La revelación de Michel Montaigne en la literatura moderna

Artículo publicado originalmente en Témpora Magazine el 22 de junio de 2014.

Escribe| Laura Catalá Lorente


Suele pasar que el presente qué vivimos toma de la mano acontecimientos de la historia del pasado. La documentación escrita es uno de los tipos más importantes de fuente utilizada para establecer conexión con nuestra historia, a la vez que sigue siendo un instrumento con el que construimos nuestro presente. Administración, romance, política, poesía, religión, música, filosofía, legislación, cine. La expresión escrita es inherente al hombre como ser social y le acompaña —y le organiza— desde hace miles de años. Por otro lado, uno de los puntos más interesantes del estudio de la Historia es poder tomar aspectos del presente y analizarlos con una mirada retroactiva. ¿Qué escribimos hoy? Escribimos opiniones, ordenanzas, sentimientos, construimos argumentos en ensayos o intrigas en historias. Pero, ¿Qué entendemos cuando hablamos del derecho a expresarnos? ¿Qué función tiene aquello que escribimos? ¿Lo hacemos libremente? ¿Qué relación establece con la individualidad de quien escribe o con la individualidad de quien lo lee? Todas estas preguntas encontraron un punto de no-retorno en el siglo XVI gracias a un humanista que dijo ‹‹no›› a ciertas presunciones venidas del poder político. A Michel de Montaigne le debemos, en parte, la concepción y la función de la escritura actual.

La escritura, como creación del ser humano y para el ser humano, le ha servido ampliamente en su desarrollo como individuo social. En la época clásica, por ejemplo, nos encontramos con una concepción de la escritura que reunía funciones vitales para la supervivencia de la organización social del momento. El poeta o el escribano jugaban roles tan esenciales como el religioso, construyendo la teogonía con la que se establecían los lazos político-sociales de la comunidad; el histórico, a través de cuyos versos se erigían los linajes que afirmaban el origen de las grandes familias; o el rol del ‹‹bien vivir››, mediante la composición de versos didácticos que regulaban las normas de comportamiento e invitaban a la buena convivencia de los ciudadanos. Era general, la concepción del ‹‹poeta legislador››. Horacio recita en su Ars poetica cómo Amphion construirá con el sonido de su arpa, piedra a piedra, la ciudad de Thebas de la misma manera que un poeta compondrá los cimientos —estas grandes piedras base— de una sociedad con el contenido de sus versos.

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Michel de Montaigne

Volviendo a los tiempos modernos, pero siguiendo el camino del clasicismo, durante el Renacimiento el poeta se convierte en un instrumento imprescindible para el Estado. François de Malherbe (1555-1628), poeta oficial bajo el reinado de Luis XIII y Enrique IV de Francia, dedicó la mayoría de sus obras a la celebración de la monarquía, ayudando así a la legitimación de su poder. Éste reconoció a principios del siglo XVII la importancia de la técnica y su poder de manipulación maquillando los hechos, y por ende el influyente papel del poeta tanto a nivel político como social. Sus funciones van desde la crónica, el encomio o la didáctica, hasta la militancia, la sátira, el drama, e incluso la profecía. La palabra y el escribano, en su función asignada de poeta y orador político, pasarán a estar casi por completo a disposición del Estado, participando de la organización social y política de la ciudad. Al poeta se le otorga una posición autoritaria sublime, ya que todas las cuestiones de la vida comunitaria pasarán por su pluma. Tendrá tanto la capacidad de influir en la expresión del sentimiento colectivo como en la política del príncipe debido a la proximidad de su posición en la corte. Pero esto implica que todo lo que se escribe estará enteramente a disposición de la política estatal como soporte material de la misma, y casi nada será escrito ya sin que su finalidad esté directa o indirectamente relacionada con las necesidades del gobierno. Sin ir más lejos, atendamos a la creación en 1635 de la Académie Française llevada a cabo por el cardenal Richelieu. El poeta es, sin lugar a dudas, un miembro más del gobierno.

¿Qué sucede entre este panorama y las declaraciones de autores modernos que afirman que la poesía es un fin en sí mismo? ¿Qué ha sucedido para que Gautier diga ‹‹todo lo que es útil, es feo›› o para que Baudelaire reivindique que el único fin de la poesía debe ser el placer de escribir poesía? Ante una literatura a completa disposición del Estado, impuesta y regulada por éste, aquí encontramos nuestro punto de no-retorno.

