El regreso de Peter Pan

Escribe | Jorge Arias


Portada de Borges (2006) de Adolfo Bioy Casares

Portada de Borges (2006) de Adolfo Bioy Casares.

 

Borges y Bioy Casares se hicieron amigos en 1931 y, de inmediato, repartieron los papeles que tendrían en su amistad. Borges sería el maestro y Bioy Casares el discípulo y el secretario; el catecúmeno que abjuraría de toda su literatura anterior. Ambos proyectaron una suma de la obra de Samuel Johnson, para la que Bioy Casares escribió prólogo y notas; Borges asumiría el papel de Samuel Johnson, maestro, mentor y tutor, y Bioy Casares el de James Boswell, alumno. Es posible que la erudición, el estilo cáustico, el amor por los diccionarios y las ideas conservadoras hayan pasado, por vínculos sutiles, de Johnson a Borges. Por su parte Boswell, un aristócrata libertino e indiscreto que frecuentó prostíbulos y enfermedades venéreas tuvo su analogía, andando tiempo y espacio, con Bioy Casares, no menos fisgón y ducho en amantes e hijos naturales.

A partir del 3 de enero de 1948 Bioy Casares registra en su diario conversaciones, paseos, almuerzos y cenas con Borges. Cuando muere el maestro, Bioy se encuentra con un enorme libro en bruto, se preguntó qué hacer con él; había publicado fragmentos en vida de Borges, pero el conjunto permanecía intacto, sólido, sin trabajar, como si la publicación parcial fuera mera charla de escritor y que mutilara una documentación de buena parte de una vida valiosa. Bioy, quizás por una curiosa mezcla de hiperactividad, escasa o nula autocritica, algo pereza y cansancio, no quiso hacer un nuevo extracto final con lo mejor de Borges, así fuere vida y obra, y resolvió publicarlo todo, el que siete años después de su muerte constituyó Borges (2006). Es posible que la muerte de su esposa Silvina Ocampo, a fines de 1993, al fin de un Alzheimer y de su hija Marta en un accidente en enero de 1984, hayan afectado su equilibrio; de otro modo sólo en un acceso de demencia pudo publicar este libro, que hace trizas la imagen gloriosa de un amigo muy querido y la propia.

Dice una cita de Bioy Casares en el prefacio que publica el libro «Lo que podría hacer es sólo contar cómo lo vi yo, cómo fue conmigo. Corregir algunos errores que se cometieron sobre él, defender a Borges y, sobre todo, defender la verdad» (pág. 12). Hay aquí un grano de hipocresía. Borges, indirectamente, había previsto y reprobado la publicación del «Diario» el 26 de septiembre de 1952, cuando dijo: «Me aseguran que es indispensable destruir todos los papeles, porque el día menos pensado uno desaparece y los amigos le publican esas grietas y esos estigmas» (pág. 70). Borges, célebre en el mundo, no necesitaba defensa alguna; la verdad sobre sus grietas y estigmas, dicha en este libro sin un gesto de piedad y pena, pudo ser omitida mediante la destrucción del manuscrito.

Las recensiones del libro fueron más piadosas que Bioy Casares y, como si cumplieran la consigna tácita de no menoscabar la imagen de un gran hombre argentino, pasaron por alto las ideas políticas de Borges y lo depositaron, junto a San Martín, en el panteón de los héroes.

Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en la Rambla de Mar del Plata en 1935.

Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en la Rambla de Mar del Plata en 1935. Fuente.

Dar una idea de este libro es tarea difícil; no es una antología por editar sino varios libros. Por su extensión contiene, casi fatalmente, una biografía parcial de Borges, con la narración casual y fragmentaria, de su vida y sus amores, un repertorio de juicios, boutades, charlas de sobremesa y cháchara de conventillo, frases felices e improperios facilongos, meritorios análisis literarios y una adhesión a ideas conservadoras que incluyó cartas, manifiestos y campañas electorales para dominar y orientar a la Sociedad Argentina de Escritores.

Dijo Juan Rodolfo Wilcock que Borges no pensaba lo que decía; admitamos que, como muchas personas, lanzaba al aire, para renovar la conversación, la primera idea que cruzaba su mente; pero esas ocurrencias, que aparecen azarosas y espontáneas, suelen tener una constante, que, en el repertorio de Borges, es su áspera sobreexcitación. Al final escribe en el diario Bioy Casares, el 15 de enero de 1982: «deploro su rigidez, fácilmente irritada y cruel con el prójimo» (pág. 1561); Silvina Ocampo, la esposa de Bioy Casares, acusó a Borges, más de una vez, de soberbio y cruel con la gente que no quería ni estimaba.

