Rosabetty Muñoz: «Siento que mi escritura cada vez más es lo que entiendo por una escritura situada»
Escribe| Roberto Bayot Cevallos
En aquellos días, la maestra se paraba debajo de una campana, y soga en mano, bastaba con agitarla para que su repiqueteo atravesara la niebla fundida con vaho de leña y escozor salino, además de las edificaciones del pequeño poblado, tanto las palafitadas como las emplazadas en tierra. Al mismo tiempo, unas pocas decenas de niños y niñas se acercaban desde todas las direcciones, saltando charcos y acelerando el paso, camino a la escuela de Quenac. En aquella isla, perteneciente al Archipiélago de Chiloé, donde los paisajes apacibles invitan a la contemplación al igual que las súbitas tempestades al sobresalto, apenas un ejemplo de los vaivenes climatológicos que evocó a su llegada la segunda expedición española en el siglo XVI al llamar fugazmente a todo el conjunto con el símil de «Nueva Galicia», un día llegó Rosabetty Muñoz (Ancud, 1960) junto a sus padres, cuatro siglos más tarde de ese improvisado bautismo, tan sólo al inicio de una infancia marcada por la itinerancia familiar y sus correspondientes mudanzas, con el propósito de cursar los años escolares en los que cualquier niña debe aprender a leer y a escribir, pero más que eso, en los que la poesía empezó a tener un lugar trascendental en su vida. En aquel rincón invisibilizado del mapa, tal como lo advierte una supuesta traducción de su topónimo en la extinta lengua chona: «lugar desprotegido de viento», escuchó y memorizó por primera vez los versos de Gabriela Mistral, descubrió el interés que generaba en los demás la palabra poética recitada con su voz, percibió el matriarcado que se gestaba a su alrededor tras las prolongadas ausencias de los hombres para laborar en el continente y comprendió la necesidad de conservar las narraciones que presenciaba intercambiar a los adultos cada noche a la luz de una lámpara Petromax, así como lo hacían sus ancestros con unas velas y los de ellos encandilados por una fogata.
Cuando tenía 39 años, cinco títulos impresos y la mayoría de su obra publicada por una pequeña editorial valdiviana que en el sur de Chile posee prestigio por su minuciosidad artesanal y su distribución fuera del circuito comercial santiaguino, recibió el Premio Pablo Neruda (2000), el más importante de ese país para un/a poeta menor de 40. Casi una década antes, uno de sus poemas abreviaba buena parte de las coordenadas que han situado su universo poético: «Navajuelas machos y hembras,/ cangrejos, cochayuyos, hasta piedras/ guardaré./ Para contarte de la isla,/ cómo era antes/ de los depredadores» («Metalqui», Hijos, 1991). Al igual que en otros textos, en los que observa desde diversos ángulos el mismo fenómeno, tal como cuando se registran las transformaciones que cada tanto se han aproximado a la isla, a través de la historia: «Deste lado del Canal, los días han cambiado./ Nos sorprendemos hablando de antiguos vaticinios./ En nuestro propio lecho/ vivimos agazapadas, observando/ cada nuevo movimiento/ de los que llegan» («El atisbo»); una alusión al traumático y brutal inicio del proceso de mestizaje: «El primero irreconocible/ ha fundado un linaje/ acurrucado en mí./ Se suceden los desembarcos./ Las áreas de reserva disminuyen» («Colonizadores», Baile de señoritas, 1994) o los ecos del avance del calentamiento global que amenaza asolar pronto a la orilla de enfrente: «Hay un país remoto en el fondo de todos los días./ Siempre es el mismo/ (aunque sabemos que ya no existe)./ Estrecho callejón sobrevolado por tordos/ árboles y árboles poblados de plumaje oscuro/ tal vez también un río,/ más bien pozones, antes de la sequía total./ Erosión del significado./ Este cuerpo no sabía que dejaba atrás/ el mundo propio.» (Ligia, 2019). En otras palabras, la autora ancuditana, a lo largo de los años, ha insistido en una idea de su compatriota Jorge Teillier, quien, a su vez, como producto de sus minuciosas lecturas de William Butler Yeats y Dylan Thomas, delimitaba su oficio como el de un «guardián de mitos»; aunque en otro sentido, para ella ha significado la definición más apropiada de un proyecto escritural que ha trazado toda una vida: hurgando a contrarreloj en la esencia simbólica del archipiélago antes que el arrebato civilizador precipite su extinción.
En consecuencia, la última antología poética que se editó de Muñoz lleva por título Misión circular (2020). Por un lado, a primera vista, hay una clara alusión a las expediciones emprendidas entre los siglos XVII y XX por las congregaciones Jesuitas y Franciscanas circunvalando el Archipiélago de Chiloé, a partir de las cuales se expandió un legado arquitectónico con una estética propia hasta los parajes más remotos de la zona, considerado en su conjunto por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. No obstante, y también, por otro lado, el título hace referencia a la raigambre religiosa que caló en su población como resultado de ese permanente sometimiento espiritual, el cual, a medida que avanzaba, en algunos casos, reemplazó su nomadismo entre islas por el sedentarismo, mientras que en otros los despojó de sus tierras y les impuso labores, lo que a largo plazo, detrás de una serie de antecedentes que no estamos en capacidad de esclarecer, paulatinamente diezmó su demografía autóctona. Por lo tanto, pasado un tiempo, no es de extrañar que tras estos acontecimientos, brotara una tregua sincrética entre el misticismo introducido por las misiones europeas y el paganismo de la cosmovisión indígena, conformado por múltiples pueblos como los Cuncos, los Chonos, los Caucahues, los Payos, los todavía existentes Huilliches e incluso los Mapuches, entre otros. Entonces, con origen en aquella herencia centenaria tras la que se esconde un capítulo puntual poco descrito de la colonización de América, donde lo sobrenatural cohabita con lo vivencial, lo atemporal con lo anímico, lo mítico confrontado con la crudeza de la historia, abarcando desde la subjetividad hasta las experiencias anónimas de quienes conservan un retazo del imaginario chilota, es que la poeta ha aunado verso a verso su periplo, dentro de lo que la crítica literaria ha orientado a grandes rasgos como «etnopoesía».
Por el contrario de lo que se podría pensar, la poesía de Muñoz no está anclada en la materia antes descrita, sino que con raíz en ella ha sabido transitar desde el pasado para comprender el presente en un debate contemporáneo como la presión de la vida urbana que empieza a ocupar los espacios más habitados del archipiélago, lo que coincide con el éxodo de los últimos pobladores de algunas de sus islas menos pobladas y amenaza el futuro de vida comunitaria que habitualmente han llevado los chilotas, sin mediar en el impacto ambiental que se avecina. Asimismo, se ha preocupado de registrar las difíciles condiciones de sus coterráneos, la supervivencia a los naufragios, los desastres naturales como el terremoto de Valdivia de 1960 o el simple hecho de salir a «mariscar», que se ha heredado entre generaciones. Por último, quizás, el ámbito más difundido de su obra pero dado su contexto el más emergente de amplificarse, es el relacionado a la maternidad, que bien podría emparentarse con el concepto feminista recientemente acuñado de sororidad, ya que a partir del tratamiento central que tuvo en Hijos (1991) ha aparecido transversalmente en sus libros, tanto así que, visto desde sus matices de lo femenino, no ha cesado de tratar temas como el embarazo no deseado, el abuso sexual, el aborto o la muerte infantil, en especial cuando afecta a madres adolescentes, algo que conoce de primera mano al ser docente de estudiantes secundarias.
