«París Berlín Roma» de Pedro Alcarria
Pedro Alcarria (Barcelona, 1975) es poeta, traductor y gestor cultural. Es autor de los poemarios El dios de las cosas tal y como deberían ser (ArtGerust, 2013), Camada (Ediciones Vitruvio, 2021; segunda edición, 2024), seleccionado como uno de los mejores poemarios de 2021 por la Asociación de Editores de Poesía, y París Berlín Roma (Ediciones Vitruvio, 2025). Ha realizado la primera traducción al español de Las ciudades tentaculares de Émile Verhaeren (Ediciones Vitruvio, 2022) y una nueva versión de Las flores del Mal de Charles Baudelaire (Ediciones Vitruvio, 2023).
Ha colaborado con poemas, reseñas y entrevistas en revistas literarias como Zenda, República Digital, El coloquio de los perros, y Casapaís (Uruguay).
Fue coeditor del número 7 de la revista Tinta en la Medianoche (Ediciones Vitruvio, 2022) y ha participado en la antología Cerca de Hierro. 5G voces y 5 miradas hacia José Hierro (Ediciones Vitruvio, 2022) y en la antología poética Radical 3: Recull Magnètic de Poetes (Editorial Promarex, 2024). Ha colaborado además en revistas como Alga.
Desde 2022 coordina el Festival de Poesía Ediciones Vitruvio en Barcelona, y desde su creación dirige el ciclo Diàlegs Poètics en colaboración con el Centre Cívic Can Deu, parte de la Xarxa de Centres Cívics de l’Ajuntament de Barcelona.
Desde 2017 colabora en Radio Castelldefels, donde participa en el programa cultural semanal Lou Reed ha muerto, coordina el espacio Poemas Regalados dedicado a la difusión de la poesía, y colabora en la sección Píldoras culturales con entrevistas a poetas relevantes del ámbito nacional.
Notas del autor respecto a París Berlín Roma
La escritura de este libro —gestado entre 2016 y 2020— comenzó a partir de una sugerencia, un reto recibido de labios de una de las personas más importantes en mi vida: Escribir un libro titulado de esa forma, París Berlín Roma.
Con ese precepto empecé a tomar notas, principalmente durante varios viajes realizados a las ciudades citadas. Pero pronto me enfrenté a la dificultad de que me resulta problemático, por no decir imposible, decidir sobre aquello que escribo. Siempre me he inclinado a creer que el poema es una puerta que uno abre, pero por la que no se sabe a ciencia cierta qué va a entrar. Entonces comprendí que París Berlín Roma no sería un libro construido sobre coordenadas usuales, sino algo bien distinto.
Uno de los más grandes creadores de la historia, Alfred Hitchcock, acuñó el término MacGuffin para referirse a un determinado objeto que pone en marcha una historia, pero que en realidad no importa tanto por sí mismo. Se trata, por ejemplo, del dinero robado por Marion Crane al principio de Psicosis, o de las botellas de misterioso contenido en Encadenados; lo significativo no es el objeto, sino la serie de circunstancias que este desencadena.
Algo de eso hay en París Berlín Roma: tal título es mi MacGuffin. Un punto de partida que permitió poner en movimiento la mirada poética. Una puerta abierta hacia una serie de caminos: recuerdos, viajes, lecturas, obsesiones e imágenes que me han acompañado durante años y que, de algún modo, encontraron así su vía de acceso.
Esa excusa argumental, —por usar otra definición—, me concedió la manera de plasmar las sensaciones que despertaban en mí esas tres ciudades, no como lugares físicos, sino como escenarios simbólicos, y en ocasiones como máscaras del yo, como ejes para pensar el presente desde la memoria —también la cultural, de nuestro continente—. No se trata pues de una guía sentimental, ni un diario de viaje, sino un recorrido —muy personal ciertamente— por espacios cargados de historia, ruina, belleza y de todo tipo de sugerencias.
En su conjunto los poemas construyen una imagen fragmentaria, casi como fotogramas o impresiones. Hay voces que se entrecruzan, referencias veladas a ciertos autores, obras de arte o episodios históricos, pero el foco está en el presente del cuerpo, de la experiencia y del lenguaje: cómo se nombra lo que duele, lo que se escapa, lo que pese a todo persiste. El tono tiende a la contención, al ritmo sobrio, pero siempre buscando ese destello que capture la emoción.
La escritura fue lenta y acumulativa. Algunos textos se escribieron muy al principio; otros surgieron en los últimos meses, como respuesta a muchas de las preguntas que el propio conjunto generaba. La arquitectura del libro no fue previa, sino que apareció poco a poco, como una ciudad que se camina sin mapa. Es, quizá, el poemario más unitario que he escrito, pero también el más abierto. Un lugar al que volver con otras lecturas.
