Roberto Merino: «De todos los libros posibles, me fascinaron los que reconstituían una realidad»
Escribe | Roberto Bayot Cevallos
Encontrarse con Roberto Merino pareciese mucho menos difícil de lo que realmente es, cuando se lo ve caminando por la calle, a paso lento, con la mirada encajada en el horizonte o suspendida en alguna efervescencia inmóvil, quizá elucubrando sobre tal o cual fenómeno de la vida contemporánea en una ciudad como Santiago de Chile, donde la velocidad con la que conviven sus habitantes es el desafío diario. Tal vez, ese ha sido el mayor reto de este cronista, al hilvanar persistentemente durante las últimas tres décadas una obra en sentido opuesto a la inmediatez, un registro fragmentario y meticuloso que ha restituido la memoria urbana desvanecida, junto a los estados anímicos que particularizan este proceso desde el pasado para intentar comprender el presente, una sensibilidad detenida en el transcurrir santiaguino, tal como el autor que las alumbra.
Con frecuencia, las crónicas de Merino se publican cada lunes en Las Últimas Noticias, así como cada 15 días en el suplemento Revista de libros de El Mercurio, ambos medios de circulación nacional en Chile. Antes, desde mediados de los ochenta, construyó paulatinamente una trayectoria en las redacciones de las revistas Apsi, Don Balón, Paula, Hoy, Domingo y Fibra. En consecuencia, cada cierto tiempo, sus textos aparecen en recopilaciones bajo nuevos matices, con otros parámetros temáticos que los encadenan, detectando sus evoluciones como escritor, tal es el caso de Santiago de memoria (1997), Horas perdidas en las calles de Santiago (2000), En busca del loro atrofiado (2005), Todo Santiago (2012), Barrio República (2013), Pista resbaladiza (2014), Padres e hijos (2015), Por las ramas (2018). Además de los volúmenes de poesía Transmigración (1987) y Melancolía artificial (1997), los perfiles Chilenos universales (1995) y los ensayos Luces de reconocimiento (2008) y Lihn. Ensayos biográficos (2016). Por el conjunto de su obra, en su mayoría compuesta por un género periférico dentro de las letras como es la crónica, el año pasado su nombre sonó con fuerza para adjudicarse el Premio Nacional de Literatura en Chile, reconocimiento que finalmente fue otorgado a la escritora Diamela Eltit.
La minuciosidad en la prosa de Merino, por un lado producto de sus inicios como poeta y por otro como lector omnívoro de todo lo escrito en antaño sobre Santiago, se presta para experimentos editoriales, gracias a los cuales se han recuperado cientos de textos mimetizados en medio de la borrasca noticiosa que enmarcó el día de su primera publicación. Así, también, por medio de ella, ha rescatado de su presencia utilitaria y nominal la existencia de parques, edificios, esquinas, calles, vaivenes atmosféricos y personajes olvidados del paisaje santiaguino, pero sobre todo las emociones que se evocan tras su lectura, en ejercicios de reminiscencias ajenas que con el paso de los años fueron fundiéndose con las autobiográficas, que invitan a reconciliarse con la ciudad y su entorno, a verla desde una óptica asombrada por la prosaica cotidianidad.
Después de lo descrito, daría la impresión que Merino es un obseso de la escritura de sus crónicas, cuando, más bien, es todo lo contrario. La clave de esto es que, después de años en el oficio periodístico, cada semana cumple con rigurosidad y templanza una rutina que ha ido puliendo: apenas dedica unos minutos a la redacción de cada texto, sin plan previo que lo vertebre, siempre a pocos instantes de la hora de cierre. Una cábala o método que según él no tiene mayor explicación y que consuma en alguna mesa del concurrido café Tavelli de calle Andrés de Fuenzalida, desde donde también ausculta los rumores de la ciudad. En ese lugar nos encontramos para una entrevista, tras haber coincidido con él, accidental y afortunadamente, semanas atrás, en la despejada vereda de un barrio sobre el que existe un prontuario descrito por doquier en sus libros.
—Dentro de su trabajo periodístico. ¿Cómo fueron sus inicios como reportero?
—En general, fue gradual porque entré a trabajar en cosas aledañas a la producción periodística. Empecé como ayudante de corrector de pruebas en los turnos de noche, un tío mío me consiguió esa pega. Y bueno, al poco tiempo me había ido a la revista APSI (Agencia de Prensa de Servicios Internacionales) donde estaba haciendo trabajo periodístico propiamente tal, pero no escribía sino que ayudaba a editar, ayudaba a la producción. Luego, mi primer artículo reporteado era sobre unas estatuas inconclusas que están en la Plaza Almagro, que hay unas piedras de 6 o 7 metros. Había una historia misteriosa que la pude dilucidar porque me contacté con la familia del escultor Lorenzo Berg, era una escultura que nunca se llevó a cabo, quedó a medias, le quitaron el financiamiento y se le dieron a un escultor oficial que se llamaba Galvarino Ponce que hizo una escultura de Pedro Aguirre Cerda hacia la calle Bulnes, que es una escultura muy mala. Entonces, lo de Lorenzo Berg implicaba un concepto mayor y lo que me emocionó particularmente era que yo insistía que tenía un vínculo con Stonehenge, las misteriosas esculturas en Inglaterra. Y revisando los papeles de Lorenzo Berg en su casa, quien ya estaba muerto, me dejaron ver sus anotaciones, él había estado en Inglaterra y tenía bocetos de Stonehenge, entonces mi teoría no estaba tan desencaminada.
—Fue una intuición. ¿Qué edad tenía cuando escribió esa crónica?
—No era tan joven, eso tiene que haber sido en 1987, cuando tenía 25 años. Fue entretenido. Eso fue lo primero que tuve noción, que vi aparecer el día lunes en la cuestión publicada y me dio una emoción porque era algo que no había vivido nunca, ¿cachái? Pero era un reportaje, no era una crónica en el sentido como las que he hecho posteriormente. Estaba pensado como reportaje.
—¿Y ese texto está inédito o en libro?
—Hay un libro que se llama Todo Santiago que engloba todo: Santiago de memoria, Horas perdidas en las calles de Santiago y textos que no están en ninguno de los dos libros, en un orden distinto sí. Aquí tendría que estar el texto, se llama «Aguirre, la ira de las piedras». Finalmente era un homenaje a Aguirre Cerda todo esto. Aquí está todo —toma entre sus manos un ejemplar de Todo Santiago— porque lo que hizo Andrés Braithwaite con este libro es que pescó Santiago de Memoria, Horas perdidas en las calles de Santiago y todas las crónicas sobre Santiago que no habían aparecido en libro y le dio un nuevo orden a todo, de ahí salió Todo Santiago.
—¿Braithwaite fue su editor cuando entró a LUN hace 17 o 18 años?
—Con Braithwaite tengo una relación muy larga. Él era el editor general de la revista APSI cuando yo entré, él era levemente mayor que yo pero tenía mucha más experiencia laboral y me enseñó muchas cosas. Fui como su ayudante. Era un tipo hosco, no era una persona simpática en ese momento. Medio sarcástico, medio distante, pero le debo mucho en términos del oficio periodístico. Después, con el tiempo, nos fuimos haciendo amigos y después ha sido el editor de casi todos los libros que he sacado.
—Hubo un corto período entre inicios y mediados de la década pasada en que, además de usted, escribían en Las Últimas Noticias Roberto Bolaño, Juan Villoro, Enrique Vila Matas, Rafael Gumucio, unos jovencísimos Alejandro Zambra y Leonardo Sanhueza.
—Era Braithwaite el que armó todo ese grupo.
—Pero, ¿recuerda el día que fue a reportear por primera vez?
