Dos fragmentos de «Ciudad de cadáveres» de Ōta Yōko, testimonio del bombardeo atómico en Hiroshima

Portada y ficha de Ciudad de cadáveres (2025) de Ōta Yōko

 

Ōta Yōko —大田 洋子, en su lengua materna— (Hiroshima, 1903—Inawashiro, 1963) fue hija de un matrimonio conflictivo que terminaría por divorciarse siete años después. Es en esta época convulsa de su infancia cuando entra en contacto con la literatura nacional y extranjera. Más tarde, en el instituto, comienza a escribir e incluso logra publicar sus primeras obras en el periódico Chugoku Shinbun. Desde 1929, participa en la influyente revista literaria feminista Nyonin Geijutsu (El arte y las mujeres), donde debuta como autora con Seibo no irutasogare (El ocaso con una madre santa), la novela corta que la llevará a Tokio en 1930. En la capital entabla amistad con las grandes escritoras de su generación y logra dedicarse de manera íntegra a la escritura.

Antes de y durante la Segunda Guerra Mundial publica asiduamente en revistas y periódicos de circulación general, y trabaja con las grandes editoriales. También es una autora premiada: en 1938, su novela Ama (Buceadora de perlas) ganó el concurso convocado por la prestigiosa editorial Chuo koron y al año siguiente la novela Sakura no kuni (El país de los cerezos) fue premiada por el Asahi Shinbun, asegurándose así una repentina fama como autora popular y manteniendo su prestigio como escritora durante los años de la guerra.

Sin embargo, el evento que más profundamente marcaría su carrera sería el bombardeo atómico de Hiroshima. En los años sucesivos, la necesidad de narrar el trauma se cristaliza en numerosas obras, entre las que sobresale Ciudad de cadáveres (Shikabane no machi), un relato de sus experiencias en Hiroshima en el momento del bombardeo, incomprensiblemente inédita en España hasta ahora.

El proceso de escritura del libro ocurrió entre agosto y noviembre de 1945, una vez que un par de semanas después del bombardeo apareció en la población sobreviviente algo que se conoció como el «síndrome de la bomba atómica», del que empezaron a morir súbita y masivamente a causa de que «consume inexorablemente el cuerpo desde su interior», tal como describía la propia Ōta Yōko en el prefacio a la segunda edición japonesa los efectos de la radiación. Ante ese escenario y contexto, ya alejada de la ciudad tras refugiarse en un pueblo de montaña a 40 kilómetros de Hiroshima, consciente de que vivía a contra reloj es que la autora redactó la novela: «Con la sombra de la muerte acechándome, quise cumplir con mi deber de escribir esto antes de morir».

Son pocos los escritores que sobrevivieron a los bombardeos y que plasmaron su testimonio directo en obras literarias, solo siete. Y entre ellos Ōta Yōko es una figura clave para establecer la tradición de la literatura de la bomba atómica, ya que a partir de 1953, fue la única escritora prominente que había sobrevivido al bombardeo de Hiroshima y que continuó escribiendo sobre el tema. Ciudad de cadáveres (Shikabane no machi), aunque escrita en el otoño de 1945, fue censurada y solo pudo publicarse tres años más tarde con partes suprimidas y finalmente en 1950 de forma integra. Le siguió Ningen ranru (Harapos humanos, 1951), galardonada con el Premio Literario Femenino.

Su novela Han ningen (Medio humano), publicada en 1954 y galardonada con el Premio Cultural de la Paz, retrata a una autora atormentada por los recuerdos del bombardeo atómico, que vive con el miedo a la enfermedad por radiación y a una inminente guerra mundial. La posibilidad de que pudiera morir a causa de las secuelas de la bomba atómica acompañó a la escritora durante el resto de su vida.

Entre 1945 y 1955 escribió cinco obras importantes relacionadas directamente con el bombardeo junto con una gran cantidad de artículos y ensayos, creando un conjunto inigualable de obras. Por esta razón, Ōta Yōko es considerada la autora más representativa de la literatura de la bomba atómica. Murió de un ataque al corazón en 1963 mientras trabajaba en una nueva novela.