Embriagado de espíritu humanista y convencido de la individualidad propia de los hombres, Michel de Montaigne apuesta por una ‹‹des-solidarización›› para con la ciudad. Este escritor, moralista, filósofo y politólogo de origen francés (1533-1592), puso el punto de inicio a la emancipación de la subjetividad. En sus argumentaciones se proponen tres autoridades, tres fuentes tradicionales de identidad de las que imperativamente es necesario liberarse: la divina, la política y la familiar. El escritor moderno toma como única fuente de identidad y como única regla de valores el ‹‹yo››. De este modo, Montaigne se enfrenta a la imposición históricamente establecida de que el sujeto existe gracias a la colectividad y de que es la comunidad quien le otorga identidad y valor, debiéndose por tanto a ella. Pero sin el ‹‹yo›› el sujeto no puede existir, luego ante todo nos debemos al ‹‹yo›› para ‹‹ser››. Anne Arendt, en sus estudios sobre el humanismo, nos advierte de cómo la felicidad, el amor o la libertad, antes entendidos como valores públicos, empiezan a tomarse ahora como valores privados. En su Ensayos, Montaigne fundamentará su pensamiento en la dualidad ‹‹persona-personaje››, un constante movimiento pendular entre ‹‹el yo-los otros››, anclado en una separación de la vida del hombre entre el escenario de un teatro donde representar el rol de personaje social, y la esfera privada donde el ‹‹yo›› se vuelve autónomo y rompe su compromiso con el Estado. Si bien el espacio público no debe ser obviado, ya que es parte ineludible de nuestras obligaciones como individuos de una comunidad, la energía vital que utilizamos para conseguir la felicidad debe desplazarse, sin embargo, del personaje a la persona, primando siempre el espacio íntimo.

En este sentido, vamos a asistir al nacimiento de una literatura no oficial que emana de la ficción íntima más profunda, como lo son el género epistolar o la novela, éste último un género propiamente femenino donde lo íntimo se expresa a través del ideal del amor. El género del libertinaje, tanto filosófico como literario, se propone como un movimiento contestatario al basar sus argumentos en el prisma único del individuo. En el caso de Montaigne, debemos agradecerle el haber parido el género de la autobiografía y del ensayo en una época donde solo era correcto escribir en primera persona cuando aquello que se escribía sobre el ‹‹yo›› era causa o consecuencia de la grandeza del Estado. Asimismo, este autor propone como sentido de la existencia el placer. El poder del Estado y su excesivo control nos aleja de poder sentir las verdaderas pasiones humanas, que son la base de nuestra esencia. Afirma también que este desequilibrio nos lleva sin remedio a la locura (revisen los escépticos su mundo interior), luego es necesario dar prioridad, en la vida y en las palabras, a la pasión, al placer y a la felicidad.

Esta ruptura revolucionaria va a suponer al mismo tiempo dos cosas. Por un lado el nacimiento del autor en sentido moderno, que asume su propia responsabilidad en aquello que escribe y en consecuencia la creación de lo que hoy llamamos ‹‹cuarto poder››, un poder que hoy resulta esencial en nuestra estructura social: la opinión pública. Esta mirada del presente al pasado ha de implicar un camino de doble sentido. Volvamos pues al momento actual, volvamos a revisar lo que se escribe ahora que sabemos lo que Michel de Montaigne propuso argumentando el respeto que debemos a nuestras propias ideas y pensamientos. Parémonos a reflexionar sobre la hora de escribir —o de leer— los temas ‹‹complicados››, truculentos, ¡a veces hasta indecentes! Los reglamentos políticos que regían lo que se escribía en el siglo XVI, ¿se han enmascarado ahora en lo que llamamos prejuicios sociales?


Bibliografía|

M. de Montaigne, “Les Essais [1580], Paris: Puf, 2004.

Gilbert Gadoffre, “La Révolution culturelle dans la France des humanistes“, Paris: Droz, 1997.

Dupont Florence, “L’auteur sans visage. Essai sur l’acteur et son masque“, Paris, Puf, 2000.

Seminarios impartidos por Pascal Debailly, profesor en Université Sorbonne Paris VII durante el ciclo L’Écrivain et la cité, 2013.

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