Un prefacio del autor y tres capítulos de «Manfred Macmillen» de Jiří Karásek
Jirí Karásek ze Lvovic (Praga, 1871—Ibíd, 1951) fue un poeta, novelista, crítico, traductor y editor checo. Aunque su obra es vasta y poliédrica, está considerado el mayor representante del simbolismo y el decadentismo en su país.
Su trabajo como editor fue casi tan relevante como su labor literaria, sobre todo en lo que respecta a las revistas Moderní revue y Literární listy, donde reunió a los escritores más relevantes de la época, y Hlas sexualní menšiny (La voz de la minoría sexual), por la importancia que tuvo para la visibilidad del colectivo homosexual en los años treinta del siglo XX.
Gran admirador de Oscar Wilde (Karásek fue uno de los pocos escritores que manifestó públicamente su apoyo al escritor irlandés durante su proceso judicial), defendió que el arte debe cultivarse solo por el bien del arte en sí mismo y tiene que ser exonerado de cualquier inclinación colectiva. Karásek concebía la creación artística como una manifestación individualista, que solo puede atraer a un público limitado de almas afines. El férreo individualismo, la impronta aristocrática, la estética decadente y la presencia obsesiva de lo extraño son elementos centrales en todos sus escritos.
Fue un destacado poeta con obras como Sodoma (1895), Sexus necans (1897) y Endymion (1909), pero sus narraciones en prosa no son menos relevantes. Un alma gótica (1900) es sin duda su obra más reconocida, aunque no hay que olvidar la trilogía La historia de tres magos, compuesta por las novelas Manfred Macmillen (1907), Scarabaeus (1908) y Ganímedes (1925).
En esta ocasión os traemos el prefacio que escribió el autor para la edición original y los tres primeros capítulos de Manfred Macmillen (Caleidoscopio de Libros, 2025), con traducción desde el checo de Héctor Federico Santiago Pérez, es una novela situada en el corazón de la vieja Europa, entre los palacios de Viena, las sombras espectrales de las iglesias y los laboratorios alquímicos de Praga, durante el Imperio Austrohúngaro el joven Francis Galston nos narra su encuentro con Manfred Macmillen, un aristócrata errante, dandi refinado y adepto de las ciencias ocultas obsesionado con la figura del mítico Cagliostro. Este título podrá encontrarse en librerías españolas a partir del próximo 2 de octubre.
Cabe destacar que este sello editorial tiene previsto poner en circulación más adelante los otros dos volúmenes que completan la trilogía La historia de tres magos de Jiří Karásek con la publicación de II. Scarabæus (2026) y III. Ganímedes (2027).
Prefacio del autor
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Comienza aquí la asombrosa historia de mi amigo Manfred Macmillen. ¿Debería aclarar que esta es una obra disparatada de principio a fin, único motivo por el cual merece ser contada? Si a otros les compensó escribir crónicas de no menor atrevimiento y su imaginación quedó intacta por completo después de hacerlo, ¿por qué no podría yo narrar una historia que requiera de mí tal osadía mental que me haga enloquecer de forma transitoria con tan solo imaginarla? ¿Por qué habría de ser mi relato, elaborado por mí con tanto afán, menos verídico que aquellos otros que, si bien fieles a la realidad, han sido escritos con mayor desidia?
La mentira en el arte es una necesidad, pero tiene una limitación: que aquello que se imagine posea un sentido más profundo que la mera experiencia. Nos aproximamos con más impulso a la esencia de las cosas al imaginar lo que no ha sucedido que al limitarnos a constatar que las cosas existen. Al fin y al cabo, poco importa si algo pudo ser o no fue; lo que cuenta es el empeño que ponemos en imaginar algo y no la indiferencia que supone conformarse con la materialidad fortuita de las cosas.
Esto no despoja al arte de su carácter verídico, al contrario: en aquellos casos en los que resulta irrelevante si algo es cierto o no lo es, lo más probable es que lo sea… aunque eso suponga una evidente muestra de pobreza. El mismísimo divino y gran CAGLIOSTRO, ¡cuya sombra imaginaria acompaña de forma cortés a mi protagonista durante toda esta historia!, no siempre se rodeó de artificios para fundamentar su estilo de vida. En ocasiones, para acentuar el contraste, revelaba mucho de lo que era cierto.
Durante mucho tiempo reflexioné sobre cómo hacer que una narración ya de por sí absurda lo fuera más todavía: decidí entonces ambientarla en Praga, pensando que así desataría la auténtica locura. Se me reprochaba, por otro lado, que no existe lugar con peor gusto, aunque eso lo dicen solo los poetas de esta ciudad, enamorados de sí mismos e incapaces de ver nada más allá de sus narices, por lo que en su caso resulta comprensible semejante parecer.
