«Elegía sobre el tiempo» y otros cuatro poemas de Julia Uceda

Julia Uceda

La poeta sevillana Julia Uceda.

 

Julia Uceda (Sevilla, 1925—Ferrol, 2024) fue una poeta y académica española, a quien con frecuencia se la ha vinculado a la Generación del 50, aunque llegado un momento de su trayectoria desarrolló una voz poética propia que la diferenció de cualquiera de sus contemporáneos, la que años más tarde con la acumulación de una obra, le valió para ser considerada en varias ocasiones como candidata al Premio Cervantes.

En el primer lustro de los sesenta, Uceda se dedicó a la docencia universitaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla. En medio de ese período recibió el Premio Adonáis en 1962, el más importante certamen poético de la España de aquella época, gracias a su segundo libro, Extraña juventud (1962). Más tarde viajó a Estados Unidos como profesora contratada de la Michigan State University, donde se mantuvo entre 1965 y 1973. Mientras que en 1974 se mudó durante dos años a Irlanda para laborar en el Dublín College. A partir de 1975 se instaló definitivamente en Galicia, primero en La Coruña y luego en la localidad ferrolana del Valle de Serantes, que la acogió por el resto de su vida. En esa comunidad desarrolló su faceta de editora tanto en la colección de poesía Esquío como en la revista crítica La Barca de Loto.

Entre sus libros de poesía constan: Mariposa en cenizas (1959), Extraña juventud (1962), Sin mucha esperanza (1966), Poemas de Cherry Lane (1968), Campanas en Sansueña (1977), Viejas voces secretas de la noche (1982), Del camino de humo (1994), Zona desconocida (2007), Hablando con un haya (2010) y Escrito en la corteza de los árboles (2013). En el género de cuento publicó En elogio de la locura (1980), el que a la larga sería su única incursión en la narrativa.

En 2017 fue declarada autora del año por el Centro Andaluz de las Letras, con motivo del cual ese mismo año se organizó la exposición biográfica retrospectiva Julia Uceda: La mirada interior en la localidad sevillana de Santiponce. Además, su obra ha concitado el interés de la crítica académica como ocurrió con el volumen colectivo Julia Uceda, conversación entre la memoria y el sueño (2004).

El conjunto de su obra poética ha sido motivo de varias antologías tales como Poesía (1991), editada por la Sociedad de Cultura Valle-Inclán; En el viento hacia el mar. 1959-2002 (2003), publicada por la Fundación José Manuel Lara, con edición de Sara Pujol Rusell; Viejas voces secretas (2017), por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, con selección e introducción de Ignacio F. Garmendia. Finalmente, el año pasado, se puso en circulación Poesía completa (2023), con prólogo de Jacobo Cortines. Parte de su obra ha sido traducida al portugués, inglés, chino y hebreo.

La antología En el viento hacia el mar. 1959-2002 (2003), que con el tiempo ha sido la más difundida de Julia Uceda, recibió el Premio Nacional de Poesía de España. De este título provienen los cinco poemas que hemos incluido en esta ocasión, los que de alguna manera representan las distintas etapas creativas de su autora.


Hablo de la infancia

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Escalera crujiente,
trozo de bosque organizado
por el que ir hasta la cumbre
de aquel desván lleno de sueños,
pájaros silenciosos
que viajan sin ruido.
Sobre ti estaba el premio
cubierto por el polvo
y lo muerto vivía
para mí, en mis ensueños.
Hogar sin sótanos,
todo aquellos era hermoso
porque estaba creando su recuerdo;
viviéndote, sentía
que de algún modo ya te recordaba.
y Siempre que te acercas
entre la niebla, oigo
cómo se queja suavemente,
enmohecido por las lluvias,
el pesado cerrojo de una verja.
La del jardín acaso.
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De Sin mucha esperanza (1966)

Elegía sobre el tiempo

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Alguien dirige
la circulación del Infierno.
No digáis
que de allí no se vuelve.
La arena
todo lo modifica: todo
lo iguala. Pero siempre
ha de haber condenados.
Conozco
a los reos del hombre
y a los absueltos en sábado.
Con frecuencia vi el rostro
de los fieles a la contradicción,
de los abrazados
a la inseguridad. En el crujido
de la madera,
durante noches y silencios,
adiviné en el peso de los huecos vacíos
toda su queja y su protesta muda
por tener incrustado entre sus dientes
un cristo de diamante.
El fuego,
abrasando sus lenguas,
iluminaba otra verdad, más honda,
que decir no podían.
Yo, una más entre ellos,
los oí protestar
por el fraude en cuyas frías aras
su sangre había corrido
y correrá la mía.