—Fui a hablar con la familia de Don Lorenzo Berg y las piedras (del monumento rupestre en el Parque Almagro) ya las conocía mucho, tenía varios años de vagancia por Santiago. Entonces me conocía todos los lugares en general, los lugares de una cierta zona porque Santiago es muy grande. Ya tenía la idea de hacer algo sobre Santiago desde el año 1981, pensando en la génesis de estos textos urbanos. Ese año empecé a estudiar cómo escribía Flaubert y dije «lo que tengo que hacer es escribir una página como Flaubert». Y escribí una página inventada sobre el barrio Poniente, por la zona de la calle Cienfuegos, que era un dispensario de beneficencia de la salud y la demolición del sector, que sé yo, era una escena de demolición y llegué al punto en que dije que podía hacerlo y chao. Pero pensé que había elegido un tema urbano, ya estaba en 1981 metido en una cuestión así, indagaba, me metía a los lugares, investigaba.
—¿Sin que se concrete un texto durante la búsqueda?
—Me acuerdo que veía en el mapa, no había nada de internet. Usaba mucho la guía de teléfonos y los mapas que había atrás. Me conseguí un mapa del Instituto Geográfico Militar y ahí empecé a seguir las líneas de trenes y cachaba unas estaciones que se veían muy extrañas en la calle San Diego. Cuando uno iba hacia la Gran Avenida pasaba una línea de tren. Un día me fui para allá y había unos portones, los forcé un poco y me metí para dentro, en unos descampados llenos de paja seca y líneas de tren y era de los milicos. Entonces me pescaron los milicos, me hicieron un pequeño interrogatorio, nada grave e importante, ese tipo de indagaciones. Puente Carrascal era una huevada que íbamos a ver con un grupo, un tipo de peregrinación, con un grupo de amigos adolescentes y andábamos en un auto Morris que era del papá de alguien. Era un puente totalmente metafísico, que era como de los años diez, metido en un ambiente de fábricas con humo y de techos de aglomeraciones urbanas. Entonces en la noche era muy espectral. Se veía como humo amarillo saliendo de una chimenea en la noche de invierno con niebla, una chimenea tirando un humo profundamente amarillo. Entonces era casi como una imagen futurista o de otro planeta. Pero perdida, nadie va para allá.
Traslados por la ciudad
Merino ha vivido en al menos una decena de puntos de la ciudad como la calle Marchant Pereira (Ñuñoa), en Ricardo Lyon con Simón Bolívar, en la intersección de Obispo Donoso y Obispo Salas, en Carlos Antúnez con Hernando de Aguirre, en calle Andrés de Fuenzalida (Providencia), en el barrio Yungay, en la calle Profesor Carlos Porter con Vicuña Mackenna (Plaza Italia), en la calle Gertrudis Echenique (barrio El Golf de Las Condes), entre los que recuerda en una rápida enumeración.
Sin embargo, afirma que mantiene un afecto simbólico con la calle San Isidro y su continuación en la calle Miraflores, al haber vivido en ellas su infancia, adolescencia y los primeros años de vida de sus dos hijos: «eran como dos momentos liminares». A las que agrega el colindante cerro Santa Lucía, emplazado en mitad del centro santiaguino: «era una zona muy conocida porque eran lugares por los que andaba siempre, a veces en las noches cuando joven, sin tener nada que hacer me inmiscuía caminando por esas calles y en esa época no tenía ni el 0,2 % del uso turístico que se le ha dado hoy. No existía como tal. Era un barrio donde vivía gente. Pero esa era mi zona, fíjate. Ese eje, sur-norte».
—¿A lo largo del tiempo que lleva publicando cómo ha hecho para irse renovando en los temas que trata en los textos?
—Sin ningún esfuerzo. Yo creo que la renovación se da simplemente por los cambios inherentes a la realidad externa y al tipo que mira, al observador. Eso está en permanente cambio, ajustes, entonces a veces los temas parecieran repetirse pero no los puntos de vista. Los puntos de vista intentan otros contenidos, por lo tanto no es algo que me preocupe. Sé que no me estoy repitiendo en el mal sentido, sé que las antenas con respecto al presente me siguen funcionando bien, a pesar de que a veces no pareciera muy vinculado a la contingencia las antenas del presente las tengo prendidas todo el tiempo. Me hago un poco el distraído pero cacho.
—¿Por qué se hace el distraído?
—Porqué a veces es muy desagradable quedar atrapado en el énfasis y la pasión de las discusiones ideológicas, entonces de repente me hago el que no sé nada no más. Me desagrada la discusión, la verdad. Quedo con una sensación muy mala después de discutir, aunque pierda o gane la discusión.
—¿Se refiere a la literatura chilena?
—No, a los temas como les llaman «candentes», de actualidad, políticos, temas ideológicos en general. No creo que se llegue a mucho y me parece que favorece incluso a una especie de enceguecimiento acelerado y que se quiere imponer una opinión y no esclarecer una realidad. Y ahí sí que no quiero estar en eso y a veces uno cae, porque a veces uno se pica. Dan ganas de contestar y de meterse donde nadie lo ha llamado, como le pasa a muchos.
—Aproximadamente estamos hablando de tres décadas y media en el mundo de la literatura. ¿Qué cosas le causan resistencia de esto como escritor?
—En general, me causa resistencia el concepto del mundo de la literatura. No me relaciono con eso, no lo busco ni es un fantasma que me produzca deseo. Esa proyección como mundo de la literatura no existe, no lo veo en verdad. Sólo puedo vincularme con personas como individuales y con las interrelaciones de esas personas, pero el mundo de la literatura no lo veo por ninguna parte. No sé dónde está, editoriales, no sé qué es, tampoco me interesan las editoriales, no me interesa la gente que trabaja ahí. Tengo amigos, y de esos amigos algunos son escritores y con algunos hablamos de literatura y con otros nunca. Entonces prefiero ir un poquito más disgregadamente. Prefiero no ser profesional en el fondo.
—Por su obra de forma fragmentaria ha estado presente muchos años en los medios de comunicación. ¿Ha llegado a un punto en que le reconocen, como nos sucedió, en la calle?
—Sí, sí, me pasa. Es una huevada rara. El problema creo que tiene que ver cuando se produce algo parecido a la duración, es un arma de varios filos porque implica también una deuda psicológica respecto al tipo que admira, en cierto modo uno le debe algo, te está dando su admiración, pero eso no es gratis, cachái. Estoy pensando paranoicamente. Estás a punto de ofender. Para la gente realmente famosa ese fenómeno es extremo. No lo saludas, no lo miras y ese admirador se puede transformar en tu gran odiador.
—En este tiempo de las redes sociales en que todo el mundo se entera en 10 minutos…
—Además, no hay ningún tipo de mediación antes de opinar, como decía Raúl Ruíz: «En Chile primero se opina y después se piensa». Te pueden comer vivo por no haber saludado a un gallo en la calle. Tanto la admiración como el odio están en un nivel muy superficial, a punto de saltar. Y son intercambiables. Pero no soy muy admirador, tengo desconfianza hacia esa categoría. Trato de relativizar, no absolutamente, no enteramente, nunca quise ir a tocarle el timbre a Borges en Buenos Aires. Hay distancia no más: el hueon vivía allá, yo acá, no hay para qué conocerse. Pero estamos hablando de Borges, un célebre del mundo —Ríe desahogadamente antes de rematar la frase—. Un tiempo fue un deporte nacional ir a ver a Borges en Buenos Aires.
Santiago, la ciudad que se reescribe
A partir de Borges surge en la conversación el nombre de Joaquín Edwards Bello, la vinculación de ambos con el Ultraísmo español, el libro dadaísta Metamorfosis (1921) que escribió el segundo, sus crónicas sobre la vida nocturna sevillana y madrileña y su primo político Vicente Huidobro. No en vano, Merino es uno de los mayores especialistas en Edwards Bello y recopilador de sus Crónicas reunidas, un colosal proyecto editorial que ya va por su sexto volumen. Es tal el grado de cercanía que conserva con la obra del Premio Nacional de Literatura 1943 —el otro cronista que también lo obtuvo fue Daniel de la Vega una década después, y a quien, también, evoca con similar confianza— que, al referirse a él, suele llamarlo por su nombre de pila, «Joaquín», a secas.
