Mi encuentro con David Foster Wallace
Escribeǀ Juan Ignacio Sansinena
Aquí tienen una historia extraña 1.
Era una mañana parecida a muchas mañanas anteriores pero con dos diferencias fundamentales:
- No me encontraba en mi ciudad, y
- Sentía que algo estaba por pasar.
Ese algo… esa especie de electricidad en las tripas, no sabía lo que era ni lo que significaba, pero lo sentía como un relámpago, y no era ni bueno ni malo, pero el hecho de sentirlo había hecho de mi mañana una mañana particular. Hacía frío por las calles cuando salí de mi habitación, era todavía muy temprano, pero desde mi perspectiva el sol brillaba y casi no había niebla. San Francisco había sido una buena elección y no lo lamentaba en absoluto.
La gente caminaba a su propio ritmo frenético por las calles, algo muy característico de la bahía. Repito que algo pasaba, pero no sabía explicar el qué. La música sepultaba en parte mis pensamientos, así que por un rato decidí bloquearlos intencionadamente para darme un respiro: me despabilé; subí el volumen al máximo y recorrí algunas manzanas mientras sonaba en los auriculares un poco de death metal. Seguí caminando, imperturbable, y cuando entré en la cafetería todo se fue a la mierda.
El reloj marcaba las ocho en punto de la mañana. No había mucha gente en la cafetería, tal vez cuatro o cinco personas. Pedí un café negro doble, busqué azúcar y me senté en una de las banquetas que daba a Market Street para espiar el inicio de la semana por la ventana mientras leía mi libro de turno 2. Cada vez que levantaba la mirada no reparaba en los rostros, solo me concentraba en el movimiento, en el fluir incesante de cabezas que iban en ambas direcciones. De repente algo llamó mi atención. Afuera, una camioneta GMC negra aceleró para llegar a pasar con el semáforo en verde y atropelló a una persona que iba en bicicleta. Mi primer impulso fue gritar, pero no me salió la voz. Simplemente me quedé callado, asombrado por lo que acababa de ver 3. Las personas de la cafetería salieron a ver qué había pasado y algunos curiosos comenzaron a sacar fotos con sus teléfonos. Para cuando llegó la ambulancia, el único médico que había entre la gente amontonada decía que el ciclista ya estaba muerto. Pasó un camión de bomberos por el lugar del accidente. No frenó. Cinco minutos después volví a la cafetería temblando en corcheas y sin entender si lo que había sucedido formaba parte de eso que sentía que iba a suceder. No me había pasado a mí, y me preguntaba si haber sentido algo raro era una señal de que tal vez podría haberlo evitado. El pensamiento rabioso volvía a aparecer. Terminé el café y pedí otro para llevar. Cuando salí de la cafetería ya habían limpiado la mancha de sangre de la avenida. La semana había comenzado.
Ni bien retomé la marcha, traté de calmarme respirando pausadamente. Puse otro disco, no recuerdo cuál, y continué mi camino sin sentido por Market Street hasta el inicio de Embarcadero, doblé hacia la izquierda y seguí caminando porque no tenía otra cosa que hacer.
A partir de este momento la historia cambia, se reinventa. No lo he señalado antes porque todavía no era necesario ni relevante, pero, llegado a este punto, me siento casi obligado a ajustar el relato para adecuar algunos detalles y referencias que van a entrar en juego posteriormente. Aquella mañana tenía puesta una camiseta negra con la cara de Picasso en el centro y una frase cerca de la línea de la cintura 4. Era una camiseta que había conseguido un buen tiempo atrás en un local de Mar del Plata y que usaba regularmente por su comodidad. Nada del otro mundo, si consideramos que podría haber usado cualquiera de las otras camisetas que tenía a mi disposición en el viaje, pero como la de Picasso la había usado para dormir la noche anterior y no me había bañado, no veía motivo para cambiarla. Me la puse, y gracias a ella, ocurrió lo siguiente.
