Una muestra de «Resignación», uno de los relatos de «La vida de ellas» de Tamura Toshiko

La vida de ellas (2025) de Tamura Toshiko (ficha y portada)

 

Tamura Toshiko (Tokio, 1884–Shanghái, 1945) fue una pionera de la literatura que rompió con las convenciones de su tiempo y una de las escritoras más importantes y famosas del siglo xx en Japón. Máxima representante del feminismo, revolucionó el panorama artístico de su época. Logró el éxito siendo muy joven gracias a sus escritos para las primeras revistas feministas, que tuvieron un grandísimo impacto social. Con su persona y su obra, siempre de corte autobiográfico, demostró que las mujeres podían crear gran literatura sobre sus propias experiencias. Toshiko fue una de las pocas autoras que eligió convertirse en escritora profesional y luchar por vivir de este oficio pese a sus orígenes humildes.

A los dieciocho años se convirtió en discípula del destacado escritor Kōda Rohan, a quien terminaría abandonando por considerar que su estilo estaba anclado en el pasado. Al contrario que este, Toshiko no iba a dejar pasar los vientos de cambio que se avecinaban.

Tras la guerra ruso–japonesa, el mercado editorial estaba sediento de contenido. Los libros se habían convertido en un objeto de lujo y, en consecuencia, las revistas se llenaron de literatura. Durante su primera etapa como escritora, antes de viajar a Canadá en 1918, Toshiko se abrió paso en estos nuevos espacios que la modernidad ofrecía a la mujer japonesa, consolidándose como una de las escritoras más exitosas de la Era Taishō (1912-1926) y una de sus primeras novelistas destacadas.

En 1918, en la cumbre de su éxito, abandonó a su marido y dejó Japón para irse a vivir a Canadá con su amante, el periodista y activista político Suzuki Etsu. Pasaría dieciocho años entre Vancouver y Los Ángeles, tras los cuales regresaría a Japón en 1936, en un momento de gran represión emocional y social. Toshiko fue recibida con los brazos abiertos y su regreso se consideró un acontecimiento importante. Pero Toshiko se encontró un país profundamente transformado por el auge del fascismo y un panorama literario en el que muchos de sus colegas y viejos amigos habían sufrido la represión del Estado, habían experimentado la cárcel y se encontraban en dificultades económicas.

El clima político en Japón, marcado por la represión y la censura, fue un duro despertar para la autora, quien pronto se dio cuenta de que la libertad de expresión que había disfrutado en el pasado ya no existía en su patria. Finalmente, se trasladó a Shanghái, donde falleció el 16 de abril de 1945 de un derrame cerebral a los sesenta años. Tras su muerte, los royalties de sus obras se emplearon para establecer el primer premio de literatura escrita por mujeres de Japón, que han obtenido escritoras como Uno Chiyo, Kakuta Mitsuyo y Kawakami Hiromi.

Hace pocas semanas se publicó en España la primera traducción a nuestro idioma de la obra Toshiko,  La vida de ellas (Satori Ediciones, 2025), una antología de relatos que comprende varios de los textos más importantes de su primera etapa de producción creativa, antes de establecerse en Canadá. Sus protagonistas, escritoras frustradas, son mujeres atrapadas en el conflicto entre la vida privada y sus ambiciones artísticas, que buscan con desesperación la libertad en un mundo que les impide desarrollarse plenamente como individuos y se replantean las nociones del matrimonio y la maternidad tal y como se concebían hasta entonces.

Toshiko cuestiona el lugar de la mujer en una sociedad que exige de ella el sacrificio de su individualidad, y hace de cada relato un testimonio de la lucha por hallar un equilibrio entre el amor, el arte y la libertad personal en el Japón de principios del siglo XX, etapa de la que nos muestra las paradojas de las eras Meiji y Taishō, donde mujeres incompletas, reducidas desde la infancia a una imagen, esclavas de sí mismas y de la sociedad, pueden disputar nuevos espacios de participación en la vida pública.

En esta ocasión os traemos el relato «Resignación» de Tamura Toshiko, el más extenso de La vida de ellas (2025). De este texto, publicado por primera vez en 1911, compartimos a continuación los dos primeros capítulos.