—En la entrevista que le hizo Leila Guerriero usted cuenta que su padre le dijo: «lo que tienes que leer es esto» (Cuando le entregó los libros de Joaquín Edwards Bello). Es una imagen simbólica de un conocimiento heredado de padre a hijo. ¿Qué cambió en su vida a partir de ese regalo?
—El cambio de acción fue retardado, levemente retardado. Yo estaba leyendo cronistas, esto viene de mi abuelo, él tenía una biblioteca de muchas cosas chilenas y había muchas crónicas, algunas muy malas y otras mucho mejores. Está Enrique Bunster, Daniel de la Vega, Máximo Severo, Rafael Frontaura, Nathanael Yañez Silva, una chorrera de gente memorialista y yo estaba muy entusiasmado con Daniel de la Vega porque me mostraba un mundo que no conocía, una cuestión de la vida nocturna chilena de los años diez y veinte, la vida teatral, el trasnoche, todo ese tipo de cosas. Cuando mi papá me vio leyendo eso fue a un lugar que había al fondo de la casa y me pasó Las crónicas, Las nuevas crónicas y Hotel Oddó, tres libros de Joaquín (Edwards Bello) en Editorial Zigzag. Tenía 13 años, me pareció frío en relación a la calidez de Daniel (de la Vega) y, de repente, me acuerdo que en la playa Punta de Tralca, ¡PUMMM!, se produjo ese fenómeno…, que la cuestión me absorbió y ya no pude parar de leerlo. El otro que leía era Jorge «Coke» Délano, que había sido de mi colegio y contaba cosas ahí del año 10, pero había una viva vinculación al pasado en esas lecturas y que yo las tomé no sé por qué, sin ningún tipo. Me interesaron de por sí, nadie me dijo que leyera esas cuestiones. De todos los libros posibles, los que me fascinaron fueron esos, los que reconstituían, aunque sea fantasiosamente, una cierta realidad. Todos los libros que trataran de la realidad aunque mintieran, eso es lo que me fascinaba de niño, mucho más que la ficción. De ahí entró mi viejo con este mandato, que en verdad tenía razón, y a la vez él había heredado a Edwards Bello de su propio padre porque mi abuelo tenía algún vínculo con Joaquín. Le dedica un par de crónicas por ahí. Entonces, Edwards Bello era como una presencia en esa casa, se conversaba de él de repente. Por lo tanto, es muy raro el destino, terminé encargado de las crónicas reunidas. Nunca pensé que me iba a pasar algo así.
—Van cuatro o cinco tomos…
—Llevamos cinco y hay otro listo. Ahí están esperando los libros, el trabajo ha seguido, falta mucho material todavía.
Aquí cabe hacer un inciso para entender a cabalidad el tipo de textos que escribe Merino, ya que en Chile hace más de un siglo —a diferencia de la visión con que se ha rescatado en el resto de Latinoamérica en las últimas dos décadas— se acostumbra llamar tradicionalmente «crónica» a un género más vinculado al ejercicio subjetivo del columnismo literario, sobre todo presente en un espacio de respiro al flujo noticioso de la prensa, como explica Daniel Rozas en el prólogo de su libro Conversaciones con cinco cronistas chilenos contemporáneos (2016), en el que se incluye un capítulo entero con una entrevista a Merino. Durante el siglo XX están los ejemplos de Roberto Arlt en Buenos Aires, Jorge Ibargüengoitia en Ciudad de México, Rubem Braga en Río de Janeiro o el mismísimo Edwards Bello en Santiago. Por ende, si bien desarrolla un estilo literario y que claramente identifica la voz y el punto de vista de su autor, no explora las técnicas de la ficción intercalada con reporterismo duro en terreno y profundización de la investigación que sí emplean otros escritores en el continente en revistas o suplementos especializados. A través de este registro personal, de las señas particulares de su entonación como cronista es que Merino ha dejado huella en la literatura chilena.
—En la crónica «Santiago Demolido» escribe «La demolición ha sido una lamentable tradición santiaguina, casi un deporte local», con respecto a la larga lista de edificios que podrían haber sido patrimoniales y fueron demolidos. En otra crónica llamada «El fantasma de la demolición» dice que «Es el problema eterno: donde hay un poco de memoria, los funcionarios meten la aplanadora. Edwards Bello se cansó de decir que demolemos por imprevisión y por costumbre, sin considerar los trastornos sino sólo el negocio del momento». Usted ha sido testigo y alguien que ha aportado a la reconstrucción de la memoria de la ciudad, ¿cómo observa el crecimiento actual de Santiago?
—En general no tengo ningún reparo respecto a la ciudad nueva. Me gusta, incluso. Lo que sí me parece, y suscribo, es que no hay ningún tipo de consideración por algo más allá que el rédito que se le puede sacar al terreno. Entonces, es muy raro que una constructora haga una excepción porque el edificio que van a demoler tiene un valor afectivo o estético. A veces se ha dado, o sea, el edificio donde yo viví de la familia Babarovic en Carlos Antúnez con Hernando de Aguirre lo compraron para demolerlo, habían comprado toda la cuadra. Y, sin embargo, por una pequeña campaña que se dio en El Mercurio los tipos dejaron el edificio, incluso le restituyeron las rejas originales y lo conectaron a través de un túnel transparente al edificio nuevo, quedó incorporado, en la misma esquina donde siempre estuvo como una referencia urbana. Es un edificio de ladrillos muy lindo. Ahí hay un ejemplo. Se van dando ejemplos, en los cuales los tipos respetan un ancho de vereda y un alto del zócalo, que tiene que ver con cómo uno se introduce en esos espacios, una cuestión anímica. Es distinto tener un techo que te da en la frente que un techo que te da una perspectiva, aire. Entonces, de repente, hay proyectos inmobiliarios que consideran esos factores aparentemente no funcionales. Yo creo que anímicamente sí son funcionales. No es lo mismo vivir en un sucucho horrible que en un lugar que te está dando espacio, entonces ese otorgamiento de espacio es funcional.
Por otro lado, la cantidad de edificios con valor histórico, porque era un modo de vida que se fue y que han sido eliminados, son demasiados. Yo alcancé a conocer el Palacio Undurraga. Estaba por la Alameda, pero era algo cotidiano, uno pasaba por ahí y ahí estaba el Palacio Undurraga que era de un gótico alemán. Una huevada gigantesca, rarísima, muy misteriosa. Me acuerdo que miraba las mamparas amarillas para adentro e imaginaba: «¿Cómo será vivir acá?». Y de repente, desapareció. ¿Qué hay ahí ahora, en la esquina norponiente de Estado y La Alameda? Nadie sabe qué mierda pusieron ahí. Es una huevada indistinta.
—Lo que había antes sólo se puede verificar a través de las fotos que han quedado en el Archivo Nacional o a través sus textos, que han dejado un prontuario que existieron, una reconstrucción de quienes vivieron ahí y sus historias.
—Había lugares en el centro que adentro tenían establos, vacas, gallineros y tenían su propio sistema de agua potable y algunos hasta tenían ascensor, la minoría. El otro día una amiga me manda una foto y dice: «Mira, aquí vive mi abuela». Me pongo a mirar la foto y reconozco el Palacio de los García Huidobro, donde nació Vicente Huidobro, en San Martín con La Alameda. Le digo: «Pero esta es la casa de Huidobro». Y responde: «Ah, sí, eran parientes, era su sobrina». Y le digo: «Pero pregúntale cosas». Y dice: «No, es que no le gusta hablar de eso».
