Un capítulo de adelanto de «La ciudad violeta» de Ánguelos Terzakis

La Ciudad Violeta (2025) de Ánguelos Terzakis

 

Ánguelos Terzakis (Nauplia, 1907—Atenas, 1979). En 1915 su familia se instaló en Atenas. Su vocación literaria lo llevó a debutar en las letras en 1925 con una colección de relatos.

Si bien ejerció brevemente como abogado después de licenciarse por la Universidad de Atenas, en 1936 presentó en el Teatro Nacional su primera obra teatral, El Emperador Miguel, tras la cual seguirían veintiuna más en una carrera literaria ya alejada del derecho.

Durante la Guerra greco-italiana (1940-41) lo destinaron al frente albanés. Más tarde dirigió las revistas literarias Pnoí, Logos y Epojés, y en 1947 comenzó a colaborar con el periódico To Vima como articulista asiduo (1947-1979) y crítico teatral (1947-1965). A partir de 1937 desempeñó en el Teatro Nacional las funciones sucesivas de secretario general, director artístico, director general, director de reparto y director de la Escuela de Interpretación. En 1969 lo honraron con el Premio de las Letras y las Artes de la Academia de Atenas y, al cabo de cinco años, lo nombraron Académico.

Su obra (novela, cuento, ensayo, crítica, traducción) llega casi a los cincuenta volúmenes. Hoy se lo recuerda, junto con Yorgos Seferis y Odiseas Elitis, como parte esencial de la Generación del 30, la que cambió la historia de la literatura griega para siempre.

Publicada en 1937 y jamás traducida a lengua alguna hasta ahora, La ciudad violeta (Caleidoscopio de libros, 2025) de Ánguelos Terzakis devino un clásico fundacional de la novela ateniense que marcó época. La obra se erige en testimonio de una Atenas que perdió el aspecto de ciudad idílica de principios de siglo para tornarse en una cosmópolis moderna donde los problemas del hombre contemporáneo comenzaban a recomponer la vida misma. Con esta obra de primera madurez, Terzakis transmitió a la posteridad el encanto del tiempo perdido y la nostalgia melancólica de lo que pudo haber sido y, efectivamente, fue.

En esta ocasión os traemos el primer capítulo de La ciudad violeta (2025) de Ánguelos Terzakis, título que llegará a librerías españolas el próximo 22 de noviembre.


