Jorge Velasco Mackenzie: «Creo que el hecho de la inmediatez, de leer sólo lo que nos gusta, lastima»

Escribe | Roberto Bayot Cevallos


El escritor ecuatoriano que acaba de cumplir 70 años en enero, recuerda varios hitos de su obra, mayormente situada en la ciudad que nació y en la que, salvo breves períodos, siempre ha vivido.  Tiene listo un nuevo libro de relatos y al menos una novela, que se sumarán a su prolífica producción narrativa. 
Jorge Velasco Mackenzie

El escritor delante de la Columna de los próceres en el Parque Centenario de Guayaquil, punto de encuentro y de tránsito de miles de personas cada día. Fotografía de Eduardo Bayot Cevallos.

Una alfombra acebrada se desliza encima de Guayaquil, mientras su rumor apenas se percibe en una lucha de aceleraciones que agitan el aterrizaje de unas briznas. Arriba, la descomunal mancha mitiga el sol en retirada, que cada tanto se le cuela provocando un fenómeno doméstico tan efímero como contundente: mientras una esquina yace empapada, la contigua está seca. Puede ser que, en efecto, toda esa contención de materia se traduzca en una tempestad que confabulada con el río y sus ramificaciones anegue lo que encuentre a su paso. Peor aún, que esa cadena de nubes ha llegado para instalarse por el resto de los días y oscurecerlo todo en cuestión de minutos. Esos son algunos de los probables desenlaces para esta tarde de mediados de febrero, cuando, coincidentemente, Jorge Velasco Mackenzie (1949) camina por el Parque Centenario, y, a la par, el mundo de imágenes en su novela Río de sombras (2003), sobre el destino de esta ciudad, rodeada por agua, sugiere una sutil coincidencia con la realidad.

En el parque más grande del centro se reúnen tantos oficios demandados, como necesidades cubiertas por la supervivencia urbana. De repente, a la par del escritor y el resto de transeúntes, como si brotasen de entre las espesas copas de almendros, samanes, ceibos y acacias, irrumpen una serie de siluetas, a las que al poco rato se empieza a identificar por sus implementos, sus gestos o su voceo: tinterillos, masajistas, lustrabotas, pastores evangélicos, comediantes, trabajadoras sexuales, fotógrafos, malabaristas, vendedores de agua, lagarteros son algunos de los asiduos a este lugar, dependiendo de la hora y el sector. Un microscópico muestrario del lado B de la ciudad portuaria, que colinda con el aséptico enclave comercial y turístico. Y ahí también está Afrodita, orgullosamente desnuda trasladando la cosecha y una hoz hace casi un siglo, mientras que Hermes, Poseidón y Gea completan la estatuaria de deidades griegas que, en consonancia con la Columna de los próceres, transcriben una añeja grandilocuencia. De alguna forma, este parque y sus alrededores simbolizan tanto para la historia de la ciudad como para la obra narrativa de Velasco Mackenzie, siendo escenario frecuente de sus ficciones por más de cuatro décadas, con personajes a los que, a veces, les gusta imaginarla distinta cuando deambulan por sus calles, que juguetean cambiándole el clima, el paisaje y hasta la ubicación de los monumentos.

Aquí sus personajes han soñado ser otros, han conocido la amistad y sus quiebres, han sufrido las peores alucinaciones, han encontrado el amor y el placer, han visto caerse el mundo y volver a erigirse. Y hasta han pergeñado futuros posibles, como el narrador del cuento «La mejor edad para morir» (firmado en 1999, pero publicado en 2006), quien fantasea suspicazmente, desde su residencia en Nueva York, cómo sería una red subterránea de metro en este punto del mundo donde es técnicamente imposible. Pronto, la ensoñación de aquel personaje, se materializará en modo futurista: en un año funcionará una red de transporte aerosuspendido a pocos pasos. Y es que, a lo largo de su trayectoria hasta sus narraciones situadas en las Islas Galápagos, la Amazonia, Quito, Nueva York, Madrid, Roma, París o Barcelona no dejan de evocar su ciudad natal, así sea por una sensación, por un mínimo atisbo de melancolía a la que remiten.

En 1977 fue uno de los fundadores del colectivo Sicoseo, una agrupación de poetas y narradores que quería devolverle a la literatura el habla local y las temáticas populares renovando lo hecho por el Grupo Guayaquil y alejándose de la vanguardia Tzántzica de décadas atrás, etapa ficcionada en torno a la bohemia del antiguo café Montreal en Tatuaje de náufragos (2008). Gracias a una beca y sin la censura franquista, fue testigo del destape español en el Madrid de finales de los setenta: «Esa Gran vía era terrible», reconoce. Producto de esa estancia volvió a Latinoamérica con El rincón de los justos (1983) bajo el brazo, el libro con el que más se lo identifica. Durante 33 años fue docente de literatura en la Universidad de Babahoyo, a dos horas de Guayaquil, a la que viajaba casi a diario para no dejar del todo su ciudad. Paralelamente dirigió talleres de narrativa en organismos culturales y librerías. Fue curador del Museo Antropológico de Arte Contemporáneo (MAAC), jurado en numerosos certámenes de Artes plásticas y colaborador frecuente en diarios y revistas.

