«Opciones de Lezama», un ensayo de Virgilio Piñera recogido en «Mi Lezama Lima»

Portada y Ficha de Mi Lezama Lima (2024) de Virgilio Piñera

 

Virgilio Piñera (Cárdenas, 1912–La Habana, 1979). Fue poeta, narrador, dramaturgo y ensayista —géneros en los que se destacó con igual maestría— y además un polemista irreductible, hecho que en diversas ocasiones sacudió la vida cultural cubana.

A pesar de la persecución, la censura, y el silenciamiento impuesto a su obra poco tiempo después de la llegada al poder del régimen castrista, desarrolló una labor infatigable y no dejó de escribir hasta el final de su vida.

A Piñera le cabe la máxima que aplicó Felisberto Hernández a sí mismo: cuanto más y mejor escribía peor le iba, por lo que puede decirse sin asomo de exageración que su obra (y en esto comparte el mérito con Lezama Lima) marcó el devenir de la literatura cubana del siglo XX, con el agregado de parecer siempre dispuesta a ser descubierta por nuevas generaciones de lectores.

El autor de Enemigo rumor (1941), José Lezama Lima, fue el escritor a quien Piñera le dedicó más textos críticos, y el primero en señalar la importancia de su poesía. Mi Lezama Lima (2024) —crónica sobre dos personajes que se atraen y se repelen y a la vez historia accidentada de las principales revistas literarias cubanas— reúne todos esos ensayos escritos a lo largo de más de treinta años.

«Opciones de Lezama» forma parte del volumen recopilatorio recientemente publicado por Ediciones Hola & chau, Mi Lezama Lima (2024) con Prólogo de Rafael Cippolini. La compilación estuvo a cargo de Eduardo Ainbinder.


Opciones de Lezama

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A Lezama se le presentaban en lo que se refiere a su futura grandeza literaria tres opciones: la del conversador, la del poeta y la del novelista. Por más de treinta años esas opciones le cortaron la respiración, le suspendieron el aliento, le resecaron la boca y lo mantuvieron en vilo sobre el abismo de las posibilidades. A su vez, ellas implicaban el problema no menos inquietante del reconocimiento. Manifiéstelo o no, todo escritor aspira al reconocimiento, el cual contiene en sí mismo un principio de mensuración: ¿escritor provincial, nacional, internacional? Es decir, menor o mayor número de gente que lo reconozca. Ahora bien, como él aspira a ser reconocido universalmente, sus pensamientos, en este orden de cosas, se vuelven agitados a la vez que engañosos. Faltan por registrar en las historias de la literatura estos soliloquios del escritor; no niego que algunos de esos soliloquios los traslade a su autobiografía o los incorpore a sus personajes de ficción, pero lo esencial, es decir, esos pensamientos que bordean el ridículo, que surgen del delirio (estoy por decir del delirio pítico, pues todo escritor es Casandra de sí mismo), los lleva a la tumba.

Lezama hablaba con Lezama, lo interrogaba ansiosamente, se miraba en los espejos (en sentido recto y figurado; en esas ocasiones era un Narciso de su obra a través de su cara), preguntándose: ¿es que la gloria nimbará los rasgos de mi cara? Además, hay la tremenda necesidad de escrutarse: ¿quién eres, qué buscas, qué descubres? Y las respuestas, siempre engañosas: eres un iluminado, un farsante, un iluso, un cagatintas, un genio…

Este autontimourumenos[1] se consume en la indagación de su persona literaria: esa futura confrontación con los otros lo es, al mismo tiempo, consigo mismo. Y aquí las preguntas son aún más angustiosas por tanto el margen para abandonarse al delirio resulta tan estrecho que todo gira en torno a la suprema pregunta: ¿soy o no soy un gran escritor? El resto son las atroces variantes: ¿seré tan solo un escritor para escritores? ¿O un escritor hecho de otros escritores? ¿Quedaré como un conversador, eso sí, inimitable, pero nada más que un conversador? ¿Me quedaré perdido entre los poetas menores? ¿O seré uno de tantos novelistas leídos por una docena de personas?

