La escritura, aquel «pozo salvaje» que nos salva

Escribe | Aníbal Fernando Bonilla


 

Mi perro no lee mis poemas (2024) de Sara Montaño Escobar

Ediciones Liliputienses (2024)
Nº de páginas: 77
ISBN: 978-84-129010-8-5
Autora: Sara Montaño Escobar
Idioma original: Castellano


Una de las características que emplaza a la poesía es la capacidad de experimentación que se puede otear en sus adentros. No es sólo el juego lingüístico (afín a lo visual y a lo sonoro), sino el tema propuesto. Su singular mirada de los hechos o estímulos, y, a la vez, su diversificación. La temática esbozada permite ramificar el planteamiento versal. Qué pretendo decir, y, cómo lo digo, parecen ser los elementos de partida textual. Por supuesto, hay una motivación que prende las alarmas en el creador/a. Desde dónde emerge ese extraño encanto de enunciar aquello que me conmueve.

El poema procura expresar alguna significación, y para el efecto sus herramientas de apoyo y soporte deben tener un canal comunicativo transparente. No vacilar en el intento. Desechar lo abigarrado. Y, fijar un mecanismo que sostenga el fondo y la forma. Aquel «método de liberación interior», del que habló Octavio Paz.

En Mi perro no lee mis poemas (Ediciones Liliputienses, 2024), de la poeta ecuatoriana Sara Montaño Escobar (Loja, 1989), se acomete con los preceptos valiosos del trabajo poético. Hay un núcleo temático, desde el cual, se expanden los hilos isotópicos concurrentes. Es un ir y venir de ideas. Los versos fluyen como las olas del mar. La génesis de la obra es la relación directa entre el sujeto poético con su perro Matías (y con otros perros precedentes). Esa apasionada manera de sostener un vínculo con el abrigo de la fidelidad canina, contraria a la felonía del hombre. Los textos articulados (algunos combinados con afán prosístico) en este corpus poseen un entretejido sistemático de solvencia marcada. La referencia animal, siendo materia medular, sirve de coartada para el tratamiento de otros asuntos: la familia, el éxodo, el desamor, el suicidio, las contingencias como posibilidad y huida.

Sara Montaño Escobar escribe desde la vivencia de cada día, y desde la sobrevivencia de cada madrugada. Pone énfasis en la tormentosa utilidad del oficio poético. Escarba alrededor de la destreza que trae la composición con la palabra (sin desechar limitaciones que pudieran presentarse en su engranaje): «Solo en el lenguaje pueden dolernos tanto / cosas que nunca existirían / más allá del poema». Se percibe una preocupación recurrente por la escritura, aquel «pozo salvaje, / la grieta que conserva la luz / pero nunca la proyecta».

En estos poemas bendecidos/maldecidos por «los ángeles / sin alas» hay desvelo, melancolía, rabia. Y mucho sarcasmo: «Quiero agitar la noche dentro del inodoro». Para la poeta «Dios no existe / pero existen los perros», «el dolor no es humano», «el amor no es sangre». Y la dureza confesional no es menor: «Quiero vivir como viven aquellos / que abren sus costras para que nunca cicatricen». O en estas otras líneas en donde enfatiza en primera persona: «mi cuerpo es un cementerio de sueños / que han envejecido mi pequeña alma». Este acento cercano a la herida o a la congoja tiene su punto de inflexión cuando exclama: «el poema es resistencia». Tal cual la continuidad de lo anteriormente dicho en La impúdica humanidad de lo sagrado (Casa de la Cultura Ecuatoriana—Núcleo de Loja, 2021): «Yo sigo intacta, / inamovible. / Hago el duelo eterno / para que el poema / exista». En este otro poemario prevalece una feminidad cercana a la experiencia corpórea, y no menos ajena a lo humano. Una oración fragmentada y deliberadamente atenta a lo eterno. Profanación de lo sagrado, aunque a ratos explora lo espiritual. Liturgia que calma el hambre, aquieta el miedo y rememora la niñez. Texturas de carácter literario, bajo el delirio, la culpa y la ensoñación de nuestra autora, quien dirime la controversia de la vida «cantando el lenguaje de los pájaros».

Volviendo a Mi perro no lee mis poemas, el hablante lírico —entre el afecto y la punzada escatológica— esgrime la complicidad directa con su ser perruno. La domesticación al grado de ternura y simpatía se distingue con la prosopopeya que permite una personificación patente de aquellos «huesos rotos / reventados».

El valor anafórico tiene lado creacional: «Perro-hijo mío que nunca tendré en mi cuna vacía. / Perro con cara de perro que huele a arrocito tibio. / Perro sabio. Perro padre. Perro que tiene vellos blancos en su pecho. / Perro-árbol genealógico que puedo tocar sin avergonzarme».

El territorio del cuerpo se alude en una erotización de los sentires. La humedad de la piel, la apetencia sexual, la autocomplacencia explícita: «Escarbo, me retuerzo como un gusano que ha infectado la pureza de la nieve. / Escarbo mi vagina que es un sapo que salta en mi vientre. / […] el placer solo existe / cuando cerramos los ojos». Asimismo, aplicando el símil: «El deseo se queda colgando / como un chicle seco / en mis labios menores». Pero, a la vez, trasciende otro territorio, signado en la ciudad de pertenencia de la autora: «No he querido decirle que en
Loja / siempre hace invierno…».

Con las contradicciones de la modernidad —cuyas generaciones exaltan el procesador, la pantalla, las redes— y un despliegue verbal frente a la observación del mundo, Sara Montaño Escobar renueva el pulso candente de la poesía, y lo hace con tono mordaz, con afán revelador, tras el rito que nos lleva a la salvación.

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