Primer capítulo de El futón: escándalo y base del naturalismo japonés
TAYAMA KATAI, pseudónimo de Tayama Rokuya, nació en 1872 en una familia de antiguos samuráis rurales de Yatebayashi, actual prefectura de Gunma, coincidiendo con la abolición de los privilegios de esta clase. La muerte de su padre cuando solo tenía cinco años hizo que su familia se mudara a Tokio, donde el joven Tayama empezó a trabajar en una librería y entró en contacto con el mundo de la literatura. Comenzó escribiendo poesía, pero no tardó en decantarse por la novela. Autodidacta, cristiano fugaz, lector voraz de los clásicos europeos como Turguénev, Heine, Zola y Maupassant, cuya influencia sería determinante en su obra.
Precursor del naturalismo japonés, Tayama se inspiró en su propia vida para dar forma a una historia que muestra sin rubor los pensamientos más íntimos de su protagonista y refleja las contradicciones de una época en la que las mujeres comenzaban a exigir el control de sus propias vidas y a reclamar un espacio propio en un Japón en plena evolución.
«Novela del yo», El futón inaugura un camino literario en el que la experiencia personal, el conflicto ético y el retrato emocional se colocan en el centro del relato. Esta obra es un clásico aún vigente que plantea temas actuales como la represión emocional, la educación de género, el deseo no consumado y la lucha interior del creador.
A pesar de ser un escritor conocido y respetado, Tokio siente que su vida está vacía. Su trabajo es anodino, su matrimonio perdió la pasión hace años y la insatisfacción de su día a día le resulta frustrante. Pero todo cambia cuando recibe una carta de Yoshiko, una joven admiradora que solicita convertirse en su aprendiz.
La llegada de su nueva pupila despierta en Tokio sentimientos que parecían olvidados y este cae rendido ante la belleza y talento de su discípula. Pero Yoshiko, no se conforma con llevar la vida sumisa y discreta que se espera de una joven, sale con sus amigos y comienza una relación con otro estudiante. Sin poder remediarlo, los celos se apoderan de Tokio desatando una tormenta de pasión obsesiva, una lucha constante entre el deseo y las exigencias sociales. Introduce una protagonista femenina inolvidable: Yoshiko, símbolo de la «nueva mujer japonesa».
Novela clave en la historia de la literatura japonesa moderna. Inspirada en hechos reales, narra la relación ambigua entre un escritor casado y su joven discípula. Lo que podría haber sido un escándalo sentimental se convierte, bajo la pluma introspectiva de Tayama Katai, en una poderosa reflexión sobre el deseo, la represión, la moral y la soledad en una sociedad que intenta modernizarse sin perder su alma.
La modernización que Japón llevó a cabo en el periodo conocido como Era Meiji (1868-1912) se llevó por delante valores morales, costumbres ancestrales, estructuras sociales, viejas lealtades y arraigadas creencias. El progreso fue el lema del país y la modernidad —occidentalización— significaba dejar atrás lo viejo —lo asiático, lo tradicional— y abrazar lo nuevo —lo occidental, lo desconocido—.
El precio fue alto: tensiones espirituales, crisis de identidad, contradicciones, angustias, desarraigos, aislamientos. La conciencia de haber perdido una parte del legado espiritual, de haber renunciado a valores éticos y sociales vagamente percibidos como superiores a los occidentales, de haber pagado, en suma, un precio exorbitante por tan acelerada modernización. En este ambiente de desilusión, de desconcierto y tal vez algo de vértigo, se escribe El futón, aparecida en 1907.
Todo ello se reflejó en la mejor literatura de la época: Sōseki, Ōgai, Tōson, Ichiyō, Kyōka, Hōmei y, también, Tayama Katai, un autor apenas conocido en lengua española que pertenece a esa misma generación del desasosiego, la generación que mejor retrató el Japón de las primeras décadas del siglo xx.