—Tal vez pasaba eso de guardar las historias incómodas de la familia…
—Hay otra cosa. Mucha gente mayor piensa que sus historias no valen nada. Después de mucha insistencia resulta que en esa casa, que era muy grande, vivían 60 personas. En verdad funcionaba con muchos departamentos. Era una mansión de la misma familia, pero con departamentos independientes. Me refiero a gente que nació en los años veinte. Y esa gente… ¡Claro! Hablando con alguna señora, insistiendo en preguntarles huevadas como de su infancia dijo: «Nadie me ha preguntado nada nunca». Es un fenómeno muy chileno. Entonces, piensan que van a dar la lata. Hay que ser insistente en preguntar. La otra vez una pariente de mi ex mujer me contaba sobre los fundos costeros entre Algarrobo y Cartagena, que eran de su familia, entonces se iban a caballo por la playa, entre los dos balnearios, y mandaban unos piquetes adelantados que los esperaban dos horas más allá con un asado. Un sistema de funcionamiento que si no la picaneo nunca se hubiera sabido. En fin, es así siempre. A mi abuela y mis tías abuelas no les pregunté nunca sobre las fiestas del Centenario (1910) porque yo era muy joven. No me interesaba, sabía que habían vivido eso, pero no. Sabía que podían haber cachado la Guerra del Pacífico: ¡Pero hueon! ¡Una determinación cultural! No estaba muy preocupado de esas cuestiones.
—Algo similar a las investigaciones de Violeta Parra.
—Son cosas que están cortadas. Parece que los relatos tienden, al contrario de lo que se dice, que tienen una especie de dinámica que va de boca en boca, a cortarse.
—Se piensa que los latinoamericanos tenemos una tradición oral muy fuerte. De transmitir historias a través de la familia o amigos.
—¡Eso es un invento! Creo que hay mucho invento en cuanto a lo latinoamericano. Quizá en otros países. Aquí en Chile la oralidad no es el fuerte, es una oralidad bastante pobre, como cortada, llena de sobreentendidos. Un tipo que va a contar cosas lo consideran un hueon medio latero, cachái. Entonces, yo no veo mucha gente con capacidad narrativa, los he visto, sí, pero son pocos. Puede ser que en Chile la cosa sea más callada, un poquito más reservada, más desconfiada.
—Distante…
—Sin exuberancia. Esa exuberancia que te lleva como a la cuestión expansiva, que te lleva a contar. Igual creo que el fenómeno se da, evidentemente se da, pero se da de modo exiguo, con muchos puntos cortados. Creo que las preocupaciones de la gente no están en la reproducción de historias, la cabeza está en otro lado. Mira, cuando Claudio, el emperador romano que era historiador, se interesaba en la historia popular, se reían de él porque andaba atrás de antiguallas, cosas que no valían la pena. Eso es casi siempre: «¡Ya estás preocupado, qué va a pasar!».
—¿Alguna vez alguien se lo ha dicho?
—De todo. Me lo han dicho en mi familia: «¿Qué andai preocupado del muerto, hueon?». Pero no mi papá, mi papá tenía un vínculo con el pasado, mi mamá también. En el núcleo duro de mi familia existía.
…………………………………….. —¿Y a qué se dedicaba él?
—¡Puta, la gran pregunta! Mi papá tenía unos proyectos de empresa, una cosa difícil de explicar desde que soy chico.
—¿Le salían los negocios que quería hacer?
—No, no le salían. A veces no más. Me acuerdo que mi hermano chico me dijo: «Puta, qué complicado explicar cuando me preguntan qué hace mi papá. No sé qué decir». Tenía un proyecto, un taller, hacía cosas. Algunas de esas huevadas resultaban, otras no.
—¿Qué cosas elaboraba en su taller?
—Plataformas giratorias para televisión, que eso ya fue al momento que resultó. Desde solucionar problemas ingenieriles hasta sismógrafos, cosas así.
—Era un inventor. O trataba de serlo.
—O sea, trataba de desarrollar cosas que no las inventaba, sino que las estudiaba, incluso las podía adaptar. No era un inventor romántico, sino que tenía cierto pragmatismo, pero llegaba a un punto en que la cuestión no operaba, no funcionaba.
—¿Era autodidacta? ¿Nunca tuvo una educación formal en ese sentido?
—En ese sentido, no. Creo que estudió Administración de empresas, una cosa así, aledaña.
—Un poco como el personaje Erdosain de Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt o como el mismo Arlt.
—Lo que no me gusta es esa cuestión media romántica, como que es hermoso dedicarse a la invención y tener la cabeza puesta en las nubes, digamos. En contra de la realidad prosaica. Y eso no puede ser. Mi papá nunca quiso eso. Quería triunfar en el mundo del dinero. Pensaba en irse a Bolivia, porque según él en Bolivia no había nada en esa época, como que estaba todo virgen y podía inventar cualquier huevada.
Pero ahí había una vinculación con el pasado. Sí, también tuvo que ver con la familia. En las familias, en los barrios y en las ciudades chicas siempre hay un historiador del lugar, un hueon que es como el dueño de la información. En las familias se distribuyen esos roles. No todo el mundo es despectivo respecto al pasado, hay primas que se interesan y andan investigando huevadas genealógicas. Algunas personas de las familias se interesan y otros no adhieren en absoluto.
—Y en cuanto a la historia de su familia, ¿usted también conserva ese pasado? ¿Tiene ese rol dentro de su familia?
—No, no lo siento. O sea, sé cosas de mi familia y todo, pero no es que les informe a los demás de nada. Conversando muy informalmente, sí, pero no tengo un rol oficial, digamos.
—Volviendo a su obra. Tengo una imagen de una crónica que leí hace años de Roberto Arlt sobre Santiago en la década del treinta en que él se fija mucho en los cités y los conventillos. No recuerdo el título, pero se sitúa en lugares saturados y con una imagen miserable de la ciudad. ¿Por qué cree que eso fue lo que más le llamó la atención?
—Yo creo que entró mal. Me parece que esa es una carta que le manda a la mamá. Recordando ese texto me parece que era invierno, que es como el día de ayer, como para morirse, o sea creo que le tocaron días así a ese hueon. Y la cosa es que por otro lado, él hablaba de estos conventillos muy cercanos al centro. Había una cosa muy peculiar, yo creo que eran esos los que vio. Están en el centro, en lo que se llama el Barrio Cívico, donde está el Ministerio de Defensa en Paseo Bulnes, al costado había una calle que se llamaba Gálvez que ahora se llama Zenteno y ahí había unos conventillos decimonónicos, unas barriadas muy pobres. Una cosa bien impresionante. Hay una película en que se alcanza a ver eso, se llama Largo viaje, de Patricio Kaulen. Mucha gente se fue a vivir ahí y desde la ventana se veían estos patios, entonces hay una escena en la película en la cual están velando a un angelito, que era una costumbre muy popular en Chile, que nadie de la clase media para arriba la tiene, una cosa muy profunda y popular, de ese momento sobre todo. Toda una noche de cueca y curadera en función del angelito que lo tienen muerto ahí. Entonces todo esto se ve desde los departamentos nuevos que están en la calle Bulnes. Eso yo creo fue lo que vio Roberto Arlt. Yo creo que simplemente le cayó mal la ciudad, eso pasó. Es penca que Arlt no haya conocido las claves de la ciudad. A Edwards Bello le cargaba Buenos Aires, encontraba que era el aburrimiento mismo. Yo creo que le molestaban los argentinos, los estancieros elegantes con demasiada personalidad. Los encontraba un poquito superfluos. Lo encontraba fatuo y muy aburrido. Es cosa de sensibilidades o de oportunidades.
—Tuvo una visión demasiado parcializada. Él se caracterizaba por ser enfático.
—Claro, no estaba para sutilezas, digamos. Era su estilo, su personalidad, supongo. Nunca hay frases que relativicen lo que está diciendo. Eso es lo más distinto a Henry James, las cosas podrían ser o en caso de que… En el caso de Arlt es directo no más y gracioso. Tenía una mirada muy tributaria de la picaresca, del Siglo de Oro español, por eso él alababa el realismo, El Quijote y Quevedo. Él cita esos versos tan bonitos de Quevedo sobre el sol: «Bermejazo platero de las cumbres/ a cuya luz se espulga la canalla». ¡Es muy de Arlt! Eso es lo que veía Alrt en el mundo: si veía el sol, veía hueones espulgándose, la parte realista.