Me gustaría que se leyera tal y como está escrita: con total entrega a su extravagancia. No piensen, sin embargo, que tal extravagancia esconde una verdad profunda; solo los escritores de primera línea se prestan a semejantes bajezas. Al fin y al cabo, no voy a esforzarme en perder el juicio con tal de encubrir una buena historia: no hay nada más perjudicial que creerse algo a pies juntillas, ni nada más enriquecedor que reírse de eso mismo.
Me expongo mucho con esta narración. Aquello que hubiera escrito bajo mi propio nombre, habría resuelto quemarlo al día siguiente. Esa es una ventaja del arte: mostrarse abiertamente acaba siendo la mejor forma de ocultarse. La diferencia está en que algunos lo utilizan para esconder su insensatez y otros utilizan la insensatez para esconderse a sí mismos. El primer caso es muy apreciado por la historia literaria; yo prefiero, sin dudarlo, el segundo. La cuestión es si al utilizar esta técnica acabaré resultando incomprensible… aunque eso es solo cuestión de estilo. Un buen estilista, si de verdad se esmera, consigue siempre esa codiciada incomprensión.
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De Manfred Macmillen (Caleidoscopio de libros, 2025)
Tres capítulos de Manfred Macmillen
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. HISTORIA
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. I
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El conde Manfred Macmillen pertenecía a esa aristocracia que durante cinco siglos se ha desplazado de país en país, de nación en nación, hasta llegar a estar hoy fuera de toda patria y toda estirpe. Estaba en todas partes y en ninguna se sentía en casa. Vivía a caballo entre las principales capitales europeas, pero regresaba con frecuencia solo a dos: a Viena y a Praga. Poseía en Viena un majestuoso palacio animado con agrado por un cortejo de amigos, reunidos allí para escuchar sus peregrinajes por el mundo. Eran todos hombres, los más insólitos y heterogéneos. Ni una sola mujer tuvo nunca acceso a Manfred, las despreciaba con vehemencia. En Praga tenía un palacio vacío junto a la iglesia de San Enrique, un edificio barroco con las ventanas siempre cerradas, y un palacete a las afueras de Bilá Hora, que cumplía las funciones de residencia de verano. Si se sentía triste, si quería estar solo, anunciaba su retirada «al monasterio» y partía, sin decir nada a nadie, hacia Praga.
A cualquiera sorprendería ver cómo era Manfred en Viena y cómo era en Praga: en Viena un dandi, en Praga un soñador; en Viena el centro de atención, en Praga un solitario que deambula de iglesia en iglesia… como si alternara dos almas distintas. Desconozco si era otro en París, en Roma o en Londres, solo coincidí con él en estas dos ciudades. En una ocasión le hice partícipe de mi observación y él me contestó con ironía: «en todo lugar me ocupa un único menester: el hastío».
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. II
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Manfred me cautivó desde el mismo momento en que lo vi por primera vez. Me horroriza por norma hablar con gente vulgar, siento afición solo por aquellos que entrañan algún tipo de peligro. Me adentro complaciente en sus entrañas, igual que al jugar con una navaja que pudiera cortarnos en cualquier momento. Me hipnotiza el balanceo sobre abismos obscuros y considero amigos únicamente a aquellos en cuyo interior puedo intuir un demonio acechante que pueda abalanzarse sobre mí de improviso. De hecho, intuía que mi atracción hacia Manfred se debía a ese carácter demoníaco.
A partir de ese momento, Viena devino para mí en providencia. Cobró vida, me habló. De repente me vi convertido en alguien que abandona su propio ser al mezclarse con gentes extrañas, envuelto por una suavidad aduladora, cálida, aterciopelada… una atmósfera de tersos cuerpos desnudos de dóciles y cadenciosos movimientos felinos. Empecé a comprender a aquellos sibaritas que hasta entonces me habían resultado ajenos, reconocía incluso los extravagantes deseos que emanaban de sus ojos verdigrís, ansiosos por vivir a su manera, de arder en una tenebrosa llamarada rubescente para luego apagarse con desidia.
