Un capítulo de «El día de los prodigios» de Lídia Jorge, su novela sobre La Revolución de los Claveles y la primera que escribió

El día de de los prodigios (La Umbría y La Solana, 2025) de Lídia Jorge (ficha y portada)

 

Lídia Jorge (Boliqueime, Algarve, 1946) es una de las escritoras portuguesas más importantes y traducidas de las últimas décadas, su obra ha sido reconocida con los premios portugueses más destacados.

De la misma manera, ha recibido galardones europeos y latinoamericanos: el Premio Jean Monet de Literatura Europea, el Albatros de la Fundación Günter Grass, el Premio Unión Latina de Literaturas Romances, el Gran Premio de Literatura DST, el Gran Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances otorgado en 2020 en Guadalajara (México) o el Premio Médicis extranjero del año 2023.

Varias de sus obras, como Los tiempos del esplendor (2017), Estuario (2019), La costa de los murmullos (2021), Los memorables (2022), El viento silbando entre las grúas (2023) y Misericordia (2024) han sido traducidas y publicadas en España por la editorial La Umbría y La Solana, las cuales forman parte del imaginario colectivo de varias generaciones de lectores portugueses.

También, algunos años antes, otras de sus novelas fueron traducidas al español, tal como sucedió con Noticia de la ciudad silvestre (1989), El fugitivo que dibujaba pájaros (2001) y El día sin límites (2001).

Hace pocas semanas, llegó a librerías la novela El día de los prodigios (La Umbría y La Solana, 2025), como parte de la colección de autores portugueses de este sello editorial. La presentación de este título, el primero escrito de entre toda la extensa obra de Lídia Jorge, incluyó la visita de la escritora a Madrid.

Esta novela, publicada originalmente en 1980 y que supuso un hito en la narrativa contemporánea de Portugal (O dia dos prodígios, en lengua lusófona), en palabras del investigador de la Universidade de Lisboa Santiago Pérez Isasi: «nos lleva, aunque de una forma tangencial e irónica, a la revolución del 25 de abril. La acción se sitúa en un pequeño pueblo del Algarve, Vilamaninhos, en el que en los mismos días de la revolución se están produciendo fenómenos asombrosos: una serpiente que vuela, una mula que huye, unos soldados que llegan al pueblo ataviados con claveles en las armas… Así, los grandes acontecimientos de la Historia quedan diluidos, por no decir anulados, en el contexto de la pequeña historia de la aldea, sus conflictos y relatos cotidianos y su cosmovisión mítica y mágica».

A continuación, compartimos con vosotros el primer capítulo de El día de los prodigios (2025), traducido por primera vez a nuestra lengua por Antonio Sáez Delgado.