Capítulo primero

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Sobre las cinco, Yanis Marukis volvió a entrar en el cafetín de la placita. Otra vez. Ya había ido a las nueve de la mañana, a las doce menos algo del mediodía y a las dos de la tarde. Se sentó en el mismo sitio, allí al fondo, en el rincón de la izquierda, y pensó con una sonrisa lánguida: «Ya me acostumbro incluso a los rincones, ¡los rincones!». Pese a que siempre había sido consciente de la realidad, nunca había podido cambiar de costumbres. A veces incluso filosofaba: «En esto difiere, hijo mío, el hombre del animal: en que el animal tiene costumbres sin saberlo, mientras que el hombre tiene costumbres, lo sabe y se siente impotente frente a ellas».
.         Filosofía de andar por casa, pero ya sabía que tampoco tenía nada mejor.
.         Se sentó, pues, allí al fondo, frente al espejo. A Yanis Marukis no le gustaban mucho los espejos, pero más fuerte que esa antipatía suya era su inclinación por los rincones. No le gustaban los espejos por más que tampoco fuese un joven feo. Cerca de los treinta, aún le quedaba cierta niñez en los ojos que le endulzaba la penosa arruga de la frente. Tenía el pelo espeso y negro, rizado. Ese pelo, áspero, lo ponía nervioso. «Lo único rebelde que llevo encima», pensaba a veces con amargura. Se lo mojaba, se lo cepillaba, se lo alisaba, pero aquel, el maldito, se le echaba para arriba sin hacerle ni caso. A veces agachaba exhausto la cabeza, se lo miraba en el espejo así, todo para arriba y le venía una expresión tragicómica de paciencia. Lo tenía amargado.
.         La tarde era dulce. Afuera, el sol oblicuo coloreaba la calle con un vivo resplandor anaranjado, y la placita enlosada parecía estar de verbena a plena luz. Un respiro lejano y cálido atravesaba el aire con suavidad. Era aún tan incierto que apenas te llamaba la atención de modo perceptible. Marukis pensó: «La primavera, acaso llegue la primavera», y suspiró como si eso fuese un asunto de importancia grave e ineludible. Miró alrededor e hizo un cálculo momentáneo del entorno: tres clientes obreros que hablan, cansados, a ratos; un viejo de rostro estupefacto metido de lleno en un periódico abierto de par en par. El periódico cruje en las manos torpes. En la puerta se irguió, por un momento, la presencia de un joven de sombrero torcido de fieltro, a la moda, y rostro vulgar. Un fachenda de barrio. Echó un ojo inquisitivo con desdén y se fue a paso lento, encendiendo un cigarrillo. De los obreros, el joven le dijo al chico del cafetín en voz alta y ronca:
.         —Eh, chico, ¿y el periódico?
.         El chico miró al viejo, que leía con avidez. Entonces, pasando a su lado, con la afectación habitual de los camareros:
.         —El Vradiní bien agarrado —exclamó.
.         El viejo ni lo oyó.
.         El obrero, en voz alta:
.         —¡Que cada uno lea un cuarto!
.         El viejo ni lo oyó.
.         Se impuso de nuevo la tranquilidad.
.         Entonces, Yanis Marukis miró de nuevo al espejo. Resulta que lo segundo por lo que sentía aversión en este mundo era su cuello. Sí, un cuello alto y enjuto, prematuramente arrugado. En otra época, en otros tiempos, había intentado disimularlo de algún modo. Se había puesto cuellos altos, duros, pero entendió a la primera que quedaba ridículo. Después probó cuellos suaves, bajos, para hacerlo pasar por simplicidad, por un descuido, dirías, artístico. A muchos los favorece. A él no le servía de nada. Entonces se desentendió con un desentendimiento ofuscado. De vez en cuando se inquietaba, se miraba, se llevaba la mano al cuello con desasosiego, como si se ahogase. En el fondo, nunca le fue indiferente. Deseaba ser de esos hombres que gustan.
.         Entonces su atención indolente, que erraba como una mosca soñolienta por entre los objetos insignificantes del cafetín, se volvió hacia una cara nueva que fue a detenerse en la puerta de la calle. Era un señor viejo y bajo, con sombrero de copa antiguo y camisa de cuello duro ajado. Permaneció en el umbral, levantó la cabeza y por entre las gafas ruinosas de la nariz empezó a examinar uno a uno a los clientes.