Después de caminar cerca de una hora por Embarcadero llegué a North Beach. Ya se notaba el calor en el pavimento y el afluente de turistas cerca del famoso Pier 39 5. Seguí a paso apurado por Jefferson Street y unos minutos después, cuando la calle terminó, ya me encontraba dentro del Aquatic Park con su vista abierta a la imponente isla de Alcatraz. Había sido una mañana extraña y el mediodía estaba a la vuelta de la esquina, así que me eché en la hierba a seguir leyendo para hacer tiempo antes de ir a buscar algo para comer a Michaelis 6. Estaba sumergido en la poesía sucia y hermosa de Bukowski cuando sentí que una persona se colocaba cerca de mí. Los rayos del sol no me dejaban apreciar más que la silueta de alguien que ahora estaba a unos pocos metros de distancia, sentado y, ahora me fijé, mirándome con una sonrisa entre los labios. Achiné un poco los ojos y traté de enfocar la mirada. Era un hombre de contextura robusta, de unos treinta o treinta y cinco años de edad, vestido con unas bermudas verdes con bolsillos en los costados, zapatillas New Balance castigadas, medias blancas hasta la mitad de las pantorrillas, gafas redondas a là Lennon y un pañuelo color crema sobre la cabeza. Parecía amigable, pero yo no lo era y nunca lo había sido, menos con extraños y mucho menos en ciudades ajenas y después de lo que había ocurrido horas antes. Ya no sentía esa electricidad en las tripas, el relámpago se había desvanecido con el corte del hilo de Átropos y solo me quedaba un poco de hambre y una desolación perfectamente controlada a través del arte escrito en absoluta calma.
Seguí leyendo. No me importaba. O tal vez sí, pero el accidente había transformado temporalmente una parte de mi percepción y no quería hacer otra cosa que lo que me apeteciera, y como me apetecía estar tranquilo y no ser molestado, no reparé en nada ni nadie por un rato.
El rato pasó y esta persona seguía sentada cerca, muy cerca. No había forma de evitar su mirada cada vez que algo se retorcía dentro del libro y me obligaba a apartar la atención de las palabras. Estaba sentado en la hierba, igual que yo, como esperando su turno para entrar en escena. Finalmente lo hizo. Se puso de pie, dio unos pasos torpes y se sentó a mi lado.
Lo primero que hizo fue presentarse. Dijo su nombre. Parecía nervioso. Yo le devolví el gesto con moderada empatía.
— Te vi caminando hace un rato cerca de Leavenworth, estaba comiendo una hamburguesa y me fijé en tu camiseta, pero no pude leer la frase, ¿te molesta?
— No, para nada – dije.
Estiré mi camiseta hacia abajo.
— ¿Crees en eso?
— Creo que sí, pero depende del tipo de arte del que estemos hablando, ¿verdad?
— Verdad.
Si la charla hubiera terminado en aquel momento, después de cumplir su deseo de leer la frase en mi camiseta, me hubiera sentido bien, pero no fue así. Hice una mueca con los labios parecida a una risita pueril y volví a la lectura por unos instantes, tratando de concentrarme en el pájaro azul de la página 120 del libro. Después de dudar un momento, y sabiendo lo mucho que me había arrepentido en situaciones similares en el pasado, decidí cerrar el libro y le ofrecí un chicle de menta.
— Gracias, Juan.
— Bueno, ¿y qué te trae a San Francisco? – pregunté.
— Ayer fue mi cumpleaños.
— Feliz cumpleaños, entonces.
— Sí, gracias.
— ¿Viniste solo a la ciudad?
— Sí, necesitaba hacerlo 7.
— Todos necesitamos hacerlo de vez en cuando. Yo también vine solo.
— Y eres escritor, ¿no?
La pregunta me descolocó un poco.
— Me considero un lector ávido al que le gusta escribir algunas idioteces cuando tengo tiempo. Me daría miedo llamarme a mí mismo escritor.
— ¿Por qué?