«Resignación»

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Tomie salió de la universidad por la puerta de atrás. La mayoría de las alumnas ya se habían ido y el rumor del agua llegaba a la residencia de estudiantes desde la distancia. En ese momento vio a su compañera Furui, que era aficionada a la jardinería, bajando la colina con unas tijeras de podar en la mano. Cuando Tomie la saludó, esta se giró y le sonrió sin dejar de caminar. Las amplias perneras de su hakama[1]  verde oliva ondeaban al viento. La piel pálida de sus piernas asomaba en la parte superior de los calcetines blancos. Furui solía ir por la residencia de estudiantes de habitación en habitación para mostrar con orgullo las flores que ella misma había plantado y disfrutar de los elogios. Le encantaba decir que pronto crearía un jardín ideal en el que pasaría el resto de su vida rodeada de flores. «¿Sigue Furui a pies juntillas los principios del director? ¿Vive abnegadamente y lucha desde las sombras?», se preguntó Tomie.
.         Los principios del director de la universidad consistían en máximas como «No busques la gloria», «Has de estar dispuesta a sacrificarte y a vivir con abnegación» o «Lucha desde las sombras». Tomie, que había recibido una llamada de atención por parte del supervisor porque supuestamente había sucumbido al deseo de ser famosa, sintió una repentina curiosidad por aquella compañera de clase a la que por lo general no prestaba atención. «Primero hay que plantar unas raíces firmes y después trabajar para que en el futuro brote una hermosa flor», estos eran los valores de la institución. Si la raíz crecía demasiado rápido buscando el éxito, no florecería. La suave voz de Asami, el supervisor, resonaba en los oídos de la joven estudiante como un susurro arrastrado por la brisa del patio.
.         En el segundo piso de la residencia, unas manchas rojas y blancas iban y venían. Las estudiantes entraban en la cocina con sus delantales. Tres alumnas de primaria salieron del portón cogidas de la mano y luciendo sendos obi[2] de color azul y rosa. A Tomie le entristecía que unas niñas tan pequeñas vivieran internadas, pero había decidido que aquel sería su último día de universidad. Era la hora de la despedida, sería la última vez que vería ese cerezo a cuya presencia se había acostumbrado durante los dos últimos años y que ahora tenía las hojas amarillas: no lo vería florecer por tercera vez en primavera. La universidad le resultaba indiferente, pero lamentaba dejar atrás los recuerdos que impregnaban cada rincón. Se acercó al árbol de paulonia frente a la biblioteca, donde solía sentarse a leer. Las cortinas blancas de la sala de lectura estaban echadas. Justo en ese momento, su compañera de clase Ueda apareció buscándola.
.         —Pensaba que ya te habías ido. —Ueda tenía la tez tan pálida como una pastilla de jabón de color marfil. Su cabello pelirrojo estaba rizado desde la raíz. La gente decía que se parecía a los maniquíes de las tiendas de moda occidental de la avenida Hongo—. ¿Qué te han dicho?
.         Tomie se quedó en silencio. Le parecía un poco infantil revelarle a alguien como Ueda, con quien apenas tenía relación, lo que el director de la universidad le había transmitido a través del supervisor. Aunque le daba igual lo que los demás pensaran de ella, no respondió.
.         —¿No te han dicho nada sobre cómo tomar una decisión de acuerdo con los valores de la universidad? —insistió Ueda con la curiosidad brillándole en la mirada.
.         Tomie pensaba que abandonar la universidad era suficiente. El supervisor la había reprendido por haber escrito un guion y, si permanecía allí, seguirían controlándola. Deseaba expresarse con su propia voz, pero, como era mujer, no podría hacerlo mientras continuara en aquel lugar.
.         —Si dejas la universidad, la asociación literaria se sentirá vacía. Sería una lástima perder a una estrella como tú.
.         Tomie no pudo evitar sentir un poco de orgullo al escuchar las palabras de su compañera: «Yo, Tomie Ogino, tal vez podría añadir una pincelada al cuadro de la historia literaria de la Era Meiji[3]», pensó. Y consideró la peregrina idea de que su arte podría llegar al mundo como un fino rayo de luz que se cuela a través de una rendija.