Hace una década anunció varias veces que dejaría de escribir sobre el puerto ecuatoriano, lo que no ha podido cumplir. Apenas jubilado, decidió irse a vivir a una casa en la playa y volvió a los pocos meses. Por esa época fue internado en una clínica de rehabilitación por una adicción al alcohol mantenida por años, experiencia de la que surgió La casa del fabulante (2014), una novela autobiográfica en la que confronta los fantasmas del confinamiento que debió soportar. De un tiempo a esta parte, han fallecido varios de los escritores con los que compartió generación o amistad, en distintas épocas, como Fernando Artieda, Carlos Calderón Chico, Miguel Donoso Pareja o Fernando Nieto Cadena. Hace pocas semanas, asegura, acaba de volver de Francia, un viaje que venía posponiendo, por sus vicisitudes personales, desde su jubilación. En tanto, mientras el escritor rememora una anécdota junto a la Columna de los próceres, una trizadura titila delante de lo que ya es una sombra espesa que apenas se sostiene sobre el centro, lo que apresura la sesión fotográfica. Minutos antes mantuvimos una entrevista con él, dándonos noticias sobre lo que mejor hace: escribir.

Tengo entendido que hasta los 18 años fue beisbolista, después inició sus estudios de pintura en la Escuela de Bellas Artes. ¿De qué forma se produce su llegada a literatura?
Es curioso, ¿no? Después de hacer esa búsqueda cuando me dedicaba a practicar béisbol, también lo consideraba como una búsqueda. Y luego mi paso por la pintura, que creo fue decisivo porque gracias a las artes visuales logré situarme como autor, ubiqué mis prácticas significantes en la literatura, es como ha sucedido hasta ahora que han pasado cerca de 40 años y muchos libros. En algunas entrevistas me han preguntado cómo he podido escribir tanto y yo les digo: «Me admiro porque en un país que no presta facilidades, que haya un escritor que de manera muy terca y obsesiva publique 24 libros, es bastante, casi desafiante». Entonces, tengo un par de libros inéditos, serían 26 libros. Mi vocación considero que ha sido inquebrantable. En circunstancias buenas y malas, todo lo que es el universo de un escritor: las angustias, las felicidades y los sinsabores que viven los escritores cuando son auténticos. Ese sería el paso desde la pintura que me entregó cierta capacidad para dibujar, para diseñar, para adentrarme en espacios que a veces son inventados, a veces soñados, a veces vividos.  De todo, sobre eso no tengo distingo, a mí me importa que eso no lo haya leído, que lo haya inventado, que sea parte de una pesadilla. A mí me produce lo que me gusta y lo que me interesa y creo que mi obligación es el texto escrito, el tejido, lo que queda de esa experiencia soñada o inventada, todo lo que demanda la creación de un libro.

¿Podría mencionar de manera general cuáles han sido esas vicisitudes que ha tenido a lo largo de su trayectoria como escritor?
En primer lugar la falta de apoyo. Pese a que alguien me dijo que yo diga eso es un poco mezquino, porque he sido un escritor que he tenido beneficios. Pude viajar a Europa muy joven con una espléndida beca, que me permitió recorrerla en los ochenta y ver cosas que ahora para cualquier otro escritor sería dificultoso, sobre todo por lo que demandaría económicamente.

Los libros del autor

Libros de Jorge Velasco Mackenzie

Algunas de las últimas ediciones de libros del autor ecuatoriano.

Velasco Mackenzie ha escrito las novelas El rincón de los justos (1983), Tambores para una canción perdida (1986), El ladrón de levita (1990), En nombre de un amor imaginario (1996), Río de sombras (2003), Tatuaje de náufragos (2009), Hallado en la gruta (2012), La casa del fabulante (2014); los volúmenes de cuento De vuelta al paraíso (1975), Como gato en tempestad (1977), Raymundo y la creación del mundo (1979), Músicos y amaneceres (1986), Palabra del maromero (1986), Clown y otros cuentos (1988), Desde una oscura vigilia (1992), No tanto como todos los cuentos (2004), La mejor edad para morir (2006) y forma parte de numerosas antologías del género en Ecuador; en poesía Colectivo (1981) y Algunos tambores que suenan así (1981); de ensayo Lecturas tatuadas (2009) y las obras de teatro En esta casa de enfermos (1983) y Tatuaje para el alma (inédita), entre otros.

 

Usted empezó con estudios de pintura, la que está muy presente en sus libros con menciones al arte universal, con algunos personajes que son pintores. ¿Cómo se produjo este cruce de formatos en su juventud?
En las prácticas significantes de la escritura mis mejores amigos no eran escritores, eran básicamente pintores. Hay un cuento que quiero mucho y que transcurre en Barcelona (Gótico), el cual es un homenaje a un amigo pintor Juan Villafuerte, fallecido allá por un cáncer muy cruel, en esa época vivía en España y estuve cerca de su enfermedad. Siempre ha habido interés por dibujar, incluso en mis novelas hay un dibujo insistente, que la gente llama descripciones. A Cortázar no le gustaban las descripciones, él decía que los conflictos son interiores, no exteriores. He tenido la vocación y la insistencia de poder dibujar mi ciudad, las calles y sus personajes, porque el dibujo no es solamente lineal es verbal, que es lo que he intentado hasta ahora.

Jorge Velasco Mackenzie

El escritor muestra una de las estatuas, al interior del Parque Centenario, sobre las que escribió en uno de sus libros situados en Guayaquil. Fotografía de Eduardo Bayot Cevallos.

Ahora estamos realizando esta entrevista frente al parque Centenario, donde transcurre totalmente mi última novela Así escribe el silencio (inédita), nunca sale de ahí, todas las acciones, los personajes, todo transcurre ahí. Es como que los personajes están encerrados, claro porque este parque era un parque abierto, a mí no me gustan los parques cerrados, enrejado. Cuando lo enrejaron me sentí muy triste, yo lo frecuentaba y todavía lo frecuento, porque todos los días paso un ratito por ahí y digo: «los parques más hermosos que he conocido en el mundo son parques abiertos e inmensos, como el Central Park u otros más pequeños. No tienen ese horrible enrejado que tiene mi parque, nuestro parque Centenario, el más emblemático de Guayaquil». Esta novela me demandó más nostalgia de la que ya tengo, porque dentro de pocos años el parque ya no será Centenario sino Bicentenario, hasta suena feo, como que no encaja. Quiero que ese libro aparezca antes que sea Bicentenario.