Manfred era su tipo: un auténtico dandi. Ya su mera apariencia cautivaba, aunque no hubiera en ella nada extravagante, se podía apreciar incluso que huía de tal extravagancia, no por corrección, sino porque no era ese su estilo. Se vestía con distinción y a la moda, pero no había entre sus vestimentas nada considerable como dernier cri, todas sus prendas podían comprarse en cualquier tienda de la Kärntner Straße vienesa. No era ningún crío, si bien se esmeraba en parecer joven de forma natural. Consideraba que la apariencia juvenil era la única forma posible de mostrarse en público. Por medio de esa eterna juventud pretendía distinguirse de aquellos que no perciben la impudicia de ser viejos. A los mayores ni siquiera los elegía como amigos, los mantenía lejos, bien lejos. Solo lo reconfortaba el trato con amigos jóvenes, pues a los veteranos los consideraba apestados capaces de infundir la vejez en sus allegados. Tampoco se rebajaba al trato con los poco agraciados, pues consideraba que el mero hecho de contemplar la fealdad podría marchitarlo. Portaba su belleza inherente, natural y cultivada con extremada delicadeza, con religiosidad, igual que si sostuviera el más preciado pensamiento.
Los mayores descontentos de este mundo surgen por no saber sobrellevar el hastío, y es por ello que languidecen. La filosofía del dandismo ilustra en el arte de asumir semejante tedio para poder así soportar el paso de los días. El dandi no tiene en qué inspirarse, pero al ser tan inaccesible, se le concede de vez en cuando esa inspiración. Con una sola excepción: no le está permitido observar la perfección de lo que queda reservado en exclusiva a los aduladores. En ese caso, la mediocridad que le rodea es para el dandi la única fuente de estímulo: el teatro vulgar le inspira ilusión y el amor mediocre, la sensación de estar enamorado. No obliga al dandi ni el afecto ni el desprecio por la gente, sino la mera certeza de que en el mundo hay personas dignas de interés e irrelevantes, y que son los demás los que se inscriben en esta última categoría.
Esas eran las normas por las que se regía Manfred: convencido de que la vida solo merece la pena si no nos la tomamos en serio, postergaba las cosas transcendentales para emplearse en naderías; convencido de que el pensamiento positivo nos vuelve estúpidos, se había esmerado en conocer al detalle la magia medieval y no tenía ni idea sobre las afirmaciones de la ciencia moderna. Si le daba por leer un buen puñado de libros nuevos, lo hacía solo para reafirmar su convicción sobre la absoluta simpleza del corpus literario de su época.
Su deseo renegaba de las formas comunes. Las mujeres no existían para él, su alma se saciaba al contacto con la hermosa personalidad de sus amigos. Focalizaba cualquier manifestación externa de amor en su amistad, pero no se sometía a nadie. Dirigía primero su propio deseo hacia sí mismo para luego escoger a quien pudiera encajar en ese deseo. Esa era su forma de expresar su amor, y si alguien le gustaba, era más por sus encantadores defectos que por sus verdaderas virtudes; a duras penas sería capaz de considerar a alguien por encima de sí mismo… disfrutaba al asombrarse de la frágil inexperiencia del contrario más que de la suya propia.
Vivía como en un sueño. La vida lo entristecía, escapaba a su voluntad. Anhelaba siempre lo inalcanzable y penaba por asuntos que no le incumbían. Hablaba con la gente con total indiferencia; la gente le hablaba de lo interesante que era él…
Vivía afectado y en silencio. No le gustaba el alboroto ni siquiera en los teatros, tanto menos escenificar su existencia con poses dramáticas. Sin embargo, se compenetraba a la perfección con los talantes sutiles y su ser al completo se estremecía si alguien le dirigía una palabra que le resultase distinguida. Estaba muy solicitado, aunque era algo a lo que no le daba valor. Se mostraba cortés, en tanto que los consideraba necios con modales. Hablaba con ellos de cualquier cosa menos de cuestiones complejas, pues no conseguía ser vulgar ni por cortesía. Utilizaba un tono apropiado, pero solo para no tener que ser educado con ellos. Lo respetaban, justo quizás porque se burlaba de ellos, aunque eran conscientes de que ni siquiera los valoraba por serle de ayuda a la hora de mitigar su aburrimiento.
