Viaje sentimental: entre la crónica y el relato

Escribe| Violeta Garrido 

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Viaje sentimental de Viktor Shklovski

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial: Capitán Swing (2019)
Nº de páginas: 383
ISBN: 978-84-120644-1-4
Traducción de Julia Dobrovolskaya y Alexander Klimin
Idioma original: ruso

En una época, la nuestra, marcada desde el punto de vista literario por la difusión y la ovación institucional de autoficciones de todo pelaje y condición —cuyo movimiento acríticamente celebratorio llega, por cierto, a desvirtuar o desnaturalizar un término que es ya de por sí problemático—, la lectura de Viaje sentimental (1923) viene a constituir la oportunidad de degustar los placeres de la buena literatura autobiográfica: aquella que combina con maestría la ambición referencial y la pretensión creativa o poiética. No en vano, uno de los dos prólogos que conforman esta edición de Capitán Swing se encarga de ensalzar el enorme valor histórico-documental del texto, que testimonia uno de los episodios más trascendentales y determinantes del siglo pasado: la Revolución rusa en su periodo temprano (1917-1922). El otro capítulo que funciona a modo de preámbulo, por su parte, se entrega a una conmemoración del autor, Viktor Shklovski, destacando la importancia que tuvo su labor en el campo de los estudios lingüísticos y literarios y que se enmarca en la frenética actividad que, las más de las veces bajo su liderazgo, llevaron a cabo los formalistas en organizaciones como la Opoyaz o Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético, entre otras. A él se le deben conceptos fundamentales como el de «extrañamiento» (ostranenie) o «forma obstruida» (zatrudnennaia forma), que pretenden describir el modo de funcionamiento de las técnicas artísticas que convierten en inusuales o extraordinarias imágenes que hasta el momento resultaban habituales o familiares para el lector, con lo que se consigue potenciar la cualidad específicamente literaria —la literariedad— de un objeto dado. Es de agradecer, en fin, que pueda así rescatarse de Shklovski al menos su faceta de autor, ya que la académica, si bien algo más conocida entre los filólogos, resulta también cada vez más impopular, a merced como está de la fluctuación de las modas teóricas que por olas inundan la Academia.

Es esta, en efecto, una obra genéricamente hibrída en el mejor de los sentidos, puesto que, sin dejar de ser, como se decía, una crónica de la ardua vida de trincheras para miles de soldados del Ejército Rojo, encuentra espacio para la experimentación formal, siendo a la vez una prédica del discurso teórico shklovskiano y una demostración de la efectividad de los métodos formalistas y de la conveniencia de los recursos narrativos modernistas o vanguardistas. Interrupciones abruptas, comentarios inapropiados, ironía, intensificaciones líricas contradictorias, observaciones frívolas o elecciones léxicas incongruentes son algunos de los recursos con los que nos topamos una vez iniciada la lectura. De este modo, el observador distante en el que se transforma Shklovski es capaz de presentar hechos de una profunda dureza deleitándose en los factores contextuales y narrativos de naturaleza lúdica que los rodean, y sin perder por ello su calidad humana y la impronta subjetiva que da forma a unas memorias sentimentales, como anticipa el paratexto; esto es, un conjunto de recuerdos que han modelado la personalidad de su autor y que se acogen a las leyes caprichosas de la memoria: unas veces imprecisas, otras vacilantes, las evocaciones referidas por el autor confunden un nombre aquí, modelan una escena allá y, en definitiva, le otorgan al narrador la capacidad de proyectar una cierta ficcionalidad que rebasa el hilo conductor de la crónica pura, colmando de interés el relato del intelectual que, abandonando sus estudios en Petersburgo, se marcha a Ucrania y más tarde a la lejana y fatigosa Persia para servir como soldado de la división acorazada en la guerra contra los blancos. En relación con lo anterior, si hubiera que destacar alguna frase representativa de la actitud artístico-histórica del autor, creo que la cita obligada sería esta: «El arte en sus raíces es irónico y destructivo. El arte aviva el mundo. Su misión es crear desigualdades. Las crea mediante comparaciones» (pág. 332). Y, sin embargo, este no es un libro que se recree en el sufrimiento —por momentos es divertido, vivaz, optimista—; si incomoda es solo por la crudeza objetiva de las vivencias que retrata.

El compromiso político de Shklovski con la revolución se entiende desde las primeras líneas como algo dado, incuestionable e inapelable a pesar de las dificultades y las carencias a las que conduce una situación de guerra civil prolongada en la que el propio bando, empobrecido y acosado, debe hacer frente a las potencias europeas con medios insuficientes. Estas penurias, que en ningún caso se ocultan o se dulcifican, aparecen antes bien normalizadas y exhiben los enormes sacrificios que la sociedad rusa realizó en pos del socialismo. En un primer momento, Shklovski narra con naturalidad los entresijos de la democracia directa, su relato supone la disección del funcionamiento del sóviet, lo cual instaura, a nuestro parecer, un inesperado pero interesantísimo mecanismo de extrañamiento para el lector contemporáneo, acostumbrado en exceso a los usos de la política tecnocrática, de los comités de «expertos» y de las decisiones tomadas en la sombra a espaldas de una ciudadanía individualista por lo general desactivada y pasiva. En cierto modo, el texto propone dos viajes en paralelo: uno, el más evidente, el del narrador, que recorre los vastos territorios del imperio ruso describiendo los pogromos, la realidad de los hospitales de campaña y las deserciones, los duros inviernos en la ciudad, los titánicos esfuerzos para seguir escribiendo, pensando y produciendo teoría sin ningún tipo de apoyo logístico o la organización colectiva de los intelectuales con el nuevo gobierno; otro, que nos concierne directamente, el que emprende el lector cuando, de bruces ante la página, debe reflexionar sobre la condición humana, sobre la experiencia indeseable de la guerra y sobre la literatura como bálsamo o como pedernal de los procesos históricos.

Pero, ante todo, Shklovski conserva su autonomía: no es un cínico como Céline ni escribe un panfleto simplista que pueda reivindicarse desde las posiciones anticomunistas tradicionales o desde el nacionalismo ruso; su visión de intelectual le permite ser crítico con la actitud a veces autoritaria de los bolcheviques, de quienes era al fin y al cabo «compañero de viaje», y con los social-revolucionarios, de cuya facción era manifiestamente afín pese a sus equivocaciones estratégicas. La profundidad de su alegato, que se infiltra en este elegante ejercicio de ficción autobiográfica, es tal que puede contemplarse en su totalidad solo al final de la lectura, cuando se ha considerado la travesía de seis años de duración a la que nos invita el autor, en la que comparecen no solo las grandes personalidades de la política y de la cultura (Lenin, Kornílov, Kerenski, Bogdánov, Plejánov, Trotsky, Gorki, Mandelstam, Jlébnikov, Blok, Maiakovski, etc.), sino una multitud de seres anónimos, sufrientes y carnavalescos que son el sustrato complejo del que se nutren los conflictos sociales, étnicos y nacionales que recorren las más de trescientas páginas de este libro, cuyas lecciones son, por si quedaba alguna duda, imprescindibles.

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