Me gustaba ir a Barcelona, no se olvide que soy costeño, entonces vivía en Madrid porque tenía que cumplir mi beca ahí, pero es como que viviera en Quito y viajara a Playas. Entre Madrid y Barcelona, por lo menos la segunda tiene puerto y eso es bastante.

«La sombra crece y yo estoy corriendo alrededor del parque; parece que estuviera montado en un carrusel que devuelve escenas de mi vida: allí estoy, todavía niño, caído y con una rodilla sangrante; acá, discutiendo a gritos con mi mujer; más allá, nadando en el mar, después llorando frente a un catafalco. Me detengo cuando escucho una canción y busco de dónde viene la voz: cerca de la estatua de un prócer; una mujer tocada con un bonete, canta para nadie. Oyéndola vuelvo a pensar en la ciudad, en los días calurosos del invierno, la gente atropellándose en las aceras; la ciudad, como un inmenso corazón que palpita en un pecho abierto, con ríos como arterias gigantes que desembocan en una sola, ancha y sangrante. La mujer cesa de cantar cuando me detengo frente a ella y aplaudo, después desaparece, como si hubiera sido atrapada por aquella manta que avanza en el cielo».

Fragmento del cuento «Desde una oscura vigilia» (1977).

¿En qué época se produjo esa beca y cuánto tiempo estuvo viviendo en Europa?
Dos años, entre 1979 y 1981, en Madrid. Estaba dedicado a escribir El rincón de los justos. La beca era la del Círculo de lectores, era una editorial muy poderosa. No sé si todavía existe. Tenían mucho dinero, no era el único becado latinoamericano, también la obtuvo el peruano Alfredo Bryce Echenique y creo que el chileno Antonio Skármeta. Esa gente tenía mucho dinero y lo invertía editando y auspiciando escritura. Lo más curioso es que no llegaron a publicar el libro, una vez que terminé la novela me fui a México y ahí se publicó la primera edición de El rincón de los justos con la editorial Joaquín Mortiz. A mí me ayudó mucho Miguel Donoso Pareja, quien vivía allá, él propuso el libro para la editorial, se interesaron y lo publicaron. Imagínese, publicar a un escritor desconocido en México y en Latinoamérica. Luego aquí se han hecho 10 ediciones de ese libro y la gente que sabe calcula que han vendido al menos 100 mil ejemplares, desde que apareció en 1983. Hubo hasta algunas ediciones piratas. Apareció en México, en Editorial El Conejo, en la colección Antares de Editorial Libresa y en las ediciones del Municipio de Guayaquil con grandes tirajes.

Durante la década del setenta usted publicó los libros de cuentos De vuelta al paraíso (1975), Como gato en tempestad (1977) y Raymundo y la creación del mundo (1979). Hasta hoy sigue escribiendo y publicando cuentos. ¿Qué le atrae de ese género que lo ha practicado durante toda su carrera?
Y lo sigo practicando. Me interesa mucho el cuento por la brevedad, porque para mí es el género de géneros. En el cuento uno no se puede equivocar. Lo que dice Borges es verdad: El cuento es el vuelo de una flecha que está destinada a dar en el blanco, si no da en el blanco se jodió. El otro día leía un libro aparentemente apócrifo de Borges y decía que el soneto es la forma literaria más cercana al cuento, porque en el soneto uno no se puede equivocar y en el cuento tampoco. Me quedé sorprendido. En el soneto un verso cojo o una línea daña todo el ritmo y en el cuento un personaje mal diseñado o un bloque de sentido no tan sugestivo también daña el sentido del cuento, lo convierte en un fracaso. Hay cuentos malísimos y hay otros magníficos de una línea, como en Las mil y una noches, ahí están los cuentos más breves y exactos. Ahí hay un cuento donde habla la espada del verdugo, no habla la víctima ni habla el verdugo, habla la espada que va a ser utilizada para cortar esa cabeza.

Tengo un nuevo libro de cuentos en que tres o cuatro transcurren en Nueva York. Se llama Centauro negro y otros intentos de fuga, transcurre dos días después del atentado de las torres gemelas, a mí me tocó ir dos días después y vi la zona cero, el hueco que dejó el derrumbe de las torres, eso era realmente impresionante. Rememoré eso por un caballo que era montado por un policía y vi al policía que era negro y estaba sobre un caballo herido. En ese libro hay un cuento que es narrado por un puente pequeño, sobre una laguna en un parque. Se llama «El puente» precisamente.

«Me fui saltando las escaleras de El Palacio, tantas escaleras bajé que fui a dar directo a la boca del metro, donde seguí descendiendo; yo era un pasajero más dentro de ese gusano ruidoso que diariamente se comía la pulpa de la Gran Manzana. Mientras viajaba sin rumbo agarrado de las grasientas manijas de cuero, iba imaginando un metro en Guayaquil, los trenes sucios de lodo, anegados por el agua del río, la parada central bajo el parque Centenario, con bocas de salida en el Palacio de Justicia y en la Casa de la Cultura, desde allí partían otras correspondencias hacia La Planchada, abajo del cerro, o a la Universidad, cerca del Estero Salado, donde se sumergía en esas aguas contaminadas para cruzar a la estación del manglar, al sur de la ciudad, en el Guasmo centro, o, un poco hacia el oeste rumbo al barrio de los negritos y tírate al agua. Para el este inventé una ruta sobre el puente que llegaba a la isla Santay. Sonreí sacudiéndome en ese sueño despierto hasta que llegué a la parada final en la Gran Central (…)».