A continuación compartimos los dos primeros fragmentos del Primer capítulo de Ciudad de cadáverestítulo recientemente publicado en España por Satori Ediciones. En pocos meses se recordarán 80 años del lanzamiento de la bomba atómica por parte de la United States Army Air Forces en la ciudad japonesa de Hiroshima y tres días después en Nagasaki, acontecimientos que provocaron la muerte inmediata a varias decenas de miles de personas, al igual que en los días, meses y años posteriores a causa de la gradual aparición de sus sobrecogedoras secuelas en los sobrevivientes inmediatos a una catástrofe de tales dimensiones.

Dos fragmentos de Ciudad de cadáveres

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                                                       Los espeluznantes lamentos de otoño[1]
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Los días transcurren envueltos en caos y pesadillas. Incluso en un soleado mediodía de otoño, no podemos escapar del ahogo de la confusión, como si nos hundiéramos en un crepúsculo abismal.
          .Todos los días mueren personas a mi alrededor. Todas sufren el mismo destino. Al este y al oeste, al norte y al sur, se organizan funerales en las casas. Ayer me enteré de que el hombre que vimos en la consulta del médico hace tres o cuatro días había empezado a vomitar sangre negra, y hoy me han contado que la hermosa chica con la que me encontré hace un par de días en la calle ha perdido el pelo y está cubierta de manchas moradas, a la espera de su muerte.
          .Puede que a mí también me llegue la hora. A lo largo del día me paso la mano por el cabello tantas veces como puedo y cuento el número de pelos que se han caído. Decenas de veces aguzo la vista para examinar la piel de mis manos y pies aterrada por las manchas que puedan aparecer de repente. Marco con tinta los pequeños puntos rojos de las picaduras de mosquito y respiro aliviada cuando, al cabo de un tiempo, compruebo que han desaparecido y que no eran la avanzadilla de las temidas manchas. Los síntomas que producen los efectos de la bomba atómica no afectan a la consciencia y, por muy crueles que sean, no causan dolor ni hormigueos. Para quienes los padecen, la estúpida anormalidad de estas lesiones es como el descubrimiento de un nuevo infierno. El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días.
          .Siempre me han gustado los campos en otoño. Ahora que estoy en ellos, sin embargo, me encuentro en esta situación tan extraña. No se trata de un viaje que haya emprendido por placer. Huyo de la tierra quemada de una ciudad que ya no puede considerarse tal, pues ha quedado reducida a cenizas. El desconsuelo y la absoluta impotencia han hecho que pierda todo contacto con ese sueño que una vez fue tan querido para mí.
          .Aunque solo se deba a mis recuerdos de juventud, la bella transición de verano a otoño en medio de estas escarpadas montañas me da fuerzas para seguir viviendo: el esplendor de los colores del cielo que se van apagando cada día, desde un pálido azul hasta el oscuro lapislázuli de finales de otoño; la alegría de las onduladas cordilleras, cuyas capas de cuarzo lila brillan al atardecer; y los barrancos y los campos, de tonos ocres y amarillos que se van tostando gradualmente para, después, marchitarse hasta adoptar matices de plata y perla. Y, por una tenue línea, el campo de arroz que se tiñe a cada instante, creando un mar de olas doradas; y, en la noche de luna, el rumor del río semejante a un leve sollozo; y los insectos de otoño que cantan como un fūrin[2] hasta la llegada del invierno; y los coloridos plumajes de los pájaros que reposan escondidos entre las montañas; y los faisanes verdes con sus hermosas alas de colores. Incluso en pleno Tokio, donde la vida era a menudo poco amable, las memorias de este paisaje otoñal me ayudaban a levantar el ánimo. Allí solía fantasear con la idea de volver al lugar de mis recuerdos y tomarme unas largas vacaciones.
          .Así pues, llegué por fin al campo que tanto amaba. Vine para descansar mi cuerpo, herido física y mentalmente por la crueldad de la guerra. Podía contemplar las montañas de color lila y el cielo azul claro, podía ver la luz de la luna en la noche y escuchar el murmullo del río, pero ya no me cautivaban como antes. Recuerdo perfectamente el día en que regresé como una pordiosera a mi pueblo natal, donde ya no tengo casa propia. Todo lo que llevaba, desde la ropa interior hasta el obi[3], estaba manchado de sangre, sudor y polvo, y mi cara y mis manos estaban hinchadas y surcadas por innumerables marcas de sangre seca. La noche previa a la explosión me había ido a dormir con una bata de seda azul estampada en blanco y un obi estrecho; debajo, la ropa interior y una cinta. Todo estaba rasgado con pequeños cortes, como si la tela hubiera sido atravesada por un cuchillo afilado, y las cicatrices de las orejas y la espalda ardían palpitantes.