Esta agresividad se manifiesta en los ciento y un improperios que lanza sobre varios escritores: tanto más curiosos como que, a menudo, carecen de todo sentido, como si no encontrara las palabras con que expresarse y agrediera con un tartamudeo o la media lengua de un niño. Por ejemplo, para Borges, la obra de Ricardo Molinari, su bête noire, es nula y desagradable, con versos lánguidos e indiferentes; hasta aquí un juicio literario. Pero Borges juzga al hombre Ricardo Molinari que, tome aliento el lector, sería muy ignorante, vengativo, envidioso, deshonesto, grosero y maloliente; callado, sí, mas no por reticencia sino para ocultar que es un malevo.

Algo semejante ocurre con Carlos Mastronardi, que fue un amigo con el que Borges compartió conversaciones y cenas. «Hay algo mezquino en Mastronadi» (pág. 1518) dice el 13 de diciembre de 1977; «El carácter más permanente de la poesía de Mastronardi es la mediocridad» (pág. 1571), el 5 de junio de 1982. Estos agravios se dijeron, sin ninguna compunción, después de la muerte de Mastronardi, el 5 de junio de 1976.

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Jorge Luis Borges en 1969 en una de las imágenes más conocidas que se realizaron de él. Foto de Eduardo Comesaña. Fuente.

Borges dijo que «Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust a los que nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día» (prólogo a La invención de Morel de Bioy Casares). Más tarde lanzó la sensacional boutade de que Homero hubiera gustado de A la recherche du temps perdu (1919-1927); al final nos enteramos de que no leyó la novela de Proust, misteriosamente, por miedo a «quedarse metido en ese laberinto» (pág. 1385). Borges habló, escribió y dio conferencias sobre Joyce sin haber leído enteramente el Ulysses (1922); dijo que quien admira a Baudelaire es un imbécil, que Valéry no tenía ningún don para la literatura, que Keats era cursi, Goethe, Milton… la retahíla es larga.

Pero esa insolencia de mozalbete de Borges, incapaz de escuchar y que no deja de interrumpir, sobrepasó los límites de la literatura. Puede dudarse de la salud mental, pero no de la soberbia, de alguien que sostiene que Pedro Figari fue un pintor «que no sabía pintar» (pág. 1101); y que sobre los cuadros de Dante Gabriel Rossetti dictamina: «Yo hubiera pedido que cuando cerraran el museo, me dejaran adentro con un pincel y unos tarros de pintura para corregirlos» (pág. 1180).

Las ideas sociales y políticas de Borges, si no fueran pueriles serían inquietantes. Es racista en términos del Ku Klux Klan: «Limpiaría (sic) los Estados Unidos de negros (…). Si no acaban con los negros (sic), les van a convertir el país en África» (pág. 1263) o «Hay algo evidente en los negros que nos rechaza» (pág. 859). Brasil es un país de «macacos» (pág. 859), lleno de negros, que habría «de ser borrado del mapa» (pág. 1061).

Sus ideas políticas son tan rudimentarias como fatuamente difundidas con celo apostólico. Vivimos, según Borges la gloria de la «Revolución Libertadora» (golpe militar del 16 de septiembre de 1955 que derrocó al gobierno legítimo de Juan Domingo Perón) «la gente gime ante el peligro de la dictadura militar… la democracia no funciona. Mientras la democracia no funcione, no hay nada que temer» (pág. 764). «Siempre que puedo exalto la Revolución Libertadora, la gloria de la patria y ataco a peronistas y comunistas» (pág. 691) «Qué harán los gorilas? Espero que no se impresionen, ellos también, por el bizantinismo de que el pueblo dio su opinión» (pág. 421). «Todas las desgracias de este país comenzaron con la ley Sáenz Peña (que sancionó el derecho al sufragio universal, secreto y obligatorio)» (pág. 1365) o «Es un disparate la democracia» (pág. 1451).

Estatuas de cera en conmemoración de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el bar La Biela en el barrio bonaerense de Recoleta.

Estatuas de cera en conmemoración de los escritores Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el bar La Biela en el barrio bonaerense de Recoleta. Fuente.

Si transcribimos lo que antecede no es porque rechacemos sus «ideas», sino porque, nefastas como son, están expresadas en un idioma rudimentario de habladurías y chismes indignos de las facultares intelectuales de Borges. La democracia y el socialismo no están más allá de la crítica; pero en ambos temas el estilo de Borges no trasunta el estudio, o la simple lectura, de las críticas de Nietzsche e Ibsen a la democracia o de las críticas de los economistas del imperio austriaco a las teorías del socialismo, sino el desplante de un señorito que no soporta el contacto con la plebe.