.         La profesora de inglés, la señora Smith, bajaba los escalones de la entrada principal al tiempo que se ponía unos guantes blancos. Ambas estudiantes esperaron a que sacara su bicicleta antes de salir por la puerta. Caminaban la una al lado de la otra. La falda de color azul de la profesora se inflaba como una vela mientras pedaleaba. Levantaba un poco de arena tras de sí. Su collar brillaba intensamente. Los mechones rubios del cabello le asomaban bajo el sombrero y su níveo cuello era tan puro como una perla. Tomie observaba su figura desde atrás. La dependienta de la tienda de ropa occidental junto a la entrada de la universidad las saludó. Al advertir su sonrisa, Tomie se giró levemente y pensó que tal vez ya nunca volvería a verla. La figura de Ueda se reflejó en la puerta del museo de arte.
.         —Seguramente has sido una de las personas más ilustres de esta universidad desde que se fundó. Es algo de lo que de veras puedes sentirte orgullosa —dijo Ueda.
.         Tomie la observó: caminaba un poco encorvada, con los hombros caídos, y la cinturilla de su hakama de algodón a rayas de estilo Isezaki estaba arrugada.
.         —Y eso no lo puede lograr cualquiera, por mucho que lo intente —continuó—. No es algo que se pueda fingir, es necesario tener auténtico talento. No encajas en un molde tan pequeño como el del sistema educativo. Haces bien en marcharte. Sigue esforzándote al máximo, ¿vale, Ogino? —dijo Ueda con entusiasmo, estirando su cuerpo delgado.
.         Dejándose llevar por la emoción, se cambió el paraguas de lado y cogió a su compañera de la mano.
.         —Gracias. —Tomie la miró con sincera gratitud.
.         No habían sido especialmente cercanas, así que jamás habría esperado escuchar unas palabras semejantes de su boca en una situación como aquella. Algunas de sus amigas ni se le habían acercado después de leer el periódico del día. Las había que incluso se burlaban de ella por su supuesta decadencia moral. Aunque las peores eran las que decían apoyarla, pero la criticaban a sus espaldas. La amabilidad de Ueda, en cambio, le resultó tan sorprendente que le alegró el corazón.
.         —Aunque abandones la universidad, por favor, mantengamos el contacto. Te considero mi mentora. Yo, al menos, soy la única que te desea éxito de todo corazón.
.         Tomie guardó silencio. Justo entonces recordó a una amiga con la que solía llevarse muy bien y deseó verla para desahogarse.
.         —¿Te acuerdas de Miwa? —le preguntó a Ueda. Esta ladeó la cabeza para hacer memoria revelando sin darse cuenta la suciedad que tenía detrás de la oreja. Tomie se apartó un poco y aceleró el paso.
.         —Sí, solo estuvo medio semestre, ¿verdad? Parecía una chica con talento.
.         —Pues sí…
.         Tomie sintió nostalgia al recordar la hermosa cara de Miwa, con sus cejas bien definidas y su gesto encantador.
.         Casi sin darse cuenta, llegaron a la ciudad. Pasaron frente a la comisaría y se dirigieron hacia las vías del tren. El aspecto decadente del teatro de rakugo[4] de la esquina siempre la ponía de mal humor y aquel día no fue una excepción. El cartel, bordeado de un rojo extravagante, rezaba naniwatei[5] en caracteres negros. Junto a él, un hombre de piernas peludas con una chaqueta blanca sucia gritaba hasta ahogarse:
.         —¡Bienvenidos! ¡Pasen y vean!
.         «¿Qué clase de persona hay que ser para entrar a plena luz del día en un antro tan sucio a escuchar rakugo?», pensaba Tomie. Ueda, que ni se había fijado en el hombre, caminaba a la sombra, bajo el alero del lado derecho.
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Tomie estaba a punto de entrar en una callejuela, cuando reconoció a la mujer que permanecía de espaldas frente a la verdulería de la esquina. La mujer tenía enrollado un pañuelo de color verde alrededor de las manos, como si llevara guantes, y sus gruesas piernas rojizas asomaban por debajo del dobladillo desgastado de su yukata[6]. Los mostradores de la entrada estaban mojados y teñidos de verde.
.         —¡Okiso! ¡Okiso! —la llamó Tomie cubriéndose la boca con un abanico.
.         La mujer se giró bruscamente y corrió hacia ella con sus geta[7] de taco bajo.
.         —Hola, señorita Tomie. Parece que hoy se está tomando las cosas con calma —saludó la sirvienta a la vez que se inclinaba sonriente.
