Fragmentos de «Indócil», la primera novela de Laura Ortíz Gómez

Indócil (2025) de Laura Ortíz Gómez (Ficha y portada)

 

Laura Ortíz Gómez (Bogotá, 1986). Ha estudiado Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana en su ciudad natal y ha realizado un máster de escritura creativa en Universidad Nacional Tres de Febrero de Buenos Aires.

Su vida profesional también ha estado ligada a los libros, siendo promotora de lectura y escritura en diversos espacios a lo largo del territorio colombiano (Biblored, Fiesta de la Lectura y Red Nacional de Bibliotecas Públicas). Además, en 2019 obtuvo la beca para colombianos en proceso de formación artística y cultural en el exterior del Ministerio de Cultura de Colombia, y ganó la beca Antonio Di Benedetto, que consistió en una Residencia de Escritura en la Finca Los Álamos en San Rafael, Mendoza.

La autora publicó su primer libro de relatos, Sofoco (Editorial Barrett, 2021), con el que ganó el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica y donde narraba, desde una mirada original hacia la naturaleza, la memoria y la violencia, el permanente conflicto armado colombiano. Poco después publicó Diario de aterrizaje (Editorial Barrett, 2024), donde cuenta de forma íntima el regreso a la tierra que la vio nacer, tras dejar su vida en Argentina.

Hace pocos días llegó a librerías españolas Indócil (Editorial Barrett, 2025), su primera novela. Una historia coral en la que se recrea una olvidada huelga de inquilinos en Argentina a inicios del siglo XX, situada concretamente en una vieja casona en el barrio bonaerense de San Telmo, la que se convierte en la voz principal de esta narración, libre de ataduras formales, donde conviven fantasmas, mujeres migrantes, empleadas domésticas, niños, huesos y hasta la propia tierra.

Los siguientes fragmentos que compartimos a continuación provienen de Indócil de Laura Ortiz Gómez, con los que se apertura la novela en el capítulo denominado «ESTA ES LA DESMEMORIA DE UNA CASA».