.         Llevaba un viejo abrigo negro que, con los años, ya había perdido su solemnidad oscura. Los hombros lucían verduzcos, las mangas amarilleaban. Sin embargo, aún mantenía la dignidad intacta y estaba abotonado con esmero. Por las manos, que sobresalían cortas y colgantes, le habían bajado del todo dos puños almidonados. El señor movía la cabeza con las sacudidas inquietas de quien no distingue bien, y a la postre, con decisión, entró. Pasando por la puerta, se llevó la mano detrás, a la espalda, lo que le dio un aire de mucha importancia. Avanzó directo y se sentó a la mesita contigua a Marukis.
.         Marukis se echó hacia el rincón. Se encontraba en uno de esos momentos en los que no deseaba compañía.
.         El camarero pasó y el señor pidió sin alzar la cabeza:
.         —Uno solo con poco azúcar…
.         Después tosió, levantó la mano izquierda, sacudió el puño de la camisa para que se viese bien, sacudió también el derecho, metió la mano en el bolsillo y sacó un periódico doblado, un ovillo de cordeles entremezclados, un lápiz medio roído, dos sellos usados y un documento arrugado. Todo eso, al parecer, había salido a la luz de modo inesperado, ya que el hombre se alteró, tosió, echó una mirada inquieta a Marukis y se apresuró a recoger el lío de inmediato para remeterlo en el bolsillo. Solo dejó fuera el periódico.
.         Lo abrió con cuidado y se echó el sombrero un poco hacia atrás para despejarse la frente sudada.
.         El sol se ponía. El reloj, en lo alto de la pared, marcaba las cinco y media y alrededor de la placita arbolada se avivaba el movimiento de los viandantes. Era un sábado por la tarde. Un indefinido perfume dulce a incienso llegó, tejiéndose en el aire, quizá de alguna casa cercana. Alrededor, en las callejas enramadas, empezaba a zumbar la efervescencia vespertina del barrio.
.         El señor del cuello duro volvía a dar muestras de inquietud. Hacía poco que se había alterado por todo lo que le sobraba, pero en ese momento se inquietaba por algo que le faltaba. Empezó a hurgarse con prisa en los bolsillos del abrigo, en la chaqueta, en el chaleco, a hacer «tch tch» sin esperanza, y al final empezó a golpearse los muslos con desesperación. Se volvió a Marukis, que lo observaba con una mirada hostilmente fría, y le preguntó con vivacidad:
.         —Señor, ¿acaso ha visto mis gafas?
.         El joven lo miró, extrañado.
.         —¡Las tiene en la nariz, señor!
.         Dio un respingo, se dio cuenta del ridículo, asió las gafas, se las sacó, se las volvió a poner y al cabo disimuló con una risa nerviosa:
.         —Discúlpeme… estaba distraído…
.         Llegó el café solo con poco azúcar.
.         Marukis observaba al señor desconocido con mirada atenta. Lo observaba con atención tediosa, estéril, y el único cambio en su expresión era el desvanecimiento gradual de la hostilidad inicial. El señor echaba ojeadas al periódico, alzando siempre la cabeza con aquel gesto característico de quienes llevan las gafas muy bajas. Estaba claro que buscaba algo que le llamase la atención con cierta particularidad, y cuando lo encontró se subió las gafas, sacudió el puño derecho y se puso a leer arqueando bien las cejas.
.         La luz se avivaba. Era la llama occidental del sol que agota en colores su última calidez. El brillo anaranjado devenía rosado, purpúreo, dorado, para tornarse despacio en un deslumbramiento amarillo. Las ventanas del cafetín se empañaban, cenicientas. Azuladas.
.         El viejo señor inclinó el cuerpo con ligereza y levantó más la cabeza y las cejas. La luz ya empezaba a ser de poca ayuda.