—Respecto a su segundo libro de poesía Melancolía artificial (1997), ese título tal vez podría entrañar la poética de todos sus libros, es una opinión personal, al registrar en él lugares que ya no existen o que ya no se llaman así como el parque Gran Bretaña (actual Parque Balmaceda), nombres olvidados de lugares, personas olvidadas que en algún momento fueron protagonistas de la sociedad. ¿Qué relación tiene ese título con toda su obra, tanto en poesía como en prosa?
—Pienso que la poesía es como una sola parte en la medida en que las cosas se pueden extremar, por la presencia estructural de la figura del lector. En la crónica hay un lector fantasmal que opera en que no se les pueden decir cosas, uno tiene que más o menos vigilar la comunicabilidad, o sea que la comunicación se efectúe y para eso hay que apelar a zonas más o menos conocidas. La poesía va más allá, en la medida en que ese rango en el lector se disminuye hasta el caso de Mallarme, que no contaba con ninguno, digamos. Lo ideal para Mallarme no era ningún lector, era una aventura totalmente mental. Entonces, la poesía va más allá y por lo tanto la melancolía artificial yo la aplicaría a un reducto de la experiencia y que tiene que ver con la poesía, que es la melancolía de artista, la melancolía artificial es esa. En Melancolía II, el grabado de Durero, no se conoce la Melancolía I, tiene que ver con abatimiento muy metafísico, un abatimiento de no poder entender el infinito, la vida en su origen. Eso produce agotamiento, en las crónicas a veces hay un flash de eso pero ese concepto no las constituye totalmente. Hay una crónica de En busca del loro atrofiado que dice «Uno sale a la terraza a mirar las estrellas y entra con la cabeza llena de ideas sobre la muerte, apesadumbrado». Entonces, pasa que hay una densidad mayor en la poesía porque la injerencia del lenguaje va más allá, la comunicabilidad está en otro grado, se comunican evidentemente cosas pero en otro grado. Las crónicas están escritas para los diarios, por lo tanto, uno tiene al lector fantasma, al lector modelo del diario, que es una proyección de uno, no existe.
Todo eso va cambiado. Braithwaite antes me aplicaba el modelo que aplica cualquier editor periodístico y me hacía explicar cosas como «El escritor norteamericano T.S.Elliot…». Y, después, con el tiempo me dejo decir «T.S. Elliot», ya no me exigió más esas explicaciones, en el entendido de que quizás yo pude haberlo convencido. Cuando chico leía crónicas, evidentemente no conocía todos los nombres que se mencionaban ni los lugares, entonces igual la lectura funcionaba, igual uno disfrutaba y esos nombres que no conocía, que no estaban explicitados quedaban igual en la cabeza como algo, cachái. Entonces, no era tan importante, por lo tanto, a veces es muy bueno en las crónicas que sea un género de la claridad, tirar algún dato oscuro, no explicitado. Eso es muy bonito estilísticamente, diría. Edwards Bello lo hacía, tiraba cosas en francés, yo a los 13 años no tenía idea de francés, lo entendía pero me dejaba una resonancia. Tenía que ver con el ritmo, con el sonido y por último con lo remoto, con la distancia que incorporaba esa frase en otro idioma. Era como una evocación, entonces todo esto es dinámico, nada está siempre, todo puede cambiar.
—Hay dos imágenes de su obra que me llaman poderosamente la atención: la de un Roberto Merino de niño espiando en un telescopio de su tío las escenas amorosas desarrolladas en las orillas del río Mapocho (el mismo que Augusto Monterroso regó con sus lágrimas unos pocos años antes) y otra de Horas perdidas en las calles de Santiago en que hace alusión a observar los pequeños detalles desde los catalejos que hay en el cerro Santa Lucía. En el fondo, esas dos imágenes convocan la figura de un voyeur que también es un flâneur, ya que representan a un observador, en este caso un cronista, que siente placer por narrar aquellas historias fugaces.
—Claro. El placer de espiar. En general coinciden, van juntos. Roberto Arlt era ambas cosas, acuérdate de esa crónica «El hombre que le gusta andar hacia dentro de las ventanas» y evidentemente era experiencia personal. El hombre que va por las calles y de repente ve un intersticio en la ventana y se pone a mirar lo que está pasando dentro de la casa.
De repente, la conversación se disipa tanto que se torna fragmentaria. Merino termina de explicar una idea, cuando hablábamos de las ventanas y la tentación humana por husmear en ellas y se queda mirando a la calle en silencio, con un discurso entrecortado que si fuera un guión se plasmaría con puntos seguidos o quizás con una larga acotación, pero que no podría captar esos momentos de introspección que necesita para continuar ensamblándola. Por unos segundos, todo lo que se escucha en la mesa son las decenas de conversaciones en derredor, el tintineo de cucharillas que frenéticamente ponen a punto los meseros, la descarga de hilo del quingentésimo decimoséptimo espresso del día, el agudo campanilleo de un wasap que se extingue, los bocinazos en Providencia. Merino frota lentamente entre sus manos un delgado cilindro de cigarrillo electrónico, que aparenta ser un bolígrafo, como si intentase sin mucho esfuerzo hacer fuego con una rama. Por un momento, llego a pensar que, en realidad, está poniendo atención a una conversación de una mesa a sus espaldas donde al parecer sus integrantes han alzado la voz más de lo normal o que ha visto a alguien conocido. Y recuerdo una de sus columnas que leí accidentalmente semanas atrás, sin saber que lo entrevistaría: «Encontrarse de sopetón en la calle con alguien de los viejos tiempos nos devuelve la catadura de nuestra propia imagen en un reflejo crudo». Y me equivoco, eso creo, ignoro qué provocó su digresión, pero el asunto es que retoma el hilo de nuestra charla distanciado de cómo la abandono.
—Claro… La… La… Poesía tiende a… Yo creo que, incluso, te diría que me costaría mucho cruzar un libro de poesía con uno de crónica. Prefiero profilácticamente mantenerlos separados, por protocolo. Hay momentos de flash poéticos en la crónica, lo sé. Pero no son crónicas poéticas. Se respeta la orientación del tema planteado, digamos. Se trata de ser inteligible. En la poesía esa inteligibilidad no es tan prioritaria, digamos.
—En Horas perdidas en las calles de Santiago incursiona en varios géneros que posteriormente no retomará en el resto de su obra como el perfil, la semblanza necrológica y la entrevista. ¿A qué se debió?
—Es una cosa muy circunstancial. Germán Marín me pidió todos los textos y él incorporó eso, a él le parecía pertinente incorporar esas cuestiones. Y yo después de esto trabajé en la revista Fibra y fue mi último trabajo periodístico, entonces nunca más hice entrevistas, dejé de estar metido en el día a día del periodismo.
—¿A partir de ahí dejó el periodismo diario?
—Trabajé en las revistas Apsi, Hoy, La Nación, Paula, Don Balón, Fibra, suplemento Diagonal de El Metropolitano, en todos esos lugares hacía diferentes trabajos, entre ellos entrevistas.—Con un gesto hace caer la grabadora, que da un par de vueltas de campana hasta colocarse al filo de la mesa. —Luego, dejé de hacerlo pero Braithwaite en Todo Santiago eliminó todo eso. Dejó sólo las crónicas como tales.
Hace unos años, en una entrevista para la televisión, Merino afirmó al explicar el proceso de gestación actual de sus textos: «Se produce un fenómeno extraño al momento de la escritura, hace poco tiempo escribí una crónica sobre este tema, si necesitaba antes cuando estaba empezando mucho silencio, el silencio era ideal que nunca se lograba obtener, esta obsesión del escritor que está en comunicación con su propio pensamiento, toda esta cuestión que es un invento que uno se hace también cuando chico. Y de repente me di cuenta, muy tardíamente como todo, que en verdad el ruido, la cercanía de la gente y el ruido de sus conversaciones, eso que Joseph Roth trata de definir como el rumor de los cafés, esa cuestión es el mejor sonido de fondo para desconectarse y poder seguir la línea de los pensamientos».