Fragmento del cuento «La mejor edad para morir» (2006).

¿También hay relatos situados en Guayaquil?
Sí, algunos. Hay uno que transcurre en la calle Salinas, con reminiscencias bíblicas. Creo que quedó bien ese libro. Ahora tengo  una novela (inédita) que la quiero mucho, que para mi significó un desafío: la escribí en un centro de recuperación en 45 días. Yo tardo mucho en escribir una novela, pero esa la escribí en exactamente 45 días que estuve en ese lugar. Y la terminé con argumento, espacio, personajes, todo. Entonces ahora me está tomando más tiempo las correcciones, buscando efectos de piel, resonancias, más bien la cocina del escritor que demanda más tiempo que la misma redacción. La novela se llama El hijo del volcán. Alguien me dijo que hay una novela de Susan Sontag que se llama El amante del volcán, tengo que buscarlo, del hijo al amante hay una gran diferencia.

El año pasado se cumplieron 35 años de la primera edición de El rincón de los justos (1983), el libro con el que más se lo identifica pese a que posee una amplia obra posterior. ¿A qué atribuye esto?
Sí, es la novela que más me dio a conocer. No hay que olvidar que fue mi primera novela. Nació marcada por la marginalidad, por lo que los sociólogos llaman y no me gusta mucho eso «el otro orden» o esto que horrorosamente se llama «Ejército industrial de reserva». Una vez me invitaron a una charla con unos estudiantes de sociología en la Universidad de Guayaquil y me hablaban ellos: «¿Y esos personajes que provienen del Ejército industrial de reserva de dónde los sacó?». Y yo les digo: «¿De dónde sacaste eso de Ejército industrial de reserva?». Y me dicen: «Es que así se denominan sociológicamente todas las clases marginales».  Entonces, el hecho que la ciudad estaba creciendo y tenía una vena abierta, que es la calle Colón, que no ha cambiado para nada, sigue siendo peligrosa, siguen existiendo las mismas pensiones y moteles. La realidad está ahí, solamente hay que tocarla.

«El mirón de la Leopa se sacudió espantado, dejó un retazo de tela en manos del trapeador y emprendió la fuga. Los que lo vieron correr pensaron que llevaba un cuerno del diablo metido en el cuerpo, porque no paró hasta llegar a la Plaza Victoria, hundió la cabeza en la pila de los leones donde el júbilo y la vergüenza se mezclaron con el agua que salía de las fauces de bronce, del cántaro oxidado de la Venus desnuda que, día tras día, daba de beber a los sedientos mientras las Damas Tetonas de la Caridad la escupían por inmoral, le lanzaban piedras que ella esquivaba sin moverse»

Fragmento de la novela El rincón de los justos (1983)

El rincón de los justos de Jorge Velasco Mackenzie

Primera edición ecuatoriana de El rincón de los justos (1983) de Jorge Velasco Mackenzie.

 ¿De dónde surgen los personajes y la historia de El rincón de los justos?
Son producto de la observación, a veces son sumas, son personajes que me interesan físicamente y soy como el doctor Frankenstein: le quito a uno y le pongo a otro. En la novela que acabo de terminar sobre el parque Centenario, Así escribe el silencio, hay una pareja que no se sabe si son novios, amantes, esposos, él es un hombre alto de rostro adusto y barba incipiente y chaleco, ella es una mujer flaquita y él siempre la llevaba con el brazo puesto sobre su hombro, como de una ave. Yo los veía siempre por el parque y ella vestida con un abrigo negro y viejo con 42 grados de calor, los metí en la novela. Nunca me acerqué ni siquiera a hablar con ellos, hubiera sido bueno. Simplemente los vi pasar muchas veces.

Theophile Gautier, en su biografía sobre Balzac, cuenta que él acostumbraba mimetizarse en el mundo de sus personajes para conocerlos, escuchar cómo hablan y aprender de sus ademanes, disfrazándose muchas veces para interactuar con ellos. ¿Usted experimentó algo parecido con alguno de sus libros?
Tanto como interactuar con ellos, no. Pero sí perseguirlos, acercarme, un poco robarles sus historias, escucharlos hablar y por último término inventándoles historias, si no la he visto se las invento. A mí no me preocupa eso.

¿Nunca le ha pasado que escuchando la conversación de alguien, caminando o parado en un lugar mientras observa, alguien lo ha identificado, lo reconoce como escritor?
Sí, cuando empecé a ser conocido. Todo el mundo me saludaba, mucha gente quería ser mi amiga o por lo menos decirle a las personas que andaba con él o con ella, porque eran mis amigos. Recuerdo que una vez un amigo mío, y este sí era amigo mío, era un hombre muy rico, acomodado y de poder económico. Entonces, yo cruzaba una calle en pleno centro de Guayaquil y él iba en un carrazo con la esposa y me llamó y yo digo: «¿Y este quién es?». También me han dado el asiento en los buses o en la cola de los bancos la señorita de la ventanilla me manda a decir con el guardia que era una ex alumna mía. Cosas sencillas.

