Especial feminismos: Lola Nieto
Lola Nieto (Barcelona, 1985). Es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ejerce como profesora. Coedita la Revista Kokoro y la editorial Kokoro Libros. Ha publicado Alambres (Kriller71, 2014), Tuscumbia (Harpo, 2016), Vozánica (Harpo, 2018) y Caracol (RIL editores, 2021).
La potencia de este poema en prosa de Lola Nieto es enorme pero muy medida. «C y C» demuestra un sentido del ritmo orgánico que convierte al poema en una pieza muy natural y nos deja fluir por cada palabra como si de una danza se tratase. La voz se va transformando de a poco, desde la timidez de quien al comienzo «mide el espacio» y palpa el terreno, a escondidas, a una mayor seguridad, trasladándose desde un espacio cerrado como un armario a un balcón al sol; un amor inseguro que va naciendo y creciendo y sale de la oscuridad o represión de un cuerpo hasta la luz exterior ya compartido. El poema nos va abriendo a una gama de colores y sensaciones, de ternura, cariño y a la vez desazón, con cambios rápidos y pausas abruptas que nos van guiando por el interior del ser que ama con miedo y que cobra fuerza en su valentía; del ser que ama por dentro y se libera.
Tenemos el placer de inaugurar con la poeta Lola Nieto este especial feminismos.
Volví a leerlo el día que empezaba el verano. Espiaba. En la casa estaba sola para recorrer. Medía el espacio que dejaba. Palpaba con miedo y amor todo lo que había tocado. Abría el armario solo para ver desde ella. Olía. Sabía que si olía a ella en su ropa ya era dejar de colmarla. Hacía todo lo posible por perder la distancia.
Estábamos de pie y sentíamos. Tenía una cara redonda y blanca. Tenía un jersey grueso, blanco. Era un espacio de no estar. El lugar que comunicaba con el resto de estancias, pero en sí no era ninguna habitación. Ahí miraba. Querer y no. Aunque nadie pudo ya recordarlo, ese día advertimos que para vivir dos vidas no hay que morir y regresar.
Era una composición triforme con escamas perfiladas en las cinco crománticas de hondura. Siete perchas de intencionalidad proclive al espectro agudo de intermedias: hay una espesura gaseosa y ambarina que nos apoltrona y distiende. Sería el cúmulo irisado, ella, el que se perfila como una pata de gato del revés con el rizo volcándose del último dedo. Yo, en cambio, orbitaría en esa cara de conejo o roedor con cuernos celestes y ciervos, las múltiples extremidades flotantes, combinatorias, y los tentáculos, partículas. Estaba en la fosa del sol, ella, la diadema dilatada de éter, refulgente e impasible, mientras me escapaba yo por la imperiosa trasnoche a sus escondidas, a sus ganas de recomponerme en la escala de la perla, del estamento a su introspección. Adorar. Concentrar la fuerza por medio de la atención dirigida. Hacía una ellas en ella. Lo que veo se va trazando a medida que lo escribo.
Subía a saltos los peldaños. Me miraba el pelo y nos hicimos una foto. Chinita. Deslizaba la mano por el brazo. Los pies pequeños y perfectos debajo de las sandalias. Un vestido y otro vestido. Volvíamos, quizá de una mano, de la calle espesa. El abanico y el rugido bajo los ojos. No me iba. Sofá y alféizar. Recostada. Para caer por la ventana pero de mentira, para que lloriqueara. Una caminata por la casa hasta la cocina y contemplar los azulejos, el bastón, la habitación prohibida donde dormía cuando me dejaba sola. Dos puertas cerradas. Abría una. Soltaba un brazo por el hueco. Si no había fantasmas me tumbaba sobre el edredón y luego me acurrucaba. Tocarnos en una distancia de años que aniquilamos. No hacer nada. La cámara era la unión entre cada cuerpo que éramos aún. Sin caricia. Para mitigar el viento soplamos hacia dentro.