Los Ochenta, la etapa de formación
—En el prólogo de su primer libro Transmigración, con un estilo que muta de la prosa a la poesía (escrito cuando tenía 20 años y publicado a los 26), que redactó en una mañana mientras asistía a una clase en la universidad, escribió que fue «abducido por un vértigo mental equivalente a una despersonalización». ¿Entre esa primera experiencia de escritura automática y la velocidad con que ahora prepara cotidianamente sus crónicas cómo ha evolucionado su escritura?
—La pregunta es pertinente, pero la respuesta es complicada. No podría compararlo con la escritura de poesía porque para mí es una cosa que aparece de repente, muy irregular. Ahora me pidieron un poema para publicar y lo estoy buscando en Facebook porque lo puse ahí hace dos años. Pero evidentemente la escritura de ese texto está orientada a ser un objeto totalmente distinto al de las crónicas y es una cosa más dura. ¿Te fijas?
—¿Ese momento en que fue «poseído» sólo se produjo esa vez con esa irracionalidad y necesidad de escritura?
—Sí, claro. Es que es como que estemos conversando y de repente no puedo atender más, salvo los ecos no más. Ese gallo está hablando ahí —señala indistintamente una mesa cercana— y algo de lo que dice entre acá y entra en sistema con lo que estoy escribiendo y eso me pasó ese día. Después me encerré toda la tarde a pasar este texto a máquina de escribir y en la noche lo tenía listo, estaba bien impresionado de haber hecho eso pero había estado ese año intentando formas parecidas. Había escrito muchas cartas, porque Transmigración es como una carta, y se las pasaba a amigas mías. Eran intentos de que apareciera eso, entre mensajes amorosos y mensajes ambiguos con la ciudad de noche, informes. Tenía muchas lecturas del surrealismo en ese momento…
De pronto, se interrumpe para saludar desde la mesa a alguien que pasó enfrente de nosotros. «¿Quién era?», me pregunta. «Es que estoy medio ciego». Y le respondo: «Yo también soy un poco ciego». Y me dice: «Entonces no eres el indicado». Retoma la respuesta, mientras arruga los párpados por un par de segundos, como si estuviera esforzándose por comunicarse con el Roberto Merino de hace casi cuatro décadas: «Me acuerdo de un texto que de entre los edificios aparecía un avión de estos publicitarios que tiraban una estela de humo o tenían un cartel colgando, en esos años se usaban, que iba emitiendo música de un grupo que se llamaba Los estudiantes rítmicos, que era un grupo que tocaba música en los años veinte. Y esa carta se perdió, creo que la podría haber publicado, salió bien, estoy hablando del año 1981. Esta otra cosa de ahora es totalmente distinta. Conozco lo que pasa, aparecen cosas inusitadas y no proyectadas pero conozco la dinámica. En este otro caso no sabía dónde iba. Fue divertido porque aparecen cosas que tienen que ver con la clase, con el tema, el equívoco óntico, esas son las cosas que hablaba el profesor. Encontré por ahí un texto de ese profesor sobre los temas que trataba, es un tema muy arduo, me provocó muchas evocaciones».
—Enrique Lihn lo definió como un «escrilector».
—¡Sí! —Y vuelve a hacer caer la grabadora, esta vez unos milímetros más cerca del vacío de la mesa—. A Enrique Lihn le asombraba la cantidad de información que podía tener un hueon tan joven. Ahora, yo me consideraba súper ignorante, pero quizás tenía informaciones raras, que venían de la casa de mi padre, de mi abuelo, de la biblioteca que había ahí, pero si me comparaba con mis compañeros de mi universidad en términos de actualizaciones y todo eso probablemente me quedaba callado no más, porque siempre sabían los autores que había que saber, yo nunca cachaba de esas cosas pero sí cachaba otras muy extrañas. De repente le escucha a Lihn cosas raras como el Derecho canónico del padre Vicente Errázuriz, le mostraba la parte sobre los tipos impedidos de hacer la misa, entonces la especialización era muy graciosa: los pigmeos no podían hacer misa, los que tengan la cabeza tan grande que no pueda ser sostenida por el cuello, los que tengan los dedos tan débiles que no puedan sostener la hostia, toda esa gente no podía dar la misa. Él consideraba que en Chile se hablaba demasiado, que se hablaba por hablar. De hecho, el símbolo de la República de Miranda (libro de cuentos de Lihn) es el papagayo, que emite, emite y emite palabras vacías. Y el lema es «por angas o mangas» en su escudo. Entonces, le asombraba la gente que se manejaba a nivel literario y que no opinaba tanto, que no opinaba nada.
—¿Era muy callado en esa época?
—Hablaba, pero de cosas no opinantes. Y en general se opina mucho, sobre todo en esos mundos, las curaderas, los escritores. Mucha opinión de quién es peor y quién es mejor. Samuel Beckett cuando en las comidas se ponían a hacer rankings de escritores se paraba y se iba.
—Lihn, ensayos biográficos es una especie de crónica de una amistad y a la vez de la Generación del Cincuenta, de la cual Lihn es el autor más significativo. La que de alguna forma es el equivalente a la «Edad de plata» de la literatura española. En el inicio de ese libro y de Santiago de memoria hay referencias a las largas caminatas de Lihn en Santiago y Nueva York. ¿En él halló una forma de caminar la ciudad y observarla?
—Sin duda. Yo lo tenía de antes, pero esto lo potenció. Yo lo tenía como a los 13 o 14 años, mi papá me lo había inducido, lo de andar entreteniéndose y caminando por la ciudad. Y luego, en el caso de Lihn me pareció que era totalmente entretenido porque era un tipo mucho mayor que yo, cuya experiencia me interesaba mucho conocer, que tenía infinitas preguntas que hacerle y porque esto se daba en un mismo plano, compartíamos este plano presente y este viaje permanente, desplazamientos. Y dentro de esos desplazamientos empezaban a ocurrir estas otras cosas en general sobre el pasado. Y además, de cosas graciosas, hay gente con la que uno se puede reír de cosas absurdas como de una fuente o un antejardín, reírse de huevadas que no son risibles. Por algún motivo se producía una simbiosis. Era bonita esa posibilidad de indagar en este pasado que me interesaba mucho, pero a la vez tener este desplazamiento por el presente que nos unía. Entonces todo lo que uno podía obtener en términos de imágenes y de pensamientos en medio de las caminatas aquí estaba potenciado.
—¿El grupo que se juntaba con Lihn todos eran poetas más jóvenes? Incluso hay el vídeo con Rodrigo Lira.
—Sí, pero yo no estaba. Es que yo no iba a nada. Estaba informado porque Lira pasaba por mi casa, antes y después de estas cuestiones. Conozco ese período porque Lira me informaba de todo, era una cosa súper rara. Nunca he ido mucho a nada, pero Lira estaba actualizado y me contaba todo. La cosa es que Lira era un gran catalizador de generaciones.
—Lira era un tipo que salía mucho a la calle, que hablaba con la gente. ¿Era un tipo muy sociable?
—Yo diría que fueron dos o tres años no más, de 1979 a 1981, Lira iba a cosas, a perfomances, a inauguraciones, a recitales. Siempre estaba.
—¿Tenían una diferencia de unos 10 años?
—13 años —refiere Merino, mientras vuelve a quedar en silencio, con la mirada puesta en la calle, pese a que le tengo enfrente, en una meditación que se prolonga 14 segundos y en la que sólo se escucha el bullicio de las otras mesas—. Lira es otro capítulo. Era un gran catalizador de generaciones, tenía buena llegada con los jóvenes, era un buen articulador. Uno no se sentía con él en una posición horizontal, todo lo contrario. Por ahí he tratado de reproducir ese esquema, ahora que me hice más viejo. Me cuesta mucho impostar un respeto por la edad. De hecho, me quedé pegado en un habla media juvenil de otra época. Nunca he podido llegar a ser como un señor, pero Lihn tenía esa huevada, que podía estar tomándose una cerveza con pendejos punkies.