          .Las nubes se vuelven grises.
          .La tierra está mojada hasta los tuétanos.
          .El otoño aguarda en la puerta.
          .Estoy abandonado, sin hogar,
          .y mis ropas, hechas jirones.
          .(Estos versos pertenecen al poema que Gorki hace recitar
          .        a Paška en Los Tres).

El bombardeo de Hiroshima tuvo lugar la mañana del 6 de agosto. Al día siguiente, sus habitantes, todos con el mismo aspecto, abandonaron la ciudad en llamas en dirección al campo. Era una imagen todavía más humillante que la que Paška describe en sus versos.
          .Cuando, por algún motivo, el autobús que salía una vez al día no funcionaba, oleadas de personas gravemente heridas llegaban en tren a Hatsukaichi y, desde allí, caminaban unos veinticuatro kilómetros hasta llegar al pueblo. La gente se vendaba con tela blanca las quemaduras que cubrían sus cuerpos y, con el único brillo de sus ojos, bajaban por un atajo situado en lo alto de un puerto de montaña. Hasta ese momento, eran poco más de 360 personas, pero, a finales de septiembre, todavía había quienes regresaban al pueblo cargando sobre ellos la sombra de la muerte. Cuentan que una chica que había perdido a sus padres a causa de la bomba atómica llegó tambaleándose hasta la cima del puerto de montaña y allí la encontraron muerta: su vida se había extinguido mientras intentaba beber agua del río.
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                                                                                     II
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El 6 de septiembre, un mes después de la bomba, la incesante lluvia dio paso a un cielo brillante y despejado. En medio de aquel tiempo espléndido, un grupo de niñas de una escuela primaria cercana pasaban caminando animadamente. Yo las observaba desde la segunda planta. Una de ellas, que tendría unos once o doce años y vestía unos bombachos, se paró de repente y, como si se hubiera acordado de algo, alzó la vista al sol. Haciéndose sombra con la mano sobre la frente, exclamó:
          .—¡Ah, qué miedo! ¡El fuego de los cielos! La bomba atómica…
          .El resto del grupo también alzó la vista al cielo. Llenas de terror, miraron al sol y se cubrieron la cabeza o la cara con ambas manos. Es curiosa esa expresión que usó la niña: «el fuego de los cielos». Aquella fatídica mañana, los rayos azules también llegaron a este pueblo, situado a unos veinticuatro kilómetros de distancia en línea recta de la ciudad de Hiroshima. Incluso algunos vecinos del pueblo que estaban segando la hierba en las montañas perdieron el equilibrio por la fuerza de la onda expansiva que siguió a la luz.
          .Las niñas continuaron caminando mientras gritaban «el fuego de los cielos, el fuego de los cielos» como si fuera una canción. En sus casas había uno o dos miembros de la familia o parientes lejanos que estaban heridos o a punto de morir de forma atroz. Creo que la sensibilidad de los más pequeños ha cambiado. De hecho, esto fue lo que le pregunté a la pequeña de ocho años que vive en la planta de abajo cuando subió a jugar:
          .—¿Tú también viste esa luz azul?
          .—La vi, la vi. La vi de sobra. Mi abuelo me dijo que cuando taba labrando el campo vio que la tierra brillaba y parecía que taba ardiendo por adentro y empezó a excavar.
          .Las dos nos reímos.
          .—¿Y tú dónde estabas? ¿Pasaste mucho miedo?