.         Debía de haber leído el periódico temprano y apuraba ya las noticias más insignificantes. Pasaba página cada tanto y la mirada se le pegaba poco rato en las líneas breves. La mano izquierda desabotonó el abrigo, lo puso a un lado. Del bolsillo de la chaqueta sacó algo envuelto en un pedazo de papel oficial. Sin dejar de leer, con el periódico abierto encima de la mesa, empezó a toquetear el papel, a abrirlo y a sacar pepitas que se metía en la boca y partía con rapidez. Después, sin dejar de leer, aplanó el papel con la mano sin mirar y se las ofreció en silencio a Marukis.
.         Marukis lo miró, extrañado.
.         —Toma —dijo el viejo señor sin volverse.
.         —Gracias… No quiero…
.         Se volvió y lo miró por encima de las gafas, agachando la cabeza. Su mirada, así alzada, era vivaz y casi severa.
.         —Son pepitas de girasol.
.         —Gracias… No quiero…
.         —¿No quieres pepitas de girasol? Están, ya sabes, indicadas para el estreñimiento y las anomalías de vientre en general. Toma.
.         —Pero ya le he dicho que gracias, que…
.         —También contribuyen a limpiar de toxinas el organismo y a renovar la sangre…
.         —Infortunadamente, no como…
.         —Come pepitas siempre —dijo levantando el dedo con dogmatismo—. La pepita es fuerza concentrada, vida en potencia.
.         Marukis perdió la paciencia.
.         —¿Es usted médico?
.         —No, abogado.
.         Tal como lo dijo se guardó las pepitas. Después apartó
también el periódico y se frotó las manos con satisfacción.
.         —¿Y cómo ves la situación, joven? —preguntó de buen humor.
.         «Lo que me temía», pensó malhumorado Marukis, que tenía experiencia con discutidores no invitados.
.         Hacía años que, al dejarse caer por los cafetines, recibía confesiones innumerables, se enzarzaba en tantas otras conversaciones de sobremesa. Ya sabía que la comezón de la charla era indomable. Se encogió de hombros, inclinó la cabeza y se dispuso a aguantar con paciencia el cerco dialéctico de su vecino.
.         De cada diez hombres que te piden la opinión de algo, nueve lo hacen solo para decirte la suya. El señor del cuello duro no era una excepción de esa regla. Y tenía opiniones innumerables de todo, el buen hombre.
.         —… Pues la rivalidad entre Inglaterra e Italia en el Mediterráneo —dijo poniendo la palma abierta sobre el periódico de modo llamativo—. Que alguien vea venir un final desagradable es lo más fácil. Pero prever cuál será ese final con exactitud, ¡esa es la dificultad! ¿Quieres que traslademos el asunto a Grecia? ¡Lo acepto! La suerte de los grandes nunca se juega del todo; como mucho, se enfrentarán a un problema de hegemonía en la cuenca mediterránea. ¡Estoy de acuerdo! Pero la debilidad de los pequeños reside justo en esto: ¡en que cada golpe de suerte pone esta su propia existencia en duda!
.         Hablaba con un énfasis arcaico, subiendo la voz con resolución y tensando el cuerpo en las expresiones retóricas. Las gafas se le habían caído de la nariz y se le movían sin ritmo delante de la panza, colgadas de un cordón negro.
.         —… Yo, personalmente, siempre he mirado con esperanza, pero también con temor, a Japón. Con esperanza porque arrojar la espada, en el momento oportuno, en la balanza de la incertidumbre europea, podría asegurar el equilibrio futuro. Con temor porque me asusta por sí mismo. El peligro amarillo no es una leyenda. Joven, vivirás más que yo y lo recordarás: es un peligro que cuelga sobre la cabeza de Europa. ¡Una espada de Damocles!
.         Sacudió el puño derecho, sacó nervioso el papel con las pepitas, agarró una o dos y, con dedos temblorosos, se las metió en la boca.
.         —… Pero me dirás: ¿y qué ocurre con América? Sí, los Estados Unidos son el adversario natural de la hegemonía del Extremo Oriente. (Por hegemonía del Extremo Oriente ya entiendes qué quiero decir: Japón). Pero he aquí el meollo: en caso de enfrentamiento, que como bien todos prevén, tendría una repercusión internacional inmediata y constituiría el motivo de una nueva guerra mundial, en caso, digo, de enfrentamiento internacional, ¿Japón empujaría a Inglaterra a repartirse la hegemonía de los mares, unos la de Occidente y los otros la de Oriente? Y si sí, entonces América, oponiéndose por supuesto a los planes de Japón, ¿aceptaría encontrarse frente a esta misma Inglaterra?