Consecuentemente, esa formulación negativa lleva aparejada su propia contradicción: no, no soy un raté, soy, por el contrario, un gran escritor. Arquetipo de la Duda absoluta, paradójicamente exclama en la soledad de su cuarto: soy el detonante que provocará la explosión; mi cabeza pensante es como una bomba de tiempo que al estallar provocará el pasmo de las edades presentes y futuras…

El cuadro se completa con ese otro sentimiento atroz de que todo termina con la vida que terminamos. Después de adormecerse en brazos de la Posteridad, se siente acometido por la atroz sensación de la Nada. A este respecto Jules Vallès decía: «No creo en el Panteón, no sueño con el título de gran hombre, no aspiro a ser inmortal después de mi muerte, todo a cuanto aspiro es a vivir en vida».

En términos de metapsíquica, la clarividencia del escritor empieza y termina en la escritura; si intentara aplicarla con el objeto de indagar en su futuridad como escritor reconocido universalmente, su entendimiento se oscurecería hasta el punto de la confusión. Una cosa es sentir o presentir que en un momento dado de la carrera literaria se podrá ser reconocido y otras es saberlo a ciencia cierta.

La clarividencia funciona en la escritura a manera de un radar que iría señalándole al escritor los caminos a tomar y los obstáculos a sortear, pero aplicada al reconocimiento, esa funcionalidad, que es parte como hemos dicho de la misma escritura, es neutralizada por el enigma del destino, es decir, de los otros, especie de computadoras electrónicas donde se sabrá si se es o no un elegido.

Nuestro punto de vista es confirmado por el propio Lezama; intuyendo su futuridad, mas impotente para confirmarla, forzando, por así decirlo, su supravisión hasta el punto de suspenderla como un nuevo Atlas sobre el abismo de la incontingencia, dice en un pasaje de Paradiso:

El traqueteo del ómnibus obligó al anticuario a torcer el rostro. Se
fijó en el pulso del que estaba a su lado, en la otra fila paralela de
asientos. Extrajo ese pulso una iniciales: J.C.
[2] Un escalofrío lo reco-
rrió, se acababa de verificar silenciosamente algo que venía a ser un
complementario tan forzado como prodigioso en su vida. Ya no se
moriría intranquilo, incompleto. Se había verificado el signo que le
permitirá recorrer su último camino, con expresión para su pasado y
con esclarecimiento para su futuridad.
[3]

En la contingencia de saber y no saber, el grado de impotencia es mucho más angustioso que en la contingencia de solo no saber. Aquel que no sabe lo que le está pasando, tiene al menos la ventaja de la no elección sobre el que sabe y no sabe al mismo tiempo lo que le está pasando; es impotente para saber lo que le está pasando, pero no es, también victima de la Duda, en tanto que sí es, lo es (¡y en qué horrible medida!) el que sabe y no sabe lo que le está pasando. Por eso Lezama señala: «expresión para su pasado y con esclarecimiento para su futuridad». Es decir, el pasado adquiere una validez y la futuridad tiene una deslumbrante confirmación. Pero esta clarividencia, que es sólo atinente a la letra escrita, se oscurece, como decía hace un momento, hasta el punto de la confusión, si el escritor intenta hacerla funcionar para escrutar su ulterior reconocimiento. Precisamente, el hecho de escribir tal pasaje es, al mismo tiempo, signo de su poder creativo y signo de la impotencia en que Lezama–persona se encontraba de saber y conocer sus futuras resonancias.

Así pues, con esas opciones, con esos soliloquios, con esos atroces pensamientos de Posteridad y Mortalidad, con esas dudas, el escritor va tirando. Esta palabra da la medida exacta de la situación de extrañamiento en que Lezama se hallaba: por una lado hacía la obra, por el otro daba tumbos con sus opciones: unos días era un genio, otros un raté; por momentos se prefería poeta a novelista o viceversa; en otros desechaba a ambos para quedar como un brillante conversador. Como si la posibilidad fuese un derriscadero lo vemos que se obligaba a echar el cuerpo, ya a un lado, ya al otro, a fin de conservar el equilibrio: entre lo escrito y lo que se piensa de lo escrito (en lo atinente a su probable o improbable resonancia como escritor) se inserta ese equilibrio inestable.

