El corral de comedias como microcosmos social del siglo XVII
Escribe| Juan Manuel Díaz Ayuga
Artículo publicado originalmente en Témpora Magazine el 24 de abril de 2014.
Señala José Antonio Maravall que el teatro Barroco (s. XVI-XVII) fue, ante todo, un fenómeno de «cultura masiva». El teatro de la época no sólo se convirtió en el escenario de las grandes comedias de Lope y Calderón —entre otros autores—, sino que se estableció como uno de los principales actos sociales al que acudían todas las clases y estamentos. Fue una suerte de espejo en el que podía verse reflejada claramente la sociedad del siglo XVII, no solo en las tablas, en las que se desarrollaba la acción dramática, sino, sobre todo, en el público, que con sus entradas sustentaba la actividad teatral. Un público claramente dividido y jerarquizado, en el que cada individuo representaba el papel que la sociedad le había asignado.
Este tipo de teatro que, como hemos señalado, fue heredero del teatro popular callejero, surge en un intento por acotar la actividad teatral en recintos cerrados —en un principio corrales de vecinos o patios de hospitales— a los que se accedía a través de una puerta, de forma que fuese obligatorio —al menos en principio— el pago previo de una entrada. En su desarrollo fueron claves la incipiente mentalidad capitalista, que buscaba nuevas vías de obtención de beneficios, y el crecimiento de ciudades como Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona, que permitió que existiese una audiencia para este fenómeno de masas. Podemos situar el inicio de este nuevo teatro en la fundación de dos cofradías madrileñas: la de La Pasión (1565) y la de La Soledad (1567), que, tras conseguir el monopolio de la actividad teatral en la ciudad, serán las encargadas de regir diversos locales madrileños, adaptados de patios ya existentes, como el de La Pacheca (propiedad de Isabel Pacheco), el de Burguillos y otro próximo a la Puerta del Sol. A Madrid le siguieron otras ciudades como Sevilla, con corrales como el Coliseo y el de Doña Elvira, o Valencia, donde las representaciones teatrales estuvieron monopolizadas por las instituciones oficiales. Gracias a los beneficios obtenidos, las cofradías de La Pasión y La Soledad pudieron construir sus propios corrales de comedias: el de la Cruz y el del Príncipe (1574 y 1582 respectivamente), espacios creados ex profeso como lugar de representación.
Para comprender cuál era el público que acudía a este fenómeno de masas es necesario que, en primer lugar, concretemos a qué tipo de teatro nos estamos refiriendo, pues aquel variará en función de este. Ya a finales del siglo XVI encontramos en la esfera teatral cuatro ámbitos fundamentales: el teatro desarrollado en los patios universitarios —en su mayoría funciones colegiales con el propósito de que los alumnos declamasen o ejercitasen su latín—, el teatro representado en los atrios de las iglesias o en el interior de los templos —autos sacramentales o de propaganda de las verdades de la fe—, el teatro nobiliario de palacio —como parte de la celebración organizada por un magnate— o el teatro público en calles y plazas —como forma de festejar las entradas o despedidas de personajes ilustres o ciertos días señalados del calendario cívico o religioso como el Corpus Christi o las fiestas patronales—, germen del nuevo teatro público, que se representaba en los corrales de comedias y en el que nos centraremos en el presente artículo.
la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en dos horas
hasta el Final Juïcio desde el Génesis
De esta forma, existía un cierto horror vacui escénico que obligaba a que la fiesta teatral no se detuviese nunca, en una rápida sucesión de loas, jornadas, entremeses intercalados, sainetes, bailes o jácaras, que daban constancia del acto teatral como un evento social más allá de la mera representación de la comedia.
Si centramos ahora nuestra atención en otro grupo social, el constituido por doctos, clérigos y poetas, observamos que estos se situaban en las localidades más altas: los desvanes o tertulias. Pese a su escaso número —en un documento de 1687 se recoge que no serían más de 36 las plazas reservadas para ellos— los doctos eran de gran importancia en la representación, pues a ellos iban dirigidas las alusiones mitológicas y citas eruditas de los dramas. El dramaturgo, siguiendo de nuevo los preceptos de Lope, debía reservar una parte de su obra para cada uno de los estamentos que conformaban la audiencia, de forma que todos pudiesen disfrutar de ella, evitando así posibles distracciones.
Por lo que se refiere a la nobleza y a la alta burguesía, estas ocupaban los aposentos y las rejas o celosías, unos compartimentos privados que pagaban en bonos anuales y eran propicios para encuentros amorosos en los que era difícil que fuesen descubiertos debido a que los nobles y burgueses no entraban por la puerta principal del corral, sino a través del establo, donde dejaban sus carros o monturas. Como es de suponer, eran las localidades más caras y para su adjudicación se tenía en cuenta la ‹‹calidad›› del solicitante. Entre los aposentos había algunos, las localidades oficiales, destinados a las autoridades, entre ellas el propio rey.
En un día cualquiera de representación los asistentes llegaban a la entrada en la que debían pagar una primera vez al cobrador del corral y una segunda si decidían ocupar un asiento y no permanecer de pie en el patio. Para evitar posibles impagos, pues la gorronería era una práctica bastante frecuente, el corral contaba con un alguacil que vigilaba en la entrada. El precio de las entradas variaba entre las más baratas, que no costaban ni un real —lo que permitía una afluencia masiva al teatro— y los aposentos, unos 12 reales a principio de siglo. Esta diferencia permitía mantener la estratificación social, y cuando la diferencia de precio no bastaba, se daba preferencia arbitrariamente a la nobleza. No obstante, ya hemos señalado la común práctica del impago —también los nobles dejaban a deber, en ocasiones, sus alquileres—, que se llevaba a cabo de tres formas diferentes: algunos optaban por llegar mucho antes del comienzo de la representación, en el momento en el que se abrían los corrales; otros intimidaban al cobrador y al alguacil, que, indefensos, solían ceder; y, por último, las mujeres, que podían intentar seducir a algún galán para que les pagase la entrada a cambio de promesas que nunca llegaban a cumplir.