En plena dictadura militar, la poesía chilena recibió una de sus más extrañas expresiones de vanguardia con la irrupción de los inclasificables La nueva novela (1977) y La poesía chilena (1978), ambos autoeditados por Juan Luis Martínez. El primero, una mezcla de aforismos, algunos poemas, collages, muchas preguntas, poemas visuales, tratado de variadas disciplinas, innumerables citas, deconstrucción gráfica y juegos lingüísticos que han desconcertado por décadas a la crítica. Mientras que el segundo, libro-objeto de arte, podado al máximo todo lenguaje, está compuesto, simplemente, por un supuesto certificado de defunción de Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y uno ficticio del propio Martínez, junto a una ficha bibliográfica de la Biblioteca Nacional con el título del poema más significativo que hayan escrito sobre la muerte y 30 banderitas plásticas desplegables de Chile, cada una en su respectiva página.
A partir de mediados de los ochenta Martínez y Merino compartieron amistad, al punto que el primero editó en libro el poema que significaría el debut literario del segundo, casi dos décadas más joven. Esta etapa coincidió con el silencio poético del primero, el que se prolongó hasta su fallecimiento en 1993. No obstante, una década más tarde se publicaría el libro inédito Poemas del otro, un puñado de versos de amor que nada tenían que ver con el sarcasmo del viñamarino y que recién se comprenderían cabalmente tras el estudio La última broma de Juan Luis Martínez (2014) del académico estadounidense Scott Weintraub: el poeta chileno había tomado 17 textos del libro Le silence et sa brisure (1976) de Juan Luis Martinez, un poeta suizo-catalán homónimo (pero su apellido se escribe sin tilde), los tradujo al castellano, atribuyéndoselos, socarronamente, poco antes de morir en un acto genuino de equilibrismo.
—Hay una especie de viaje a la inversa con Poemas del otro de Juan Luis Martínez, donde hay una suplantación de identidad, en cambio en Transmigraciones hay un viaje interior, identitario.
—Sí, en Transmigración hay un viaje inmóvil, interior. ¡Es increíble ese hueon! ¡Es increíble! Además que El silencio y su trizadura, que es el título original del libro del suizo es una frase que podría estar totalmente en La nueva novela. Totalmente del Martínez de acá. Y nunca lo dijo, además. Nadie sabía esa huevada. ¿Quién lo tradujo? Ese es el problema. El otro tipo vino a Chile después de esto. Había una pareja de franceses que eran directores del Instituto Francés, ella era traductora, y parece que ellos le mostraron el libro de este Martínez.
—¿El otro Martinez estuvo en Chile?
—No, vino después de esto. El norteamericano lo ubicó y él reaccionó primero: «¿de qué se trata esto?». Con extrañeza. No le hizo gracia. Y después empezó a pensar en eso, se interesó mucho y finalmente vino a Chile y estuvo en la casa de Juan Luis Martínez en Viña, con su familia, hace tres años. Quiso venir a conocer la zona donde había vivido este hueon.
—¿Y nunca le interesó contar la crónica de esa historia?
—No, porque el gringo hizo un libro, el mérito es de su descubrimiento. Ninguno de los otros hueones nos dimos cuenta.
—Y el libro de Martínez salió como un texto inédito.
—En el prólogo se decía que era una salvedad, un tema muy distinto, así que no quedó tan mal. Lo más gracioso es que al final de la vida de Martínez, debe haber sido en 1991 o 1992, lo invitaron a Francia a un evento que se llamaba las Bellas extranjeras y fue una delegación chilena encabezada por José Donoso, partieron para allá y les pidieron algunos poemas para ser traducidos al francés y poder repartirlos. Y este hueon entregó poemas de este libro (hace una alusión a Poemas del otro) y parece que lo tradujeron al francés.
—¿O sea, entregó poemas escritos en español que él había traducido del francés al español del autor suizo y los entregó así para que sean volcados de nuevo a su lengua original, pero ahora con él como autor?
—Y esos fueron los poemas que él leyó allá, Los poemas del otro. Leyó algunos.
—¿Él fue su primer editor?
—Ah, bueno, tienes toda la razón. —Su entonación cambia, se muestra eufórico y sonriente al recordar a Martínez y ese dato clave que había olvidado—. Mi primer libro (Transmigración en 1987), claro. Por supuesto. Tienes toda la razón, en verdad salió ahí, en Ediciones Archivo.
—¿Cómo lo recuerda?
—Un tipo de una extrema amabilidad e inteligencia. De un timming para hablar muy light, sin ansiedad. Incluso en las discusiones, te podía desarmar todos los argumentos pero con tranquilidad. Nunca se alteraba y lo hacía con mucha amabilidad, también. Era como que estaba preocupado del objeto, no de la persona, entonces dejaba fuera el ego. Era muy zen en ese sentido, era totalmente objetivo. Tenía humor y era muy cariñoso físicamente, con ciertas personas, no creo que con todo el mundo. Tenía ciertas costumbres antiguas, que tenían que ver con la enfermedad, como tomar el brazo en la calle.
—¿Qué tenía él?
—Muchas cosas: diabetes, una enfermedad de pigmentos, cosas nefrológicas, andaba con un bastón y guantes.
—Era muy alto. Monterroso decía que generalmente los poetas son bajos de estatura y que el único alto era Julio Cortázar.
—Martínez andaba muy encorvado, agachado. Habrá medido 1,90 metros, una cosa por ahí.
—En las fotos se lo ve con una talla de basquetbolista.
—Puede que sí. Sabes que no sé. Era un tipo alto, no me cabe duda. Estaba Yevtushenko, que era enorme. Se podría refutar la afirmación de Monterroso y hacer una lista. Martínez tenía esta cosa caballerosa, prescindente. Yo tengo un texto que publicó el Centro de Estudios Públicos sobre Martínez («El hombre velado»). Era una intervención en un seminario que después lo transformaron en texto.
La crónica, un género volátil
—¿De dónde viene el título del libro En busca del loro atrofiado?
—Viene de una crónica que se llama así, es una estupidez en verdad. Después de haber visto un programa de televisión de un loro que tenía sólo problemas, un tipo de loro norteamericano que no podía volar, caminaba mal, se caía y tenía su método de sobreviviencia. Se me habían olvidado todas las referencias y empecé a buscarlo en internet y no sabía cómo encontrarlo. Entonces la búsqueda era esa, de un recuerdo, de un programa que había visto en la televisión. ¡Es una estupidez! Y ahí pensaba que hay gente que es así, como ese loro, eso es lo que estaba tratando de determinar. Hay gente que no tiene ninguna aptitud para la vida y sin embargo ahí está y no se muere, es como un antidarwinismo.
—En ese libro hay una ruptura con el tipo de texto que hacía antes. Se asume completamente la primera persona, algo que por ejemplo en Santiago de memoria era inadmisible.
—El método era otro. Antes me interesaba mantener fuera a la primera persona y estar referido a estrictamente lo que se veía, pero me costó darle ese pequeño espacio autobiográfico. Tenía cierta resistencia, ciertos escrúpulos respecto a eso, pero llegó un momento en el que nada, rindió de alguna manera, igual me parecía todavía riesgoso en términos de la confesión, de filtrar escenas de mi vida doméstica que involucraban a mí familia, pero también había una tradición con eso, así que empecé a tantear y me pareció que la cosa funcionaba y le eché para adelante.
—¿A qué edad empezó este cambio?
—No tengo idea porque para mí las edades son como hasta los 28 años, con mucho hasta los 32. Después, nunca más. Me pierdo en las nebulosas de las edades, no cacho nada. No sé calcular. Esto debió haber sido como en el 2001, por ahí.
—¿En la época de LUN?