.                               II
Perdida entre todos
espero el regreso de los condenados.
Los labios entonan himnos ya tardíos
y el suelo se cubre de mirtos y rosas
que habrán de pisar los pies imposibles.
Banderas, incienso, palomas con frío,
solos y con frío se mueven sin rumbo.
Y como si alguien corriera una vela
cae de algún lado un raro silencio
y cruza una extensa presencia invisible
que llena las luces de sombra y apaga
los rostros y el día. En vano pensamos
que nosotros no fuimos los jueces.

.                               III
Los reos no miran a un lado ni a otro.
Sus ojos contemplan la muerte en que yacen
—niños que dejaran la cuna con sueño—.

Tú, que cortaste la leña del bosque
con el hacha indignada del justo;
tú, que trajiste la llama y el aire y los lienzos;
tú, que pusiste la firma y el sello de sangre en un lado
del papel y decías salvar a las vírgenes,
a las castas esposas y jóvenes madres
que al llegar su otoño,
una a una rindieron tributo a la sombra, al polvo y al sueño,
decid: ¿Habéis visto estos rostros? ¿Conocéis
que son muertos y nada podrá devolverles la carne
ni la luz con que amaban? ¿No veis que los himnos
no borraron jamás la derrota, el temor y la muerte
ni el exilio del mar y los pájaros?
Los reos no miran a un lado ni a otro:
nada pueden mirar los que vieron la sombra.
En vano pensamos
que nosotros no fuimos los jueces.

.                               IV
La muerte, en la verde cornisa del templo, sonríe,
y sus palmas imitan el gesto de aplauso del hombre en la calle.
(Las arenas suavizan cualquier desnivel de la historia).
y como en los cuentos,
los que ya perdonaron regresan
al calor de sus tibios hogares y en ocios de sábado
procrearán a los reos futuros
que serán condenados en lunes.
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De Sin mucha esperanza (1966)

Profundo mar azul

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.                               I

Adivinando entre mi sueño el alba
del gato mal dormido, enfermo,
en el cuarto de abajo y de allá atrás,
mojado aunque no llueva,
y en esta tierra en la que nadie se me ha muerto,
oigo el dolor de la materia que se deshace,
de mis padres y madres lejanos,
que eran y no son, pero son y no se reconocen,
y quisiera pasar mi mano, humana todavía,
por su tristeza de ser que se transforma
en las cunas inmensas de los estratos.
A esa hora del alba en que adivino
al gato mal dormido, enfermo,
comprendo por qué sus manos detenidas
ya no se mueven y despejan la niebla;
por qué sus líneas se deshacen y no queda nada
que acariciar. En esa hora fría
en la que el día que viene es un teatro vacío
en el que los pasos resuenan.
Y para que todo comience más tarde
me doy media vuelta en la cama contando los años
en que alguien llevaba mi mano escribiendo la eme
con la a…: que su vida
sea una abeja de mármol
que en cien años no dirá nada a nadie.

.               Dentro del teatro vacío
—a la hora del gato mal dormido en el cuarto de atrás—,
sé que empezaron a morirse
cuando los pies se les quedaron de cualquier manera
y oleadas de hojas doradas —la ceniza
del verano—, o la boca,
en la que el tiempo olvidó la voz del niño,
que agita sus aspas irreparables en todos los vientos,
o mariposas que vienen a morir a las alfombras.

.               A veces pienso que no ha ocurrido
—no sé: ¿cómo ha ocurrido?—;
que en aquel octubre lejano no hubo días
y todo es un espacio único cruzado
por estrellas errantes, entre mil y mil siglos,
que siguen sucediéndose. Quito el hueco
de mi sombra en el aire: nada se hunde. ¿Estuve
alguna vez allí, entre ellos, sus manos,
sus amores, sus amplías
seguridades con pólizas? No quisiera
recordar, pero el tiempo
es sombra con cuchillo al volver una esquina.

.                               II
Yo tuve veinte años, pero no me di cuenta.
Y ahora no los recuerdo.
La luz que va creciendo en mí
dice
que no soy más que todo lo que gira
en ella;
no más que esta lechuga que está sobre la mesa,
nutrida con mis manos que ayudaron el ciclo
que los dioses protegen. Su verde perfección,
el secreto puño de aguas apretado
las olas tenues del corazón, o violentas,
que no puedo despegar sin ternura,
son el mensaje de una tragedia que nadie representa y yo veo
pensando en que esta noche he dado media vuelta en la cama
porque este cuerpo empieza a molestarme
como un abrigo estrecho
que hay que quitarse para estar más cómoda.