Tal como hace seis décadas, hoy continua viviendo en Chiloé, desde donde mantuvo una conversación con nosotros por videollamada un día después del Día mundial de la mujer, el pasado 9 de marzo, en la que nos habla en extenso del proceso de escritura de sus libros que ya sobrepasan la quincena, describe cómo fue que conectó con la poesía un día para siempre, explica las motivaciones que ha tenido para difundir la literatura desde un lugar aislado geográficamente de las capitales literarias que podrían asegurarle un mayor reconocimiento a su obra y se refiere a sus últimos proyectos escritos durante la pandemia del coronavirus que recientemente han sido publicados, así como da sus impresiones acerca del desafío que significó para los seres humanos resistir como especie a nivel global durante el último bienio, después del cual hoy el mundo centra su atención en otra lucha que, de momento, afecta a millones de personas y nos retrotrae a tiempos que pensábamos ingenuamente superados: la de los ucranianos.
Cabe resaltar, antes de presentar la entrevista, que pueden leer como acompañamiento una muestra de la poesía de Rosabetty Muñoz aquí mismo.
—Quisiera partir pidiéndole que me cuente cómo se vivió ayer el Día de la mujer en Ancud.
—En realidad, trabajando. A pesar de que era un día de conmemoración, a muchas de nosotras nos pilló en el trabajo de cada una. Por mi parte, estaba en una reunión con la escritora Pía Barros que vino desde Santiago a hacer un taller al que yo la invito de vez en cuando, como a algunos escritores nacionales para que vengan a trabajar con los niños con los que hago un taller durante el año. Es un día que queremos pensarlo como de celebración de los avances, pero en realidad es conmemorativo. No es una cosa para festejar tanto, sobre todo cuando uno piensa en el origen de este día.
—De alguna forma, parte de su obra es una respuesta a las injusticias que suceden con las mujeres no sólo en el Archipiélago de Chiloé y el resto de Chile, sino en todas partes. Son fenómenos universales y plenamente contemporáneos.
—Claro, con las marcas culturales de cada uno de los lugares. Nosotros estamos en cada uno de los espacios donde nos toca vivir, ahí conformamos o construimos nuestra voz, nuestra manera de pensar, nuestra cosmovisión. Yo hablo de las mujeres chilotas, pero al igual que muchos otros artistas y escritores, mientras uno profundiza en el mundo pequeño que le toca vivir en realidad termina topándose con el mundo de todos. Los seres humanos somos muy similares en la profundidad y es ahí dónde uno pretende llegar con las palabras.
—Usted escribe desde Chiloé y ha hecho todo su camino literario sobre él. Podría considerarse como un camino poco común, en el sentido que eligió quedarse en su región de origen y desde ahí construir una carrera literaria, algo que hubiera sido impensable en otras épocas en que los escritores migraban a Santiago, la que pareciese que era la única oportunidad para hacer una. ¿Qué circunstancias han hecho que usted opte por este camino?
—Lo primero que tengo que decir es que yo nunca he querido hacer una carrera literaria en los términos en que se suele entender, como una especie de competencia o de ir subiendo escalones para ir avanzando hacia un espacio que, en realidad, no sé si me interesa. Yo lo fijaría mejor en el destino: ¿Cuál es el sentido de la escritura? ¿Por qué uno escribe? ¿Para qué uno escribe sobre las grandes preguntas que nos hacemos los escritores en cualquier parte del mundo? Hablo de nosotros porque me formé en grupos literarios y uno de ellos fue muy importante para mí como el Índice de Valdivia, en el que nos empezamos a reunir en los años ochenta, en plena dictadura militar en Chile, y no teníamos muchas formas de relacionarnos con las generaciones anteriores, la que había sido una tradición chilena. Antes, los poetas mayores tenían siempre vínculos y relaciones fluidas con las generaciones que venían y eso hacía que el lenguaje esté siempre en estado de desarrollo, como en eslabones de una cadena, amarrándose unos a otros, no como para continuar solamente de una forma, sino que también en la exploración e incluso en contradecir a las voces anteriores. Pero, todo ese diálogo que venía sin cortarse desde hace mucho tiempo, en esa época, precisamente, no existía. Muchos escritores tuvieron que irse del país, no había una comunicación ni condiciones que permitieran que nos juntáramos, entonces empezaron a aparecer grupos como el nuestro en la Universidad Austral de Valdivia. Nosotros empezamos a pensar en la escritura de este tiempo, qué significaba y cómo íbamos a asumirla de forma personal. Lo pensábamos en conjunto, pero cada uno tomó sus decisiones personales, nos empezó a inquietar esto de que todo el mundo terminaba yéndose a las ciudades más grandes, a los espacios de reconocimiento y legitimación de las voces de provincia: en nuestro caso acordamos que debíamos permanecer en la provincia. Algunos de nosotros volvimos a nuestros lugares de origen, como los que veníamos de Chiloé. Yo lo hice y lo continuo hasta el día de hoy. Y sigue siendo para mí el primer lector deseable el de aquí, el cercano, ojalá de la isla (de Chiloé) y de ahí ir ampliando los radios de resonancia, como cuando uno tira una piedra al agua, ojalá que pueda haber diálogo con otros lugares y otros lectores, pero que la poesía y la escritura de uno tenga un papel aquí, en el desarrollo de la región, lo mismo que cualquier otra área como la salud, la científica o de investigación, que tenga una pertenencia, un sentido social, un acompañamiento de nuestras comunidades, eso fue bien determinante.
Hasta ahora, considero que ha sido una muy buena decisión haberme quedado, siento que mi escritura cada vez más es lo que entiendo por una escritura situada, con un sitio específico de origen y con temas que son particulares de esta cultura, pero con vocación universal en el sentido de que no se está escribiendo sólo para este grupo humano ni para mis vecinos, sino que, precisamente, junto conmigo estos vecinos de estas comunidades puedan dialogar con otras. Mientras más uno pueda afinar el instrumento de la palabra y pueda decir más profundamente quienes somos, es más posible que podamos ampliar el conocimiento de nuestra cosmovisión, de nuestra tradición, de nuestra manera de entender la realidad y conversar con otras. Pero desde aquí, desde donde realmente tiene peso esa manera que hemos tenido de solucionar los problemas, no solamente concretos y cotidianos, sino que también frente a las grandes preguntas del universo. Yo creo que a eso se ha dedicado mi poesía, a rastrear en ese mundo intentando comprender y ponerlo en el papel: buscar un lenguaje para decir este mundo.
—Complementando un poco lo que nos acaba de comentar. Por ejemplo, en la literatura japonesa o en la cubana siempre se habla de la condición de insularidad en la que ellas se encuentran. ¿Se podría decir que en la isla de Chiloé existe esa condición? ¿Cómo ha contribuido a su obra?