Esas tres opciones venían a ser para Lezama–persona como tres diablillos juguetones que le propusieran el difícil juego de la adivinación. El diablillo que representaba al conversador tenía la misma cara del diablillo que representaba al poeta y al novelista, y, a su vez, estos tenían la misma cara de aquel. ¿Cuál de estos demonios (además de diablillos eran demonios) sería el que lo conduciría al país del universal reconocimiento o lo precipitaría en ese purgatorio de los escritores menores?

El juego estaba erizado de dificultades. Lo paradójico del caso es que Lezama–escritor podía reconocer la identidad facial de sus demonios, pero Lezama–persona se perdía y se confundía de dicha identidad. El escritor se manifestaba en esas caras idénticas, pero la persona no lograba escrutarlas con la visión requerida para saber cuál de las tres era la de la futuridad y cuál la de la medianía literaria.

Naturalmente, Lezama-escritor azuzaba a Lezama-persona a meterse de lleno en ese juego difícil. Hay en Paradiso un pasaje a este respecto revelador; Rialta, su madre, le dice a José Cemí:

No rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. Hay el pe-
ligro que enfrentamos como una substitución, hay también el peligro
que intentan los enfermos, ese es el peligro que no engendra ningún
nacimiento en nosotros, el peligro sin epifanía. Pero cuando el hom-
bre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido
en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la suce-
sión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha asignado
para su transfigurarse, verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en
la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad.
[4]

Y lo difícil estriba en que Lezama-escritor tendría que realizar la hazaña de fusionar esos tres diablillos en uno solo, para que Lezama–persona lograse discernir la cara verdadera de su futuridad. En el conversador estaba implicado el poeta y el novelista; en el novelista, el poeta y el conversador; en el poeta el conversador y el novelista. No tres personas distintas y un solo Dios verdadero, sino tres personas indistintas, pero sólo un Dios verdadero. Ese dios era la Forma que había que adoptar para expresarse en el juego de las dificultades y a través de ellas acceder a la futuridad.

Lezama era (sigue siéndolo) el conversador más brillante de Cuba y uno podía preguntarse si con el correr del tiempo no quedaría como un excelso caso de pirotecnia verbal. Lezama poeta magnífico no había llegado a configurar una cosmovisión. Había hecho sus pruebas de nobleza literaria con estos dos géneros, pero en nuestro sentir no conseguía reunir los dieciséis cuarteles requeridos. Faltaba la opción del novelista. De pronto, con la publicación de Paradiso, Lezama–persona supo que los tres diablillos eran un solo diablillo, supo que Paradiso es, al mismo tiempo que una novela un gran poema y la genial explosión verbal de un conversador, y supo finalmente que la futuridad le estaba asegurada. Entonces se reposó, se desalteró. Supongo que en tales momentos exclamara: «ritmo hesicástico: podemos empezar»[5].
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[En Pedro Simón (selección y notas): Recopilación de textos sobre Lezama Lima,
Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana, 1970.]

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[1] Posible variante de heautontimourumenos (del griego antiguo: heautòn timouroumenos), «el que se castiga a si mismo». [Nota tomada de Virgilio Piñera al borde la ficción. Compilación de textos I. Carlos Aníbal Alonso y Pablo Argüelles Acosta (compiladores), Editorial UH, Cuba, 2015].
[2] J.C., es decir José Cemí [nota del original].
[3] José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Unión, La Habana, 1966.
[4] Ver Paradiso, cap. XIV [nota del original].
[5] Cuando Cemí vuelve a su casa en medio de la noche, va lleno de meditaciones poéticas que al final le hacen exclamar: «ritmo hesicástico, podemos empezar», Paradiso.
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De Mi Lezama Lima (Ediciones Hola & chau, 2024)

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