Usted aparte de escribir tuvo una vida de 33 años en la docencia como profesor universitario. La preparación diaria de clases, ¿cómo modificó su narrativa?
Debería responder que me quitó tiempo, pero eso es una mentira. Trataba de acostarme bien temprano para levantarme de madrugada y a esa hora me dedicaba a escribir. Mi universidad quedaba fuera de Guayaquil, era en Babahoyo, tenía que viajar tres veces a la semana y llevaba un lapicito con una libretita, entonces mientras el bus nos llevaba a los profesores iba garabateando mis cositas, después cuando bajaba tenía que reescribirlas rápido porque con el sacudir del bus a veces no entendía. Unos trucos que uno se inventa. A mí me gusta mucho escribir en la calle, no necesito el cuarto forrado de corcho, puedo escribir en un salón como puedo escribir en un hospital. De hecho, tuve un accidente automotriz bien grave regresando de la universidad y escribí un capítulo de una novela, como no me querían dar papel porque decían que tenía que guardar reposo. «¡Qué pendejada!», dije y escribí en el forro del suero una vez que se agotó con una pluma que me prestaron. Creo que a alguien se lo regalé, pero ahí escribí, en ese suero.

Jorge Velasco Mackenzie

El escritor durante una de las caminatas que realiza a diario por el centro de Guayaquil. Al fondo se observa el Boulevard 9 de Octubre. Fotografía de Eduardo Bayot Cevallos.

«Descendió en el boulevard, la avenida que conmemoraba el día de la Independencia, y vio el obelisco del parque Centenario. Siempre le extrañó saber por qué los diarios convertían a la ciudad en un cuerpo humano: arteria principal, corazón de la ciudad, vías de acceso al nervio central, canales de desangre al río, imaginaba que hasta sería posible practicar una autopsia cuando la ciudad se muriera del todo»

Fragmento de la novela Tatuaje de náufragos (2008)

Usted ha explicado varias veces qué significa el nombre del barrio Matavilela (de El rincón de los justos), alegoría del sector colindante al Parque La Victoria. ¿Podría ahondar una vez más en su significado?
Esa fue una frase que la oí en la calle. La oí de boca de uno de los integrantes del «Ejército industrial de reserva». Estaba en una esquina de la calle Colón, con el pintor Hernán Zuñiga, porque él quería hacer unos apuntes para un ciclo pictórico que se llamó «Barroco guayaco». Él quería ver personajes marginales: ladrones, prostitutas e interactuar como lo hizo Balzac, no sé si directamente. Entonces, ahí escuché la frase: «Es que uno viene acá a matar la vida». De ahí viene Ma-ta-vi-le-la. Matar la vida. No lo sabía y lo aprendí ahí. Hernán Zuñiga fue un poco el culpable de que me metiera en la literatura y abandonara las artes visuales.

(Continúa después del recuadro) 

Matavilela más allá de El rincón de los justos

Fotograma de vídeo «El Fuvio Reyes»

Fotograma extraído del vídeo musical «El Fuvio Reyes» del cantante Juanze en 2015. El personaje principal de El rincón de los justos fue interpretado por el actor Alejandro Fajardo. Ver el vídeo en este enlace y el extended play completo aquí.

Matavilela, el nombre con el que Velasco Mackenzie bautizó en la ficción el barrio guayaquileño de la novela, años después inspiró un Extended play (finalizado en 2017) llamado de la misma manera, del cantautor Juanze, quien se basó en los personajes y el escenario del texto literario para componer cada una de las canciones, donde se fusionan diversos géneros como la salsa, el jazz, el ska, el bolero y el rock alternativo.

El Matavilela de la realidad está comprendido entre las calles Pedro Pablo Gómez, Colón, el Parque La Victoria, Pedro Moncayo y avenida Quito. La novela transcurre durante los días posteriores a la muerte del cantante Julio Jaramillo, un acontecimiento que impactó en adelante en la cultura popular y en la literatura del país. El barrio, situado en la periferia del centro de la ciudad, funciona como alegoría de muchos otros sectores marginales que en aquella época recién estaban siendo poblados, un microcosmos en que confluyen arquetipos locales dominados por sus pasiones como Fuvio Reyes, Leopoldina, Chacón, el Sebas, las dos Martillo, Mañalarga, Marcial y Raymundo. La vida de todos ellos se desarrolla en medio de conflictos sociales, tales como el comercio sexual, el machismo, el contrabando, el trapicheo y el alcoholismo, tanto en sus esquinas como en el bar que titula el libro.

Velasco Mackenzie cuenta que «cuando apareció la novela quisieron hacer una película con guión del escritor brasileño Adonias Filho, a quien le gustó mucho el libro». Sin embargo, desavenencias económicas entre la editorial y los productores interesados por los derechos sobre la obra frenaron el proyecto. Actualmente, el escritor se encuentra trabajando en una adaptación de El rincón de los justos, con la cual espera hallar un grupo teatral con que montarla, así como otras obras dramáticas de su autoría.

Además, dentro de la carrera de literatura de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, se creó una revista literaria con el mismo nombre Matavilela. Hasta ahora El rincón de los justos ha alcanzado 10 ediciones en Ecuador y una en México, constituyéndose en la obra con la que más se identifica al escritor.

 

En su narrativa hay una tendencia a registrar los sueños de sus personajes y que evidentemente eso marca sus acciones en su mundo exterior. ¿Cómo operan para usted los sueños como creador de estas historias?
Los sueños son recurrentes. Hasta los que dicen: «ningún sueño es verdadero». ¿Y quién dice que a los sueños les interesa ser verdaderos? Cuando alguien sueña lo que quiere es que ese sueño no se le vaya. A veces puedo soñar hasta en colores, pero tengo que tener un papelito en mi veladora, porque si no, no lo anoto, algo, una frase, al otro día no recuerdo nada. Entonces hago un apunte visual, generalmente es visual y luego ya deja de ser sueño y empieza a ser parte de un universo más complicado, sobre todo en la novela. Para mí sigue siendo el momento más alto en la lírica, para mí las grandes novelas son novelas líricas. Una novela que no tenga poesía… ¡Por favor! ¡Déjela por allá! Los grandes autores, hasta el mismo Rulfo, que aparentemente es hosco, lleno de fantasmas y todas esas cosas, sin embargo, el lirismo y el lenguaje de Rulfo. ¡Por favor!