—Creo que es sustancial en mi trabajo. Vivo en un archipiélago que tiene dos islas grandes, la mayor de 400 kilómetros de largo y yo vivo en ella, pero de ahí está desmembrado en muchas islas pequeñas, entonces, como sabemos, la geografía marca muchísimo hasta la manera de ser de las personas. En el océano Pacífico (entre Chiloé y Chile continental) hay unos canales interiores con oleajes suaves, muchas entradas de mar, pequeños islotes con caídas amables, playas no rocosas, es decir es un mundo muy amable y amoroso, con una especie de acogida que, como alguna vez hemos comentado, posee lomas muy suaves que se parecen mucho al cuerpo de la mujer en toda la estructura de la isla, con todas esas entradas de mar maternales. Entonces, yo creo que eso marca el lenguaje y la cosmovisión del mundo. A pesar de que, también, para nada idealizo este mundo, ya que tiene sus oscuridades y sus cosas tremendas. Entre ellas, una bien concreta: tenemos un clima terrible, temporales enormes con mucho viento y lluvia. Incluso, hay años en que prácticamente no deja de llover durante meses. La mayoría del tiempo transcurre con un clima agresivo, por eso mucha de la vida de los chilotes se ha instalado dentro de las casas, en los interiores. Y ese juego de cajas chinas de ir al interior de la casa, pero también hacia el interior de uno es una de las más interesantes exploraciones que uno puede hacer aquí en Chiloé. El hecho de ser isla, durante muchas décadas y por generaciones, hace que miremos a Chile como otro lugar, uno ajeno. El canal de Chacao, que es el que nos divide del continente, es un paso mental y simbólico, que hace que nos sintamos, a veces, en primer lugar chilotes y después chilenos, por una cuestión administrativa, por lo que siempre hablamos de «allá en el continente».
—Eso que usted menciona, creo que está muy presente en su obra y en especial en su libro Hijos (1991), en el que se emprende un viaje a través de la palabra por los rincones más remotos del archipiélago de Chiloé, pequeñas islas o incluso islotes, que a veces sólo aparecen en los mapas locales, que en algunos casos se conoce que tienen un solo habitante o están directamente deshabitados, pero que a través del libro se reconstruyen por medio del concepto de hijos, de la maternidad. Fue un libro escrito en una época muy importante en su vida, en que acababa de ser madre, entonces le pido que nos explique cómo fue el proceso de escritura de este libro.
—Sí, cuando lo escribí tuve mis tres hijos en tres años y eso es como estar embarazada durante todo ese tiempo. Pensaba, con lo que implica eso, en la época en que ocurrió como los ochenta, con mucho trabajo y pocos recursos económicos, un tiempo bastante complicado. Yo pensé que no iba a escribir más porque no tenía tiempo, tenía muchas horas de clases como docente y fue muy intenso. Pero, llegó un momento en que me puse a escribir, el libro tiene una especie de relato de una madre que está recorriendo ésas islas y está en la espera del hijo que va a llegar, aunque también es el viaje hacia un mundo distinto, abrirse al continente, lo dice muchas veces. Tiene que ver con esta madre-útero, esta isla-útero, que hace que uno se sienta protegido en este espacio pequeño que, como muchos mundos pequeños uno conoce todos sus recovecos y obliga a salir hacia lo desconocido, hacia el mar abierto, que es como el parto en este caso, ese correlato avanza por el libro y el parto viene siendo como la salida al continente para un chilote.
Aquí en la isla hay dos actividades que han marcado la cultura: la pequeña agricultura y la pesca. Y es tradición de que los hombres son muy viajeros, muchas veces durante años se iban de Chiloé para trabajar en la Patagonia chilena o argentina, entonces quedaban las mujeres solas. El viaje está muy integrado a la visión del mundo del chilote, por eso también ese libro está concebido como un viaje y los nombres de los poemas son los nombres de todas las islas y es lo que va marcando el libro, como si uno fuera haciendo escala en cada uno de esos lugares.
—Incluso en el poema «Lacao» de Hijos dice: «Cuando sobre la noche de Ancud/ me alzo a contemplar qué haces,/ inundan mis ojos las imágenes/ de un país que no conozco». Justamente lo que hablábamos hace un momento que, pese a esta cercanía también hay una distancia que existe entre el Chile continental y el Chile insular que representa en parte Chiloé.
—Como en muchos países, algo que no es privativo de Chile. En Argentina a nuestros compañeros escritores patagones les pasa más o menos lo mismo, y por eso, nosotros hablamos de una gran Patagonia que no tiene estas fronteras tan delimitadas en los mapas, sino que tenemos muchas más cosas en común con los argentinos que con los mismos chilenos en toda esta parte del sur, porque tanto en Buenos Aires-Patagonia argentina como en Santiago-Patagonia chilena tenemos los mismos abandonos, los mismos olvidos, incluso la falta de interés respecto a lo que realmente hacemos, cuando se vuelve los ojos hacia nosotros, hacia acá, parece una anécdota o nos marcan con una especie de mirada folclórica, esperan que acá reforcemos la idea de nuestros mitos que han sido siempre sorprendentes para el chileno común, vienen acá buscando la postal turística y quieren también que los escritores respondamos a esa postal que tienen fijada en su cabeza. Y este mundo, por supuesto, como muchos otros es muy complejo, está lleno de belleza pero también de terrores y de cosas tremendas.
—He notado que varios de sus libros parten con una frase de Gabriela Mistral y también en alguna entrevista usted la menciona como un referente, como un modelo de vida de escritora. ¿Recuerda la etapa en la que la descubrió?
—Mi madre recitaba poemas de Gabriela Mistral y me los enseñó. De hecho, yo estaba en Tercero o Cuarto Básico y ya me sabía, por ejemplo, el poema «Vergüenza», del que yo no debo haber entendido nada. No recuerdo esos poemas como una comprensión, sino que lo que me encantaba era su ritmo, el peso de las palabras y siempre me gustó aprender poemas de memoria porque me los enseñaba mi mamá. La verdad es que eso fue lo primero. Y en el colegio, las profesores que me tocaron y que venían mucho aquí a Chiloé eran profesoras normalistas, que venían de una escuela de formación de profesores que no estaba en las universidades, sino que fue creada específicamente para educar a jóvenes que después llegaban a las comunidades como profesores y ayudaban a su desarrollo. Entonces, sabían de todo. Un poco de agricultura, de higiene y salud, etcétera. Ellos participaban activamente en el desarrollo de los lugares. Aquí, en nuestras islas de Chiloé, en las escuelas se hacían las reuniones para que haya luz eléctrica, para conseguir agua potable, para la vacunación de los niños, todas las acciones sociales de mejoramiento eran muchas veces impulsadas por los profesores que llegaban a los lugares más remotos. Ese tipo de profesores que estaban formados en las escuelas normales también creían que había que difundir la literatura chilena, ése era el peso de nuestra educación sentimental, todos los niños leíamos muchos escritores chilenos y aprendíamos poemas de estos autores, entre ellos Gabriela Mistral, que fue una de las más difundidas en toda ésa red de maestras. Después, no me costó nada, cuando era adolescente y buscaba modelos a seguir, cuando quería encontrar héroes o heroínas y ya la madre y el padre estaban quedando un poco desdibujados, en ese momento Gabriela Mistral fue la encarnación, me gustaba mucho todo lo que irradiaba, esa independencia y la seguridad de ser una escritora e ir por el mundo con su palabra, sin necesitar un hombre que la impulsara o porque fuera pareja de alguien. Yo creo en todo eso, tanto en su personaje como en su palabra, por lo que la leí mucho de niña aún cuando no la comprendiera. Ese tema ella lo trata, ella decía: «A los niños hay que alimentarlos con lecturas profundas. No importa que no las comprendan, pero van a quedar allí». Y yo creo también en eso, que va sedimentando y que después se puede sacar como de un pozo de agua viva y que sirve para momentos de la vida.