Primer capítulo de El día de los prodigios

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.                                                                                                                     mi primera maestra
.                                                                                                                    y mi primera oyente.
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Un personaje se levantó y dijo. Esto es una historia. Y yo dije.
Sí. Es una historia. Por eso podéis quedaros tranquilos en
vuestros sitios. Atribuiré a todos los eventos previstos, sin
que suceda nada definitivamente grave. Otro dijo también. Y
hablamos todos al mismo tiempo. Y yo dije. Estaría bien para
que quedase claro el desacuerdo. Pero será más elocuente.
Para los que creen en las palabras. Que se entienda lo que
dice cada uno. Entrad despacio. Mientras uno piensa, habla
y se mueve, que los demás esperen su turno. El breve tiempo
de una demostración.
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Carminha parecía despedirse, pero solo limpiaba ventanas. Un paño blanco en la mano. El brazo aleteando pegado al cristal. Barreño lleno de espuma cremosa, un barreño más grande de pura agua tersa. Ovillo de faldas entre piernas. Silla de madera adornada con motas, flores rojas. Los pies juntos en el fondo cóncavo. Las piernas con una ligera pelusa. Carminha se ponía derecha para llegar a la mancha resistente entre la uña y el cristal. Minúscula, fruto de una mosca agitando las alas en un tiempo vacío, formando un huevo redondo de estiércol. Allí impregnado en el cristal de la cuadrícula blanca descolorida. Tris tras sobre la lisura de espejo. Primero con la punta del dedo, llevada después por la pastilla de jabón iridiscente y el paño que se la traga. Pañuelo blanco cuadrado rasgado de una sábana. Tragándose las manchas. Aquí un poco de pasta desprendida por la fricción del agua. La ventana se deshace entre jabón y gestos. Un día la ventana se cae de tanto frotarla, se rompe el cristal, hecho trizas en el suelo. Oh, mujer. Pretendes emplear ahí, y de una sola vez, todo el arte de tus manos. La ventana tiene facciones humanas transfiguradas en transparencia, ya que la cuadrícula destripa dos ojos y una cabeza de cantería abombada, nariz de batiente de arriba a abajo, y la boca, más grande que la propia transparencia, solo se abre cuando está de par en par. Carminha apoya los senos en el alféizar, curvando la espalda. Doblado el paño blanco rasgado del extremo de una sábana, raído de sueños y lavados, ahora ahogado en agua. De lado a lado, brazada amplia, adiós de limpieza cuidadosa. Carminha premeditando la transparencia suavísima que consigue iluminar las casas en escombros, ahí mismo al otro lado de la calle. Ya del color de la tierra. Como si una nube de ocre y terracota líquida hubiese venido del mar a abrir las piernas sobre la calle empedrada. Rayando de pintura la cal salitrosa de las paredes, espesas como murallas. Montones de pequeña argamasa arcillosa, de piedras calizas redondas, como un vallado, amarradas bajo el peso de las grandes coberturas talladas por la lengua de un pico de los de cavar. Los techos abombados y hendidos bajo un aguacero de abandono. En lo más hondo. En lo más hondo, la transparencia pone estrellas y tornasoles en la vega donde un pulgar de pie gigante parece haber dibujado una huella y un surco. Y el barrancal de chaparro y tomillo oloroso y gris se vuelve malva por la zona del mar. Desteñido de humo brumoso y crepitante, como si la tierra se estremeciese bajo el sol. Estrella imponderable. Y la ventana limpia de polvo y cagaditas reflejase un destello adicional. Eso en el alma de Carminha. El brazo va y viene, y el insolente metatarso al estirarse todo el cuerpo con los gestos hace más honda la concavidad de la madera. Tal vez se vaya a romper por ahí, destrenzada la malla de tallos, chillando bajo el peso de Carminha. Carminha llega a alcanzar la parte superior de la ventana donde siempre sospecha que patitas de salamanquesa hayan estado durante toda la noche esperando una mosca. Por lo menos las arañas en ocho días han tejido una baba de seda filamentosa y pegajosa, y siguen esperando en el fondo del cubil a cualquier bicho volador que aterrice sobre el cristal, con ilusión de paisaje. En un instante saldrá de la trampa, lanzará un hilo de baba alrededor de la pata y, poco a poco, oprimido contra el zum zum del bicho vencido, la araña le chupará la humedad del cuerpo. Carminha encuentra esas moscas despanzurradas en lo alto del marco de la ventana, retuerce el paño mojado, introduce en la fina ranura todo lo que puede una punta de la sábana y, purgando como si le limpiase los oídos a un niño, saca esos residuos impertinentes que manchan el rostro de la ventana. Ya la amenaza el dolor de cadera, un cansancio en la mitad izquierda del seno. Pero la transparencia resplandeciente la fascina. Y, del otro lado del cristal, el rumor de la gente que habla no es nada. Las voces vienen subiendo a saltos como las orejas de una liebre. No se entiende nada de lo que dicen los que hablan en medio de la plaza. Parece un silbido y un zapateado español, palmas de baile en corro. Carminha deja el paño blanco ya con rayas de restos de polvo y moscas, y abre la ventana de par en par delante del sol de fuego. Se mira en el espejo de cristal. Blanca y tersa, sin sombra de granos ni erupciones. Cejas finas, lejos de los ojos oscuros, y el oscuro de los ojos sobre el azulado del blanco, vidriado y transparente como un verdadero cristal. Pelo liso y denso como una cola de caballo. Negro, azulado y brillante, reflejo de un ala de cuervo. El espejo imperfecto no le devuelve los colores, y sí los contornos. Pero Carminha sabe por boca de su madre que, si no viviesen en lo alto de una calzada rodeada de basura y lagartijas, cualquier hombre podría cortarse las venas por ella. Se asoma por la gran boca del alféizar. Viene de la plaza, disparado sobre las tejas de los vecinos, un bufido incontenible, de algo sucedido cerca de la iglesia. Una jineta con la barriga llena de crías lamiéndose los bigotes aún pintados de yema de huevo. Mirando a la gente a través de la jaula con fulgor de fiera. Tal vez dos arrieros abriendo en público el vientre de las caballas y haciendo a los compradores arrimar las narices para elegir el mejor pescado. Simplemente un peo que se tirase una vecina para que otra vecina lo oyese, lo oliese y se ofendiese. Carminha cerró la ventana por la hoja. Aún cerrada, Carminha retorcía el paño y lo sumergía un dedo en el barreño de espuma. Exactamente debajo de la boca sellada, la ventana tenía un orificio. Metió el paño con el dedo, removió lo desconocido con la yema y la uña afilada, y trajo hasta el surco del alféizar la porquería, que era de muchos colores y formaba una pasta gris y asquerosa. El frescor de la casa, preservado por las hojas de la ventana clara, era una maravilla. Ganas de andar descalza sobre los ladrillos rojos del suelo. Olor a limpio en el cénit del mediodía. Carminha había visto un capullo del que salió una mariposa limpiándose las alas y sacudiéndose el polen de la barriga aún de oruga. Le apetece tumbarse. Exhibirse y sacudirse el polen de su niñez. Abrirse la blusa, aflojarse los cordones que le sujetan los senos. Menear las caderas y decir aquí aquí. Pero eso dentro de su capullo de piedra, teja, ladrillo y una ventana de cristal. Al salir a la calle la sombra de su padre desconocido la paraliza, le hiela el aliento, y perdida en la fimbria de la sombra de las casas, pasa el dedo por las paredes para no confundir el paso, no torcer las piernas con las telas de la falda. Una condena. Salir de casa calle abajo con la seguridad de que no le ha salido ninguna protuberancia que necesite esconder, trastocársele los ojos y los tobillos en el tercer escalón de losas. Un mal designio. Ay, si no fuese por eso. Saltaría por las losas del empedrado corriendo para ver lo que pasaba en la plaza. Porque las voces crecían. Un pitido como de tren silbaba en el aire, y viniendo de abajo rebotaba en su casa y bajaba por donde había subido como si fuese de goma, y el aire abatido de temblores por el calor de la tierra. O la tierra hirviendo por el calor del aire. Carminha se llevó las manos a la cabeza. Alguien habría llamado puta a alguien. Habría pelos pegados en la frente por deshonras y griteríos rabiosos. Pero muy pronto cada cual migaría el pan en la vinagreta y se echaría un sueñecito por agotamiento sobre una estera entre puertas. Para que el viento pasase y evaporase el sudor de las pequeñas disputas. Levantó los volantes del poyo. Discreta, ahorrando agua, puso un barreño al lado del otro, cada uno para su uso. Sacudió el paño moteado de restos arrancados a la verdadera transparencia de una ventana de casa, y fue a colgarlo en la rama de una higuera frondosa, llena de higos irisados y graníticos que a aquella hora del mediodía abrían el ojo, dejando caer una gota de melaza.