— Porque engloba demasiados conceptos paralelos. No todo el que escribe es escritor. Tocar la guitarra no te transforma en guitarrista y tener plumas no te convierte en gallina.
— Entiendo perfectamente tu argumento.
Durante unos minutos, la charla tocó cuestiones más o menos parecidas. David preguntaba tímidamente y yo me limitaba a contestar con ambigüedades cargadas de verdades personales. De todos modos, existía una posibilidad muy grande de que no nos volviéramos a ver.
— Bueno, ya te molesté demasiado… —dijo David, encogiéndose de hombros.
— No lo hiciste.
— No importa, tengo que irme, tengo que seguir mi camino.
— Bueno.
— Si no tuvieras puesta esa camiseta, tal vez nunca me hubiese acercado…
— Entonces estoy muy contento de no haberme duchado esta mañana.
Le di la mano cálidamente. Durante ese instante sentí su piel cargada de energía, como si su palma fuese electricidad pura y cada dedo un rayo de distinta intensidad. Se puso de pie y se fue caminando en dirección al Museo Marítimo; lo perdí de vista después de que un mar de gente lo absorbiera cuando ya estaba cerca de Van Ness Avenue. Después de ese encuentro fui a comer y unos días después, enmarañado de cosas, volví a mi ciudad.
El tiempo pasó, unos dos o tres meses. Tal vez cuatro.
Estaba con mi novia en un local de películas piratas buscando algo para ver esa noche de jueves. Como siempre, yo buscaba algo que me motivara y ella algo que le divirtiera. Revolviendo las pilas de discos, investigando los anaqueles de thrillers, comedia, documentales y demás, Gala se sintió atraída por una película en particular que acababa de ser estrenada en los cines. La predilección por lo nuevo era algo que siempre la había caracterizado. La película se llamaba The end of the tour y estaba protagonizada por Jesse Einsenberg y Jason Segel. Cuando me mostró la portada me sentí cautivado, y cuando vi los actores principales y el dueño del local nos contó que era sobre un escritor que no conocía, no hubo mucho más que pensar. Pagamos, subimos al coche y nos escabullimos a casa.
Vimos la película. Trataba sobre el encuentro en 1996 del periodista David Lipsky, de la revista Rolling Stone, con David Foster Wallace, escritor norteamericano de 34 años y responsable de La broma infinita, novela que lo había catapultado a la fama mundial. La película en sí no brillaba mucho, pero eso no era lo importante. Mi atención se había centrado enteramente en el personaje interpretado por Jason Segel y en su vestimenta. Usaba una bandana en la cabeza en casi todas las escenas y llevaba unas gafas redondas que hacían que me acordara de alguien. Tardé un tiempo en ordenar mis pensamientos y atar ciertos cabos, y pasaron unos días hasta que finalmente me puse a investigar sobre el autor.
La primera foto del verdadero David que vi fueron como mil patadas de asombro en la cabeza.
Instantáneamente, como un impulso involuntario salido de mis extremidades -y mientras empezaba a chorrear como si estuviera en un sauna turco con diez sudaderas puestas- abrí YouTube y escribí DAVIDD FOSSSTE WALLACEEE con una urgencia impropia de mí. Lo primero que apareció fue una entrevista realizada el 27 de marzo de 1997 por Charlie Rose, un periodista que yo desconocía pero que en teoría era importante. Y ahí estaba él, con su bandana y sus gafas, su camisa blanca y su corbata bordó, lleno de tristeza e ingenio, tratando de hacer un esfuerzo sobrehumano para adecuar sus palabras y pensamiento a su torrente incontrolable de ideas. La pantalla me absorbió como en una trama de ciencia ficción. Treinta y dos minutos y treinta nueve segundos después, me volví loco.