—Y si es que hay que rescatar una imagen de su memoria en que se produjo este descubrimiento. ¿Usted recuerda una escena en que gatilló algo en su cabeza y dijo: «Esto es. Esto hay que leerlo. Esto realmente me llega»?
—O sea, lo único que podría realmente recordar como un momento muy importante es cuando debo haber tenido unos 12 años y leí una biografía que escribió Efraín Szmulewicz sobre Gabriela Mistral. Él cuenta toda una historia con Romelio Ureta, el suicidio de este hombre, sus posteriores cartas con Manuel Magallanes Moure, lo que le pasó cuando era niña, muchas anécdotas y esa composición de distintos fragmentos de la vida de Gabriela Mistral me dio el sentido de lo que eran los fragmentos de mi propia vida. Uno siempre hace eso: reconocerse en alguien. Algunas escenas de ese libro fueron fundamentales en ese momento.
—¿Fue un momento epifánico que funcionó como un espejo en su etapa de formación?
—Exactamente. Y alimentado porque ya me sabía varios poemas de memoria, la leían los profesores y la leía yo.
—Gabriela Mistral es la primera de seis latinoamericanos que han ganado el Premio Nobel de literatura. Fue la primera mujer y hasta ahora la única latinoamericana que lo ha obtenido, pero tengo la impresión personal que existe una especie de olvido respecto a su obra. ¿A qué se puede atribuir?
—No sé cómo será la recepción de su obra en otros lugares, en el exterior, pero aquí en Chile está cada vez más visitada por las lectoras. Creo que en eso tiene harto que ver el movimiento feminista y toda la crítica literaria de mujeres que han estado leyéndola y buscando desde distintos puntos de vista para amplificar aquello que ya había sido su palabra dentro de la escolaridad que teníamos. Ella estaba en los programas de educación, pero muy constreñida a poemas para niños, por eso aprendíamos de memoria sus poemas en las escuelas básicas y rurales. Las profesoras enseñaban las rondas infantiles y algunos otros poemas que estaban en el programa, pero habían muchas caras de Gabriela Mistral que ni siquiera las mencionaban, tanto en la educación media como en la universitaria. Todo ese redescubrimiento genera un permanente diálogo en nuestro país, yo diría en ese sentido que, está más viva y más difundida aquí. Respecto a lo que pasa en el sistema educacional, el mismo destino que sufre ella lo sufren todos en realidad. El hecho que aquí en Chile haya desaparecido la poesía de las clases, es un drama posdictadura. Fue perdiendo cada más protagonismo y hoy no se lee a Gabriela Mistral, pero aquí tampoco se lee a casi ningún poeta en las salas de clase chilenas.
—Ahora volviendo a su obra, quiero preguntarle por su primer libro Canto de una oveja del rebaño (1981), publicado hace más de cuatro décadas mientras usted era estudiante universitaria en Valdivia. En concreto, quiero referirme al poema «Grito de una oveja descarriada», que bien podría parecer su carta de presentación en la poesía chilena de aquella época, a mitad de una larga dictadura en la que, paradójicamente, existía una altísima calidad de escritura, pese a la censura.
—Ese primer libro está publicado en 1981, pero yo lo había escrito un par de años antes, muy jovencita. De hecho, creo que es un libro bien adolescente o posadolescente, de mucha molestia y rabia. Es bastante evidente la alegoría de los pastores, quienes son los que dirigen y controlan, mientras que las ovejas son las que obedecen. Esos conflictos interiores, si obedecer o no, entre preguntarse o no, es lo que llena esas páginas. A mí me gusta ese libro por una cuestión extraliteraria: por la forma en que fue publicado. Tengo la sensación de que marcó todo lo que vino después en la instalación de mi poesía en cierto lugar. Había un grupo literario de Santiago que se llamaba Ariel, que hacía unos concursos literarios nacionales y en 1977 lo ganaron algunos escritores de Chiloé. Yo obtuve una mención, cuando tenía como 17 años e hicieron una entrega de premios en Santiago y a mí no me dieron permiso para ir porque mis padres eran bien estrictos. Entonces, no pude viajar, después me empezaron a escribir algunas personas de ese taller y en una de esas cartas me preguntaron si tenía algo para publicar. Mandé este poemario y me enteré después que lo hicieron en sesiones del taller literario como entre unas quince personas. Lo imprimieron a mimeógrafo, lo corchetearon, lo paginaron, hicieron unos ejemplares y después los distribuyeron. ¡Fue todo un acto colectivo de generosidad! Insisto: ¡Marcó todo lo que vino después! Nada que nace así, con esa generosidad, puede tener mal destino. Yo agradezco cada uno de los gestos que me han ocurrido después, pero ese fue muy bello. Sé que lo hicieron en esas sesiones del taller y yo era una jovencita del otro extremo del país y todo por puro interés en este trabajo literario.
—Volviendo al libro Hijos, que apareció tiempo después y del que ya hablamos un poco, en una parte de él aparecen poemas realmente estremecedores como «Misterios dolorosos» y «Basura», en los que se aborda una temática que dominará la totalidad de su otro libro En nombre de ninguna (2008) como es el aborto y los embarazos no deseados. ¿De dónde surgen estas primeras imágenes de esos poemas, que son muy potentes y a la vez muy concientizadoras de esta problemática que viven las mujeres jóvenes en todas partes.
—Mira, soy profesora de educación media. Empecé a trabajar en Chiloé desde 1984. ¡Cuántas décadas! En varias épocas de mi vida he sido profesora jefe y uno se hace cargo de un grupo de estudiantes y los acompaña para tratar de resolver sus problemas. Me tocó muchas veces este tema del embarazo no deseado en una sociedad que es bastante contradictoria, por decirlo de una manera suave. En que todo explota en el erotismo y en la sexualidad, hasta para vender un auto o unas zapatillas insinúan el tema sexual. Y, sin embargo, está en los letreros, en las canciones, en todas partes, pero cuando los jóvenes ejercen su sexualidad se les castiga y especialmente a las mujeres, son las mujeres las que llevan el peso mayor de todo esto. Siempre me ha tocado trabajar en colegios municipales, con niños y niñas muy humildes, entonces los recursos que le llegan a una chica cuando queda embarazada son muy pocos, suelen ser rechazadas por las familias, es un verdadero drama el tema de esa maternidad a veces completamente accidental. A veces en un primer encuentro sexual, no tiene ningún sentido en su vida, no tiene ninguna relación, no hay una historia con la otra persona. ¿Qué vamos a hablar de desear ser madre, no? Incluso, después de todo lo que tienen que cargar con el miedo, con la sanción social, con una especie de amputación del futuro, sin posibilidades, pero tienen que hacerse cargo de otra persona y si intentan hacer algo son perseguidas judicialmente. El aborto es un problema serio en Chile, muy grave, donde debería haber una ley. No puede ser que, en lugar de ayudar a las jóvenes, encima se las castigue. Entonces, es un tema que yo he visto muy de cerca, intenté desaparecer mi voz personal en ese libro En nombre de ninguna (2008) y que fueran voces de la comunidad. Toda la primera parte se llama «Muñecas» y son historias reales que escuché de mujeres que les han enseñado a ser madres jugando con sus muñecas, por eso se llama así, algunos son fragmentos bastante bestiales y terribles. Y después, en la segunda parte, en un poema respecto al aborto donde prácticamente no hay frases mías, son testimonios de abortos que he escuchado de jóvenes estudiantes, así que ese libro intenta tener ese trenzado entre testimonios como un tapiz expuesto, mostrándolo desde otro punto de vista, arrancando de la crónica roja todos estos casos de infanticidio y arropándolo con el arte. Con este libro, nosotros hicimos una exposición en varios lugares del sur, con pinturas, fotografías, instalaciones para acoger con el lenguaje artístico estos casos que siempre han sido tratados como crímenes, relegados a las páginas de los diarios morbosos que buscan la atención nacional.
