa mata verdosa, un poco machacada.

Está claro que la poeta conecta el presente con el pasado; lo que es con lo que fue y es esa búsqueda de sus raíces, de su esencia y de la esencia humana con la naturaleza lo que marca el recorrido del libro. Ella solamente se encuentra a sí misma en la naturaleza, en el monte, en la guarida, entre las jaras.

Recientemente he leído una cita de Marc Badal que aparece en la página web donde se promociona su nuevo libro, Geografías de la ingravidez —y me van a disculpar que cite una obra que más que haber leído está en la lista de las que me gustaría leer— que me ha llamado la atención y que creo que viene mucho al caso, y es que «el precio a pagar por el privilegio de habernos liberado de una vida apegada a la tierra no es otro que el de estar permanentemente desubicados. Ya no sentimos ningún sitio como propio: estamos siempre fuera de lugar». Esto, aparte de ser algo que entronca mucho con el pensamiento que yo mismo he ido desarrollando en la última década, me lleva a una cita en Jara morta de la cual tomé anotaciones y que no querría dejar escapar.

(…) ¿qué tal?, ¿cómo estás?; ¿sigues en el pueblo? Bien, bien, sí, digo. Sigo allí. Entonces cuento lo de las ramas. Están blancas, digo. Están tiradas en el suelo como si fueran huesecillos. Sólo consigo hablar de eso. Al principio creo que lo entenderán, con mis ojos busco su mirada. Mis ojos están llorosos. Ellos sonríen y miran para otro lado. Debe ser que no lo entienden.

La cita reproduce un encuentro que tiene el yo lírico con amigos suyos de la ciudad, que presumiblemente es Madrid, o a mí me sugiere eso, la gran metrópoli española por excelencia. Para la protagonista, la ciudad es su desconexión con el mundo. Ella se siente conectada al mundo cuando está en el monte, en la tierra, con las jaras. La búsqueda de sí misma se produce allí. Probablemente, esa angustia, esa depresión de la que hablábamos antes, venga de esa sensación de desarraigo, que además se junta con la sensación de vacío espiritual, propio y del mundo, y se produce esa crisis existencial. El yo lírico no siente un lugar como propio excepto la guarida en el monte. Pero, además, siente la incomprensión de los demás, que no parecen tener empatía el nivel de empatía suficiente. El encuentro con los amigos, en la lectura que yo he realizado, representa ese alejamiento que tiene nuestra sociedad con la naturaleza, ese conflicto con las raíces y esa desconexión con la naturaleza, como si no tuviera nada que ver con nosotros. Es el abandono de las raíces, de la tríada sagrada, la esencia humana misma.

Para ir concluyendo, aparte de todo lo que personalmente he sacado en claro de la lectura, de mí lectura —después cada cual podrá tener su visión—, hay una conclusión clara que cierra la obra. No sé si esta conclusión acaba siendo una continuidad del estado emocional del yo lírico o es un aprendizaje al que llega como consuelo de la vida, pero todo eso ya depende, no del prisma desde el que se ha escrito, sino del que se lea, porque las palabras, palabras son, y a mí me gustaría quedarme, en este sentido, y no siempre lo hago, con lo positivo de este viaje.

Alguien ha amontonado tus huesos y los ha colocado para que estés en el mundo, me dije. Por tanto, debía estar en el mundo hasta desaparecer de él. Y no había nada más que hacer.

La vida es cual es y tenemos que vivirla. Al fin y al cabo aquí estamos. Nuestros huesos están aquí, recubiertos con nuestra carne. Y seguiremos aquí hasta que dejemos de estar, hasta que las fauces acaben consumiendo este mundo o seamos nosotros los consumidos por él mismo. Simplemente porque nos toca. Nada más.

Me gusta ver el lado positivo de esas palabras, tal vez porque parto del punto de partida de la idea de un yo lírico que parece estar sumido en un sufrimiento y el terror por la vida, consumido ese yo por la desazón y la incertidumbre; por la decepción que parece que tiene con el mundo. Un yo lírico que no lograba salir de la cama pero que se intenta sobreponer. Quizás me equivoque, pero es mi lectura. Y en este caso me gusta ver las jaras como la resistencia, la resurrección. La muerte está presente en todo el libro, incluso en su título, Jara morta. Pero no olvidemos que las jaras muertas, aunque muertas están, están vivas, y que son sus propias cenizas las que las hacen renacer.

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