¿A qué novelas líricas se refiere?
Crípticamente lírica Paradiso de Lezama Lima, Terra Nostra de Carlos Fuentes. Otra, Rayuela de Julio Cortázar tiene grandes pasajes. Y de los nuevos autores que la gente es muy poco dada a leer. ¡Nuevos-viejos autores! Son autores viejos que acá no los conocen. A alguien con aires de eurocentrismo le dije una vez: «¿Conoces a Sándor Márai?». Y me dice: «¿Sándor Márai?». ¡Es una maravilla! ¡Y no lo conocía! Yo creo que el hecho de la inmediatez, de leer solamente lo que nos gusta, lastima. Ha lastimado mucho la expresión literaria, por lo menos en mi país y mi ciudad. Hay que leer también lo que no nos gusta. ¿A quién le gusta mandarse cien páginas de Los sonámbulos de Hermann Broch? Es duro. Al comienzo es pesadísima, se te cae. Pero una vez que ya arranca se te pega. Claro, Márai es otra cosa, desde la primera línea lo coge y baila chachachá. Leemos solamente lo que nos gusta y hay que leer también lo que no nos gusta. Es precisamente lo que no nos gusta lo que más apremia. ¿Sabe por qué? Para no hacer lo mismo.

Hace un momento usted contaba la anécdota de que una vez hospitalizado tuvo que escribir en un suero. Otra tendencia constante en sus personajes, pese a que no son escritores, es que registran sus angustias a través de la escritura, en un nivel de necesidad existencial, no como vocación sino de personas que no han logrado expresarlo eficazmente. ¿Es una necesidad que lo representa como autor?
No necesariamente como una necesidad sino como una especie de destino. Siempre me ha tocado asistir o acercarme a realidades conflictivas. Creo que Vargas Llosa tiene razón cuando dice que los escritores escogemos realidades conflictivas porque las que no demandan ningún conflicto, no demandan de escritura, no necesitan de una escritura. Aunque he escuchado a nuevos escritores que dicen ostentosamente: «Escribo porque soy testigo de mi tiempo». ¿Quién les ha dicho eso? ¿Quién los ha nombrado testigos de su tiempo? Eso me parece una pedantería. Un dislate terrible que es común entre los escritores actuales. Sí a mí me hicieran la misma pregunta dijera una respuesta que la voy a explicar bien para que no quede como pedante que, escribo porque es la única realidad donde sé que no puedo ser reemplazado. No es que me crea único, pero para esos libros, para esas palabras imperfectas y todo, soy necesario, creo que es más honesto que decir que escribo para testimoniar los conflictos del mundo. ¿Quién les ha dicho eso? Nadie los ha nombrado de esa manera, creo que más honesto sería lo segundo.

Eso se podría producir con la perspectiva del tiempo. Muchas veces, incluso, cuando el autor ya no está vivo. Eso sólo lo dice el transcurrir del tiempo y cómo se evalúa y lee una obra, cuando haya pasado esa época, tiempo después.
Pienso en Cervantes, que tuvo una vida tan terrible. Lleno de pobreza, secuestrado, al borde de la muerte, ninguneado, tildado de loco, por último hasta enfermo. ¡Tuvo una vida terrible! Él en ningún momento dijo: «Escribo porque quiero ser testigo de todas esas pendejadas que me pasaron». Él era irremplazable para el Quijote, para ese libro él era necesario, solamente él. Shakespeare tuvo que alcanzar la ligera protección de la reina de Inglaterra y a él jamás, creo, se le hubiera ocurrido decir que escribe para describir su tiempo. El único tiempo que me interesa ser testigo es el mismo tiempo que vivo, éste rato que estamos conversando. Para eso soy necesario porque estás palabras que le digo solamente yo se las puedo decir, son mías. Así, imperfectas, inconexas, lo que sea, pero soy el culpable de ellas.

En sus libros ha llamado varias veces a Guayaquil «La ciudad de los manglares». Alejo Carpentier en La ciudad de las columnas, comparándola con La Habana, dice que la ciudad cubana «no tiene el lujo de vegetación que adorna las orillas del río Guayaquil» (SIC). La naturaleza se mantiene en la periferia, pero da la impresión que la ciudad le da la espalda. ¿Usted qué piensa de eso?
Lo de la «ciudad de los manglares» no lo inauguré yo, tampoco me pertenece totalmente a mí. Pertenece a la ciudad porque al entrar a Guayaquil lo primero que uno ve son los manglares. Alguna vez uno de mis personajes tuvo una pesadilla y contrata los servicios de un barco de cabotaje para que lo lleve a la Isla Puná, eso es alucinante, en el Océano Pacífico. Él se imagina que conforme llega al puerto y a la ciudad de los manglares ve la cabeza de una inmensa medusa, parece que de un momento a otro va a aparecer. Y claro, asociando los manglares retorcidos y enlodados emergiendo del horizonte del río a cualquiera se le ocurre. ¿Sabe quién lo dijo la primera vez? El escritor mexicano José Revueltas yo se lo escuché en una charla a la que fui, decía que Guayaquil era una ciudad horrible, que era una de las ciudades más feas que había visto en su vida. Entonces, contó que dos personajes que estaban en la prisión en el cuento «Hegel y yo» decían que en cualquier momento una inmensa medusa iba a sacar la cabeza por el horizonte del río. Y un poco lo he puesto a andar por ahí y todo el mundo habla cuando se refiere a Guayaquil como «La ciudad manglar», no «La ciudad de los manglares». Eso es otra cosa contraproducente, si los manglares son tan feos, enlodados y con hordas de mosquitos, quien se meta ahí durará pocas horas vivo. Yo la llamo «La ciudad manglar», hasta hubo un Manglar Editores del escritor y crítico de cine Marcelo Báez.

