Dos fragmentos de «El Dios de la intemperie» y cinco poemas de Armando Rojas Guardia
A simple vista, tras una primera lectura, la obra de Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949—Ibídem, 2020) parece marcada trasversalmente por el dolor. Hasta aquí nada nuevo, pero si estamos hablando de una voluntad fiel a ese dolor, a las interrogantes esenciales que cada cierto tiempo se repetían cargadas de un revitalizador significado en el que se acrecienta su nitidez, donde la tensión entre lo místico y lo terrenal se concatenan como partes indivisibles de un todo. Tal es así que, nos encontramos con una obra caracterizada por la solidez de un proyecto poético que no defrauda en sus minuciosos hallazgos dentro de un paisaje interior propio, en el que se conjugan las experiencias contemplativa, estética y político-social del autor venezolano, de quien poco se conoce fuera de las fronteras de su país.
Rojas Guardia publicó un total de ocho libros de poesía, entre los que constan: Del mismo amor ardiendo (1979), Yo que supe de la vieja herida (1985), Poemas de Quebrada de la Virgen (1985), El Dios de la intemperie (1985), Hacia la noche viva (1989), La nada vigilante (1994), Patria y otros poemas (2008) y Mapa del desalojo (2014). Su obra poética ha sido motivo de recopilaciones panorámicas como es el caso de Antología poética (1993) y El esplendor y la espera. Obra poética 1979-2017 (2000).
Sin embargo, el libro que provocó una inflexión en la obra de Rojas Guardia es El Dios de la intemperie (1985), el que formalmente es considerado una colección de ensayos cortos, aunque en un inicio provenía de un cuaderno de reflexiones arraigadas en la contemplación filosófica, pero en el que entraña un substrato poético. A propósito de aquel volumen afirmó en una entrevista concedida a inicios de la década del noventa que «ese es un libro donde la palabra está usada como herramienta para la clarificación interior, impregnada de carácter autobiográfico».
La búsqueda ontológica emprendida en su obra, a través de una impronta ensayística en la poesía, irrumpe en los textos de El Dios de la intemperie (1985). No obstante, este apenas es el inicio de hallazgos poéticos que se recopilan en algunos textos de El esplendor y la espera (2000), tal como ocurre con «Arte de la sensación», «Del miedo» o «Miro jugar al mundo». En este último, el poeta escribe: «Estoy despierto: miro jugar al mundo./ Abrirse a la circundante realidad,/ cuya magnitud se nos muestra a cada hora/ —y la sonámbula costumbre oculta siempre—,/ significa, ante todo, contemplar/ este incesante juego de las cosas/ apostadas por Dios en su existir gratuito,/ su estar—ahí sin otro motivo que el de ser,/ el puro explayarse, innumerable, de sus formas,/ la misma mera, prístina, intacta/ existencia floreciendo a plena luz/ hasta que el azar providente la transforme».
Tal es su afán de transmitir su experiencia mística —no a través de la evangelización, sino por medio de su sensorialidad— que, en otro de los poemas («Dios es pequeño») del mismo libro aúna un mensaje tan potente en pocos versos: «Dios es pequeño, cabe íntegro en un grano de sal/ que podemos pisotear, y de hecho pisoteamos/ con la altanera suela del zapato,/ gigantesco peso sobre lo mínimo paciente,/ invisible para los ojos desatentos». Y, más adelante, dentro del mismo texto, defina lo que entraña su visión de la creación poética desde el tamiz religioso: «La grandeza es un equívoco. Aparece aplastante/ para aquel que, rendido de cansancio/ tras el trajín de siempre,/ la percibe sobre sí. / No es que la deseche. Pero lo intimida/ desde el principio ese modo del ser nunca medible/ por la fatiga de sus ojos. Ello viene a explicar/ que la menudeante numinosidad de Dios/ se multiplique en detallismos, filigranas, / acaeceres a la mano, sacramentos/ que se llaman sonrisa, palabra, reposo,/ movimiento, árbol, abrazo, luz, ritmo, deleite/ y muchos otros más con los que él nos agasaja revelándose, / no esperando gratitud, sino, al contrario, / la fatuidad de nuestra antropocéntrica grandeza».
Asimismo, en paralelo a la poesía cultivó el ensayo en títulos tales como El calidoscopio de Hermes (1989), Diario merideño (1991), El principio de incertidumbre (1994), Crónica de la memoria (1999), La otra locura (2017), El deseo y el infinito (2017), El violín de Einstein (2018) y Pequeña Serenata amorosa (2019).
