Poemas de Patricia Figuero
Patricia Figuero Correa nació en Madrid. Es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y titulada en Terapia Gestalt Aplicada a Adultos por el instituto Gestalt de Canarias. En la actualidad vive en La Palma, donde dirige diferentes espacios relacionados con la escritura y la literatura. Desde el año 2020 coordina el ciclo semestral de poesía y performance «Nombrarse Volcán» y, desde junio del presente año, dirige el festival del mismo nombre.
Como dramaturga, ha estrenado las piezas teatrales La isla existe, Que alguien llame a una de esas mujeres y Eres un buen momento para morirme, homenaje a Félix Francisco Casanova, que contó con el apoyo del Cabildo de La Palma y el Gobierno de Canarias. Fisura, su última pieza teatral, creada a partir de un poema de su libro La fisura entra por las manos (Libero Editorial), se gestó y estrenó al público gracias a la Beca de Creación e Investigación Teatral 2021 del Espacio Cultural El Secadero, otorgada por el Ayuntamiento de Los Llanos en La Palma.
Los textos mostrados a continuación pertenecen a su libro, La fisura entra por las manos, publicado por Libero Editorial en 2022. La prosa poética de Patricia Figuero explora temáticas como la infancia, el cuerpo, o la clase social: « Quiero decir en voz alta lo que he visto: que la fisura entra por las manos encarnando el grito, que lo obsceno se camufla en las tardes de la infancia, que hay un dios enfermo que escribe sobre el mármol el nombre de los vivos. ¿Cómo volver a la quietud del cáñamo cuando mi cuerpo ya ha sido saqueado? ¿Cómo abandonar el peso salvaje y negro de la primera embestida?»
En el poema V se dirige a la madre, y a modo de epístola, y con la belleza de un lenguaje nacido de la tierra, de la paja, del empedrado de una callejuela, la autora nos narra ese momento en que la hija comprende por fin a la madre: «Madre, resiste. Te juro que ya no siento vergüenza de tu hambre, te juro que ya no voy a silenciar tus manos, esas que creí frías y brutas porque limpiaban las casas de los ricos…». Hay una reconciliación con la madre, pero también una suerte de reconciliación con la propia humildad del campo, con la pobreza. Y surge así una poesía empoderada, no solo en lo que respecta a la clase social, sino también en lo que respecta al cuerpo: «Decían los hombres antiguos, desde el púlpito expoliado, que el flujo menstrual tornaba las cosechas yermas, volvía agrio el vino y hacía a las abejas morir…Ahora…acudo al estanque con mi vestido blanco levantado hasta la cintura, allí con mi perlada sangre derramada sobre la hierba espesa aniquilo las plagas y canto mi estigma, no como voznan los cisnes justo antes de la muerte, sino con la boca en vilo, anhelando la caricia de mis hermanas, su alegre insurrección. » El cuerpo aparece pues como espacio de reivindicación, como lugar recuperado, pero también como lugar violentado: «Hay un hombre de pecho alto como un jardín que se excita mirando a las niñas y que mansamente aniquila el canto de los coros…que se presenta y dice: te has ganado un azote, no temas, la tregua vendrá cuando dejes de gritar».
En definitiva, la escritura de Patricia Figuero se entrelaza como la hiedra, con una sacudida, un grito, un aullido, que contrasta con la delicadeza de algunas imágenes. Así, la hermosura de un paisaje de campiña de pronto se torna inhóspito y peligroso: «…antes había un lenguaje que hacía las veces de montaña y que trazaba surcos alrededor de tu almohada, soñar mañana, que los brotes retumben cerca del mar, que tu sexo se abra como un abrazo y un aullido venga desde el otro lado del mundo a ofrecer raíz y un sustento que se parece al campo, a un pueblo pequeño y empedrado que tiene una calle, solo una calle para que sepas regresar a casa cuando anochece. Lo decían las abuelas: tened cuidado cuando volváis tarde».
La poesía de Patricia Figuero se puede leer junto a la de otras poetas de la sección « Alguien se acordará de nosotras », como Giovanna Cristina Vivinetto, Gabriella Nuru, Katia-Sofía Hakim, Carla Nyman, etc.