.         —Venga, compra lo que tengas que comprar en la verdulería y volvamos juntas —respondió Tomie mientras observaba su antiguo pasador de color granate, que Okiso llevaba en un lado de la cabeza.
.         La sirvienta salió corriendo hacia la verdulería, dejando ver las suelas de sus geta. El pequeño nudo púrpura de su obi estaba firmemente atado a media espalda, como si lo llevara pegado.
.         Una tienda recogió el toldo y, una tras otra, todas las demás fueron haciendo lo mismo. Este fenómeno también se daba cuando un vecino echaba agua al suelo para rebajar el calor y el resto lo imitaba en cadena. En la amplia calle de Tansumachi, las pequeñas tiendas, todas del mismo tamaño, se sucedían a ambos lados. El suelo estaba tan mojado que las zori[8] de Tomie se hundían y le resultaba difícil caminar. Iba dando saltos agarrada de la manga de Okiso.
.         —¿Quiere que le lleve las cosas? —preguntó la sirvienta mirando la mano de Tomie, que sostenía un paraguas y una bolsa de libros. Ella negó con la cabeza. Al pasar por delante de una barbería, el barbero miró hacia la calle abarrotada sosteniendo una maquinilla sobre la cabeza de su cliente. Llevaba la bata remangada y el viento le levantaba el dobladillo. Cuando el camino mejoró, Tomie soltó a la sirvienta y se tapó la boca con el abanico. Okiso puso entre ellas la bolsa de la compra, que al balancearse golpeaba la rodilla de su joven señora y también la suya propia. Tomie miró la bolsa y luego a la sirvienta para ver si hacía algo, pero esta no captó el mensaje; entonces, sonrió en silencio. El viento era refrescante. Fue en ese momento que se quitó la pinza que sujetaba el cuello de su kimono blanco interior y lo aflojó con suavidad. Al final de la calle, al otro lado de la ventana del segundo piso alguien estaba levantando un estor para entrar en una habitación.
.         —¿Está mi cuñado en casa? —preguntó.
.         La sirvienta asintió y se dirigió a la puerta de servicio. Habían rociado agua con delicadeza frente a la casa, lo que le daba un aspecto fresco y limpio. Las gotas del techo caían sobre el buzón amarillo para la leche. La puerta corredera, ligeramente abierta, mostraba marcas de agua casi secas, mientras que la corriente que fluía sobre el umbral parecía luchar por mantenerse fresca. La puerta del jardín estaba abierta, así que Tomie entró. Su hermana mayor, Tsumako, estaba sentada, arreglándose frente al tocador.
.         —Llegas tarde —dijo sonriendo.
.         Tomie se había mojado el dobladillo al pasar junto a un arbusto, de modo que levantó los bajos de su kimono y avanzó por el jardín hacia el engawa[9], justo frente a la sala de estar.
.         —¿Ya te has bañado? —preguntó al ver el rostro radiante de su hermana mayor.
.         Tsumako se estaba aplicando polvos blancos con un pompón. El cuello de su yukata estaba ligeramente manchado de blanco. Se había acentuado las cejas, que ya de por sí eran densas y largas. Aunque Tomie solía reírse de ella por hacerse cosas innecesarias en la cara, su rutina de maquillaje se había convertido en un hábito y, si no la llevaba a cabo, sentía que tenía el rostro indefinido. Por supuesto, el uso excesivo de maquillaje para corregir las cejas también aumentaba la cantidad de polvo blanco que necesitaba. Llevaba el cabello negro natural peinado en un gran recogido hacia atrás, con un ancho flequillo pegado a la frente. Tsumako iba a cumplir treinta años en breve, pero parecía más joven, al menos a los ojos de Tomie. Sosteniendo un pincel para cejas, Tsumako miró a su hermana pequeña, que estaba sentada en el engawa.
.         —Tu cuñado dice que te va a llevar a algún sitio para celebrarlo —comentó.
.         Tomie balanceaba los pies calzados en el aire sin intención de levantarse.
.         —¿Tú también vienes? —preguntó.
.         Como en el paisaje de un sueño, el árbol crespón[10]se asomaba sobre la cerca del jardín. El ligero sol de la tarde rozaba su copa y los rayos se deslizaban hacia los pinos del jardín vecino. Las nubes blancas flotaban esponjosas como suriimo[11] en el agua. Un grillo de bigotes largos saltó sobre el rocío del caminito de piedras. Al contemplar aquella escena, Tomie se dio cuenta de que ya había llegado el otoño. Aunque las hojas todavía no habían caído, todo a su alrededor estaba impregnado de una atmósfera otoñal. El pez dorado que sobrevivía solitario en la pecera del borde del engawa parecía un recuerdo del verano pasado.