Nunca hubo más que el pánico a caer en la alfombra de una casa donde nadie nos fuera a querer. Nos pusimos en la cama, debajo de una manta, con la boca llena de un caramelo enorme. Le toqué un pie con un pie y nadie pudo ver el pacto que nos fijaba y nos hacía dos monstruos de abandono lanzados a desaparecer y destruir.
Dos riñones de hojalata y femoral. Dos besos acuosos, elásticos y abstraídos. Un hormigueo en la boca de una radiación lenta de imanes, fragilidad. Comía en la ventricular el vapor que soltaban los páncreas. Nexo sistémico de dulzura en forma de telaraña colorida verde polen rosa espalda. Comí todo el dolor-ella como una fruta gigante, un levantamiento del cosmos, un bloque de angostura y perfilamiento de cuerdas amoratadas a mi piedra de las irrigaciones. Ingravidez, abstraer es desligarse.
Sería espléndido y peligroso lo que iba a brincar si un día se desataba. Ya nada hay que deba hacerse.
No podía dormir. Alrededor hablábamos. Era la petición. La mujer vieja del daño y la supuración frenética de discos arácnidos de puro amor y puro veneno nos convertía en una manivela rendida a su cuerpo roto. Era feliz. Sanando mientras me abría a un campo de platos, el telar, que me succionaba, dentro, y permanecía paralizada, dócil, profundamente concentrada en la tarea de deshacerme para habitar su deterioro y lamer.
Sanarte: escúchame la voz la verdad la voz la mentira. Lo que quiso hacer ella y ella fue una conjura y un remordimiento, una intoxicación del pincel más fiero, desdicha premeditada encontrarnos en la engalanada torsión del exceso. No recortaré ni uno solo de los radios en los que tener al lado fue la cápsula y ficción de la perpetuidad del ligamento. Hubiera hecho cualquier cosa.
Volvía al reducto de la mancha móvil y fláccida. Un vaivén, cuatro tránsitos de este a oeste, medir la posición del nuevo espasmo, una tumba. En el film de nitrato nos expandimos, fibras, plumas, ciruelas sobre el vestido de la serpentina que ondula y brama. La fascinación por el color de las baratijas. La droga que nos impusimos para doblegarnos en dos telas y volcar toda nuestra cuarteada disposición ante la indiscutible y enlatada entrega camuflada por el rigor y el orden, los otros, que nos miraban. Cada una era una varilla fina y tersa, metálica. Cada una era el tegumento, una costra cobertora de los ojos de nuestros contrincantes. Podíamos y nos dolían sin alcanzarnos. Faltaba la última pirueta, el abdomen para mí, donde inscribir toda nuestra historia, el perfil y el óxido, la trenza de polillas de vesania. Entonces decidimos perder y silbar.
Tomábamos el baño. Luego, en la toalla, el sol nos embadurnaba. Ya. Preparábamos la comida. Dormíamos. En el balcón, mirábamos la calle y el otro continente. Puso las láminas en la habitación de arriba. Allí estaba. En una cama pequeña pensaba en el ruido de las conchas abajo, cada noche. Eran alfileres. Un regalo. Un anzuelo. Un saquito de arena. Hablaba a escondidas. Al lado, estaba el enorme armario. Nos sentamos una tarde. Se transparentaba la ropa interior, amarilla. Me vestía. Un sari. Corría por la casa de emoción. Nadie sabía de dónde había salido. Soy su dedo, su brazo, su hígado, su rótula, su pulmón, su tráquea. Su cumpleaños. Una falda. Una blusa. Un yo de ti, enganchada. La hija muñón. La pequeña sirviente. La pequeña amante. La terrible traidora. Rotunda. Cuánto querernos, cuánto cuánto. Ya.