I
Nadie quiere quedarse sola en mitad del salón, nadie quiere mirar su propia cara en el espejo y sentir miedo y espesura, los dientes que rechinan haciendo huecos inmensos dentro del cuerpo. Nadie quiere que llegue la noche cuando hace tanto viento y cuando el sabor de los crisantemos está incendiando todas las casas vacías. Lo decían las abuelas: no aceptes caramelos de ningún desconocido, pero era demasiado pronto para saber que desconocidos son todos, que un desconocido está dentro de tu casa desde el día que naciste, que tiene el nombre de tu madre o los mismos ojos que tu padre, cómo saber cuándo sacar la espina, tú que ni siquiera te reconoces cuando haces ese gesto despreocupado con la boca ahora los gestos tienen medidas y directrices y norte y sur, antes, cuando eras pequeña los gestos eran las manos que llenaban la boca de pan, los pasos de baile rompiéndose encima de la cama, eran los saltos cerca del río, era un puente que desbrozaba veranos, antes las palabras no mentían y el idioma era un corro de aves encaramado al sol, antes había un lenguaje que hacía las veces de montaña y que trazaba surcos alrededor de tu almohada, soñar mañana, que los brotes retumben cerca del mar, que tu sexo se abra como un abrazo y un aullido venga desde el otro lado del mundo a ofrecer raíz y un sustento que se parece al campo, a un pueblo pequeño y empedrado que tiene una calle, solo una calle para que sepas regresar a casa cuando anochece. Lo decían las abuelas: tened cuidado cuando volváis tarde, y se quedaban junto a la ventana con la luz encendida y se tejían entre los dedos margaritas y guardaban crisálidas dentro de los bolsillos de su bata roída. Pero tú no veías las migas de pan y a veces en mitad del cielo negro alguien te agarraba del cuello para hacerte callar las piernas, pregúntale al que dijo ser dueño si depositó tu cuerpo con delicadeza encima del pasto, pregúntales a tus vecinos si cuando se escuchan costillas y un cristal está a punto de cegar el sol es posible seguir durmiendo como si nada, como si todavía tuviéramos tiempo para encaramarnos a las piernas de nuestras madres y pedir un poco de leche, por favor, mamá no me dejes sola, por favor, ayúdame a levantarme de la brutalidad de este paisaje, ayúdame a tener calor cerca de los invernaderos.
V
Si tuviera que explicar cómo es mi hogar, señalaría tu pecho, madre, me despertaría en mitad de los charcos y con mi voz más descalza diría: yo soy la hija de Tina, soy la que no ha visto los campos de algodón ni las higueras guardadas bajo el estiércol, si tuviera que habitar tu misma infancia, madre, agarraría tu mano rota y te besaría despacio los ojos con todo el amor que tengo, para apartarlos de las ortigas y teñir su vuelo de crines doradas, después, anudaría mi vestido al tuyo y bajaríamos corriendo hasta el pueblo para alumbrar juntas el ramaje de las iglesias. Dejad que vaya a la escuela, sería mi advertencia, dejad que baile con los zapatos limpios llenos de heridas, que sus vértebras no carguen la sequía de las mulas. Madre, resiste. Te juro que ya no siento vergüenza de tu hambre, te juro que ya no voy a silenciar tus manos, ésas que creí frías y brutas porque limpiaban las casas de los ricos y no sabían sostener el lápiz, ya no voy a tapar el canto de una choza anudado a cada letra que pronuncias. Madre, resiste, que tu cuerpo siga cobijando amapolas y bordeando mis dientes de leche, que el pasto de tu orfandad siga tejiendo la azada, que tu abrazo sea el paraje donde nos recordemos vivas. Lo siento, madre, cómo pude olvidar que guardas en tu piel la sabiduría del barro, cómo pude escupir sobre tus ramas o en la memoria de tu trenza. Lo siento, madre. Si tuviera que habitar tu misma infancia te acompañaría al pedregal, y nuestro jornal traería el arrullo de un cazo en la lumbre, tendríamos cinco, seis, siete años y después de azuzar los montes treparíamos a los tejados de paja para contemplar la luna, hebra a hebra, yo tendría miedo porque vengo del asfalto y los sonidos de la noche me tapan la boca. Pero tú no, madre, tú nunca temiste la arcilla ni el grito en el cuenco nunca ocultaste la cicatriz del pobre ni la cavidad que se abre en los estómagos vacíos, tú atravesabas la linde radiante como un arcángel y metías tu cuerpo en el arrollo como quien vuelve incesantemente al vientre de la madre, tú defendías tu sangre de arado golpeando a los hombres con tu fe de hoguera. Me pregunto cómo pude sentir vergüenza de ti alguna vez, de tus cuadernos manchados de sombras que querían nacer letras, de tu desarraigo y tu ansia. Madre, perdóname, nunca más voy a borrar tu vestido cosido a la luz de un quinqué, nunca más voy a encerrar tu colcha de encaje bajo mi cuarto ni a vaciar plomo en tu taza. Si pudiera habitar tu misma infancia te construiría un trono de madera en lo alto de un riachuelo, te cargaría en brazos hasta allí y te sentaría delicadamente sobre las aguas. Después, en un juego de niñas, me arrodillaría frente a ti y con mi voz más descalza te suplicaría: déjame ser tu hija, déjame nacer de tu cuerpo y beber tu leche alguna vez. Déjame alzar tu nombre y llevar tu orgullo en un cesto de mimbre sobre mi cabeza.