No se puede entender el espíritu del periodo Meiji, ni por tanto valorar su literatura, sin tener presente el peso de las ideas occidentales (y cristianas) durante ese tiempo: la persona como individuo y no como miembro de un grupo, la libertad personal, la búsqueda de la verdad, la dignidad del individuo sin importar sexo ni nacimiento, la igualdad, el culto al yo, la emancipación de las emociones, el amor romántico, el tratamiento de la naturaleza… El futón retrata como pocas la transformación espiritual y cultural del Japón de la Era Meiji.
El naturalismo japonés emerge en estas primeras décadas del siglo xx como respuesta a estos rápidos cambios sociales, políticos y culturales de la Era Meiji. Influido por el naturalismo europeo, en especial el francés, se caracterizó por la representación cruda de la vida cotidiana, el uso de experiencias autobiográficas y la exploración de la psicología humana.
A diferencia del naturalismo occidental, centrado a menudo en la crítica social y en las condiciones materiales, el naturalismo japonés se volcó hacia la introspección emocional y moral, pequeñas tragedias de la vida cotidiana en clave autobiográfica con un lenguaje intimista que no excluye episodios vergonzosos y pensamientos inconfesables. El futón es la crónica de dos historias yuxtapuestas: la de un ideal femenino inalcanzable y la de un deseo sexual reprimido. Dos fracasos que retratan admirablemente las contradicciones de la primera década del siglo xx en Japón. Existen, en efecto, pocos literatos que para novelar se hayan servido tan llamativamente —impúdicamente— de las circunstancias de su propia vida o de las vidas de sus seres más íntimos —madre, esposa, hermanos, amantes— como hizo el autor de El futón.
Tayama escribió obras de crítica literaria e históricas, pero, a pesar de su éxito, tuvo que trabajar de copista, traductor y editor para subsistir y, cuando en los años veinte la novela naturalista fue perdiendo adeptos, se vio obligado a escribir guías de viaje. Finalmente, falleció en 1930 a causa de un cáncer de garganta.
En el otro lado, estaba doblado y apilado el juego de cama que ella había usado: un futón verde claro con patrón de arabesco y un grueso edredón con el mismo estampado. Tokio los atrajo hacia sí. El olor del ungüento y del sudor de la joven ausente estremecieron su corazón. Apretó la cara contra el terciopelo del cuello del edredón, la parte que estaba más manchada, y aspiró hondo el aroma de la mujer que tanto añoraba. El deseo sexual, el dolor y la desesperación se apoderaron de él. Extendió el futón, se cubrió con el edredón y en el frío cuello aterciopelado enterró el rostro y lloró.
Capítulo 1 de El futón
I
Sumido en sus pensamientos, un hombre descendía por la suave pendiente de Kirishitanzaka, en el barrio tokiota de Koishikawa. Se dirigía al antiguo pozo de Gokurakusui. «Después de lo que ha ocurrido, lo nuestro ha terminado. ¡Me siento un estúpido! ¡Andar preocupado por todo esto con treinta y cinco años que tengo y tres hijos! Y sin embargo…, sin embargo…, ¿esto es real? ¿Así que todas las emociones que ella me mostraba no eran más que simple afecto, nada de amor?». Las cartas rebosantes de sentimientos que ella le había enviado le habían hecho pensar que el vínculo entre los dos era algo especial. Él estaba casado y tenía hijos. Era un hombre conocido y respetado en su círculo social, y sobre todo mantenía con ella una relación de maestro y alumna. Y todo eso apenas le había servido de freno para no verse arrastrado a la perdición. Aun así, había suficientes motivos para abrigar ilusiones respecto al futuro de ese amor: cuando ambos se encontraban frente a frente y conversaban, los latidos de sus corazones y la luz de sus miradas eran tan intensos que no podían ocultar la tormenta que se desencadenaba en su interior. Le parecía que, de presentarse la oportunidad, esa tormenta acabaría desatándose y arrasando todo lo que hasta ese momento había constituido su vida: su esposa, sus hijos, su reputación y su sentido de la moral. Ya nada le importaría cuando se consumase esa destrucción. Y él se creía capaz de arrostrar las consecuencias. No obstante, algo más trascendental lo contuvo: lo que había sucedido en los últimos tres días había arrojado la luz de la falsedad sobre los sentimientos de su alumna. En ese lapso de tiempo, él no había dejado de pensar que ella lo había engañado.