Fragmento universo. Fragmento unidad y dilación de vértebras. Tres amalgamas de azúcar glas, un detritus, unas huellas alienígenas en mi vientre, tocaba ella. Hace dos mil millones de años fuimos el mismo protón. Claro. Cualquiera. Paseábamos por una iglesia. Por las calles de una ciudad. Molécula de una fuente que salía del extracto de unos anillos beige y negro, circulando en la vorágine, la representación repetida quiere simular el desplazamiento. Dejaríamos nuestra crispación de planeta en la mansedumbre de la caudalosa insonora. Los colores que describen la temperatura. Su miedo a resfriarse, a enfermar, el gigante nuboso que se interponía en las pequeñas acciones cotidianas. Nada era normal. Un pez azul eléctrico en el plato. Me quejaba de la sopa de apio. Hacía de niña consentida en aquellos rituales pavorosos de un domingo noche. Caracola de nebulosa, amapola de emanación, aquella planta muerta que se abría bajo el agua hirviendo, en la taza, un movimiento a cámara rápida de lo que iba a suceder. Conjurar es proyectar una idea en un objeto con fe absoluta. Corazón lila, salía por su vientre una tubería voraz y rosa. Amputación y espalda, manta eléctrica, nunca vi la lengua que le hablaba desde la tripa. Nunca nos acariciamos lo que más miedo nos daba.
Bailaba porque todo podría morir a nuestro alrededor y ni siquiera sabríamos. Todo es demasiado fuerte aquí para ella y ella. Me miraban.
Planeamos un viaje para recuperar su nacimiento. Todo lo que iba a explicar. Tomaríamos primeros planos de las manos y los ojos. Quería entrar para arrasarla. Lo más profundo que podía ocupar a simple vista y a simple tacto. Volví a leer los restos el día que empezaba el verano. Vi a los hombres que buscaba enterrados en la arena de una playa. En un museo. Empezaba una persecución, sin quererla, a distancia. Vivir lo idéntico en otro tiempo y otro espacio. Mi pequeña obsesión color silvestre.
Estambre. Mucosa. Una vulva apretada bajo la mesa. Escarlatas. Boca de enchufe. Marrón en el interior. Huevo de leche. Ojo de la bahía. Fleco. Perforación del acertijo. Chaleco de nieve. Ermitaña. Bulbo de una abeja. Encantamiento. Sin piernas. Hocico de medusas en fosforescencia para divertir. Un pecho enorme. La pleura máxima. Caída del trébol viviente.
Estaba en una bandeja de la repisa. Con la inscripción. Me llamé así luego. Un aro de oro en la muñeca. Consentíamos el bautizo, las dos, porque ahí estaba la guarida distinta para instaurarnos y demolernos.
Lo ocupaba todo. Desde que surcaba alrededor de su antojo y delicia una circunferencia plástica, romboide, falciforme, profusa, pasta de insectos, los dos astros intermitentes, la umblixación de simientes grises, cardos plantados del revés. Cada mañana los vencejos con una horquilla poco profunda. Borrarla, como casualidad. Apus. Superficies verticales solo visibles a corta distancia. Hasta el lago Baikal. Apus. Oncejo. Hoz. Ven. Ligadura. Lazo. Acercamiento tanto que abatí.
Buscaba caracoles. Siempre los buscaba huecos.
Ir y destruir. Ella y ella. Solo a ti.
Siempre imaginé su pelvis como una gran casa de raíces subterráneas.
El último día de la nieve. El primer día del lago, al lado del hotel. Una vaca enorme. Alguien se mojó los pies. Hacía frío, de repente. Todos se fueron y me quedé sola mirando cómo me quedaba sola. Hay grabaciones de eso. No me llamaba. Disfrutaba, quizá, dejándome en el lago sola grabando pequeños animales que saltaban o se deslizaban, alguno volaba. Me puse muy rara. No quería dormir. Fue una trampa. Salí a ver las estrellas. Tuve un miedo terrible. En la noche. En el lago, al lado del hotel. Regresé. En ese tiempo minúsculo, había desaparecido. En la habitación solo quedaba un trozo de pan y fruta, lo que no comimos de la cena. Lo tragué todo para llenarme de algo que había tocado. Lloré tanto. Me quise ir. Aquella montaña. Y todos sus animales. Las hormigas sobre un hueso en un camino que recorrí. Sin nadie. Me picaba el tobillo. Me quemé. Era otro día. El día de la nieve en la ciudad paseamos con sombrero mostaza. Hay grabaciones de eso. Me llamaba. Cómo vemos esto si no es a la vez.
de Caracol (RIL editores, 2021)
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