—¿Se podría decir que es un libro polifónico?
—Sí, yo diría que sí. Intenta serlo. Hay muchas voces en ese libro.
—Es un libro escrito a medio camino entre la poesía y la crónica. En la crónica como algunos libros de Svetlana Aleksiévich o Elena Poniatowska.
—Tengo la sensación y la percepción de que los escritores, la gente que trabajamos con la palabra, tenemos el gran desafío de ser capaces de escudriñar y de mostrar partes de la realidad que no se ven a simple vista, que no se ven con otros lenguajes, con otros caminos, con otras formas. Hay un querido poeta valdiviano, que ya no está con nosotros, Jorge Torres Ulloa, quien decía que la realidad era un campo aurífero y que los poetas deben sacar las pepitas de oro. Creo que está lleno de pepitas de oro. Por ejemplo, el inicio de ese libro partió por una noticia y con un titular en letras rojas enormes que vi encabezando el diario, la cual decía que habían encontrado una guagua en un carro de basurero. Yo decía que no es porque les interese, ni la madre que tuvo que hacer eso ni el niño, sino que por vender diarios. Esa indignación que me provocó ese titular fue la pepita de oro con la que se inició ese libro, esa rabia con la que vine y escribí cuatro poemas de ese libro casi de forma inmediata. Y de ahí, empecé a trabajar, me puse a leer mucho, recordé lo que me habían contado. Pero, para llegar a esos 37 poemas trabajé cinco años, porque me dediqué más a podar que a aumentar. Mientras más se reduce y uno es capaz de quedarse con esa pepita de oro se traduce en el trabajo que tenemos que hacer.
—Hay varias ediciones. ¿Tal vez es el libro que más se ha reeditado de usted?
—Al menos tres ediciones, sí. Es que la primera edición fue un libro-objeto extraordinariamente bello, a mí me emociona mucho, lo hizo Ricardo Mendoza en Ediciones Kultrún. Fue cocido a mano con papel kraft, además los poemas iban pegados con venda quirúrgica en cada hoja y tenían una bolsa de basura en la portada, que guardaba en su interior la foto de un niño Dios que encontraron en una capilla, al que le faltaban los dos brazos y las dos piernas. La bolsa de basura no estaba dibujada ni fotografiada, sino que estaba hecha con polietileno y sus pliegues. Además, el libro estaba amarrado con cáñamo y tenía un lazo adelante, porque para leerlo había que empezar por desatar todo ese nudo, se abre el libro y se pueden ojear estos poemas que están pegados con material médico y con los que hay que tener otra disposición para leerlos.
—¿En la portada tenía una especie de hendidura, donde había una bolsa de basura?
—Exactamente. La bolsa estaba plegada para que adentro se pudiera poner la foto de ese niño Dios. De ese libro se hicieron solamente 35 o 40 ejemplares. Ya no hay ninguno en ninguna parte, fue hecho a mano, es realmente bello, como también puede ser feroz la belleza. Y después, se hizo una edición preciosa, yo creo que es uno de los libros mejor editados que tengo, en una edición grande, en que cada hoja está separada por papel seda, como eran los álbumes antiguos de fotografía. Está pensado como un álbum de fotografía y en lugar de los rostros de personas están estas historias de los niños muertos. Cada pie de página tiene una cabeza de angelito, es muy bello y también difícil de encontrar. La última edición es más sencilla y se pudo difundir más fácilmente. Las tres ediciones las ha hecho Ediciones Kultrún de Valdivia. Kultrún tiene un catálogo precioso, con casi toda la mejor poesía del sur, pero no tiene distribución, entonces sus ejemplares se suelen quedar acá en la provincia.
—En La Santa. Historia de una elevación (1998) usted habla de una santa dionisiaca, fértil y muy consciente de sus pecados, de quien se dice que «el rencor es su combustible», en un proceso de santificación en que pasa de ser una imagen religiosa de madera a deshacerse. ¿De dónde surge la poetización de este tema en su obra?
—También tengo que acudir a la cultura chilota, porque aquí en Chiloé hubo una evangelización de los Jesuitas que llegaron con los españoles y se encontraron acá con las comunidades de los indígenas Chonos, nómadas que navegaban en canoas por los canales de Chiloé y también con el pueblo Huilliche, que eran la parte de los Mapuches que vivía en el sur. Entonces, como eran lugares tan apartados los Jesuitas construyeron capillas en muchas islas pequeñas dentro de comunidades rurales, pero no podían ir a causa de los temporales, por no saber navegar, por muchas cosas. Por lo tanto, las dejaban encargadas a alguna persona de respeto de la misma comunidad, aunque era gente que a veces no sabía leer ni escribir y se aprendían de memoria algunos pasajes bíblicos, los llamaban «fiscales». Establecieron toda una institucionalidad: «fiscales», «princesas», «gobernadores», es algo bastante largo de explicar. Sin embargo, al mismo tiempo, es bellísimo porque participaba toda la gente en este culto de la iglesia católica, pero también lleno de contenidos de su propia visión del mundo, de lo religioso, por lo que aquí en Chiloé hay un tremendo tejido mítico, con una cantidad de personajes bastante oscuros como los «brujos» que existen hasta hoy. Lo que quiero decir es que, ese sincretismo, entre la religiosidad popular y lo que traían los Jesuitas, ha hecho que tenga una muy particular concreción aquí. Y esa santa del libro es lo que más me interesa, entre comillas por el culto a las imágenes, ya que no es precisamente a esa figura de madera a la que la gente sigue, pero es extraordinaria la relación que tiene con la santería en las capillas pequeñas de estas islas. Por decirte una cosa, ese libro está cargado de ese tipo de imágenes, hay mujeres muy pobres, sin embargo, juntan plata todo el año para ir a Castro, a Achao o a las ciudades más grandes de Chiloé para comprar muchos metros de terciopelo, telas que jamás se podrían poner ellas pero prefieren hacerle ropa a los santos, sobre todo al Jesús Nazareno de Caguach, pero apenas por un par de horas porque después la recortan en pedacitos y cada uno se lleva su pedacito a su casa para que lo acompañe todo el año, a todos los feligreses que llegan se les da un pedacito de tela.
En ese santo está concentrada casi toda la cosmovisión religiosa de este mundo con las particulares formas que ha adoptado la gente. Por decirte algo, sí no les gusta el sacerdote que les tocó para dar los sacramentos, la gente se lleva los santos para sus casas. Es decir, hay una relación tan distinta y tan personal con las imágenes y eso es un poco lo que nutre el tema de la santa. Y otra cosa, esta sensación de abandono que había en lo social respecto del país, tienen una sensación de abandono total del mundo hacia ellos y los santos han venido a ser el refugio y la esperanza. A ellos se les pide cuando necesitan mejorar su salud, sus condiciones de vida y eso para mí es desgarrador.