.         —¿En qué estás pensando? —preguntó Tsumako, que acabó de maquillarse y se levantó.
.         El yukata de rayas se le enredaba alrededor de las piernas y, como no llevaba obi, se le abría por delante. Sus talones eran tan rosados y tersos que resultaban eróticos.
.         —Pues en que el director está totalmente en mi contra…
.         Tomie levantó los pies con prisa y se quitó los zori. Descubrió un plato de dulces manjū de kuzu[12] junto al brasero, así que se agachó y tomó uno. Tsumako la regañó por su mala educación, ya que iba a ofrecérselos primero al invitado.
.         —Sí, tienes razón —reconoció Tomie, que terminó de masticar y se quitó la hakama. Se recostó junto al brasero con los pies estirados y se masajeó los dedos sin quitarse los calcetines. Desde el segundo piso, se escuchó la voz de su cuñado, que la llamaba.
.         —¡Ya va! —respondió Tsumako por ella—. De paso, llévate esto —añadió dándole el plato de dulces.
.         Tomie se ajustó rápidamente el elegante obi verde de estilo Hakata[13], que llevaba atado al modo masculino, y subió al primer piso. Su cuñado, Ryokushi, estaba sentado con la espalda apoyada contra una columna junto a un ventilador. Frente a él, el invitado permanecía sentado en una postura tensa. La tela blanca de su obi, atado con un nudo largo y delgado, colgaba sobre sus calcetines azules, que le asomaban por debajo del trasero. Llevaba una hakama blanca cuyo dobladillo estaba ya marrón oscuro como la salsa de soja.
.         Tomie se arrodilló detrás de su cuñado para saludar al visitante. Este inclinó la cabeza con el abanico extendido hacia ella y el aire que provocó levantó las cenizas del cenicero, que se posaron en sus pequeñas orejas chafadas. Después del saludo, siguió con el abanico en la mano, golpeándose la rodilla con el canto. Tanto él como su anfitrión tenían la tez pálida, como si reflejaran el color de las hojas de la higuera al otro lado de la ventana.
.         —¿Y les has cantado las cuarenta? —preguntó Ryokushi en broma después de escuchar a Tomie. Ella respondió que simplemente se había comportado bien y había regresado a casa sin decir nada—. No tienes agallas —dijo, y se rio.
.         Entonces ella le preguntó qué habría hecho él en su lugar. Ryokushi había accedido a que su joven cuñada abandonara la universidad, pues no perdía nada por tratar de dedicarse por entero a la literatura.
.         —Las universidades no hacen más que tocar las narices—afirmó sentencioso.
.         Tomie le aseguró que había vuelto a casa con la intención de no volver a cruzar las puertas de la universidad nunca más.
.         —¿Tienes problemas por culpa de tus escritos? —se entrometió el invitado.
.         La joven experimentaba cierta rabia al pensar que, si hubiera aguantado un año más, podría haberse graduado. También cobardía, que era un sentimiento muy femenino. No dejaba de darle vueltas a la idea de que habría sido mejor usar un pseudónimo, sin decir nada a la universidad y, una vez graduada, presentarse en el mundo literario con un nuevo nombre.
.         Tomie no tenía padres. Solo tenía a su abuela, que vivía en el pueblo; a su hermana mayor, Tsumako, y a su hermana menor, Kie, que había sido adoptada por la familia Shino. Su hermana mayor se había casado con un hombre de la familia Someya cuando su padre aún vivía, por lo que, al morir este, le dejó en herencia la casa de los Ogino a su hija mediana. Según había planeado su padre, Tomie tendría que irse a vivir al pueblo natal de la familia, en Gifu, aunque hubiera nacido en Tokio y aquel pueblo le fuera totalmente ajeno. Su abuela y su madrastra estaban allí, puesto que esta última había ido a cuidar a su suegra, siguiendo los deseos de su difunto marido. Tomie estaba obligada a perpetuar el apellido familiar y permanecer al lado de ambas. Su padre había pertenecido a una familia acomodada de la región y su madre era una geisha[14] local, que había abandonado a la anciana abuela para irse a Tokio. Esta a su vez había culpado a su nuera de su soledad y estaba profundamente resentida con ella. Después de que su madre muriera tras dar a luz a Kie, una de las hermanas debía regresar al pueblo y cuidar de la abuela para mostrar su respeto filial. Tomie fue la elegida. Así que, cuando Oiyo, su madrastra, se fue vivir a Gifu, tendría que haberla acompañado. Sin embargo, su hermana mayor se negó a dejarla marchar y, como la propia Tomie tampoco quería irse a un lugar por completo ajeno, rogó a su madrastra que la dejara estudiar durante algunos años más, y esta aceptó, de modo que Tomie quedó a cargo de la pareja Someya y se marchó sola.
