El verso en la hendidura de la tierra

Escribe | Aníbal Fernando Bonilla


Algo esconde la tierra (2023) de Natalia Montejo Vélez

Editorial: Mr. Jones Estudio Creativo (2023)
Nº de páginas: 68
ISBN: 978-628-01-1804-8
Autora: Natalia Montejo Vélez
Idioma original: Español

Tras leer Algo esconde la tierra (2023) no me cabe duda de que la poesía proviene de los más recónditos lugares retenidos en la memoria. Toda aquella sintomática posibilidad de poetizar se da a partir de la remembranza, acompañada de la quietud. Así, al menos nos deja entrever su autora, Natalia Montejo Vélez, con textos de estructura sobria, embellecida por imágenes atrayentes («De la tierra germinan rostros sin nombre»).

El poemario aludido consta de tres partes: «Colección in memoriam», «Raíz trenzada» y «Tránsito subterráneo». Es una alegoría desde el silencio. Apenas el susurro de las primeras horas de la mañana. La poeta escucha la cadencia de esas horas, de los días, de las aves, de la vida. Para lo cual amamanta su lírica con lo más intrínseco que tenemos como humanos: el círculo familiar. La casa que nos vio crecer y desarrollarnos. Con un hilo vertebral: los recuerdos. Porque de evocación íntegra está confeccionado este libro. De momentos que jamás pasan desapercibidos, ya que se retienen en el alma. Instantáneas que ilustran el amor, aquel amor profundo por nuestros progenitores. O la ternura que nos lleva de la mano de nuestros abuelos: «No pudiste, abuela, / un día dejar de tejer, / cortar el hilo y soltar a Dios. / El tejido aún te espera». A la par, ese otro amor acelerado que se funde a través de los cuerpos: «Siempre deseé un hombre de agua, / pero llegaste tú, rígido y de montaña. / Puro tiempo contenido». Y, es precisamente en el compás del tiempo en donde la ebullición de los versos se acrecienta como testimonio vívido de lo que fue con una mirada hacia atrás en la esencia del barro, y de lo posible en el presente.

Cabe, por supuesto, la conjetura e impresión del extravío desde el excesivo menoscabo ante el devenir del futuro: «Menos mal / el mañana no existe / todavía». Tal vez, porque lo primordial sea reconocer que todo empezó con el arado y la siembra. Surcos emblemáticos de ensoñación, tal cual los orígenes de la poesía.

En Algo esconde la tierra hay cosecha. Claro que sí. De signos rutilantes (y a veces arbitrarios). De cavilación, muy lejos de algún marasmo barroco. Aquí hay riqueza lingüística. Pulcritud textual. Revisión minuciosa ante el ajuste de las grafías acertadas. Y un cabal entendimiento del juego de palabras que provoca la manufactura poética. Considerando un despojado miramiento de los sentimientos, ya que al final la «palabra es tímida, / busca esconderse en un rincón. / No quiere ser vista, / está desnuda». Hay transparencia en la exposición verbal, y eso lo encumbra a la consumación epifánica. La mirada muy particular de la autora sobresale para universalizar los argumentos añejos que bordean la tarea literaria. Por eso no es fortuito hablar de la misma poética (de sus obsesivas formas de asumir el oficio), del padre y sus cenizas, de la niña en el paraíso, de la lluvia indeleble, del volcán furioso, de la violencia implícita en el entramado del ser, de las raíces que fraguan las identidades, de la sombra que acontece como muerte.

En sí, este conjunto de poemas (cuarenta y dos, en total) no puede ser entendido sin el postulado femenino, o sin el equilibro interpretativo del rol de la mujer en la historia. Posiblemente como propuesta artística, pero también como posición política. Reivindicación elevada de las diversidades. Aunque son varios poemas, Natalia Montejo Vélez alude a la producción de un solo aliento metafórico: «Parece que escribo un único poema». Y lo hace bajo el constructo del yo lírico, tal como se desprende en «Ella no es», cuando propone que «No conozco a esa / que se asoma en el poema. // No soy, / es otra que escribe». Ya lo advirtió con tono clarividente Arthur Rimbaud: «Yo es otro».

Es la transmutación de la piel en cada estrofa. El reflejo de un rostro equívoco en el espejo. O los espejos con varias aristas. La carne que no es carne, apenas llaga. O como se reitera en el manuscrito, la grieta en el centro de la página. Volver a la médula de la existencia de las cosas y de las circunstancias que se atraviesan en una escenografía pintada de verde o de marrón. Porque de lo que se trata es de dar color al lienzo detenido en nuestros grises ojos. Y dejar que en el papel celeste cobren sustancia propia la humedad del río y sus piedras que tienen ruido único. Luz que encandila el trazo del predestinado. Otras texturas se insertan con Rilke, Gelman, Wilde, junto con cierta aproximación pictórica. Acumulado de conocimientos. De afinidades. De interpretaciones.

Es en la singularidad de la naturaleza, del rincón fraternal, del gato travieso, en donde se alimentan las ideas de la autora, que luego serán trasladadas al artificio creador. Asimismo, los versos se gestan a partir de un mapa urbano denso cuya complejidad acopia la destrucción del hábitat, el conflicto personal y colectivo, la carrera desenfrenada por la sobrevivencia, los cadáveres anónimos que de repente aparecen en fosas ignominiosas. Para Natalia Montejo Vélez, su país: Colombia, es fuente nutricia de un dolor que lo plasma sin condicionamientos en lo que podríamos calificar como la solidaridad con la escritura. O lo que sugiere Federico Díaz Granados en el prólogo: «actos de resistencia poética». Ya que la indignación es parte de esa contextura que anima la llama inventiva. Entonces, hay una proclama social que vierte el «grito contenido» de la desventurada patria, las desigualdades y el «viento del páramo».

El cuestionamiento de la fe va en concordancia con las interrogantes que rondan al esteta: «¿Cómo creer en un dios / si no le importa la vida de un bicho?». Escepticismo que se acerca a una postura filosófica, a tono con las vinculaciones interdisciplinarias, que tienen una función desacralizadora respecto de nuestras realidades. En el enfoque versal se esgrime latente la indagación por lo que va más allá de lo común. Se apunta a las delgadas y finas líneas que guían el camino (o al menos cuestionan), contando con la revelación del latido interior: «Adentro / estoy desnuda mirando por la ventana». Seducción y asombro en la orfebrería que alcanza la palabra sublime: «Su maullido es lenguaje de tierra fértil».

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