La sangre y el deseo
Escribe | Violeta Garrido
Editorial: Candaya (2020)
Título: Sanguínea
Autora: Gabriela Ponce
Nº de páginas: 157
Idioma original: castellano
Desde Hegel existe consenso en que el deseo fundamental que guía al ser humano es el deseo de reconocimiento: deseamos ser reconocidos por el otro; deseamos, en fin, el deseo del otro. En esta novela de la ecuatoriana Gabriela Ponce, pareciera que existe una fijación con el cuerpo del amante, que normalmente aparece enaltecido, ensalzado, como si se reflejara en el espejo que, según contaba, haciendo uso de una metáfora inteligente, Virginia Woolf en el clásico Una habitación propia, duplicaba a la vista la figura de Napoleón y explicaba sus masculinos delirios de grandeza, con lo que se sojuzgaba —simbólicamente y no tan simbólicamente— a las mujeres. Las descripciones de ese cuerpo deseado, del que la voz narrativa conoce muy poco más allá de sus formas carnosas, de su varonil aspecto externo, son explícitas y recurrentes, hasta el punto de resultar desagradables (e incluso, en ocasiones, completamente superfluas en lo que se refiere a la diégesis narrativa). Las escenas sexuales se detallan con fruición, aunque, como se decía hace un momento, el erotismo no sea el principal aspecto que pueda destacarse de ellas.
Sea como fuere, a las lectoras se nos brinda un acceso privilegiado a la miríada de sensaciones, movimientos y fluidos que sobrevienen en cada uno de los encuentros furtivos que protagonizan estos desconocidos, a la vez que se nos hace partícipes de un lamento concreto que tiene que ver con las dificultades de/para la comunicación: «(…) las conversaciones siempre eran pocas, pausadas, interrumpidas, él claramente cuidaba las palabras y yo me excedía en su uso, las extrañaba, intentaba convocarlas, agarrarme a alguna, sin entender el silencio que este hombre me ofrecía, el más próximo silencio que he sentido (…)» (p. 42). Este leitmotiv, que no puede menos que recordar, por ejemplo, a una de las grandes obsesiones de Alejandra Pizarnik, parece ser consustancial a la literatura misma, pues remite al problema de la insuficiencia del lenguaje, que muchas veces solo puede ser superado mediante el silencio. Aunque la autora es consciente de ello, el relato se opone en gran medida a la parquedad: es desmesurado, irreverente, frenético en su ritmo y brutal cuando es preciso. Basta citar, a título de ejemplo, cómo se narra la primera etapa de vínculo amoroso: «Para mí todo aquello que no sea el enamoramiento no ha merecido nunca la mayor atención. Ese atolondramiento por la proximidad o por los cuerpos o, específicamente, por las bocas o por las mandíbulas o por una suerte de sensación de reconocimiento, el reconocimiento de una boca o de un dedo o de un lunar, algo que cuando ocurría era la catástrofe» (p. 31).
Pero, en realidad, como siempre pasa, el deseo sobre ese hombre le devuelve al yo narrativo la mirada, parafraseando a Nietzsche: el deseo del otro le comunica algo sobre sí misma: la necesidad de sofocar un abandono primigenio, difícilmente localizable en la historia del yo y, desde luego, inefable en términos lingüísticos: «La orfandad. No lo que me falta, sino lo que nunca hubo» (p. 43). La historia del psicoanálisis se puede reconstruir en parte siguiendo el rastro de los mojones que se emplazaron en el camino hacia la exploración de la «fuerza pulsionante» que es el deseo. Tras la institución definitiva del deseo como indicador de una falta por parte del psicoanálisis, se convino en que la literatura —junto a otras artes— podría operar como sublimación de lo indecible: «Yo juntaba las imágenes más cursis, que contenían el deseo por todo lo que me faltaba, eso que no encontraba la manera de nombrarse, una melancolía vieja que buscaba hacerse un lugar (…)» (p. 32).