Para esta publicación de «Lxs que vinieron» hemos elegido cinco poemas de distintos períodos creativos del poeta venezolano, los que están recogidos en la edición de El esplendor y la espera (2000), editado por el Municipio de Cuenca (Ecuador), que reúne la totalidad de su poesía. De igual forma, el mismo título recoge los textos del libro El Dios de la intemperie (1985), del que hemos seleccionado dos fragmentos. Cabe destacar que, ambos fragmentos carecen de título, por lo que optamos por encabezarlos con la denominación genérica de «fragmento I» y «fragmento V», orden con el que están dispuestos en la edición original, sin olvidar que ambos se enmarcan conceptualmente dentro de un mismo poema extenso.
Ahí
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Como desenterrándolo,
busco aquel vacío donde empieza
a oler distinto,
.y el aire
de páramo parece
(o cesa de existir súbitamente)
mientras entra
la enorme libertad
.por la ventana.
No hay oficio ni sueño que lo atrape.
No hay lenguaje.
Tendré que manar, despreocupado,
como agua entre dos rocas
negras.
Hasta empozar ahí,
vórtice mudo,
donde me encuentro intacto ese color,
aquel blanco, último lodo
sin forma todavía.
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De Del mismo amor ardiendo (1979)
(Fragmento I)
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A veces me parece que estoy literalmente en el desierto. Solo cielo arriba y arena abajo. Sometido a las tentaciones (los espejismos), los falsos oasis que hacen ver la sed, el hambre y ese sol vertical (o esa noche compacta): ellos dejan ver, de pronto, la neta la vastedad del espacio por recorrer. No hay ninguna imagen, ningún lugar (ninguna topología concreta o simbólica) donde pueda en realidad abrigar la esperanza de detenerme. Solo la marcha es, en sí misma, sedentaria. Solo ella es mi hogar.
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De El Dios de la intemperie (1985)
(Fragmento V)
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Pudo ser, pues, en todos estos instantes deshilvanados del asombro: allí conocimos, en rapidísimos fulgores, dimensiones abiertas, puertas que dan a una llanura, comarcas de lo real que hablan de que acaso haya niveles desconocidos a los que accederá nuestra vida transformada, atmósferas más densas que las que nuestra cotidianidad respira, continentes inmensos que en la noche nos rozaron dejándonos una fiebre de innombrables colores. Lo que ocurre es que tal vez esos descubrimientos, esos hallazgos momentáneos, empolvados luego por la prisa y el ajetreo tenaz y esa amnesia que nos hace olvidar lo sustancial, dibujaban fuegos que no podremos nunca transmitir como eran. Al final solo hay ya un remedo, una palabra muerta, un gesto torpe, un despojo, un resto náufrago. Y a nosotros mismos nos parece que el mensaje, la clave inenarrable, aquellos telegramas del abismo, fueron una ilusión, un espejismo, un breve aturdimiento, y que la verdad es más opaca y trivial. Y demoramos en explicarnos estas cenizas de lo que fue conocimiento.
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De El Dios de la intemperie (1985)
Anatema en la oficina
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Es hora de que yo, gregario y mínimo,
autografíe como todos la postal,
el lugar común de este desprecio
con el Ávila al fondo. La detesto.
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Cada charco es un abrevadero de palomas.
En cada alcantarilla baila un niño.
A veces, una flor de bucare besa el suelo
donde una llanta trituró a un borracho.
La lluvia saca sus iguanas,
sus sapos verdinegros, sus batracios
a engordar con la basura.
El cielo dudoso de sus noches
estupidiza a las últimas estrellas
cuando faroles derribados por choferes
y letras de neón con faltas ortográficas
y semáforos bizcos que apedreó un mendigo
disfrazan la boscosa madrugada
en que los grillos burlan rascacielos
y los rabipelados roban casas de familia.
Detesto a sus mañanas y sus tardes
amontonadas sin más en las aceras,
terraplenes de acres enlodados
junto a pozas de azul y sol bramante
que perfora el insomnio de una grúa
demente en el calor: la avenida
fue inaugurada ayer y hoy envejece
entre nuevos asfaltos que la ignoran
porque miles de palas y uniformes
no pueden detenerse, es necesario
que todo se haga joven de improviso
licuada la memoria en el cemento,
el patio de la infancia subastado
a tractores sonámbulos que viajan
por el aire letal de nuestros sueños.