Entonces Manuel Gertrudes dijo: Macario. Maldita sea. Cómo es posible que venga a contarte lo que acaba de pasar y te encuentre tumbado como un animal del monte. Y después ya en cuclillas dijo. Dorso curvado. Ni un felpudo bajo la cabeza, ni un trapo protegiéndote de las moscas. Ahí tirado como yo qué sé. Venía a contarte lo que le acaba de pasar a todo el mundo. Como un aviso. Y mira, te encuentro ahí echado en el suelo, sin moverte como si estuvieses muerto de flato. Si no resollases cuando te pongo la mano en la boca y en las narices, pensaría que ya no ibas a volver a tocar la mandolina. Y mirando alrededor dijo. Afortunadamente fui soldado en la primera guerra de este siglo, y viví unos meses dentro de trincheras, para poder encarar estas adversidades sin renegar de dios. Aligérate un poco, hijo de puta, que te voy a llevar a la cama. Ahí acostado puedes descansar el cuerpo, y cuando despiertes. Ay, cuando despiertes. Entonces vendré a contarte lo que ha pasado en la plaza delante de todo el mundo. Ahora nadie. Macário. Ahora nadie pone en duda que los ángeles existan. Pero tú. A pesar de todo, tú eres la segunda maravilla. Solo que te estás empezando a marear. A marear y a mirar al revés. Ya nadie controla tu naturaleza. Abres los ojos como si quisieras despertarte, o por lo menos entender durmiendo. Como si tuvieras una ramita de ciprés sobre la cabeza. Ay de mí. Ay de mí. Pareces decir.
.         Manuel Gertrudes le levantaba un hombro por encima de la cincha con una manta trapera y un medallón vidriado. Formaba reflejos empañados. Era de antiguas montaduras. Los pies caídos dos asas de vasija. Entonces el viejo soldado de la guerra, ante aquel ay de mí, ay de mí, de quien quisiera comprender, levantarse y dirigir la batida contra los animales feroces que ya bajaban en pleno día, cogió a Macário por los tobillos. Arrastrándolo lentamente por la calzada hasta dentro del portal. Hasta el lecho de hierro y pintura. Solo me falta taparte la cara con la mano. Estando así, pienso más en quien debías pensar.