Comencé entonces a reunir toda la información disponible de mi nuevo descubrimiento de manera frenética. Gala no era ajena a mi comportamiento compulsivo, pero admito que estuvo asustada durante algunas semanas al verme transpirar de esa manera y, en teoría, sin motivo. Fui a todas las librerías de la ciudad y salí de muchas de ellas decepcionado porque ni siquiera sabían de quién estaba hablando. “¿Foster qué?” era la respuesta más común 8. No me desalenté. Pedí algunos ejemplares usados por Internet. Descargué cuentos, ensayos, frases, párrafos, pensamientos, todo lo que pudiese encontrar, y los leí durante meses con la angustia de alguien que llega tarde a los fuegos artificiales y solo siente el olor a pólvora en el aire. O peor, alguien que tuvo en su mano el encendedor para prenderlos justo antes de que la tormenta irrumpiera en el cielo.
Leer a Wallace es una experiencia poderosa e inaudita, agotadora, intensa y entretenida. Todos sus libros son de una complejidad diabólica, retorcidos, repletos de juegos, acertijos y brillantez y, al mismo tiempo, son capaces de analizar crudamente la realidad con una pluma áspera y desoladora. Basta leer algunas líneas para darse cuenta de que estamos frente a un autor enfermo y genial, atormentado por una autoexigencia imposible de soportar para su débil estructura psicológica, una persona que en público hacía esfuerzos por resultar encantador pero que en privado se castigaba por su extrema necesidad de atención.
Heredero de la tradición posmoderna de los años 50 y 60, primero tomó notas bajo esa sombra instructiva y luego se desvió, rechazó sus preceptos para acercarse más a una literatura “sanadora” con el poder de curar las heridas, se volvió un tanto más moralista pero sin perder en ningún momento el potencial formal, quirúrgico y visionario. Esa fue una de sus luchas fundamentales: tratar de recuperar el sentido más idealista de la literatura sin renunciar a su esencia iconoclasta y experimental.
“El mundo en el que vivo consiste en 250 anuncios al día y en un montón increíble de opciones de entretenimiento, la mayoría de las cuales son subvencionadas por corporaciones que quieren venderme cosas”, declaró en algún momento Wallace 9. Fanático acérrimo de la Coca Cola, la comida basura y Expediente X, pocas veces Estados Unidos ha producido un autor de semejante talla, tan sumido en la idiosincrasia de su civilización y sin embargo tan crítico y brutalmente sincero al razonar sobre ella. Una persona llena de conflictos que hablaba desde el corazón mismo del propio capitalismo, desde dentro 10, a otros como él, semejantes, no tan afectados ni tan lúcidos ni superdotados pero sí tocados, irradiados, por la onda expansiva de la cultura norteamericana si la entendemos como un sumario de la era tecnológica y una época sujeta a un progreso tan restrictivo como una bala sin dirección ni sentido.
Llegado a este punto, podría bajar un poco la cabeza y empezar a llenar los espacios vacíos, oficiar de reseñista puro y duro y hablar específicamente de alguna de sus creaciones más inspiradas y bellas, pero no es lo mío. Es extraño cómo uno llega a distintos autores en diferentes momentos o etapas. Lo normal es que se presenten por medio de alguna recomendación, pero lo más especial es cuando, simplemente, aparecen sin haberlos buscado.
He tenido la suerte de encontrarme innumerables veces en sueños con Hunter Thompson, he compartido cervezas y pintas de whisky con Bukowski y su pastelito, le he ofrecido cigarrillos liados a Carver y una vez vi caminar a mi querido Ernest por aquel encanto de callejuela que es la rue Mouffetard. Mi encuentro con David no fue un sueño, fue real y a la vez irreal, estaba despierto aunque me deslizaba como un sonámbulo por aquella suerte de realidad fragmentada que para algunos de nosotros es la vida. Pensándolo en retrospectiva, tal vez no estaba preparado en aquel momento para tal intensidad.
Ahora pasaron más de dos años de aquel encuentro y hace un mes se cumplieron nueve años de su suicidio. Estoy vivo y siento una profunda tristeza que no sé si me abandonará algún día. Mis tripas me aseguran que no, mi corazón duda y mi cabeza ya no puede cargar con tanta angustia. Es momento de mirar hacia delante. Nunca antes había contado lo que sucedió porque era mío, tan personal e íntimo como la locura intrínseca que vive dentro de cada uno de nosotros. Ahora, esta historia le pertenece a ustedes.