—Tienes toda la razón. Lo que pasa es que yo empecé las crónicas propiamente tales, que después fueron retomadas por libro y libro, empezaron en El Hoy, ahí Ascanio Cavallo y Andrés Braitwaite me dieron una crónica, una columna de ciudad en el año 1995. Y empecé a escribir esta columna de ciudad semanal. Algo pasó, no sé si se acabó, no me acuerdo, pero no fue algo traumático, me fui a la revista El Domingo de El Mercurio y ahí se transformó esto en una cosa que se llamaba «Los domingos de Merino», que venía de «Los martes de Merino», porque el comandante José Toribio Merino hablaba los martes puras huevadas que a la gente le daba mucha risa, medio copeteado, era parte de la Junta de Gobierno de Pinochet. Todos los martes hablaba y se hablaba de «Los martes de Merino». Entonces en la revista Domingo le pusieron «Los domingos de Merino» en 1998. No me acuerdo porque dejé de escribir ahí en algún momento y en el 2001 estaba escribiendo en Las Últimas Noticias.
—Tengo una duda. La crítica se refiere a sus textos como crónicas, pero podrían ser columnas…
—Estuve haciendo un taller de crónica de dos meses, se acabó el jueves pasado. Estábamos en el mismo punto en el que habíamos empezado respecto a la definición. Aquí en Chile, Edwards Bello fue siempre un cronista y escribía columnas, digamos. No reporteaba, no hacía nada periodístico. En los diarios les llaman crónicas al trabajo del día a día, a la noticia del día a día. Pero hay una acepción de la palabra «crónica» que sirve para el género de columna, que no es columna de opinión, había que distinguir ahí entre la columna de opinión que le piden al presidente del Senado que tiene el mismo formato, pero que habla sobre la Ley 515, es una cosa hiperespecífica, informativa. El sentido de la crónica no es informativo estrictamente, se parece más al ensayo, es una cosa más breve, más liviana, más volátil. Acá en Chile siempre ha sido eso crónica. Cuando fui jurado del Premio Revista de libros de El Mercurio (2015) estaba Jorge Edwards, el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos y yo. Y de repente, nos dimos cuenta que Salcedo Ramos tenía una visión de la crónica como un reportaje, in situ, estar un tiempo. Está bien, pero está otro tipo de crónica. Entonces lo que yo dije: «Tenemos que atender a las dos posibilidades: a la crónica del yo, del móvil, que no hay reportaje». Entonces, llegamos a ese acuerdo mientras debatíamos en la conversación inicial. Pero ahí me di cuenta que hay un tipo de cronistas habituales del continente, hay muchos que practican ese tipo de crónica: Leila Guerriero, Martín Caparrós o Gabriel García Márquez. Hay otros como Pedro Mairal, que te habla de un tipo que va al café a hacer crucigramas, es buenísimo, a mí encanta. Fabián Casas es el otro, el otro argentino.
—Si usted tuviera que definir la crónica, ¿cómo la definiría?
—Tampoco me interesa tanto definirla porque tampoco me siento cronista, lo que he dicho siempre, si no tuviera esto metido en mi estructura económica no escribiría crónica, no se me ocurriría. Escribiría otras cosas, pero no eso, por lo tanto no me interesa mucho definirlo. Tengo en mente las crónicas de Indias, la crónica en el sentido antiguo, pero si me apuraran la definiría como un género volátil, digresivo y asociativo, con cierta vocación de claridad y orientado a hechos diversos. Cualquier tema cabe. En el cual hay un fuerte protagonismo del punto de vista, el punto de vista arma todo. No hay tema que pueda ser crónica: o sea, la caída de la bolsa puede ser la crónica pero no desde el punto de vista técnico. Es un género no didáctico. Si habla de una caída de bolsa, hablo de impresiones, de relaciones, no explico por qué la bolsa quebró. Cuando uno empieza a explicar, está cambiando de género, y tomaría para este caso la divisa del biógrafo inglés Lytton Strachey: «iluminar antes que explicar».
—Juan Villoro escribe en su crónica El eterno retorno de la mujer barbuda: «Estamos ante un fenómeno insólito: la metrópoli nómada. Sin movernos de sitio, hemos cambiado de ciudad; por convención seguimos hablando de México, D. F., pero es obvio que el paisaje anda suelto y se transfigura en otro y otro». ¿Cree que hoy es imposible registrar Santiago con la meticulosidad que lo hizo hace dos décadas?
—Yo creo que vale la pena hacerlo porque hagas lo que hagas, eso va a quedar como un registro de algo que se fue. Ese presente que aparece en esos libros… ya no es así Santiago, ya no es así. Esta ciudad cambia demasiado, cualquiera, en verdad. Londres puede que no. Estuve en Londres en 1998 y me metí hace poco en el Google Street view e hice el mismo recorrido y ahí estaba el mismo boliche chiquitito de Fish and chips, todavía. Todas esas cosas que uno está dispuesto a ver, borrar y desaparecer ahí están, es muy extraño ese fenómeno. Yo creo que hay un fenómeno psicológico también, con que a uno le cambien los paisajes en la medida que crecen, uno tiene un paisaje de una ciudad muy idealizada de niño: una plaza donde vives es el lugar del esplendor, del sol, del mármol y vas ahora y son cuatro o cinco árboles.
—¿En su caso la Plaza Gran Bretaña?
—Claro, de verdad porque mi papá me llevaba por esos lados. Yo paso por ahí porque mi mamá ahora vive cerca y hay una fuente donde salen unos chorros de agua de colores, eso antes era un estanque nada más y había una tradición de jugar con barquitos, entonces uno llegaba los sábados con un velero de madera, un primo llevaba una lancha con pilas, había otros hueones con transatlánticos a control remoto. Era como un mar, era muy extraño y eso era en los sesenta y después nunca más. Y de repente vi una foto de Providencia en los años cincuenta y había un niñito con un barquito, o sea venía de antes.
—Ya en los sesenta aparece la televisión y a mediados de los setenta las consolas de videojuegos
—Sí, claro. En ese tiempo cuando yo iba con mi barquito de madera no había nada. Pistolas con fulminantes, huevadas así. La televisión tampoco transmitía todo el día, o sea de mediodía hasta las diez de la noche.
—¿De qué sectores de Santiago le gustaría escribir y todavía no lo ha hecho?
—Estoy esperando darle un enfoque. Me gustaría retomar algo sobre Santiago, pero no sé cómo. Tengo la impresión de que hay una dinámica de la ciudad que me interesa captar. Tengo una fantasía a partir de eso, los lugares no lo sé, seguro en los lugares en que me muevo siempre, pero hay algunos pasajes… De repente guardo fotos de Instagram, fotos que la gente saca no más, pero me interesa por ese motivo. Había una foto muy linda de una niña que mostraba un operativo de un incendio pero tomada desde el balcón, se ven copas de árboles, el suelo mojado, la manguera, unos hueones corriendo, eso me interesa. Volver a un proyecto que tenía a los 20 años, en el año 1982, pretendía hacer una fenomenología de la ciudad. Era una cosa súper pretenciosa, pero era lo que quería hacer. Trataba, miraba, pensaba en eso. Ponte tú, miraba un quiosco que tenía un cable que estaba amarrado con un pedazo de poste que había quedado. Era algo, una huella de una cosa, entonces quería determinar eso. No me interesa la sordidez, pero es como que vuelvo a esa idea. Eso que te digo que no tiene nombre, que estoy esperando el enfoque.
—A mí me da la impresión que la vida de las calles, de los barrios, ha pasado puertas adentro, en los edificios. Ahora se pueden encontrar cosas como peluquerías o restaurantes dentro de ellos. Una especie de metamorfosis de los barrios puertas adentro.
—El otro día en el taller de crónicas, estábamos viendo la torre 15 de la Universidad de Chile, que es una torre administrativa de 20 pisos (en las calles Portugal con Diagonal Paraguay), pero yo tenía la idea de que era un lugar extrañísimo, de muchas oficinas. Por las escaleras circula gente todo el día, entonces es como una calle en que te encuentras con alguien que no has visto hace tiempo. Y los comerciantes querían vender cosas dentro porque es una calle vertical.
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