Pero era un hombre de letras, por lo que aún conservaba algo de sangre fría para analizar de forma objetiva su propio estado psicológico. «La mente de las jóvenes no se puede descifrar fácilmente. Quizás su afecto y su alegría son consustanciales a la naturaleza femenina. Quizás tanto su mirada, que se reflejaba hermosa a mis ojos, como su actitud, que me parecía amable, eran actos absolutamente inconscientes y espontáneos, como una flor que consuela a quien la contempla. Y, aunque de verdad estuviera enamorada de mí, ni ella ni yo podríamos hacer nada por estar juntos, pues somos maestro y alumna; además, yo soy un hombre casado con hijos y ella una joven bella como una flor. Y, sin embargo, fue ella la que me envió aquella ferviente carta en la que me hablaba de sus sentimientos encontrados, como impulsada por las fuerzas de la naturaleza, apelando a la angustia que le causaba el conflicto entre lo correcto y lo incorrecto.
¿Cómo pudo llegar a manifestar con tanta clarividencia esta agitación de su espíritu tratándose de una simple mujer? Y fui yo quien no fue capaz de interpretar el enigma de su corazón. Tal vez por eso se sintiera decepcionada conmigo y obrara como finalmente hizo».
—Sea como fuere, ahora es demasiado tarde. ¡Ella ya es de otro! —gritó desesperado, muerto de celos, y empezó a mesarse el pelo mientras seguía caminando. Llevaba un traje occidental de sarga a rayas, un sombrero de paja y un bastón de madera de glicinia en la mano. Descendía la cuesta con pasos pesados. A mediados de septiembre el calor persistente del verano aún resultaba insoportable, pero el cielo de un profundo color azul presagiaba la inminencia del fresco otoño, moviendo al corazón humano a la melancolía.
Como todos los días, pasó por delante de la pescadería, la tienda de licores, la de menaje, la puerta del templo, y dio la vuelta en la esquina de los grandes almacenes, en cuya parte trasera se alineaban las humildes viviendas. Desde allí se encaminó hacia las altas chimeneas que expulsaban un humo negro en el barrio industrial de Hirakata.
Entre las numerosas fábricas y edificios de oficinas, se encontraba uno que albergaba una sala de estilo occidental en la segunda planta, adonde él acudía a trabajar a diario al mediodía. El amplio espacio de unos diez tatamis(1) de superficie estaba equipado con una gran mesa en el centro y una estantería alta de estilo occidental llena de todo tipo de libros de geografía. ¡Una editorial había ido a encomendar una obra divulgativa sobre ciencia de la Tierra precisamente a un literato! Aunque se ganaba la vida con trabajos de este tipo fingiendo que le interesaban, no hace falta decir que bajo ningún concepto estaba dispuesto a conformarse con ese empleo para siempre. Cada vez se iba quedando más rezagado en la carrera literaria. Solo había redactado algunos fragmentos de su primer manuscrito de importancia, pero aún no había tenido la oportunidad de dar lo mejor de sí mismo. Cada mes le llovían duras críticas por sus trabajos menores por parte de una revista mensual de jóvenes intelectuales. No podía evitar angustiarse por todo esto, aunque era muy consciente de a qué debería aspirar en un futuro. Una nueva época estaba en marcha y la sociedad no cesaba en su carrera hacia el progreso. Los tranvías habían transformado por completo el tránsito en la ciudad de Tokio. Las jóvenes estudiantes se estaban alzando como una nueva fuerza social(2), y las muchachas de antaño de las que él se había enamorado en su juventud habían dejado de existir. Los jóvenes varones modernos, por su parte, tenían sus propias ideas sobre el amor, la literatura y la política, tan diferentes a las suyas que le parecían del todo incompatibles con los valores que él había considerado eternos. Sin embargo, él cada mañana continuaba recorriendo el mismo