El desfallecimiento de los amaneceres
Escribe | Ana González Serrano
En En este mar al final de los espejos, Marina Casado (Madrid, 1989) narra su búsqueda del «yo» a través de tres espejos que configuran su vida:
El primero, está compuesto por una retrospectiva en la que la poeta se busca en una infancia cubierta de escombros, sin voz y con prisa. Representa la muerte de esa niña que coleccionaba veranos, creyéndose princesa egipcia de Abu Simbel o de esa adolescente que aprendió a contar cementerios mientras se paseaba por las ciudades de mediodía, en donde el amor jamás dura para siempre; esperando refugios en los que todavía no haya entrado el invierno.
La autora, quien pregunta a los espejos quietos por el recuerdo de Cernuda, por aquello que la hizo ser lo que no entiende, escucha a Nat King Cole a las tres de la mañana mientras intenta desempañar el misterioso asesinato de John Lennon; dando respuesta a esa terrible tormenta que se desató, aunque nadie viera. Por primera vez en su vida, decide abandonar en bicicleta el color ojeroso de los amaneceres y el cosquilleo inútil de una nube, llevándose consigo su niñez, que no volvió después del último verano.
El segundo, refleja la ausencia y la pérdida de la infancia en un parpadeo del que nadie se salva, ni siquiera Alicia y su País de las Maravillas, ahora marchito. Muestra la vulnerabilidad de la poeta a través de los ojos de una niña que no puede escapar de las lágrimas o de una adulta que no puede escapar del ayer; y en ese encuentro de ambas, cubre con mundos su herida, despidiéndose en la noche de cada despedida.
Marina pasa los inviernos rompiendo sus aullidos, descubriéndose en un amor convertido en lobo antes del primer beso, como el protagonista Harry Haller en la novela de Herman Hesse; un amor anocheciendo sin tiempos de subjuntivo ni condicionales, con todas las incógnitas por resolver, refugio de mentiras en una casa típica de paredes blancas cuyos cimientos se tambalean, hasta hacerse ruina en un paisaje cenagoso; un amor que termina en una tormenta perfecta para escapar no importa donde. Deja la melancolía colgada de la percha de los domingos junto a sus alas plegadas y mientras mira al cielo derramarse sobre la calzada, anochece, sin saber cómo explicar el invierno a esa pobre muchacha de Roy Lichtenstein a quien nadie puso nombre. Y es que Marina Casado, con una implacable caricia, es capaz de mostrar la tristeza de todas esas mujeres sin voz y sin nombre, que la vida y la historia, pusieron ahí sin preguntar.
El tercer espejo, es el lugar donde habita el dolor de la ruptura con la soledad que acontece: «Tengo un amor como tengo la muerte» (v.12. p.45). La autora aguanta el frío, deseando despertarse en otro cielo, allí donde los adverbios temporales resulten prescindibles. Recuerda Madrid, ciudad que la vio crecer, como una escena imaginaria dentro de una novela que un día escribiría, en donde personajes históricos, artistas y escritores, se cruzaban por sus calles con ella; recorre sus rincones, recordando el año en el que él llegó, un verano que parecía para siempre y que quince años más tarde, alguien escribiría, justo antes de asesinar la primavera.
Y lo comprendo:
Somos todos los muertos
Que nos amaron.[1]
Marina se despide de nosotros en el mar, en donde un amanecer espera bajo la herida, sabiendo que ese, paradójicamente, debiera haber sido el comienzo.
Decía Benedetti que la vida es una excursión a la muerte y así duele el amor cuando se cierra de un portazo, como cuando te despides de alguien que sabes que no va a volver nunca. Este mar al final de los espejos nos muestra ese duelo y sugestión que se atraviesa tras una ruptura, hasta encontrarnos a nosotros mismos; con constantes referencias a escritores, artistas y personajes históricos que nos acompañan y nos hacen de puente entre sus vidas y los sentimientos de la poeta en el momento de escribir. Un recorrido por la memoria y el pasado, por ese ayer idílico que ya no volverá y ese futuro borroso que todavía hay que forjar.
Se trata de un poemario breve escrito en verso libre, que enfatiza en la tragedia y el dolor, con un léxico rico y cuidado que, sin excederse en metáforas complejas, nos anima a seguir leyendo, haciéndonos empatizar en cada verso, en cada palabra escogida con detalle, haciendo nuestro su dolor y viceversa.
[1] vv.3-5.p. 69
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