Alguien que no fui yo dijo una vez que es necesario que los finales sean fuertes, que te dejen algo más allá de las palabras leídas. Nunca fui bueno escribiendo finales. Por eso, qué mejor que volver al principio parafraseando al responsable de todo esto:
“Eso de que la verdad es más extraña que la ficción es un mito. En realidad son igual de extrañas las dos. Las cosas más extrañas tienden a suceder”.
Nos vemos luego.
Juan Ignacio Sansinena
Mar del Plata, 8 de Septiembre de 2017.
1 Una introducción así tal vez sea atractiva, pero de ninguna manera considero fácil de abordar esta historia. Pareciera que, en la actualidad, los artículos literarios responden casi exclusivamente a una lógica de mercado, situando al lector en el papel de consumidor pasivo y dejando de lado cuestiones fundamentales. Me resulta difícil, sino imposible, contar una historia o escribir una reseña sin ahondar en cuestiones de referencia, las cuales creo que son las que hacen que algo resulte interesante, ameno, cautivador. Mi intención es que lean, claro, y por esa razón decidí arbitrariamente comenzar resaltando que esta es, sin lugar a dudas, una historia extraña, porque ciertamente lo es, aunque también exista algo intrínseco y oculto entre líneas.
2 Días atrás había comprado The last night of the Earth Poems de Charles Bukowski y lo estaba leyendo por segunda vez. “Libro de turno” puede sonar despectivo en algunos círculos, pero en este contexto es meramente un añadido necesario para que el relato no se trunque.
3 Algo de ese suceso todavía se encuentra alojado en mi retina, lo cual lamento profundamente. En mi mente quedó construida la secuencia del accidente como una especie de storyboard que en ocasiones aparece frente a mis ojos con una claridad desconcertante. Fue la primera y, hasta ahora, única vez que vi algo de semejantes proporciones, donde la condición humana perdió toda la humanidad que le quedaba al fugarse con total impunidad.
4 “Art is a lie that make us realize truth”.
5 No voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque no viene al caso, solo quiero resaltar el olor a cangrejo quemado, el ruido constante de artistas callejeros sin talento y la increíble cantidad de ofertas de camisetas, anteojos y chucherías por toda la zona.
6 Esta vez sí voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque se lo merece, ya que fue en este lugar donde comí los sándwiches más ricos de toda la ciudad. No solo quienes atendían eran personas cálidas y amables, sino que estaban predispuestas a ayudarte si estabas perdido, a cobrarte menos si estabas corto de dinero y hasta darte consejos en base a tus preguntas, desde si añadirle queso americano o provolone a tu Corned Beef Sandwich o si Dios existía y cuál era el lugar del ser humano en el mundo. 901 North Point Street y la esquina de Larkin. De nada.
7 Respuestas así siempre dejan un pequeño margen para que la otra persona especule las razones, o al menos, los motivos de porqué alguien llega a contestar una pregunta relativamente sencilla y directa de manera abierta. De todas las opciones posibles, David había optado por una respuesta enigmática, enclaustrando sus palabras dentro de un contexto de imperiosa necesidad humana. Me di cuenta, claro, pero como yo hacía lo mismo cuando quería que la charla se desviara hacia mi propio campo, no profundicé en ello.
8 Muchas de las personas que trabajan en librerías desconocen el poder que tienen sobre los lectores, y he vivido en carne propia numerosas situaciones de desconcierto al preguntar por ciertos autores. Sin pensarlo demasiado, me ha ocurrido por ejemplo con títulos de Kenzaburo Oé, Boris Vian, Hanif Kureishi, Malcolm Lowry y también, por increíble que parezca, Dylan Thomas.
9 Wallace en su entrevista del 8 de marzo de 1996 con Laura Miller para Salon (recogida en Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn [2012: p. 90]).
10 Desde él mismo.