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La detesto ritual, lujosamente:
a sus sótanos, sus torres, sus estatuas,
su río excremental, su nombre incluso.
Y mientras sueño con el mar que me la esconda
en un viaje de espumas imposibles,
me aguardan mis papeles de burócrata.
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De Hacia la noche viva (1989)
XIII
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Busco entre las palabras una
capaz por fin de contener
a esta simple tensión sin contenido.
Una palabra escondida en el azar
abriéndose aquí como la flor
que brota al filo del barranco
y luce, difícil, entre rocas.
Una palabra surgida del residuo,
de lo que deja callado la escritura
pero es su lágrima entrañada, su sudor.
Una palabra socavada a pulso
para arrancarle la materia prima,
ese gramo minúsculo extraído
de un fondo reacio a descubrirse,
a salir a la luz que lo disuelve.
Una palabra semejante al sueño
que te impulsa, oblicuo, a abandonarte
a tu carne interior, la solo vista
en las imágenes crudas de la mente.
Una palabra hallada por un náufrago
del decir, del nombrar, del expresar:
ojo limpio de pez, vértebra quieta
secos ya sobre la página, brillando
para pudrirse inútiles después
bajo el cielo cerrado del silencio.
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De La nada vigilante (1994)
Mística del árbol
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Los árboles son sacramento de la paz.
Ellos me enseñan el arte difícil del sosiego,
firme en su aplomo vertical
frente al viento y al látigo incontable de la lluvia.
Su tranquilidad está transida de silencio
pues la hojas, como labios, solo invitan
a contemplar otra flora escondida e interior
que no se puede describir con las palabras.
Ellas hablan al alma, no al oído.
El tallo, paciente, se revela siempre ascencional
por efecto de la atracción religiosa de la luz
que lo ha elevado, a través de los años,
hacia el cielo; este parece pesar sobre sus ramas
para darnos la exacta sensación
de estar ante un frondoso
receptáculo sagrado. La calma del árbol ilumina.
No es casual que, bajo su sombra, Buda
haya recibido el rayo austero
de la verdad situada tras el tráfago
de las cosas goteando idéntico dolor:
la última quietud, incontaminable,
cuyo signo en la tierra son los árboles,
serenísimos rastros a seguir
del santo ocio de Dios al contemplarlos
como perfecto reposo de sus ojos.
El árbol es siempre vespertino
aun si lo alumbra una matutina esplendidez:
su esbelta, ensimismada arquitectura
solo encuentra marco preciso
en el crepúsculo, cuando la paz,
ya madurada, expande copas
donde pernoctan los pájaros, callando.
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De El esplendor y la espera (2000)
Mandala
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Deseo parecerme a un jardín rectangular
hecho solo de piedras y guijarros,
intacto en su seca desnudez.
El silencio mineral es siempre sólido,
compacto frente a cualquier alteración sonora
y por eso metáfora visible
del completo callar que está buscándome
aun en las palabras del poema.
La piedra, lo sabemos, centraliza
un símbolo antiquísimo. Pero
si hoy quiero asemejarme a la estructura
de su inmovilidad total se debe
a que me hallo en la vorágine de mi propio movimiento,
atraído hacia la multiplicación
de los deseos y no focalizado
por la simplicidad sedante de uno solo
a cuyo objeto lo ciña una permanente duración.
La piedra permanece durando para siempre.
El brillo implacable del sol sobre este duro
grosor de materia acumulada,
me recuerda que ansío para mí
un idéntico fulgor dejándome,
rotundo, a la intemperie,
en luminosa aridez desprotegida
por la sombra falaz, encubridora.
El jardín geometriza la quietud.
Ella brota de él como evidencia
repartida en cada forma elemental
del suelo, en los rocosos, simétricos dibujos
que resuelven la totalidad de aquel rectángulo.
Mi paz debe ser a su imagen,
asegurada dentro del exacto marco
construido por una matemática mental:
espacio donde confluyan lo interior y lo exterior
conformando una armonía tangible.
A este orden de piedras que imagino
le falta únicamente esto: soledad,
no cerrada, ni excluyente,
sino hospitalaria ante el paseante súbito
—amigo o eventual desconocido—
quien entra un rato, contempla,
se apacigua y sale luego,
pasajera presencia momentánea
acogida y despedida por la piedra
con la misma unicidad imperturbable.
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De El esplendor y la espera (2000)