—¿En qué momento de su vida usted empieza a ser consciente de cómo estos mitos podrían enriquecer su poesía?
—Sería difícil decirte algo como eso porque yo creo que, desde muy pequeña, quería ser escritora. Recuerdo lo maravillada e impresionada que estaba siempre por las cosas que escuchaba, cómo hablaban mis tías, las abuelas, siempre me llamó mucho la atención la manera de usar el lenguaje y las cosas que relataban, cómo hablaban de que el vecino de más allá le había hecho un mal a este y murmuraban todo en corrillos. Esas cosas yo creo que me quedaron muy grabadas y siempre supe que quería ser escritora, que quería contar esas cosas, que quería escribirlas. De hecho, me recuerdo escribiendo desde muy niñita, me regalaban cuadernos, escribía con una letra grande como hacen los niños. El primer poema que escribí me lo publicaron en el diario local que había aquí, cuando estaba en séptimo básico, o sea tenía once años, porque siempre escribía. Por lo tanto, cuando una profesora me encontró ese poema, ya tenía muchos otros escritos. Claro, no valen nada, no son poemas como tal, son poemas de niñitos. Pero ya escribía, y siempre llenaba cuadernos porque tenía absoluta seguridad de que la escritura iba a ser una parte importante en mi vida. Yo me acuerdo de cosas anecdóticas, por ejemplo, entrar a primero medio el primer día de clases y mi mamá me había hecho un diario mural forrado con tela y lo colgué en la sala. Estaba encargada de ese diario mural y todos los lunes escribía una editorial, la ponía allí y mis compañeros la iban a leer. Quiero decir que, verme como escritora fue desde siempre. ¿Cómo llego eso? Creo que, honestamente, gracias a mi madre y a Gabriela Mistral. Mi mamá porque ella ama la poesía, es una gran lectora y me inculcó eso con muchos gestos. Yo tenía muchas ventajas en mi casa por ser lectora. Todo eso me fue guiando en ese camino.
—¿Y en cuanto al registro dialectal de Chiloé hay también una inclusión en su poesía?
—Lo intento, pero es más difícil porque mi poesía tampoco quiero que se convierta en una reducción del lenguaje o llegar al punto de poner al final una glosa para explicar qué es lo que quise decir, pero sí rescato todo lo posible y ese sí que es un desafío grande. Intento trabajar mucho con eso. No sólo términos, sino expresiones que aquí se han conservado por el mismo hecho de que somos un archipiélago y que, mientras el español de Chile iba transformándose rápidamente a través de las modas y las generaciones, aquí hay reservas de un castellano muy antiguo. Y a eso hay que sumarle todavía términos Huilliches y Chonos, no sólo en referencia a los nombres de los lugares, sino que con expresiones que hacen que la textura de la lengua sea muy rica. Para uno, como escritor, la ambición ojalá sería poder captar esa textura y componer con ella estos textos.
—Hace unos segundos usted mencionaba que tuvo la fortuna de que su madre es una gran lectora y eso la convirtió a usted también en una gran lectora. Si uno se pone a comparar lo que había hace unos 15 años, se han cerrado muchas librerías en Santiago de Chile y tampoco en otras ciudades del país se ven muchas librerías. ¿Cómo funciona el tema de la circulación de libros en Chiloé?
—Mala, como en todas partes. Aquí en Ancud, por ejemplo, hay una sola librería, a la que yo defiendo todo lo que puedo. A todo el mundo le digo: «si vas a regalar algo para un cumpleaños, para un matrimonio, para cualquier fecha, anda y compra libros porque hay una librería preciosa». ¡Pero hay una sola! Y sobrevive, porque hay que hacer campaña para que sobreviva. Por otro lado, el estado chileno siempre fue un actor fundamental que, a través del sistema educacional tenía bibliotecas en los colegios. Casi todas mis lecturas fueron por esa vía cuando yo era niña y joven, me prestaban libros tanto en la escuela las profesoras como en las bibliotecas públicas, que acá son muy buenas. En eso sí que ha habido un avance. Se están comprando muchos libros en el sistema de compra de libros de autores a editoriales con distribución en las bibliotecas públicas del país, pero creo que ha cambiado absolutamente la forma de leer con estas pantallas. Es decir, los chicos cuando uno cita en un taller literario un libro ellos encuentran al autor, otros textos de él, todos en estos aparatos, hacia allá se ha movilizado la lectura. Nuestro trabajo, el de los escritores del sur, ha costado mucho que se distribuyan en el país, han quedado muy encerrados en la región, hoy en día tienen mucha más circulación por estos sistemas.
—Aparentemente, hay una historia de infancia vinculada a la temática que se aborda en Sombras en el Rosselot (2002). ¿Podría compartir a partir de qué se originaron los poemas de este libro y en qué contexto?
—En realidad no es de la infancia. Ese libro fue escrito en un pueblo de lo que antes era llamado el Chiloé continental. Una parte de Chiloé, hace varias décadas que, en forma administrativa era continental, llamada provincia de Palena. Junto a mi familia nos fuimos a vivir ahí, con mi marido y mis tres niños a la capital de Palena. Llegamos buscando una casa grande para que los niños puedan jugar porque allí hay peor tiempo que acá y nos recomendaron esta casa, que era una casa enorme pero que había tenido un pasado de dudosa reputación.
—¿Sabían de eso o se fueron enterando en el camino?
—No, sí sabíamos. De hecho, tenía un montón de habitaciones y todas daban a un salón. En el salón habían unos motores desde donde salía luz desde el piso para bailar. Y como habían estado construyendo la carretera Austral, llegaban muchas mujeres desde distintas partes, sobre todo para hacer ese espectáculo porque ahí estaba todo el cuerpo militar trabajando en función de esa futura vía. Entonces, con ese pasado fuimos a vivir ahí y, evidentemente, con esa historia construí ese libro: el encuentro de una familia que llega a habitar un espacio que era completamente distinto, que era otro, se cruzan las historias y sus voces sobre ese espacio doméstico.
—¿Durante cuánto tiempo vivieron ahí?
—Cinco años. Durante esos cinco años yo escribí dos libros: Sombras en el Rosselot (2002) y Ratada (2005).
—¿Y en algún momento de ese período de cinco años usted conoció a alguien que haya estado dentro de ese lugar?
—O sea, todo el mundo se negaba. Por eso están puestos en epígrafes: «No, si yo nunca vi a nadie». Primero me contaban todo tipo de historias, pero en el momento en que yo entrevisté de verdad. «¡En serio, cuéntenme…!». «¿Cómo se llamaban algunas de las niñas?» Y nadie me quiso decir nada. «No, si me contaron…». Entonces, yo puse esas frases en epígrafe porque en realidad es como en todo pueblo pequeño: los rumores no se enfrentan nunca en voz alta ni se difunden, todos escamotean un poco la información.
—Sobre su siguiente libro Ratada (2005). ¿Podría explicarnos de dónde provienen las imágenes de esa población chilota en la que irrumpen las ratas? ¿Esto viene de un mito? ¿De dónde se origina el concepto de este libro?