ESTA ES LA DESMEMORIA DE UNA CASA

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.                                                               nadie me conoce yo hablo la lluvia
.                                                         nadie me conoce yo hablo los muertos
.                                                          .                           —Alejandra Pizarnik
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¿Eso fue hoy o mañana?
.    Ya no me acuerdo.
.    Si quiero me recompongo de todo colapso, entre la música y la miseria. Fui refugio de muchas, muchas gentes. Pasaron por mis habitaciones como en las vísceras del tiempo: escupí vida y pujé muerte. Hasta que me metieron tres cadáveres adentro, emparedados en la piel.
.    Soy vieja, viejísima. Soy la única medida posible de la duración. Me faltan muelas, tímpanos. El polvo me taponó seis gargantas. Me pudro en mis propias humedades. Soy la rajadura, la herida expuesta del recuerdo, me estoy pudriendo. Hay risas de niños adentro mío, en el pleno centro. Este es el signo de mi caída
y dura años. El sonido de mi colapso es esta jerga que viene por todo, ruin, como un amanecer. Estoy despierta y me estoy pudriendo. ¿Puedo escuchar el inmenso ruido de mi invisibilidad? Cuando ya no quede nada, yo estaré aquí, muriendo.
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Pero no, eso fue después. Antes me hicieron y me hice. Yo misma ayudé a los albañiles a levantarme, guie a los carpinteros para entretejer las gubias y esculpir flores y caras de querubines que fueran mis puertas rostro. Dirigí las manos de los yeseros para que tersaran molduras para cada farol. Me hice bella. Me hicieron bella. Nos hicimos bella.
.    Como cualquiera, no puedo afirmar que quería existir, pero en algún punto indeterminado de la construcción, me hice para ser. Nací del agua y de la tierra. Lúbrica me sequé. Iluminé el pulso de los que cortaron mis dientes de mármol: mi frío y brutal recibidor. Coroné mi corazón con un ojo visor: un vitral que alumbraba mi centro todo. Me erguí sobre San Telmo. Me supe hermosa y volteé a percibir a mis hermanas. Ahí estuve triste un tiempo; me encontré mediocre. Mansiones más bellas me sitiaban. La tristeza redobló porque mis hacedores, a quienes yo hacía hacer, me abandonaron. Sin más, se fueron. Vinieron otros, uno que se llamaba don Demetrio Núñez-Ortega y sus tropas de familia. Vinieron entonces a hacerme cosquillas caprichosas en la entraña de mis salas, moviendo muebles y tapices y colgándome espejos que me reproducían toda en infinitas formas de mis adentros. Eran raros. Se decían dueños. Ataban mi vida a la suya, como si fueran el mismo lenguaje. No me sometí. Decían mi casa. Y yo, recién nacida, decía para adentro: Soy la casa de mí.
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Dos mujeres vivían arriba y otros más carnosos abajo. Después me metieron tres muertos adentro de mis paredes de piel y cal. Pero eso fue después, cuando otros se decían casa de mí. Los de abajo, rubios y redondos, me tomaron toda para extender sus camas, sus pies y sus pasiones. Traían gente que me halagaba y, al salir por mi puerta rostro, soltaban burlitas como pepas de carbón. Yo me enfurecía y hacía frío en mis ventanas. Hacían bajar a las chicas flacas de arriba para que pusieran más leña en mis gargantas. Me aburría; ya no me acuerdo bien. Yo creo que mañana nacía de nuevo y yo me ponía bella y me enfurecía y me abandonaban y me metían tres muertos en las entrañas. Si quiero, me pongo de pie y recuerdo mañana.
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Yo me ponía a charlar con las otras, las vecinas de mí. Respingaban sus tejados franceses y me decían oui oui ma chérie, estoy con un catarro en la mansarda porque me están moviendo el tapiz japonés y se reían con todos sus dientes vidrios iluminados. También hablaban de fulana y sutana con horror. Decían: Están desvalijadas, hay hordas de gente que las penetran, son sucios y hablan idiomas indecentes. No les dan las venas para tanta mierda y se rebozan de aguas negras, aguas de caca, en sus cloacas pies. Hubiera querido otro piso para estirar la columna y ver las hordas y entender indecente y los idiomas. Pero se mantuvo el miedo que era adentro y afuera, un miedo que se me hacía en los de abajo, en don Demetrio y su familia y en las vecinas. Decían todos al mismo ritmo: Peor que la fiebre amarilla son los pobres. Y yo sentía que lo que me hablaba adentro me hablaba afuera, haciendo una reverberación de terror. Los pobres y lo indecente venían por mí, que era apenas una recién nacida. Me ponía dura, tensaba las columnas y las chicas de arriba me aflojaban las puertas con aceite.
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Si tuviera que decir un principio dentro de mis principios, diría ellas: las de arriba, las dos chicas. El principio fue el encuentro que me fabricó, haciéndome por segunda vez. Fulgor.
.    Me encontré en ellas: las pude ver bien claritas, moviendo y acariciando. Supe que se llamaban Vira y Olena. Sacaban unos palos con pelos duros y me hacían suaves cosquillas en el paladar. Me parecieron delicadas y me entregué. Soñábamos juntas a que eran de mí. Ellas decían que yo era agradecida, que un poquito de cera perfumada y mírala que linda, la escalera parece nueva. Yo me ponía coqueta y les hacía subir el perfume de mis maderas a sus camas. Ellas se movían al pedido de una campanilla, todo el día haciendo lo que los otros no. Yo decía: Son las reinas; se hacen a sí mismas como yo a mí. Y ahí toda fascinación porque éramos lindas juntas, haciendo. Y yo, toda mimos, me entregaba a su quehacer. Aprendí la palabra escoba y se me hizo sinónimo de dignidad, cepillo erguido para estar.
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De las dos reinas, me detenía siempre en Vira. La veía nacer cada vez y con ella, la tierra nueva, la luz nueva. Nacíamos juntas. En sus manos huesudas se hacían mundos. La rastreaba dentro de mí, asombrada. Vira hacía ropa, hacía olores, hacía fuego. Vira hacía operaciones sobre la materia, rozándome, volviéndome viva. Tomaba verduras y ramas y músculos de animal, los destrozaba balanceando sus dedos flacos. De esas ollas salía el alimento para todos, para cada uno. Les daba al perro, a las palomas y a los gatos. Ella comía de última en la mitad de mi siesta. Yo me encorvaba la lumbre en el fogón. Vira también dormitaba, pero con los
ojos abiertos. El fuego se ponía lento y pesado, como si nos bailara la lengua. Vira era mi reina favorita, aquí y allá y ahora, porque tenía el mismo peso que los animales oscuros de mi tejado. Un venadito de sombra. Un venado rotundo, capaz de las peores patadas. Un venado terrible, que escurría fuerza viva en su debilidad. Toda violencia encapsulada en un cuerpo flaco, vibrando en silencio.
.    Vira me percibía y yo me percibía en Vira. Pero con ella, siempre algo corrido, algo difuso. En sus ojos de ciervo habitaba una sospecha desorbitada. En su pupila veía el reflejo de una terrible amenaza sin nombre y siempre por venir. Eso que la acechaba estaba muy afuera de mi abrigo. Vira se sentaba encorvada y hacía grafías en papeles que robaba a don Demetrio. Le escribía a un tal Taras. Yo me devoré las cartas y aprendí estos signos. Estos dibujos que suenan y que se unen para señalar. Letras uñas. Letras garras. Vira escribía cosas que eran llorar. «Taras, hermano, le pido que venga a América, me han dicho que usted corre peligro».
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Por un tiempo pensé que me llamaba América. Ahora sé que me llamo casa y mi casa es América. Y América es una casa que de lo vieja es muy nueva. Vira me dio las letras para escribir Vira.
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De Indócil (Editorial Barrett, 2025)

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