Sin embargo, toda sublimación fracasa por cuanto también lo hace el objeto mismo que, en este caso, se sublima y se literaturiza: el discurso del yo. ¿Las razón de este fracaso? La forma asintótica que adquiere la satisfacción del deseo, o sea, su condición permanentemente insatisfecha y capaz de vislumbrar siempre nuevos horizontes; en última instancia, la imposibilidad radical de hacer simbolizable ese objeto a: «(…) mi fracaso como premonición del fracaso de todo lo posible, de cualquier intento mío, o de quien sea, sin lugar para corrección, mejora o vuelta» (p. 60). Así, el deseo colmado, lo que ya se tiene, no es suficiente, y se espera siempre más, y así vuelve a reiniciarse el ciclo: «Comenzó a pasar que lo esperaba estando él ahí, su figura en silencio mirándome o durmiendo y yo esperándolo como una desquiciada» (p. 75). En consecuencia, el personaje se ve arrastrado hacia lo sucio: el lodo, la droga, los orines, las compañías poco aconsejables, que ya antes ejercían un considerable poder de atracción, pero que el matrimonio —más tarde roto en circunstancias que nunca se nos llegan a aclarar del todo, aunque sea un gran foco de aflicción— contenía en sus márgenes. En paralelo a ese proceso interno del personaje, que, pese a no detener jamás la conversación, nunca dialoga explícitamente con los otros, la narración nos acerca a la realidad de otros procesos con resultados físicamente visibles: aquellos a los que se enfrenta el cuerpo femenino, que han sido históricamente malinterpretados o denostados.
Esta novela despunta, sin duda, por los elementos naturalistas, por decirlo de algún modo, que pone en juego para describir la menstruación y el embarazo, momentos vitales de gran envergadura que exigen una notable inversión de energía por parte del personaje. La autora se previene de retratar a su protagonista según el arquetipo patriarcal de la «mala mujer» a resultas de las decisiones que toma. Lejos de eso, comunica con sinceridad la matriz de contradicciones que la constituye y la dificultad que supone abordar una cuestión como la del aborto, que ella se plantea al percatarse seriamente de que no hay redes de apoyo apropiadas y suficientes que permitan ejercer el cuidado del futuro niño o niña con dignidad. El asunto no se trata con frivolidad ni desde la mera criminalización, sino exponiendo con delicadeza —pero sin incurrir en el discurso meloso o, por contra, traumatizante propio de las estampas simplificadas— los desafíos y las renuncias que impone la maternidad: la degradación del cuerpo, la entrega a tareas mecánicas, el displacer que muchas veces va asociado al ejercicio de la maternidad: «Amamantándolo yo, una y otra vez. Teta derecha. Teta izquierda. Tarea infinita como lavar los platos. Infinita ternura también de mí» (p. 93).
Prueba del compromiso con la complejidad de este tipo de vivencias es la solución narrativa que encuentra Gabriela Ponce: la entrega en adopción de la criatura, que de este modo le permite explorar literariamente el embarazo en todas sus etapas y, claro está, también la vinculación afectiva que necesariamente se produce con ese ser futuro por medio del fantaseo. El relato se aleja de la complacencia y de la idealización —que es siempre, conviene recordarlo, una forma de esencialización— de lo femenino, y traslada asimismo la crudeza del vaciamiento iterativo que es la menstruación, condición de posibilidad de lo que venimos comentando: «imaginaba vaciarme, palidecer y morir de tanta sangre saliéndome por la vagina» (p. 49).
No se trata, en fin, de enumerar exhaustivamente aquí los temas abordados por Ponce en esta novela, ni de listar los procedimientos formales a los que recurre, algunos de los cuales resultan en ocasiones repetitivos, aunque el manejo del lenguaje los haga como mínimo interesantes de observar. Su maestría queda probada de sobra, pues logra construir un artefacto entero, valiente en lo que se refiere a la materia constitutiva de la trama —temas en los que se necesitan y se agradecen las voces realistas de las mujeres de la periferia—, que transita equilibradamente por las varias etapas biográficas del personaje y que se cierra con armonía.