.         Cortó el discurso e inclinó el ceño fruncido, grave, como si le hubiesen encargado encontrar una solución inmediata a tan gran problema. Marukis se movió un poco en el rincón con cierta aflicción. Observando al vecino, se había inclinado, por cortesía, hacia delante y se había esforzado por transmitir la expresión de interés que le faltaba. Siempre había sido así: sus antipatías eran momentáneas, mas una concesión instintiva, un hábito de respeto profundamente enraizado sometían con rapidez todas sus peculiaridades. Por otro lado, tales peculiaridades no tenían raíces profundas. Su razón de ser nunca había sido la convicción sino una situación de abatimiento extendida y estereotipada. Sufría porque tampoco podía tener peculiaridades serias.
.         El anciano lo miró a los ojos:
.         —Los griegos se dividen en dos categorías, joven. Aquellos que no se interesan más que por sus asuntos y aquellos que no se interesan más que por los de los demás.
.         «¿Lo dirá por mí?», pensó Marukis con inquietud. Cómo había llegado su interlocutor a esa conclusión inesperada no sabría decirlo, toda vez que había dejado de prestarle atención desde hacía rato. Lo miraba con un interés que, poco a poco y de manera inexplicable, se convertía en simpatía. Al principio, a decir verdad, le había dado la impresión, al entrar, de que era un hombre peculiar, quizá incluso un poco desequilibrado, de esos a quienes la gente tilda de «tipos raros». Al cabo, poco a poco, vio que tal definición no estaría justificada sino por solo algunos indicios externos irrelevantes. Los ojos que lo miraban, sin las gafas, eran grandes y bondadosos; las cejas desordenadas y entrecanas, arqueadas, les daban una expresión de perplejidad ingenua. En la frente, sudadas, se le pegaban las canas con unos tirabuzones como rizos infantiles.
.         La luz del día ya se había apagado. Un humo fino, deshilachado, de cigarrillos y vaharadas se espesaba lento en el cafetín. Las luces se encendieron y el humo adquirió el color amarillento de la nicotina. Enfrente, un grupo de jóvenes fue a sentarse para ponerse a jugar a los naipes con ánimo. Golpeaban la mesa con las cartas después de sostenerlas una a una por encima de la cabeza, en alto.
.         Y el señor hablaba sin cesar. Se sofocaba con la justicia. Además, de la situación internacional había saltado a la griega y se quejaba con energía de los males evidentes del país. Habló del fraude electoral, de la inestabilidad de las convicciones políticas, de la insinceridad de los gobernantes, de la imprudente imposición fiscal al pueblo. Era titulado y cabeza de familia, padre de dos hijos, y por eso se quejaba con energía de la falta de espíritu administrativo en un lugar sin duda burgués. «Disposición imprudente de los recursos públicos para la satisfacción partidista de los enchufados, dilapidación de la riqueza nacional en la organización de la defensa nacional, que sin embargo nunca consigue estar a la altura de las circunstancias, parálisis general de la máquina estatal. El espíritu de indisciplina gobierna Grecia. Aquí un ejemplo: detrás de las columnas del templo de Zeus Olímpico y justo delante de la Acrópolis se construyen apartamentos… Y, sin embargo, este pueblo fue artístico en otros tiempos. Yo, al menos personalmente, yo, Meletis Malvís, el servidor que te habla, ¡siento dentro de mí algo de esa llama inmortal!».
.         Se deslizó por el sofá de madera, agarró a Marukis del brazo e, inclinándose, recitó en voz baja, con estremecimiento singular, mientras una sonrisa pudorosa le moldeaba el rostro:
.         
Tú que por primera vez apareciste
como un sueño ante mí,
y encendiste pasiones inquietas
en mi corazón sincero,
¡ah! dónde estás, dime, amor mío,
¿dónde estás, mi dulce esperanza?
¿La tierra tienes por patria
o las estrellas del cielo?[1]