Para Carminha, mejor un forastero. Que alzase el bando de gorriones, un forastero que llegase y se pusiese a charlar. Y ella dándole palique con un tumbo en el corazón desacompasado encerrado en la jaula de las costillas. A caballo en un caballo o en una moto. Carminha he oído hablar de ti. El caballo parado en la puerta, meneando la cola sobre las ancas redondas mientras espera una decisión. O una moto con orejas de metal, ruedas trabadas por una pata de cabra. Allí en la puerta. Parado en la puerta sin entrar. Un gran deseo de entrar, pero hablando solo para sí mismo. Diciéndole a Carminha, supuestamente ambigua. Vengo a buscarte de cabeza. Hay pueblos donde ni un solo muro caído. Todo encalado de colores. Mira. He venido por el olfato. Una astucia aguzada que me enseñó el camino. He venido con la nariz en el suelo, la lengua sobre las piedras, hasta donde me han traído mis cinco sentidos. Es aquí. Traigo el pelo erizado del polvo de las piedras y de los badenes y la correa de hombre comprimiéndome la nuez. Nada de confesiones de tu boca. Este dedito lo ha adivinado. Cuando empecé el camino ya sabía que tu padre es desconocido, pero que en esta población nadie ignora quién te engendró. Dicen que en el baptisterio. Allí mismo, sobre las imágenes santas y ante la cruz del rosario. La décima estación del vía crucis. Cuando naciste todos quisieron verte la tripa del ombligo y la rosa de los muslos, exactamente porque esperaban que la madre naturaleza fuese pródiga en venganzas. O dios no sería justo. Lo sé todo. Pero aun así. Tu madre se dejó asaltar docenas de veces bajo las higueras espesas de las veredas. Pero nunca dijo ni cuándo, ni dónde ni cuántas veces. Cuando él se marchó tú estabas concebida pero no parida, y tu madre se negó a decir una única palabra sobre lo sucedido. Pero tú sabes mejor que quien lo vio, y desde la más tierna edad de tu discernimiento, que se marchó de madrugada escarranchado sobre una mula. Llevando entre las piernas un baúl de sotanas y otras cosas santas. Antes de que entendieses palabras. A fuerza de tantas letanías alrededor de tu cuna de madera. Ya sabías que había esa huella. Pero la recompensa es esta. O no soy yo hombre. Mi intuición me dice que tú eres la dueña de otra ventana, sobre otra calle, donde todo es reciente y de metal. Resplandeciente. Y mármol. Aquí caen piedras sobre piedras como una condena. Los saurios se reproducen con la velocidad del rayo y el tamaño de sus huevos. Es entrar en una casa de estas y en cuanto se respira nos caen encima diez mil filamentos de caña y tejas rotas que forman un lodazal de cascos. El pozo tan hondo y tan estrecho que se puede coger una moneda, besar el escudo, tirarla, contar hasta cien, contemplar el tiempo y solo después se oirá un tintineo fino de metal redondo chocando contra el agua. Exactamente así, porque lo hicieron los moros. De otro modo, se habría muerto de sed cuando se secó el río. Más de cien años. Así un forastero omnisciente que no necesitase oír para saber, y que no necesitase saber para hablar. Pensamientos de estos en otras palabras interiores. Pero Carminha ha escuchado las voces. Suben hasta arriba y bajan hasta la plaza por el mismo camino. Curiosidad ¿de qué? Si saliera, quizá Macário estuviese por las esquinas en fase de privación y, al verla, no se podría contener. Dicen, Carminha, que a los siete años tenías pelo en el coño como si fueras una mujer.
.         Carminha. Si de mí dependiese, no morirías virgen. A veces nadie la ayudaba. Dejaban que Macário la deshonrase como quien espera ver caer el fruto del árbol porque le gusta ver las peras podridas de maduras. Matilde, la tabernera, un día de misa cogió una estaca. La levantó por encima de su cabeza como si fuese a cavar, y dijo. Largo diablo. En esta tierra las bestias hablan los domingos. Carminha subió el empedrado corriendo, con un bidoncito en la mano. Llegó a casa con la ropa llena de petróleo, y los mocos le colgaban viscosos entre la nariz y los pómulos. Colorados.
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De El día de los prodigios (La Umbría y La Solana, 2025)

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