Especial feminismos: Elisa Díaz Castelo
Fotografía de Elisa Díaz Castelo tomada por el fotógrafo Adalber Salas
Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986) es autora de Proyecto Manhattan (Antílope, 2021), ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York (2013-2015). Ganó primer lugar en el premio Poetry International del 2016, el segundo lugar del premio Literal Latté 2015 y quedó entre los semifinalistas del premio Tupelo Quarterly 2016. Poemas suyos aparecen en Letras Libres, Nexos, Hispamérica, La Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País, y Periódico de Poesía, entre otras, han sido incluidos en la antología de poetas jóvenes españoles y mexicanos Fuego de dos fraguas, en la antología Voces Nuevas 2017 de la Editorial Torremozas y en la antología Liberoamérica (España, 2018). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA en tres ocasiones (2015-2016, 2018-2019, 2021-2022) y de la Fundación Para las Letras Mexicanas (2016-2017, 2017-2018). En 2018 fue seleccionada como una de las dos poetas jóvenes de América Latina invitadas al Festival Internacional de Poesía que se celebra en Trois Rivières.
Estos poemas inéditos de Elisa Díaz Castelo recorren temáticas como el duelo y la búsqueda de la identidad a través de la imagen de la abuela que ya no está; la herencia que trasciende el cuerpo, que lo marca hasta que la poeta se reconoce en su abuela, en sus cosas, en un sostén negro de encaje, o una forma de sentir la tristeza: « …quiero decir / que me oscurezco a veces como ella, /que se me otoña el cuerpo tan sobrando ». La nieta, la hija, siente en su cuerpo el peso de la herencia y desvela esa tensión: « Es preciso reconocerlo: / dos cuerpos que fueron de uno solo / no pueden tener un origen pacífico. » En el poema « Manual para sostener niños pequeños », la poeta aconseja a su amiga cómo superar la fobia a los bebés y el miedo a cuidarlos, para lo que se ha de desistir un poco de sí misma, casi con resignación. Subvierte, además, el mal llamado instinto maternal, ya que revela la extrañeza ante la maternidad, esos miedos que la rodean y que son temas tabús aun hoy en día: « No sé si estamos hechas para tanto ajetreo, /no nos damos abasto con nuestra poca vida ».
La poesía de Elisa Díaz Castelo forma parte de nuestro « Especial feminismos » de este mes de marzo junto a las poetas Laura Casielles, Miriam Reyes, Lola Nieto, Fermina Ponce, Niyireé Baptista y María García Zambrano.
Manual para sostener niños pequeños
para Aurelia
A mi amiga le da miedo cargarlos
y la entiendo: ese peso incierto entre las manos,
todo calvicie, boca y uñas diminutas.
Aparte están las tías que siempre dicen:
pero que no se le vaya la cabeza.
Luego, hay que pensar en tantas cosas,
dar soporte a la espalda, prevenir que lloren
y no olvidar la leche que hierve en la cocina.
No sé si estamos hechas para tanto ajetreo,
no nos damos abasto con nuestra poca vida
y casi siempre es suficiente el ruido
de la página en blanco, el guion
que en la pantalla pestañea su paciencia.
Nos basta el sonido que hacen las palabras
unas contra otras como cuentas de vidrio.
No reconocemos el llanto de los niños.
No podemos leer su partitura de corcheas.
Para ayudar a mi amiga a superar su fobia
le digo que piense, al acoplar su cuerpo,
en el doblez del brazo, firme y relajado,
de quien escribe inclinado a la mesa.
Aún así, tiene miedo mi amiga
de esos escuincles que se retuercen
y empeñan en caerse, que son todo
jabón que se escapa entre manos,
nombres resbalosos, cosas
que se rompen de un grito
contra el suelo.
Es conveniente
afianzarlos al pecho
para que nuestro latido parco los arrulle
y, si estamos de pie, hay que mecerlos
como quien, indeciso,
no sabe hacia dónde dar el primer paso.
Y las flores en carne viva de sus bocas
abiertas, imperiosas, es mejor no verlas.
Son movimiento hirsuto, retruécanos.
En sus encías de tiburón germinan
dos mudas de dientes, sus huesos
son maleables como plata fundida.
No hacen más que morirse
a cuentagotas, devorar los minutos
con su llanto asombrado.
Son todo comisuras, cromosomas,
y ya los lleva lejos el latido
limpio y ágil de su corazón,
diminuto reloj empedernido.
Pero habrá sin embargo
que cargarlos, sostener
esos sus cuerpos tibios
de pan recién horneado.
Y renegar de su ciega autonomía,
sus ganas de escaparnos desde ahora.
Son tan ligeros y sin embargo pesan.
Quizá es eso de cargar la vida ajena,
tener en brazos su cuerpo de ventaja,
sin otro remedio que desistir un poco
de uno mismo, ser de la estatua
la base, la columna,
ser de otra vida un personaje secundario,
una vigilia remota y no tener palabras
para nadie ni conocer
la forma del consuelo.