«Cuando llegué, el tiempo ya había pasado sobre la ciudad de los manglares, los calendarios habían dejado de servir, y nadie usaba ni ponía en hora los relojes. En las ciudadelas, en los barrios pobres, los habitantes simplemente vivían, desinteresados de todo lo que marcaba el tiempo, que había pasado por sus vidas como una ola gris que se desvanece sobre las calles»

Fragmento del cuento «El Dios de la ciudad» (1977)

Drums for a lost song

Portada de la edición estadounidense de Drums for a lost song (Tambores para una canción perdida).

Usted es bisnieto de un obrero jamaiquino que arribó al Ecuador para construir el ferrocarril ¿Ese nexo de sus antepasados con la esclavitud africana lo llevó a contar aquel trayecto mítico que entraña la historia colectiva y polifónica del personaje El cantador entre la provincia de Esmeraldas y el resto del país en Tambores para una canción perdida?
Sí, mi bisabuelo, su origen era jamaiquino, era producto de la esclavitud africana. También los Spencer y los Sandiford (destacados deportistas ecuatorianos). Incluso hay un cuento de Joaquín Gallegos Lara o Enrique Gil, donde se habla del negro Mackenzie. De hecho tuve que investigar el Oriente ecuatoriano y llegué hasta Tena. Tuve la intención de hacer el periplo de ellos (el éxodo de la población afroecuatoriana al escapar de la esclavitud) que era meterse por el Oriente y aparecer en el río Orinoco (Venezuela), por la vía del río Amazonas.

¿Miguel Donoso Pareja lo ayudó o asesoró un poco en el proceso de elaboración de Tambores para una canción perdida?
Yo tenía los apuntes del primer capítulo y le pedí autorización a él porque quería trabajar esa novela en su taller de narrativa. Me dijo: «Tú ya no eres de taller». Y le dije: «¿Quién te ha dicho eso? Un escritor muere aprendiendo». Y así fue: escribí desde la primera línea hasta la última en el taller. Ese es otro libro que ha tenido mucha suerte porque lo han traducido en Estados Unidos, pagado por una universidad norteamericana (Queens College de Nueva York). Se la ha estudiado mucho, por lo menos se han escrito una decena de tesis sobre la cultura afrodescendiente del libro.

El libro nació con una polémica, me acusaron hasta de plagio por él. En el libro se citan unas coplas de décimas esmeraldeñas, son coplas que cantaban los negros para acompañar su trabajo y la señora que había hecho ese trabajo (de recopilación) las reclamó como suyas, y no eran suyas, eran de la cultura afro. Yo las utilicé porque es un documento que estaba haciendo con hechos históricos. ¿Y Por qué no le reclamaron a Carlos Fuentes que tiene páginas completas de los cronistas de indias en Terra Nostra? ¿Cómo voy a plagiar de un sistema a otro, de un sistema que son décimas al sistema de las novelas? ¿Cómo se hace eso? Salieron varias ediciones, traducciones y estudios sobre la novela. Luego dijeron que, en efecto, habían actuado muy a la ligera.

«Sin encontrar a nadie en el camino, crucé rutas tortuosas, navegué en balsas improvisadas, monté en mulas que después parieron, hasta que me encontré, no con el mar sino con dos ríos grandes que formaban uno inmenso; en una ye, las aguas se unían y al levantar la vista vi la ciudad, dos cerros muy juntos que formaban el cuerpo y la cabeza de una iguana gigantesca que vigilaba la entrada; me sorprendí más todavía cuando en una pampa que llamaban la Atarazana un grupo de niñas fabricaban pólvora moliendo piedras calizas. Ellas me dijeron que aquel río se llamaba Guayas y que los dos afluentes venían desde lejos a celebrar la unión. Supe, vi que el Guayas podía subir y bajar, que había horas en que las aguas se movían hacia adentro de las montañas y después bajaban presurosas buscando el mar que yo también buscaba. Cuando me acerqué a la ciudad, bordeando la forma inmensa de la iguana vigilante, encontré el fortín, una batería con dos cañones para balas huecas; comprendí que la iguana estaba en mi imaginación y que lo que importaba siempre era defender el sitio, el cerro que era como la culata de la ciudad»

Fragmento de la novela Tambores para una canción perdida (1986)

Velasco Mackenzie acostumbra ir a escribir al salón de lectura de la Casa de la Cultura del Guayas, desde que cerró el Café Montreal durante la década anterior. Fotografía de Eduardo Bayot Cevallos.

Cuénteme sobre lo que implicó desarrollar la investigación previa para esta novela.
Hubo una novela de la que hice una investigación mucho más profunda, que es la novela En nombre de un amor imaginario, con raíces históricas sobre la llegada de la Misión Geodésica francesa al Ecuador en el siglo XVIII, para la que estudié 8 años. Tuve que recurrir al Archivo de Indias de Sevilla, sobre la vestimenta de los personajes en esa época y me demandó mucho trabajo y también invención. La investigación de Tambores para una canción perdida también porqué conocí toda la red hidrográfica de mi país, un laberinto de ríos que desconocía, hacer todo un levantamiento topográfico de eso. Cuando las terminé quedé muy feliz por el esfuerzo, la una ganó la Bienal de Novela y la otra el Premio del Grupo Guayaquil.