.         La mayor parte de la herencia ya se había agotado antes de la muerte de su padre. La madrastra, que llevaba una vida solitaria cuidando de su anciana suegra en un pueblo donde no conocía a nadie, consideraba a Tomie como a su propia hija. Quería que fuese feliz y acabase sus estudios, pero también deseaba que regresara al pueblo cuanto antes y, de paso, tranquilizara a su abuela, por lo que le enviaba cartas recordándole su deber con frecuencia. Tomie la respetaba y era consciente de sus obligaciones. No las olvidaba ni por un instante. Además, recordaba lo que le había dicho su difunta madre: «Cuida de tu abuela en mi lugar, pues yo la he abandonado durante demasiado tiempo». Sentía la carga de esta responsabilidad sobre sus hombros, que se mezclaba con la compasión hacia su madrastra, como si unas pesadas cadenas tiraran de ella hacia Gifu, lo cual cada día le resultaba más insoportable.
.         Tomie estaba decidida a mantener a su madrastra y a su abuela por sus propios medios. Rechazaba la idea de regresar al campo y tener que casarse con alguien de allí para preservar el apellido. Quería mantener a su familia por sí misma. Debía lograr una posición y una base sólidas que le permitieran ser totalmente independiente. Graduarse en la universidad para convertirse en maestra en una escuela de niñas en su pueblo no era su objetivo. No obstante, si su situación natural no le dejaba otra opción, no le quedaría más remedio que renunciar a tener una vida propia. De haber sido su madre biológica la que hubiera regresado a Gifu, Tomie no habría tenido este problema, pero su pobre madrastra no tenía hijos ni otros parientes más que la anciana madre de su marido en el pueblo. Tampoco había sido educada según los estándares modernos. No era alguien que reflexionara sobre la vida a través de la lectura, de modo que Tomie se resignaba a tener que sacrificarse por ella, aunque consideraba que esto era un signo de nobleza.
.         Le gustaba la brisa de la capital. No era como el lejano monte Fuji, cuyo esplendor llegaba al corazón, pero tampoco era algo que se pudiera menospreciar. Si por ella fuera, jamás dejaría la ciudad, pero la situación era la que era, de suerte que había planeado graduarse para obtener su diploma después de los tres años de estudios y poder ganarse la vida por sí misma. Así, complacería a su madrastra y a su abuela, que se alegraría de tener una nieta tan excepcional, aunque hubiera nacido del vientre de una mujer a la que detestaba. «Así es como debe ser», pensaba Tomie, tratando de encontrar una solución. Como persona inteligente que era, consideraba egoísta priorizar su propia felicidad y sentía el deber de entregarse a los demás con abnegación.
.         Un día, Tomie se propuso escribir un guion a modo de ejercicio literario. A ella, que vivía en la casa de un escritor, también le gustaba escribir. Poco después, vio la noticia de un concurso de guiones en un periódico y decidió probar suerte. Para su sorpresa, su guion había ganado el concurso e iba a ser representado en un escenario ese mismo año. Fue una experiencia extraña, si bien no especialmente emocionante. Lo que de verdad la ilusionó fue hacer lo que su corazón le pedía, así que desde entonces comenzó a relegar sus estudios a un segundo plano, pues odiaba tener que aprender de memoria. Pero, ahora, viendo cuál era su situación, lamentaba tener que dejar la universidad, por muy desmotivadora que fuera. Cuando el periódico publicó su nombre, toda la universidad acabó por enterarse. El director le reprochó su vanidad, le repitió una vez más la filosofía de la institución y la instó a reflexionar sobre sus acciones. No le quedaba otro remedio que irse. Pero tal vez pudiera ganarse la vida con la literatura, aprovechando la fama que había logrado.
.         El kimono de seda colgado en el tendedero se agitaba al viento. El patrón de remolinos de agua parecía realmente fluir. Su cuñado y su amigo bebían sake sin parar.

