Comprender lo sucedido

Escribe | Antonio Rodríguez Almodóvar


Tres días del 33 de Ramón Pérez Montero

Editorial: Libros de la Herida
Año de publicación: 2023
Nº de páginas: 658 páginas
ISBN: 9788412255072
Autor: Ramón Pérez Montero
Idioma original: Castellano

 

Entre los muchos intentos de hacer de la novela un instrumento útil para la Historia, el de la novela-ensayo va proporcionando algunos resultados estimables. Es el caso de Tres días del 33 (2023) de Ramón Pérez Montero (Medina Sidonia, 1958). Lo es por la verdad que busca, pero también por el modo de acercarse a lo ocurrido en aquellos fatídicos tres días, del 10 al 12 de enero de 1933, en la martirizada aldea de Casas Viejas. Unos trágicos acontecimientos que, como todo el mundo sabe –o por lo menos podría saber–, pusieron en crisis a la República, y a la naciente democracia misma, hasta el punto de que el naciente régimen político ya no se recuperó por completo de las atrocidades que se atribuían a las dos partes del conflicto: la desatinada insurrección de los anarquistas y la atroz represalia que sobre ellos ejercieron las fuerzas combinadas de la Guardia de Asalto y de la Guardia Civil. El resultado: tres miembros abatidos de este último cuerpo, por la iniciativa desesperada, y mal planificada, de los anarcosindicalistas de la aldea gaditana –que llegaron a proclamar, por su cuenta, el comunismo libertario–, y diecinueve bajas de estos últimos, por la acción de exterminio que emprendieron hasta 103 miembros de los dos cuerpos de seguridad, al mando de un auténtico sádico: el tristemente célebre capitán Rojas.

A  lo largo de las 658 páginas de este texto del género híbrido que comentamos, Pérez Montero va entrelazando la descripción de hechos con los diferentes testimonios de supervivientes, de testigos de la masacre, o de sus descendientes directos,  con nombres y circunstancias personales, más textos de telegramas, sentencias judiciales y otras fuentes fidedignas. Entre estas hemos de incluir la oralidad desnuda, cuando está contrastada –por cierto, con acertados rasgos de habla andaluza, que confieren un insólito grado de verismo al coro de la tragedia–. En suma: intrahistoria de lo sucedido, más lo sentido y lo pensado, en múltiple persecución del «oro de la verdad». Claro que esta tiene todavía perfiles confusos, como el autor, en un honrado ejercicio de autocrítica, expone abiertamente. Y aun se plantea si es posible «la versión del novelista» –la suya– y para qué. Si ya sabemos que «Seisdedos», el mítico líder sindicalista, no era entonces más que un pobre anciano, que se refugió en su choza con parte de la familia y un par de escopeteros temerarios; si el sanguinario capitán Rojas extremó sus métodos –aprendidos en la Guerra de África– por puro alarde, con el que hacer méritos ante la Guardia Civil; si el mismo mando de la benemérita, el teniente Ardal, se opuso a la crueldad desenfrenada de su superior; si el presidente Azaña nunca dijo «tiros a la barriga»… si todo eso ya es historia, a qué insistir.

Pues aquí precisamente es donde el arte adquiere su paradójica condición de cómplice imprescindible de la historia, no para averiguarla, sino para hacerla verosímil. Si Goya no hubiera pintado los fusilamientos del 2 de mayo, con su maestría, probablemente hoy la heroicidad del pueblo madrileño no sería tan contundente. Si Miguel Hernández no hubiera versado a los aceituneros altivos de Jaén, no sentiríamos tan cerca el problema atávico del campo andaluz. Si Joan Manuel Serrat no hubiera puesto su adorable música a Machado, no sería el sevillano tan popular como es. Curiosamente, es la excelencia estética la que aporta veracidad  a la verdad. No al revés: que los hechos históricos acudan en auxilio de la literatura, sino que es esta la que le presta a aquella el rigor, la dolorida belleza, el buen mirar, cantar o contar. De tal modo ocurre en este relato, que aun lo inventado por el autor, como esos admirables monólogos de personajes que no sabían leer ni escribir, se vuelven necesarios para lo más importante de todo: comprender humanamente lo ocurrido. Y sentirlo como propio. Que a partir de ya, nadie pueda –como nunca debió– decir cuánta más hambre tenían que aguantarse los jornaleros de Casas Viejas, además de la humillación y la práctica esclavitud dictadas por los caciques locales, aunque con ello pusieran en riesgo a la joven e inexperta República Española.

¿Podrá algún día cerrarse la herida de Casas Viejas? Creo yo que no. Pero quizás no sea eso lo que importe, sino recordar que sigue abierta.

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