—Es que es difícil explicar en poesía. Yo podría contar las cosas, los hechos o ciertas percepciones que rodean ese libro. Una de ellas es que cuando llegué todo el mundo me decía: «Ahora sí que va a escribir poesía bonita», porque aquí hay una belleza escénica impresionante, con ventisqueros, alerzales, creo que pocas veces he visto lugares más hermosos que los que vi en ese pueblo. Pero después que fui a todos los paseos, ventisqueros y termas, lo que te queda es la convivencia con las personas y ahí había un mundo de oscuridad en realidad. Y entonces, como en muchos pueblos que son como este, pueblos de paso, donde nadie instala una vida ahí, mucha gente iba porque era una «zona» y ganan un sobresueldo, por estar ahí y es de difícil llegada, entonces a veces se gana un sueldo y un 90% más, por ejemplo. Entonces, va mucha gente por poco tiempo para juntar plata. Por lo tanto, se instala una forma de vida sin compromisos, es un lugar de paso y se hacen cosas que no se harían en otras condiciones. Ese libro tiene esa percepción de un pueblo contaminado por sentimientos muy mezquinos. También tiene que ver con que cuando llegué a Chaitén el año anterior había habido lo que se llama una «Ratada», aunque no existe la palabra en el Diccionario de la Real Academia Española. Se usa mucho en el sur de Chile cuando florece la quila (bambú) en el bosque y los ratones se quedan sin alimento, por lo que van a buscarlos a los pueblos y salen en masa. Se vieron imágenes tremendas. Me conseguí una película que tenía imágenes de las ratadas, de todas las maneras en que la gente intentó exterminarla, era una cosa tremenda, duró harto tiempo en ese pueblo. Nosotros llegamos poco después de que había terminado, así es que uní todos esos elementos. También está toda la percepción y el recuerdo de lo que había sido la dictadura, lo que había provocado, entonces hay hartos elementos reunidos en ese libro.
—En su poesía aparece continuamente la observación del canal de Chacao que es una especie de frontera entre Chiloé y el resto de país. ¿Quisiera preguntarle qué siente usted, una vez que se conoce que se finalizará la construcción del Puente de Chacao, que unirá Chile continental con la isla de Chiloé, lo que de alguna forma podría terminar con el concepto de isla que se tiene de Chiloé?
—Yo siempre estuve en contra de ese puente, hasta ahora todavía estoy en contra como muchos chilotes por varias cosas, pero fundamentalmente porque no fue una elección nuestra y porque es una imposición de un estado extractivista, que lo está haciendo no para beneficio de los habitantes de nuestro archipiélago, sino porque le facilita explotar lo que va quedando en nuestra isla y como pasadizo hacia el extremo de Chile. Es decir, no hay ningún beneficio realmente para los chilotes el que se haga ese puente. Se nos dice que es para que podamos ir más rápido a Puerto Montt por emergencias médicas, por ejemplo, que es una manera bastante absurda de plantear el tema porque lo que necesitamos son especialidades médicas, hospitales y servicios acá, en el archipiélago. Tenemos un territorio muy desmembrado, el que se acorte 15 minutos la pasada por el canal sobre el puente no va a facilitar la vida de la gente que vive en la isla a tres horas del Canal de Chacao, es un absurdo ese argumento.
Le pasó y le pasa a los jóvenes chilotes, me pasó a mi, le pasó a mis hijos, le pasó a todos los que tienen aspiraciones de estudiar en la universidad y se tienen que ir de la isla hacia el continente a estudiar. ¡Cuando dicen que va a ser más fácil con el puente…! ¡Alimenten las universidades estatales que hay acá! ¡Dele mayores recursos para que se puedan desarrollar y que no tengamos que salir! ¡El puente es una imposición! Por otro lado, a estas alturas tampoco importa tanto porque es tal el nivel de agresión a nuestra cultura que el puente es un detalle más. En estos momentos, hay una fuerte presión sobre todo lo que es el suelo, nuestro territorio mismo. Está en venta casi todo Chiloé, en pequeñas parcelas porque la gente está escapando de Santiago y sus alrededores, todos esos lugares se están quedando sin agua y Chiloé siempre ha sido un lugar de deseo, de ilusión, una especie de añoranza del paraíso y todo el que puede viene y se compra un pedazo de terreno acá, lo cual es una presión tremenda al ser un territorio acotado. Por lo tanto, de todos modos, va a haber problemas de agua y de basura, etcétera. No está pensado en el desarrollo de nuestras comunidades ni en esta permanente invasión que sentimos de los intereses de otros.
—Visto desde la perspectiva estrictamente cultural de las comunidades. ¿Qué se perderá con la construcción de este puente?
—Es lo que decía hace un rato. La cantidad de gente, de formas de vida, de tráfico de vehículos, ya está violentado en nuestra manera de vivir porque como en cualquier otra ciudad está llena de tacos (tránsito saturado) por todas partes. La forma de vida que es tan tranquila, pacífica, lenta, que ha vivido siempre el chilote de acuerdo a los movimientos de la naturaleza, de las estaciones, de las mareas, todo ese ritmo de vida se pierde absolutamente porque mientras mayor explotación hay aparecen otras empresas y las personas que manejan eso buscan otro tipo de colegios, de restaurantes, significa cambiar nuestro tejido social, nuestra manera de entender la realidad y cómo la vivimos, cómo caminamos las calles, todo. Es una transformación total.
—De alguna forma, eso se ve en uno de sus últimos libros Técnicas para cegar a los peces (2019), en que se registra un mundo en que se perciben demasiados transformaciones y fenómenos como el turismo desmedido, el abandono de las verdaderas necesidades de un lugar y la contaminación como efecto de la sobrepoblación de un lugar que no estaba preparado para eso. Incluso en un verso se dice «Nuestros ritos han entrado en fase terminal». ¿Usted percibe que este cambio en la vida de las personas en la isla es definitivo?
—O sea, no creo que nada sea definitivo. De hecho, estoy súper ilusionada con lo que está pasando en Chile con la Convención Constitucional y con la generación de jóvenes que está volviendo a la isla, que son chilotes que fueron a la universidad y en lugar de quedarse en otras ciudades, como era común, han estado volviendo y están pensando en el futuro de Chiloé para que recupere sus maneras de vida, que son las que creo que hay que rescatar: los tiempos, las relaciones entre las personas, la solidaridad, esta celebración de siempre estar juntos en las comunidades, eso se puede recuperar porque precisamente son jóvenes los que las están pensando otra vez. Se han armado movimientos políticos aquí en el archipiélago, se está postulando a Chiloé como región porque responder a los desafíos de este sistema de vida también implica involucrarse en los avatares políticos para que nuestras preocupaciones estén en el lugar donde se toman las decisiones. Así es que, creo que es terminal en el sentido que igual como estamos con el cambio climático son momentos de coyuntura altamente peligrosos, pero la esperanza es absolutamente necesaria. Creo que ninguna persona que es profesora, como yo, pueda permitirse no tener esperanza, sino no podríamos estar en la educación.
—Y en estos momentos de esperanza, como usted lo menciona, en que hay un cambio político en el país, también hay un compromiso suyo que se nota en Técnicas para cegar a los peces por las temáticas que se aborda. ¿Hacía dónde está dirigiéndose su poesía en este momento?