.                               III
Yo tuve veinte años, pero no lo sabía.
Y ahora no los recuerdo,
aunque quisiera tenerlos aquí, en mi mano,
exentos ya de mí,
como se tienen una llave o un libro
y se miran.
Quisiera ver, a un tiempo, su luz y su sombra,
no sólo su ausencia; no sólo
su ignorancia de la muerte;
no sus fragmentos perdidos;
no su introito a las sombras.
.               Pero están solos vagando al otro lado del muro,
girando en un viento incesante,
en la extensa memoria en que primero habló el odio
revestido, como siempre, de la cándida ropa del amor traicionado.
Y ante dos esfinges,
el punto de partida y el deseo
de no volver a vivirlos —jamás, jamás, jamás—,
pero de recordarlos,
cómo podría recordarse una mano amputada
que fue hermosa y que quizá fue hermosa,
¿hacía dónde dirigir la mirada?

.                               IV
Nunca el origen
perdido en la llanura donde primero fue el odio.
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De Campanas en sansueña (1977)

El cristal

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Es un silencio leve
primero: gotas sobre la hierba.
Un manantial después. Luego un arroyo.
Luego un inmenso río de silencio
que azota las ventanas y destroza
célticas tumbas, pájaros y ramas.

.               Al otro lado del cristal, silencio.
Una caja de música, que tampoco se oye,
ha puesto en movimiento delicadas
figuras de un retablo
al que pertenecí: queda un vacío,
algo abolido y, a la vez, logrado,
que me realiza y, a la vez, destruye.

.               Mata la luz de un soplo. Siguen:
muerto el carmín de las purpúreas rosas,
matado el oro del cabello undoso,
sucio e moscas el aljófar, agrio
el humor entre perlas destilado.
La tormenta de polvo va borrando
lo que olvidó la muerte.

.               Firmo la paz con las cenizas
de aquel tiempo. Quisiera
expresarlas, salvarlas,
mas si hablo, no oyen;
si las miro, no miran.

.               Sois hermosos y horribles
en la cursi tortura que os traspasa;
en el mundo de nunca que sostiene
vuestra danza de sombras en el polvo
a través de una extensa música de relojes.

.               En algún lado del cristal ha muerto
alguien —¿yo?, ¿vosotros?, ¿el tiempo?—
Desde una lejanía marítima y sonora,
a un lado de los niños que nacen
con su grito terrible,
del pájaro que muere, de los barcos perdidos,
en vuestra danza de relojería
se frustra el tiempo y el amor se estanca.
.
.
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De Campanas en sansueña (1977)

La casa

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Dentro de la casa no hay polvo
ni las ventanas están mordidas por el largo olvido,
aunque te preguntas qué hacen ahí esas hojillas verdes
que alguien fue poniendo entre las junturas
y las acaracoladas rejas que vencieron al moho.

.               Sabes que dentro de la casa es hace muchos años
y que hay luz: se derrama desde una lágrima sonora. Los peldaños
de mármol, el cristal, el suave olor y las ondas
doradas de aquella visitante, ocupan su lugar, su tiempo, su sentido. Aromas
de plátanos maduros, la calle —lejanas y amarillas
tierras, nombres de pájaros…—. Entonces
quién estaría naciendo, quién muriendo,
quién doblaría las esquinas, qué pregones,
cómo y quién vendría de camino y con qué mensaje
para ir tejiendo la sábana de vida —¿podría
haber sido otra vida si otra lanzadera…?— que ensombreció la casa
.                             Ha manchado la niña
.                             la falda a mi mujer… Color ciruela, el traje.
.                             Mujer de rubias ondas,
.                             ahogándola en la mancha que se extiende,
.                             en su forma ilusoria por los años: «Nuestro oro
.                             no es el oro común. Tú, sin embargo,
.                             has demandado al verde…».
y la apagó dejándola en al acera
sola, ignorada por las otras que la sostienen
aunque la han desdeñado.
.                             Te preguntas de dónde
llegaría el olvido a morder sus cristales,
entreabrir las ventanas para siempre, forzar
las puertas que no me llevé —¿quién
las abrió o cerró: la mano última?—, poner
.                             …temblor en los cuadros torcidos,
.                             en los vidrios de la ciudad
.                             sobre el pez…
briznas de musgo y jaramago y un cuajarón de sombra coronándola
en el brillante azul de la mañana.

Desde la lágrima de luz, y desde el nido
de la memoria van hacia ti sonidos,
roces, voces, ir y venir que alcanzas
desde esta orilla. Tus dedos
rozan tus dedos. Y la casa durmiente, cuya luz
sólo tú reconoces en tu olvido,
parece más secreta en la ruinosa calle.
.
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De Del camino de humo (1994)

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