A Manfred solo le preocupaba una cosa: cuando su existencia empezaba a resultarle insoportable, recurría al artificio. Estaba convencido de que únicamente sentimos de forma plena cuando nos atrevemos con todo. No le asustaban ni los extremos ni la violencia. Le divertía tensar los nervios con imposibles hasta rozar un estado fingido de locura. Lo embriagaba el contenido de los libros medievales, algo que hoy en día aterrorizaría a cualquiera. Pero mientras el demonio tenía la capacidad de poseer a las gentes medievales, Manfred pretendía dominarlo y manejar por sí mismo lo que había de demoníaco en su persona. Quería doblegar su alma y usarla como medio para percibir algo del terror que el demonio había suscitado entre sus adeptos a lo largo de los siglos. Lo que otrora se consideraba algo fatídico, habría de resultarle un juego. Parecía distanciarse así de lo ordinario de su tiempo y conectar su ser con el sentir inusitado y misterioso del misticismo medieval, resucitado solo para él, no compartido con nadie más. Alimentaba el terror en su interior cual fuerza oculta, pero por experimentarlo, no pretendía convertirse en su instrumento.
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. III
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Fue Max Duniecki quien me presentó a Manfred; tardé un tiempo en apreciar su personalidad misteriosa.
Acudía con agrado a su palacio barroco, situado en una calle estrecha y silenciosa cerca del palacio Imperial. Esa zona de la ciudad está impregnada de una severidad solemne, tiene algo de la austeridad propia de la etiqueta de la corte española. Los palacios se cierran al exterior con desaprobación y los carruajes abandonan sus patios envueltos en un halo de misterio. Todo tiene un aire señorial, desde los escudos de armas de las fachadas hasta las antiguas aldabas de las puertas; desde las poses altaneras de los monumentos de emperadores y caudillos hasta el mármol blanco del cenotafio de María Cristina de Austria, esculpido por Canova en la iglesia de los Agustinos. Incluso los habitantes de esta ciudad tienen ese aire.
De vez en cuando, acudía en su carruaje hasta el Prater repleto de flores rosáceas, invitado por Manfred. Se sentaba frente a mí, elegante y amanerado, la postura firme y desaliñada, mientras yo pensaba a ratos en lo cautivador que resultaba sentirse vienés y no tener más preocupación que la de agradar y vivir. Sin embargo, en tales menesteres yo era solo un diletante.
Max Duniecki, que formaba parte de la aristocracia polaca pero no tenía un porte eslavo, más bien parisino, me instruyó en los asuntos mundanos que la ciudad de Viena podía ofrecer. Su rostro enjuto y pálido poseía la belleza de quien pertenece a una casta de larga tradición que comienza a agonizar. Intentaba conseguir mi cariño con todas las formas de cortesía posibles, pero lo único que me gustaba de él era el olor de sus cigarrillos y un perfume nuevo que nadie conocía y que Max usaba por primera vez. Aun así, me esforcé en vano por acercarme a su persona, a veces melancólica, nunca imprevisible. Al igual que un vals vienés, Max no era más que una mezcla de dulzura y vulgaridad.
Cuando paseábamos por los jardines del palacio de Schönbrunn o cuando nos escapábamos a Laxenburg, en esa época en la que el aroma de las lilas subyuga el de las acacias, acompañaba a Duniecki solo para poder hablar de Manfred. Al final, consciente de lo inútil de mi deseo por intimar con Manfred, descifré los ojos verdigrís de Max Duniecki y accedí a sus intenciones de convertirme en su compañero. Pero seguía pensando en Manfred y deseaba con todas mis fuerzas que me amara de la misma forma que me amaba Max… él, que de seguro disfrutaba de todo lo que la vida tiene que ofrecer y acabaría por incluirme en la lista de personas a las que utiliza para su propio disfrute. En cambio, Max me adoraba y reservaba su cariño solo para mí, socavando así mi libertad.
Incluso siendo así, no dejé de ver a Manfred. No había tarde que no acabara desorientado por la variedad de matices de su carácter. En él, la capacidad de cambiar era lo único que no cambiaba. Cuanto más lo observaba, más me desconcertaba. Si fijaba sus ojos en mí, sentía que me transformaba, que ni siquiera era yo mismo bajo su influencia. «Maneja bien su mirada», pensé. Hubiera dado cualquier cosa por descubrir en ellos un interés hacia mí. Sueño inútil… Hasta que una noche, cuando me disponía a ir al estreno de una obra que me había llamado la atención por el tema, una representación sobre la vida de Cagliostro, un sirviente me entregó una carta a la entrada del teatro. En ella había escrita una sola frase: «Manfred Macmillen solicita al señor Francis Galston que sea hoy su acompañante».
Al principio pensé en declinar su invitación, pero algo me decía que en esa ocasión debía satisfacer sus deseos. Puede que sintiera curiosidad por saber a qué venía tanto empeño por parte de Manfred en asegurarse mi presencia justo hoy.
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De Manfred Macmillen (Caleidoscopio de libros, 2025)