          .Pos la verdá que no sabía qué ocurría, así que miedo, lo que es miedo, no tuve. Taba en el cole y el profesor taba pasando lista y cuando llamó a Shigeo Matsui, to se llenó de luz de golpe.
          .Esta niña que tan bien se expresaba con su dulce vocecilla estiró las palmas de las manos con todas sus fuerzas. Sentí como si de verdad brotaran chispas azuladas de ellas.
          .Tonces Shigeo Matsui pensó que nos iban a poner una peli y miró por toa la clase.
          .No podía apartar los ojos de ella. Era una verdadera tristeza que un niño de primer curso de primaria creyera inocentemente que les estaban haciendo una fotografía en el momento en que, en realidad, la ráfaga de luz azul de un arma nuclear cruzaba las montañas desde Hiroshima y se expandía hacia ellos.
          .—Otros también dijeron «¡Qué bien! ¡Peli! ¡Peli!» y dieron palmadas, pero el profe se enfadó con nosotros.
          .Después de aquello, los llevaron al refugio antiaéreo y permanecieron allí escondidos durante mucho tiempo.
          .Mientras escuchaba a la niña, seis cazas P-51 aparecieron desde el otro lado de las montañas occidentales y surcaron el cielo ruidosamente volando en dirección este. Tal vez se debía a que ya se había cumplido un mes desde aquel día. Justo en ese momento volvían del colegio doce o trece niños que parecían compañeros de Matsui Shigeo. Los muchachos, nada más ver los aviones pasar, se dispersaron caóticamente hasta que decidieron agruparse y gritaron exaltados:
          .—¡Mirad, mirad! ¡Son los norteamericanos! ¡Es el pikadon[4]! ¡Ahora va a brillar y hacer bum!
          .—¡Mirad, es el pikadon! ¡Son B-29! ¡Son B-29! ¡Son B-29!
          .Casi no podían ni hablar de los nervios. Apenas mantenían el equilibrio mientras miraban al cielo y se estiraban hasta casi despegar los pies de la tierra para poder ver mejor los aviones. Uno de los ellos, abriendo las piernas al máximo, levantó el brazo derecho con ímpetu y, moviéndolo de un lado a otro, dijo:
          .—¡Mirad! ¡Ya lo veo! ¡No son ni B ni 29! ¡Tienen algo pintao en un lao! ¡Son como líneas!
          .Otro de los niños, dubitativo, dijo:
          .Pué que sea un avión japonés. ¿Cómo van a saber los norteamericanos el camino a Kujima, a nuestro pueblo?
          .—¡Qué chorrada! ¿Cómo va a haber caminos? ¡En el cielo no hay de eso! No puén perderse si no hay caminos. Puén venir las veces que quieran —respondió el otro chico con firmeza.
          .Qué inocentes son los niños… Hacía un mes que los aviones japoneses habían perdido su derecho a surcar el cielo.
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[1] La expresión empleada originalmente, kikokushūshū, proviene de un poema chino titulado Heishakō escrito por Du Fu (s. viii) en el que se describen las penurias de los soldados y el lamento de los fantasmas ante el abandono de sus restos.
[2] Campanilla decorativa que suena al ser agitada por el viento y produce un sonido semejante a los carillones de viento.
[3] Faja o cinturón ancho que se lleva alrededor del kimono y otras prendas tradicionales, y cuyo diseño y forma varían según la ocasión.
[4] Término popular para referirse a la bomba atómica constituido por los ideófonos pika («destello») y don (onomatopeya de explosión).
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De Ciudad de cadáveres (Satori Ediciones, 2025)

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