XI
Me dicen que me limpie el rojo que tengo entre las piernas, que parece que aúllo, que sucia cuando trato de recomponerme la falda, de alisar sobre mi pecho una cabeza de faisán dibujada en la ropa, me dicen: así nadie te va a querer, y no saben que el desastre es otro, es no poder reconocerse en la belleza de lo frágil, es hacer un ramo con flores de plástico o construir el placer con restos de mugre. Hay tajos que estaban allí antes de que yo llegara y quien pone piedras sobre mi sien nunca ha hecho del tacto su vuelo ni ha sangrado sobre la mesa, dejad que yo reconozca mi corteza y enjugue con avidez la pus del hijo que no engendraré, ¿no veis que tengo miedo de quedarme rezagada, de que mi pelaje entienda la esclavitud? Ahora doy vueltas a la circunferencia y a veces me escondo a cuatro patas entre los matorrales, allí agazapada lamo mi sangre cuento un secreto: hay niñas que saltan con fiereza sobre las sábanas de sus padres y les hacen el amor para reclamar todo lo que es suyo, niñas que matan a golpes a sus hermanas para ser ellas la hija única, después, todavía exhaustas, aniquilan gladiolos en la primavera y buscan la cama con el dobladillo perfecto para hacerse pis encima, y qué esperabas si cada vez es más difícil distinguir entre la voz y el eco, si la huella retuerce el rostro y la seda rosa desgarra la frente en sus pliegues amoratados,
qué esperas si hasta un hijo te pueden quitar
si a plena luz del día, la cuerda.
(…)
No hay certeza, aunque las flores se empeñen en ser ellas mismas a ti no te basta tu fertilidad para sostener lo derruido, un vientre hueco no debería ser la medida, como tampoco deberían las brasas anestesiar el pálido, pálido, himen.
(…)
Un resto de sangre es un grito que es un territorio de conquista que es un templo.
(…)
Cuando cada mes llega la hemorragia febrilmente escupo y soy la saliva en el rezo, soy los dedos que tocan y ahondan y la caricia misma, un flujo irguiéndose como animal sangrante, de las tormentas entiendo el remolino que refleja el violento juego de las estaciones,
de los espacios vacíos, el breve milagro de existir,
una mancha apenas.
(…)
Decían los hombres antiguos, desde el púlpito expoliado, que el flujo menstrual tornaba las cosechas yermas, volvía agrio el vino y hacía a las abejas morir, decían todo esto y acto seguido castigaban el cauce y dibujaban con sus cuchillas el contorno del dominio. ¿Intuían ellos que las abejas susurran o que es posible dilatar la señal, tensar la víscera sobre el altar dorado? ¿Intuían que el peso de la sutura no permanece para siempre? Ahora chillo mi asombro como chillan las liebres al borde de la carretera, y acudo al estanque con mi vestido blanco levantado hasta la cintura, allí con mi perlada sangre derramada sobre la hierba espesa aniquilo las plagas y canto mi estigma, no como voznan los cisnes justo antes de la muerte, sino con la boca en vilo, anhelando la caricia de mis hermanas, su alegre insurrección.
IX
Quiero decir en voz alta lo que he visto: que la fisura entra por las manos encarnando el grito, que lo obsceno se camufla en las tardes de la infancia, que hay un dios enfermo que escribe sobre el mármol el nombre de los vivos. ¿Cómo volver a la quietud del cáñamo cuando mi cuerpo ya ha sido saqueado? ¿Cómo abandonar el peso salvaje y negro de la primera embestida? Creedme, aun con las encías desechas puedo pronunciar lo que está podrido en el festín y en los días de lluvia cuento como victoria mi plumaje haciendo remolinos en la hondonada, avivando la densa luz de la tarde, el saber trae la crudeza y afuera las zanjas van encontrando su lugar, una a una me amputan el sexo, me mantienen sonámbula y con avidez hago el inventario de mis deseos: la falta, la otredad que se impone centro, limpiar la mancha roja de las bragas cuando aparece,
amar como geometría y munición.
(…)
Introduzco objetos dentro de mi cuerpo,
me sigo sintiendo vacía.
(…)
Pero yo todavía quiero bailar.
(…)
Hay un hombre de pecho alto como un jardín que se excita mirando a las niñas y que mansamente aniquila el canto de los coros, el corro-de, las muñecas de trapo, los tiernos ojos lisos amoratados de luna nueva, es un hombre que va chorreando, que se presenta y dice: te has ganado un azote, no temas, la tregua vendrá cuando dejes de gritar, y así es difícil tenderse despacio al sol con la sacudida que agrieta hay un semblante de alfileres que secuestran el brillo de la tarde en sus diminutas cabezas plateadas, pero tú ya no, tú miras los desechos azulados y con ellos construyes una cornisa solo para ti,
acorazada ante la hiel que cae,
y allí subida te desafías hembra,
te dices
niña
madre
casa
dios
allí arriba sonríes mientras palpas las agujas
y haces surcos en el barro antiguo
y hablas al mundo como si alguna vez todo hubiera estado en su lugar
como si decir amor fuera suficiente
amar como geometría y munición
amar como recuento de haber vivido
amor
amar
mar
ar
a
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