—Es difícil decirlo porque estoy trabajando en tantas cosas diferentes. Pero el último libro que acabo de publicar se llama La voz de la casa (2022) a través de Ediciones Universidad Católica del Maule (UCM). Son unos poemas que escribí entre mayo y junio de 2020, la universidad los subió a su web como un ebook para descargar gratuitamente mientras dure la peste, decíamos que iba a durar un año, «El año de la peste» (en referencia al título del libro de Daniel Defoe) como le habíamos puesto, pero ha durado más y ahora lo sacamos en papel, ampliado, con muchos más poemas y tiene también un ensayo acerca de escribir en el sur. Ese libro acaba de salir hace menos de un mes y explora lo que vino con la pandemia, cuando tuvimos que entrar en nuestras casas, y obligadamente, quedarnos adentro. Yo pensé que era un tiempo excepcional, se presentó como una oportunidad para remirar, en qué estábamos, qué está pasando con nosotros, qué estábamos haciendo con nuestras vidas, cuál era el sentido de la existencia y empecé a encontrar un montón de relatos, recuerdos y escenas que me remitían a la propia formación de muchos chilotes, que también son comunes para mucha otra gente, cómo fueron criados hace unas décadas, cómo transcurrían los alrededores de la cocina, cómo se educaban los niños, cómo participaban de las labores de las casas, cómo soñaban y se entretenían. Ese libro rodea todos esos temas, muchas escenas son como pequeños relatos líricos y en ellos siempre se van reconstruyendo ese estar dentro de las casas, estar dentro de este tiempo y dentro de este sistema. Todos los interiores que uno ha estado pensando en estos meses tan raros. Se llama La voz de la casa por eso, porque en realidad se está hablando desde ahí adentro, la casa también habla. A mí me maravilló que en los primeros meses de la pandemia mis nietos pequeñitos aprendieran a hacer pan, por ejemplo, como hacíamos nosotros y nos enseñaron nuestras madres y las madres de sus madres. Los niños de la ciudad ya no saben nada de esas cosas, ni de las labores hogareñas ni tampoco de la exploración que pueden hacer de esos mundos. Pareciese que afuera, en otro lado, está siempre lo deseable y en realidad el libro muestra cómo podemos ser tan intensos, tan interesantes, tan amorosos, conectar con el medio y con todo, desde dentro, desde lo que somos, reducidos a nuestro propio interior.
Por otro lado, puede ser un despliegue de un universo completo, el interior de un ser humano como sabemos.
—Leyendo algunos poemas de ese libro recordé un poco la exploración de su infancia que caracterizaba a Rolando Cárdenas, el poeta puntarenense.
—Es que si uno se pone a rastrear la poesía nos vamos a parecer bastante en los mundos los poetas de Punta Arenas, de Chiloé, de Valdivia. O sea, la atmósfera, cada uno usa los recursos de manera diferente, pero en los vientos, en la cocina, en las maneras de vivir, en las maneras de mirar por la ventana, todo eso hace un aire de familia.
—Precisamente, acerca de lo que mencionaba de la consciencia de la forma que en esa época tuvimos, en que nos comunicábamos y tratábamos de relacionarnos con los objetos cotidianos, lo que voy a decir fue un lugar común que se empezó a decir mucho en España en el sentido de que, ojalá que salgamos como mejores personas de este encierro. ¿Qué es lo que ha pasado? Termina la pandemia y ahora hay una guerra en Europa, con posibilidades de que se extienda, lo que va a tener una afectación importante en todas partes, así termine mañana las consecuencias van a ser enormes a mediano plazo.
—Como siempre el ser humano es de una complejidad… Vuelvo una y otra vez a las palabras de Nicanor Parra: «Somos un embutido de ángel y bestia». La educación en la que yo creo y en la que trabajo es para acercarnos más hacia el ángel nuestro y no hacia la bestia. Parecía que sucedería al habernos replegado a los interiores, al haber dejado un poco el mundo y soltado los lazos. Aparecieron animales que no habíamos visto hace un montón para volver a los espacios de afuera que ya no estaban llenos de autos ni ruido. Tuvimos la oportunidad, claro que la hemos tenido, como muchas otras veces en la historia del hombre, el problema es que esa vieja historia bíblica de Caín y Abel que muestra tan bien que volvemos a tener un enemigo en el otro y que no somos capaces de comprendernos es el largo ejercicio de la historia, es algo tan tremendo cuando uno lo piensa. Por ejemplo, la pandemia, el cambio climático y esta desesperación que tenemos con lo que está ocurriendo con el planeta, esta guerra que es tremenda transmitida casi en simultáneo, por lo menos aquí en Chile todo el día y toda la noche en todas partes, como si fuéramos espectadores de esa atrocidad. Uno pudiera decir: «¡Qué tiempos terribles nos han tocado!». Y acordarnos de la cita del cuento de Borges cuando dice «Nos han tocado malos tiempos como a todos los hombres», en el sentido que las distintas épocas han tenido sus dramas, sus tragedias, el mal siempre parece que nos sobrevuela. Y sí, no hemos estado a la altura de los desafíos. Hemos tenido esta oportunidad de pensarnos de nuevo, de reaccionar de manera diferente, pero no creo que por esas señales de los poderosos que toman decisiones y que nos tienen tan mal elimine el hecho de que, para algunos, se hayan eliminados las distancias sociales y económicas que permitieran o no que se mejorara, que nos hiciésemos mejores personas dentro de los hogares. No todos hemos podido salir con la misma vitalidad y la misma energía de los encierros. Hay gente que lo pasó tremendamente mal, que lo va a seguir pasando seguramente muy mal y uno no puede dejar de ver eso, pero pienso que todos estos impactos sirven para que una masa de la población como los niños que han podido tener contacto con los padres, esos padres esclavos que trabajaban todo el día y llegaban a altas horas y no los veían nunca, una buena parte de esa generación que se está formando va a tener esta experiencia de ternura, de encontrarse con otro y dialogar. Espero que eso funcione en una parte de los encerrados, no en forma masiva.
—Para finalizar quería preguntarle sobre aquello que muchos poetas han escrito tratando de explicar su poética. ¿Por qué escribe Rosabetty Muñoz?
—Eso sí que es difícil de decir. No sé porque escribo. Porque desde que era niña sentí el impulso de escribir. Creo que hay un destino vital, todo ha ido organizándose de tal manera que es como la columna vertebral de mi vida, todo se organiza en torno a eso. ¿Por qué ocurrió eso? Creo que tiene mucho que ver con mi infancia, con las comunidades distintas donde he vivido, con el cúmulo de lecturas que le debo a cada escritor un algo que ha ido alimentando a este mundo. ¿Por qué sigo escribiendo? Porque mientras más uno profundiza en las palabras y sea capaz de decir quienes somos, cada uno de nosotros y los que están cerca va a constituir el retrato del ser humano de nuestro tiempo y eso va a contribuir también a que otros se reconozcan, se miren con más indulgencia, se pueda tratar de entender que son aportes al diálogo. Creo que todo eso es importante para que la poesía se lea, pero también implica un gesto, una participación dentro de lo que que está ocurriendo en nuestros lugares. Por ejemplo, que la poesía tenga un lugar en la educación, que los jóvenes puedan leer y decir: «Yo conozco este mundo, este mundo me es similar. No sabía que tenia todo este peso, no lo había mirado de esta manera, no había abierto mi entendimiento hacia allá». Eso es lo que más me motiva.
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