Poema inédito
Herencia electiva
Hoy traigo puesto el sostén
de mi abuelita muerta.
Es negro y tiene encaje
y me queda perfecto.
Qué sorpresa. Éramos
tan distintas. Ella
hasta la noche antes
de su muerte insistía
en lavarse la cara
y usar todas sus cremas antiarrugas
y yo a veces a penas, a veces
repruebo en serotonina, hablo
el idioma errático de la depresión endógena,
soy desniveles químicos, kármicos
de esa misma abuela que años antes
casi se desangró en la tina, en la infancia
de mi madre o salió en coche y dijo
que nunca volvería, quiero decir
que me oscurezco a veces como ella,
que se me otoña el cuerpo tan sobrando.
Pero cambió. Ya luego no quiso
morir nunca, ni cuando se cerró su edad,
aunque su cuerpo quiso
ella se abstuvo, prefería
no hacerlo. Y hoy
traigo puesto
su sostén, tan negro, tan encaje,
porque he volteado las piedras de los ríos,
porque es eso, al fin, lo que quisiera
heredar de ella, sus ganas
de quedarse.
La recuerdo:
lo último que comió en la tierra
fue un durazno prensado.
La recuerdo:
sus pies no tocaban el piso
cuando se sentaba en la silla
del viejo comedor.
Acostada en la cama de la última noche,
hundiéndose en su muerte sin salida,
se sostuvo con fuerza de mi mano
como si yo pudiera traerla de regreso.
Se murió
con las uñas pintadas de rojo.
Esto es cierto: favor
de remitirse
a la evidencia.
Abuela:
yo fui tu descendencia
tu estado de latencia, tu lactancia,
la forma de tus manos y tus dudas,
la pausa antes del acto.
Abuela: duro orden de sangre y leche,
armisticio, yo fui
las deudas que olvidaste,
la sombra de tu cuerpo en la banqueta,
la hebilla de tu zapato izquierdo.
Abuela. Gametos y labiales
que de niña yo frente al espejo.
Abuela. Luz
de medianoche. Esas
bolsas donde guardabas
bolsas donde guardabas
sobres de azúcar
y basura diminuta, tan
brillante. Abuela. Oropel de a peso,
cajita de música, chatarra de oro lenta.
Abuela. Bisutería. Piel, cabello, ojos.
¿Dónde están? Tanta materia inerte, tan
biodegradable.
Abuela, tenías miedo de dormir,
me despertabas. Nunca saldrás del hambre,
ni caminas a oscuras sobre la alfombra,
ni jamás fuiste a penas, duramente.
Abuela. Baraja de olvidos, ruina de telómeros,
siempre hacías trampa en los juegos de mesa
y querías vivir sobre todas las cosas
a pesar de tu cuerpo.
Esta mañana
decidí ponerme tu sostén de encaje,
¿lo recuerdas?
Tus ganas de vivir
contra mi cuerpo,
tus ganas
de sostenerte al mundo,
de quedarte.
Porque eso es lo que quiero:
heredar tu deseo,
amanecer con hambre.
Porque no todo lo negro es luto.
Lo sabías.
Poema inédito
Teoría del gran impacto
Mi cuerpo es un extremo del tuyo.
El instante rojo de mi nacimiento, el puñal
de la sangre, el gozo o el grito, el cuerpo
que se vacía, la placenta que conjuga
el rojo con la sombra. Es preciso reconocerlo:
dos cuerpos que fueron de uno solo
no pueden tener un origen pacífico.
No pueden permanecer intactos.
Por ejemplo, la luna, que miramos
sin miramientos, desvestida:
te pregunté hace años cómo se había formado
y me dijiste que la tierra la atrapó en su gravedad
y le dio un trayecto y un destino.
No es cierto. Mírala,
anónima y endeble, dada a romperse,
empotrada en la noche, vela
desde tu casa de ladrillos y yo
desde mi azotea, más lejana que nunca.
Somos demasiado parecidas.
Lo cual se explica a partir de un tercero
en discordia: un planeta errante, desvirtuado
de órbitas, chocó con el nuestro y se hizo añicos
en una colisión brutal que ya ha olvidado
el universo. De lo que perdió la tierra
despedazada, carente de redondez,
se formó la luna, hecha de pedacería,
desbastada por giros y acrobacias.
Y las dos se sostienen, sin coincidir nunca,
apenas consonantes, apresadas
a una distancia por el abrazo
ambiguo de las órbitas, por una gravedad
mediana, diametral. Así nosotras
en las noches, nos hablamos
nuestras voces se tocan y se envuelven
en el cobre. Una será siempre
el centro de la otra, las dos
perfectas en su circunferencia
pero ausentes de sí mismas.
En nuestra piel se reparten tus células
y lo que me has heredado,
aunque sea luminoso, me consume.
Poema inédito
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