La relación de Borges con las mujeres que revela este libro es del mayor interés. En un alarde de impudicia Bioy Casares estampa en el libro, una tras otra y fuera de toda conversación, los nombres de algunas mujeres de la vida sentimental de Borges. Una lista aproximada es: Norah Lange, Margot Guerrero, Silvina Bullrich, Estela Canto, María Esther Vázquez, la condesa Alvarez de Toledo, la condesa de Wrede, Daly Nelson, Cecilia Ingenieros, Marta Mosquera, Alicia Jurado, Susana Bombal, Sara Diehl (Bioy Casares, en su estilo confianzudo la llama por su apodo, «Pipina»), Mandie Molina Vedia, Gloria Alcorta, Wally Zenner y quien fue su primera esposa, Elsa Astete (a la que Bioy Casares llama «la cuñada de Ibarra»)

Bioy Casares tiende a presentar a Borges como un romántico iluso a quien las mujeres traicionan, desaíran o maltratan. De los romances, «Borges» da cuenta con algún detalle de dos, con María Esther Vázquez y Elsa Astete. En ambos casos Borges muestra permanentes oscilaciones que mantienen a sus novias en vilo. Estas vacilaciones eran motivadas porque Borges, como salta a la vista y según toda probabilidad, era impotente y sería humillado por cualquier intento de consumación física del amor. El «amor blanco», sin sexo, encubría y postergaba sus seguros fracasos.

Pero esta incertidumbre, que en el caso de su matrimonio con Elsa Astete continuó después de la ceremonia con Borges dejando a su esposa en la casa para ir a charlar con Bioy, tiene algo cruel. «El violín tembló como un corazón mortificado» (Baudelaire, «Harmonies du soir»). Esta conducta nos evocó el exasperante trato de Kafka a su novia Felice Bauer, una mujer con quien se compromete a casarse dos veces y por dos veces deshace el compromiso. Esto es visible en sus Cartas a Felice (792 páginas), un amor tan blanco como el papel de la no menos aséptica correspondencia.

Las intermitencias del corazón existen y a veces solo cabe soportarlas; más difícil de comprender es la forma en que Borges, en algunas de las conversaciones con Bioy Casares, habla de dos de las mujeres que lo amaron. Estela Canto es «una arrastrada» (pág. 463) y «prostibularia» (pág. 992) y que junto a Silvina Bullrich son «las dos personas más crapulosas del país» (pág. 992). Es llevar el despecho un poco lejos; seguramente es de mal gusto e impropio de un gentleman. Lejos estamos del hidalgo Don Quijote de la Mancha y su inmarcesible Dulcinea del Toboso.

Los conocimientos de literatura de Borges, contra lo que se supone, no eran muy extensos. Con excepción de la Ilíada y la Odisea, no aparece nada de la literatura griega clásica; no se nombra a Virgilio, Cicerón, Plutarco. De la literatura inglesa lee poco de Shakespeare y extensamente de Chaucer, George Moore, Conrad, Chesterton y Stevenson; no menciona a Jane Austen, George Eliot, Thomas Hardy o D.H. Lawrence. De la literatura francesa ignora a Balzac, George Sand, Victor Hugo y Alfred de Vigny; lee muy bien algo de Flaubert; pero, si juzgamos por este libro, el mejor poeta francés del siglo XX fue Paul Jean Toulet. Tolstoi, Dostoievski, Chejov y Gógol no llegaron a su conversación.

El 27 de diciembre de 1904 el escritor inglés James Barrie estrena su obra de teatro Peter Pan y Wendy que más tarde editó como novela. Peter Pan es un niño de unos 11 o 12 años, que puede volar, se viste de vegetales de la selva de Nunca Jamás. Peter se niega a crecer y devenir adulto, porque dejaría de hacer su voluntad. Es autoritario y cruel; cuando él habla todos deben callar.

Dijo Borges el 16 de abril de 1963: «Es claro que si uno nació chico sigue siendo chico. Habría que nacer adulto para ser algún día adulto». Fue feliz de niño, se negó a crecer y prolongó su infancia, que reapareció en plena inocencia en el momento de su muerte, donde este ateo y agnóstico rezó el Padre Nuestro en anglosajón, inglés antiguo, francés y español.

 

Borges (2006) de Adolfo Bioy Casares. Ediciones Destino, 1664 páginas.

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