.         Después se retiró con celeridad y:
.         —Joven, ¿amas la poesía? —dijo—. ¡No puede ser! La amarás…
.         Marukis se ruborizó. Y, sin embargo, no puede de cierto saber su interlocutor que, en otra época, en otros tiempos, también él había pergeñado a escondidas y en secreto algunos versos sin gracia…
.         Y entonces, de pronto, el señor Meletis Malvís sacudió el puño derecho, se sacó el reloj del bolsillo del chaleco y dijo con inquietud evidente:
.         —¡Las seis y media! Tengo que seguir con las exposiciones judiciales.
.         Dejó en el platito del café dos dracmas y medio y, volviéndose hacia Marukis:
.         —Vamos —dijo.
.         Y aquel se levantó, como si hubiesen llegado los dos juntos, y obediente lo siguió.
.         Tomaron la acera izquierda de la calleja que descendía. Ya había oscurecido del todo y el cielo estrellado ahogaba el pequeño barrio en una sombra azul, velluda. El señor Malvís avanzaba a saltitos, alegre, sujetando del brazo con fuerza a su nuevo amigo. El señor Malvís debía de tener a su disposición dos tipos de pasos. Uno, el lento y solemne, frente a desconocidos, así como se había presentado esa noche en el cafetín. El otro, los saltitos, con pequeños pasos ligeros, como un pájaro. Ese lo exhibía en honor de los amigos.
.         —No me has dicho cómo te llamas, querido.
.         —Yanis… Yanis Marukis.
.         —Espléndido. ¿Y dónde vives?
.         —Más abajo. En Psirí.
.         —Ah, ¿pasas por la calle Adriano?
.         Habían llegado a aquel punto en que las callejas estrechas convergen ajustadas en un nudo, para verterse de inmediato por alrededor y penetrar en otros vecindarios.
.         —He aquí mi casa. ¿Ves? Calle A-fro-di-ta.
.         —En efecto —dijo Marukis, sonriendo con educación como un atontado.
.         —¿Adónde miras? Allí, justo en medio de la calle. Al fondo, ¿ves? La Acrópolis.
.         —En efecto.
.         —¡Espléndido! Acércate a ver mi casa.
.         Siguieron del brazo, a saltitos.
.         La calle Afrodita es una calleja de como dos palmos. A derecha e izquierda te dan la bienvenida casitas pequeñas, multicolores y preñadas. El tiempo transcurrido y cierta humedad les han hinchado la barriga. Un año, dirías, de hidropesía. Al fondo, en verdad dentro de un cielo azul compacto, se yergue soberbia, proa de un navío inmenso, la esquina del castillo antiguo.
.         Allí a la izquierda, en una puerta con una de las hojas abiertas, Marukis leyó a la luz de la luna el epígrafe: «Meletios Malvís, abogado». Por debajo había un papel pegado que decía con tinta: «Ante el Areópago»[2]. En letras mayúsculas e irregulares, seniles.
.         —He aquí, ¿ves? Un patio pequeño, unas escaleras de madera que suben a una galería. Te acordarás con facilidad. Deja que te lleve hasta la esquina. ¡Te acompaño!
.         Siguieron caminando.
.         —… Soy de los viejos del barrio —dijo el señor Malvís mirándose las piernas, que avanzaban con cuidado por la acera (evitaba pisar los puntos donde las losas se unen; una ocupación habitual suya, en horas de desconcierto y prudencia)—. Nací en provincias, pero llegué de muy joven a Atenas. Primero estuve en Neápoli, después en Plaka. Los otros barrios, los que ahora son conocidos, no existían. Así que seguí desde aquí el nacimiento de la cosmópolis, querido. La ciudad de corona violeta, ¡mmm…!
.         
¡Oh espléndida, coronada de violetas y cantada,
bastión de Grecia, Atenas gloriosa, ciudad divina! [3]
.         
.         »… ¡Cómo creció inopinadamente, cómo se desarrolló! ¡Como un niño sobrenatural! Yo siempre he estado aquí, como ves, anidado, por decirlo así. Sin embargo, ella creció, se extendió, ¡sin que me diese cuenta, te digo! Te lo contaré otro día todo esto… A veces subo a la azotea, por la noche, y oteo el horizonte. ¿Lo has visto? ¡Se ilumina alrededor, en un radio muy grande, con un reflejo ígneo! ¡Impresionante! Aun así, recuerdo el tranvía de caballos, todo lo que había enfrente, y la universidad rodeada de sembrados…
.         Suspiró y agachó la cabeza.
.         —… En los lugares nuevos los hombres envejecen más rápido —dijo—. Nada te aguarda ni nada te queda…
.         Se oían otros pasos que llegaban de enfrente. Algún viandante había entrado en la calleja. El señor Malvís se detuvo de pronto, dio dos pasos, se detuvo de nuevo y soltó a Marukis del brazo con apremio. Por un momento, antes de soltarse del todo, la mano le había empezado a temblar.
.         «¿Quién es?», iba a preguntar Marukis perplejo, pero, sin saber por qué, se lo pensó. El viandante se les acercaba con paso largo y pesado.
.         —Baja, baja —murmuró de prisa el viejo Malvís, empujando agitado a su amigo de la acera a la calzada.
.         Bajaron los dos.
.         El viandante era joven. A la luz débil y trémula, parecía alto y corpulento. Sostenía el sombrero con la mano, tenía la cabeza bien erguida y la tez muy blanca.
.         Les pasó por el lado, por la acera donde le habían hecho sitio, y los miró volviendo ligeramente la cabeza. Había entornado los ojos como para distinguirlos, pero volvió a apartar el rostro de inmediato.
.         —Voy a lo mío —dijo en voz alta, sin mirarlos.
.         A Marukis incluso le pareció que, por un momento, había visto como su mirada lo atravesaba con un desprecio frío. El viejo Malvís se encogió con dos o tres gestos torpes que debían de significar aceptación.
.         Una puerta se cerró más abajo.
.         Entonces Marukis no pudo quedarse más con la duda:
.         —¿Quién es? —preguntó en voz baja y tímida.
.         El viejo Malvís se volvió y lo miró. Agachó de nuevo la cabeza, sonrió en silencio, suspiró.
.         —Es mi hijo —dijo, tan orgulloso como turbado.

 


[1] Primera estrofa de «La criatura de la fantasía», del poeta griego Iulios Tipaldos (1814-1883).
[2] «Meletios» es el nombre de pila oficial, mientras que «Meletis» es más familiar. El Areópago es el Tribunal Supremo.
[3] Fragmento 76 (46) de Píndaro (c. 520-c. 440 a. C.), ditirambo dedicado a Atenas por su papel en las guerras médicas.
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De La ciudad violeta (Caleidoscopio de libros, 2025)

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