Poemas de Tes Nehuén
Tes Nehuén nació en Argentina en 1983. Es poeta, narradora y se dedica desde hace más de una década a la crítica literaria. Pasó su infancia y su primera juventud en el campo bonaerense, donde surgió su interés por los dos pilares que la han sabido sostener: la literatura y la naturaleza. A los 22 años se convirtió en migrante, experiencia que transformó su mirada sobre el mundo y el lenguaje. Ha regresado al campo, pero a uno bien distinto: vive en la axarquía malagueña. Desde 2009 se dedica a la labor periodística en diferentes campos: como redactora para medios digitales, como crítica literaria y como difusora de la lectura a través de diversos canales.
Ha participado de varias antologías de cuento y poesía y en 2022 publicó su primer poemario, Todos los pájaros que vimos, en la Editorial Eolas. Sus artículos sobre literatura pueden leerse en Poemas del Alma, el Periódico de Poesía de la Universidad de México y Bestia Lectora.
Estos poemas de Tes Nehuén pertenecen a la sección «Alguien se acordará de nosotras», donde se han publicado a poetas como Christine Guinard, Patricia Crespo, Alicia Louzao, Lluïsa Lladó,Laia Sales Merino, María Ovelar, Gema Palacios, Patricia Figuero, Giovanna Cristina Vivinetto, Gabriella Nuru, Katia-Sofía Hakim, Carla Nyman.
Nota de la autora sobre sus poemas
La flor y el carancho
Encuentro una flor que no conocía. Tiene cuatro
pétalos con el pistilo azulado, guardado por seis
estambres rojos. Esta flor
no necesita de nadie para dejar herencia.
La he descubierto, digo. No es una flor
es mentira, dice mi padre.
Primer silencio.
Observo un carancho con los ojos contra
el monte. Gime. Retumba su voz en el aire hueco
del tanque vacío donde este año no hay carpinchos.
Es verano. Todos hemos vuelto, reunidos en el útero
raigambre de nuestros sinos. La casa es una fiesta, digo.
No es una fiesta, es una herida, dice mi hermana muerta.
Segundo silencio.
Hay un perro azul con el cráneo perforado. La sangre como
una sombra larga en el piso grasiento de la usina.
Aprendo el término coagulado.
Aprendo el término asesinato.
Aprendo el mar de los que huyen de la
casa de los caranchos donde crecen flores hermafroditas
a quienes les cortan el cuello con una tijera de podar.
Todos mis silencios son heredados.
Un país para volver
Manos de extranjera para aprender mi cuerpo.
En el borde de la cama planté un olivo
porque siempre pienso que si crece ya no tendré
que irme nunca más,
que lo que sale de mí y florece aquí
me da un pasaporte vitalicio.
Pero la voz, esa voz que se deshace y desdice
cada vez que me esfuerzo en las palabras que
no estaban conmigo, con esta boca de arena…
Pero mi voz, que nunca aprende a nombrar
aunque sea el oficio de mi savia, y que teje el silencio
soñando otros caminos para la tensión
dormida de las palabras…
¡Voz torpe que aguarda con deseo de niña ese milagro!
Una casa para volver.
Un país para volver.
Una casa para cerrar por fin los ojos
y saber
que la guerra ha terminado.
No es la belleza
Cuando pienso en la belleza:
¿de qué está hecho este abismo, dios
dulce de la intemperie?
Asumir la resonancia
de lo que está quieto pero tiene fondo, de lo
que arrastra un hilito de savia morada
desde el
silencio
inquietante
de la noche.
Jazmín paraguayo
Pusimos las esperanzas en el verano pero
llegó el verano, florecieron petunias y claveles
y el cuerpo fue un caparazón a la deriva. Los ogros
alargados de las pesadillas treparon por la cornisa
de la casa familiar
y dijimos «amén» contra las piedras.
¿Existe una tranquera que no
lleve al exilio?
Toda la vida preparando la huida al bosque
desde el desierto florido de la casa que empujaba
los brotes para adentro. Del silencio de la jaula nació
un arbusto inmenso, más silencioso y más esquivo:
impenetrable enredadera de hojas perennes. Un jazmín paraguayo
que floreció cuando las últimas huellas enrejaron el jardín para el futuro.
¿Te acordarás de esto cuando
venga el invierno?
Flor morada a fuego en la memoria: único
hogar al que podremos
volver.
La puerta se cierra y una nueva Pompeya
conquista el bosque mineral.
Presagio
No te creyeron, Casandra,
aunque tenías la luz de los misterios en los labios.
La espada clavada y el caballo muerto anunciaban
un dolor inexplorado, pero cierto.
¡Creed en mi acertijo!, repetías.
Tu voz: el sol único de oro en las tinieblas.
Aprender a escuchar es un don que se nos niega.
En la lobería de Puerto Pirámides
vi una vez un león gigante
empujar a una foca joven lejos de la casa.
Cayó al agua:
un golpe seco de espuma,
una piedra
sumergiéndose.
Y yo pensé:
así moriremos todos.
Rompepiedras (Sarcocapnos saetabensis)
Hijastros de la vaca, yo y el cielo.
Lo dejó escrito Viñals. Y yo le creo
con la fe de quienes saben que
toda palabra es un regalo.
En el pozo de la casa crecen cada otoño
de la nada unas tenaces rompepiedras,
tensan sus corazones verdes
y avanzan arañando la blanca piel del muro.
Sólo buscan la luz, lo mesmito que yo,
Y les digo apenada: «pero es que aquí no. Lo siento»
Las tijeras cada vez más desafiladas un día ya no
podrán cortar la vena viva. ¿Qué será entonces
de estos muros, hormigón sin sentido,
casa torcida contra el suelo? ¿Y
cuando yo me marche? ¿Quién pedirá perdón
al cortar la posibilidad del tallo?
Hijastra de la vaca, mis huesos brillarán en la noche.
Esa imagen me reconforta: fuegos fatuos,
polvo de estrellas que finalmente
iluminarán el mundo.