camino como una máquina, cruzando el mismo gran portón de la finca y atravesando el angosto pasillo, donde se oía el ruidoso movimiento de la rotativa y se olía el sudor apestoso de los obreros. Saludaba a sus compañeros de trabajo con una leve reverencia y subía la larga y estrecha escalera que lo conducía a su oficina, cuyo interior, orientado al este y al sur, estaba a merced del inclemente sol de la tarde y del calor sofocante. Por si fuera poco, los mozos descuidaban la limpieza, de modo que la superficie de la mesa estaba cubierta por una ligera capa de polvo arenoso. Un día más, se sentó en su silla y fumó un cigarrillo como de costumbre. Luego se levantó para sacar de la estantería un grueso volumen de estadística, un mapa, una guía informativa y un libro de geografía, y finalmente reanudó en silencio su labor. Pero su rutina se había alterado en los últimos tres días. Su mente estaba tan agitada que no le permitía cumplir con sus obligaciones. A cada línea que escribía se detenía a cavilar. Y todos los pensamientos que le venían a la cabeza eran fragmentados, furiosos y precipitados, en su mayoría compuestos por moléculas de desesperación. Sin saber por qué, comenzó a asociar ideas y recordó Almas solitarias, de Hauptmann(3).
Antes de que el último acontecimiento sucediera, había tenido la intención de impartirle a su alumna una lección sobre esta obra. Había querido mostrarle la aflicción y los sentimientos particulares de Johannes Vockerat. Él había leído esa novela hacía tres años, cuando no había ni soñado con la existencia de esa bella muchacha. Y, por aquel entonces, ya era un hombre solitario. Aunque no se atrevía a compararse con Johannes, si acaso hubiera conocido a una mujer semejante a Anna, sin dudarlo se habría dejado llevar por la pasión de igual modo, incluso a sabiendas de que lo conduciría a un final trágico. Ahora, al reconocer su propia situación, lamentó profundamente no poder ser ni siquiera como Johannes. No había llegado a enseñarle Almas solitarias a su alumna, pero sí el relato corto de Fausto. Relato en nueve cartas, de Turguénev(4). Se encontraban a solas los dos en el estrecho estudio de cuatro tatamis y medio(5), bien iluminado por una lámpara de estilo occidental. Los ojos expresivos de la joven brillaban expectantes, tal vez encendidos por su corazón henchido de anhelo en pos de una intensa historia de amor. Los rayos de la luz de la lámpara le iluminaban la parte superior del cuerpo, permitiéndole al maestro observar con nitidez su moderno peinado hisashigami(6) y la peineta y el lazo que lo adornaban. Y, cuando ella acercó su rostro al libro que compartían, su exquisito perfume y el aroma de su cuerpo de mujer le arrebataron el sentido. Su voz varonil tembló al explicar el capítulo en que el protagonista leía en voz alta a su amada su relato favorito, el Fausto, de Goethe.
—¡Pero se acabó! —gritó él y se mesó el cabello de nuevo.
- Estera gruesa de paja revestida con un tejido de juncos que cubre el suelo de la vivienda tradicional Un tatami mide unos 1,6 m2 (0,9 × 1,8 m) y suele utilizarse como medida de superficie: aquí corresponde a unos 16 m2.
- Esta obra fue publicada en septiembre de 1907, cuarenta años después de la rápida occidentalización de Japón que condujo a importantes cambios en las instituciones, las costumbres y el sistema educativo del país a partir de la Era Meiji (1868-1912).
- Gerhart Hauptmann (1862-1946), dramaturgo, novelista y poeta de origen alemán que inauguró la corriente del naturalismo en lengua Fue ganador del Premio Nobel de Literatura en 1912.
- Iván Serguéievich Turguénev (1818-1883) escritor, novelista y dramaturgo ruso, considerado el más occidental de los narradores realistas rusos del siglo XIX.
- Unos 7 m2.
- De estilo pompadour pero menos voluminoso y que estaba de moda.