En las primeras páginas de Río de sombras se advierte una atmósfera apocalíptica, tal como en Pedro Páramo. ¿Fue un referente en la composición de este libro?
Quiere que le diga algo… Río de sombras de todos mis engendros es el que más me gusta. Sí tuviera que elegir la novela que me llena más, es ésa. Primero el diseño apocalíptico de la ciudad porque es sobre un tipo que llega a la ciudad y cree que va a desaparecer, y él decide venir a morir con y en su ciudad. Hay un trabajo poético muy fuerte. No sé, Pedro Páramo, no estoy seguro, pero de lo que sí estoy seguro es que hubo un intento de poder trabajar con un lenguaje que sea muy cercano a lo lírico. Hacer una especie de poesía descarnada, una poesía del miedo pero ante todo poesía. Lo cual es jodido. Estoy pensando en William Faulkner, salvando las distancias, por supuesto, con esos universos poéticos terribles. Truman Capote para mi es un maestro, sus crónicas periodísticas son increíbles como «Ataúdes tallados a mano» o «Mojave», que transcurre en el desierto del mismo nombre.

«Alguna vez, siendo niño, soñó que una gran marea cubría con olas grandes el malecón, poco a poco, las plazas y todo el centro comercial. Los dos palacios, Gobierno y Municipio, en perpetua pugna de reyes, se inundaban; los transeúntes debían nadar, entraban a los bancos en canoas; los almacenes mostraban sus comercios en vitrinas llenas de agua, como peceras; los vagones del ferrocarril aparecían flotando fuera de los rieles, cual naves de guerra; la catedral salvaba la ciudad hincando sus dos agujas en el lejano círculo del cielo por donde el agua se escapaba llevándose a mucha gente»

Fragmento de la novela Río de sombras (2003)

Algo que me llamó mucho la atención en ese texto son las alusiones a la luz, a la iluminación, constantemente se están mencionando el cambio de tonalidades, lo cual es muy normal en una ciudad con clima muy cambiante como Guayaquil, pero a lo que voy es que hay cierta apreciación pictórica en las descripciones. ¿Qué puede comentar sobre eso? 
Ahora me está pasando algo. Vivo en el séptimo piso de un edificio, en el Barrio del Astillero, que es el único barrio de Guayaquil donde puedo vivir (barrio donde se fundaron los dos equipos de fútbol tradicionales de la ciudad: Barcelona y Emelec). Y yo me asomo al balcón cuando hay nubes lavadas, cuando el cielo está limpio. Entonces en el cielo no hay contaminación, eso es lo que llamo «nubes lavadas». No es mío tampoco porque creo que hay un autor que habla de las «nubes lavadas». Yo me asomo y desde ahí se ve la punta del volcán Chimborazo, es el macizo andino y enfrente el río Guayas y la Isla Santay, ahora en invierno a veces escribo en el balconcito.

Jorge Velasco Mackenzie

El escritor observa los gestos de un predicador.

Uno de los personajes de Río de sombras le dice a otro: «Perece que de tanto pensar en la ciudad nos estamos volviendo locos». ¿Cómo ha podido renovar su narrativa situada en la ciudad para que no se agote en el transcurso del tiempo?
Hay pasajes de esa novela que a mí no me terminan de sorprender un poco. En primer lugar, porque el libro tiene mucho de mí pero mucho de lo que he podido recorrer, tiene mucho de mis ausencias. Se siente la ausencia de la ciudad porque a mí si hay algo que no me gusta es vivir fuera de la ciudad, fuera del Ecuador. Me aterra la idea de sentirme exiliado, saber que no puedo regresar. Entonces, he disfrutado y he sufrido el hecho de tener que alejarme a veces voluntaria e involuntariamente. Y la idea de vivir fuera está en Río de sombras y siempre el personaje de Basilio se siente expulsado y por eso es que prefiere regresar, porque quiere morir con su ciudad. La idea es sentirse excluido y eso nunca lo traté de ocultar, más bien lo quería develar.

También me defiendo con el humor. Hay un par de personajes ladrones que se suben a robar en un bus. Entonces una señorita cargaba un frasco de vidrio cubierto y los ladrones la amenazan con un cuchillo y ella tenía dos corazones humanos ahí, era una estudiante de medicina en practica y los ladrones escaparon. Nuestra literatura carece de humor, la literatura ecuatoriana es una literatura muy seca. El que está más cerca del humor, entre los autores que conozco es Iván Egüez. Él trabaja el humor en La Linares, incluso la definición que él mismo hace de una mezcla de chicle con Tripa Mishqui es extraordinaria.

Nuestra literatura necesita del humor, es muy dramática. Tengo pensada una novela que ya es el colmo, sobre Eugenio Espejo, incluso ya la he anunciado, se llama El búho en el espejo. No se olvide que a él lo llamaban el búho porque salía en la noche e igual lo metían preso, fue uno de los precursores de la Independencia americana. Incluso, su mismo nombre lo utilizaba con humor, él se llamaba Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, y el «y Espejo» nunca existió, él decía que como los españoles se colgaban el apellido, en el libro Reflexiones acerca de las viruelas (1785) habla de eso: «Entonces yo también me voy a colgar el mío» y se puso el «y Espejo». Él es un buen personaje, tiene dosis de humor y mucho drama porque murió joven con un pensamiento muy lúcido. Unos dicen que era muy pobre y otros que era muy rico.

Hace pocos días cumplió 70 años, de los cuales casi 50 ha dedicado a la literatura. Tratando de mirar en retrospectiva su vida. ¿Qué le ha dejado el oficio que eligió?
Cualquier cosa menos dinero.

 

3 comentario en “Jorge Velasco Mackenzie: «Creo que el hecho de la inmediatez, de leer sólo lo que nos gusta, lastima»”

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