Quiero pensar que escribo desde un lugar muy frágil en donde las palabras tantean, buscan bordes sin saber del todo si van a encontrarlos. El estilo, deliberadamente fragmentario y contenido, responde a la convicción de que muchas veces aquello que dejamos en fuera de campo es lo que captura más poderosamente la atención. Por ello me atrae la posibilidad de dejar espacios para que el lector los habite o los complete con su propia vivencia.
Gracias a David Marroquí Newell por la invitación a compartir una selección de estos poemas en Aullido. Ojalá este particular recorrido resuene, al menos por un instante, en quien lo lea.
En qué ciudad morir, en qué poema
Si alguna vez apesto a cobardía
tras años sin arder en puertos francos,
será porque he perdido las palabras
hundidas hasta el fondo de este cráneo.
Tendré que reventarlo entre las órbitas
con la violencia de Cristo en el templo,
escalparlo, desarbolar la cruz de los días
—trazada en las lindes de la memoria—
y erigirme otra cruz de luz.
Pero esa luz en qué ciudad vendrá a morir,
en qué poema escarbará mi escombro.
Cómo explicar arte a una liebre muerta
Hacemos esto para la piedra secreta,
cuya supresión transfigura -con violencia- la forma
del objeto trivial que quiere llegar a su origen
a través del pensamiento.
Necesitamos alcanzar otra forma de materia,
cubiertos de miel y pan de oro.
Tallar esa piedra dura y transparente que rompa el silencio,
acunarla y verter sonidos mudos en su oído,
cambiar su secreto para cumplir los anhelos del plomo.
Afilar una piedra, mostrarla a la tribu:
Si esto pudiera rasgarlo todo.
De repente las ciudades
Para Manolo Crespo, camarada de tribulación
De repente las ciudades tienen ese remordimiento culpable.
Y se estremecen como fugitivos ante una maliciosa indirecta.
El cuerpo se interna por caminos desiertos,
el horario de oficina sofoca el ritual.
¿Y vamos al supermercado o al abismo?
El loto apesta a lejía en los ascensores.
Estatua del combatiente soviético
La cabeza de metal mira las nubes
sobre su cuerpo negro sin tregua.
Le gustaría ser un sabio oscuro,
un Raskolnikov humilde y venenoso.
Beber y fumar con malos hábitos
de estudiante que escribe largas
cartas rencorosas de madrugada.
Guardar entre los libros,
sobres llenos de besos.
Viajar a París con frecuencia,
ver con fiebre furiosa
la Sainte-Chapelle.
Descansar en una cama de hierba.
Tomar agua fresca por la mañana.
Claudicar bajo las nubes blancas.
Los poemas destruyen la belleza
Los poemas destruyen la belleza intentando perfeccionarla.
Yo quería ser elegante y después ascender
preciso y bueno.
Dibujar fuegos y virajes fantásticos,
disparar luciérnagas en mi lucha insaciable,
el noble heredero que salda la cuenta
cruzando la ciudad en tensión por el territorio acusado,
corriendo a través de un catatónico paisaje en prosa.
Pero la ciudad es algo incompleto y truculento,
un hombre sufre a tiempo para gritar en la cima
de una luz humillante.
Yo quería responder al ser que me compró con amenazas,
pero inevitablemente venció la plañidera,
este reptil de sombra que se desliza en la pared.
El poeta busca inspiración
Porque en noches absolutas
el poeta busca inspiración
pero es temprano en la mañana sin espacio.
Porque el deseo pregunta qué boca robar
pero prueba suerte en cada bocanada.
Porque es un violento ejercicio de abandono
pero un ritmo extraño que se desnuda.
Porque canta la desesperación de perder
pero la canción salvaje no sabe nada.
Porque el poema es mi amor sin palabras
pero es de nadie y nace sin sonido.
Porque estoy repitiendo su imperio implacable
pero me levanto desarmado y solo.
Porque sin el poema estoy ciego
pero de la mirada alucinada de otro.
Porque hay armas afiladas de inteligencia
pero no hay canción de carne entre hipótesis.
Porque estoy sentado en el miserable centro
pero en medio de la nada el secreto es un rayo.
Porque arremeto con sed airada
pero se me deshace en plata sin espuma.
Porque ofrezco mi lengua
pero mi lengua no basta.
¡Porque no soy yo! ¡No es a mí!
pero el trabajo exige el fallo luminoso.
Exige la canción.