 


[1] Pantalón largo y de pernera ancha con cinco pliegues delanteros y dos traseros que se usa sobre el kimono en artes marciales, ceremonias y ocasiones formales.
[2] Fajín ancho de tela fuerte que sirve para ceñir y decorar el kimono y, en las estaciones cálidas, el yukata.
[3] La Era Meiji comprende desde el año 1868 hasta 1912, período en que Japón abre sus fronteras y emprende un ambicioso proyecto de modernización en todos los ámbitos de acuerdo con los modelos occidentales.
[4] Arte tradicional japonés de narración cómica en la que un solo intérprete cuenta historias humorísticas usando únicamente gestos y variaciones en su voz para representar a diferentes personajes.
[5] Nombre artístico comúnmente adoptado por narradores de rakugo que rinden homenaje a la escuela Naniwa, una de las más prestigiosas en la historia de este arte.
[6] Versión más informal y ligera del kimono, hecha de algodón, que se utiliza sobre todo en verano.
[7] Sandalias de madera tradicionales con uno o dos tacos altos y que suelen utilizarse con yukata o kimono.
[8] Sandalias planas tradicionales, hechas habitualmente de paja, cuero o caucho, que suelen llevarse con kimono en ocasiones más formales.
[9] Pasillo o porche cubierto y elevado que rodea el exterior de las casas tradicionales japonesas, conectando las habitaciones y ofreciendo vistas al jardín.
[10] Lagerstroemia indica, también llamado árbol de Júpiter o lila de las indias. Sus hojas son de color cobrizo en primavera, y en otoño adquieren matices amarillos y anaranjados. Tiene flores acampanadas de seis pétalos de bordes rizados de color blanco, rosa o malva.
[11] Pasta blanca de ñame, batata u otros tubérculos que se suele servir sobre caldos, arroz u otras preparaciones.
[12] Dulce japonés hecho con una pasta de judía roja envuelta en una masa translúcida elaborada con almidón de la raíz de una planta conocida como kuzu o Pueraria montana.
[13] El hakata ori es un tipo de tejido caracterizado por su brillo, grosor y firmeza, lo que lo hace idóneo para los obi, aunque también se utiliza para otras prendas y accesorios.
[14] Mujer que atiende a los clientes en festines y los divierte con artes de entretenimiento, como tocar el shamisen, cantar, bailar, etcétera.
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De La vida de ellas (Satori Ediciones, 2025)

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