«Atención y poesía» de Cristina Campo, un texto de «La nuez de oro y otros ensayos»
Cristina Campo, seudónimo de Vittoria Guerrini (Bolonia, 28 de abril de 1923—Roma, 10 de enero de 1977) en vida sólo publicó tres libros («Cristina Campo ha escrito poco, y le gustaría haber escrito menos» reza la contratapa de uno de ellos): Passo d’addio (1956, poesía); Fiaba e mistero (1962, ensayo) y Il flauto e il tappeto (1970, ensayo).
La editorial Adelphi reunió su obra completa en tres volúmenes: Gli imperdonabili (1987) y Sotto falso nome (1998) contienen su prosa, con el agregado de numerosos textos dispersos o inéditos, mientras que La tigre assenza (1991) recopila toda su poesía, además de sus traducciones de poetas ingleses, norteamericanos y alemanes. Dos epistolarios completan su obra póstuma: Lettere a un amico lontano (1989), recopilación de cartas a Alessandro Spina publicada por las ediciones Libri Scheiwiller, y Lettere a Mina (1999), también de Adelphi, que recoge las enviadas a Margherita Pieracci Harwell entre 1955 y 1975.
La nuez de oro y otros ensayos (2024) recoge todos los textos de Cristina Campo publicados en la revista Sur, más una entrevista inédita en castellano, es decir: «La nuez de oro», «Atención y poesía», «In medio coeli», «Los imperdonables», «Les sources de la vivonne».
El ensayo «Atención y poesía» de Cristina Campo se publicó por primera vez en el N° 271 de la revista Sur, en la edición julio-agosto de 1961, con traducción de la filósofa española María Zambrano. Este texto forma parte del volumen recopilatorio recientemente publicado de la escritora italiana La nuez de oro y otros ensayos (Ediciones Hola & chau, 2024), que estuvo al cuidado de Ernesto Montequin.
ATENCIÓN Y POESÍA
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En algunos viejos libros se le ha dado al justo el celeste nombre de mediador. Mediador entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza. Al justo y al justo solo, se le concede el oficio de mediador porque ninguna atadura imaginaria, pasional, puede coartar o deformar en él la facultad de lectura. «Et chaque être humain (y se podría añadir: et chaque chose) crie en silence pour être lu autrement».
De ahí la importancia de la libertad del corazón que todas las iglesias recomiendan como higiene espiritual: vigilia de las turbaciones, mantenerse en disponibilidad para la revelación divina. Pero ninguna iglesia ha dicho nunca explícitamente: manteneos puros en las obras y en los pensamientos para concertar a los hombres y las cosas según esta mirada sin sombras. En este plano aparecen como equivalentes: justicia, poesía y crítica: son tres formas de mediación.
Pues, ¿qué puede ser la mediación sino una facultad para atender enteramente limpia? Contra ella actúa lo que muy impropiamente llamamos la pasión, o sea: la imaginación febril, la ilusión fantástica. De modo que se podría decir que justicia e imaginación son términos antitéticos. La imaginación pasional, una de las formas más incontrolables de la opinión (ese sueño en que todos nos movemos) no puede servir sino a una justicia imaginaria. Y esta parece ser la diferencia esencial entre la justicia pasional de Electra y la justicia espiritual de Antígona: que la primera imagina poder restituir culpa por culpa, transfiriendo el peso de uno a otro eslabón de una cadena inquebrantable, mientras la segunda se mueve en un plano donde la ley de la necesidad no tiene ya curso.
Al justo, contrariamente a cuanto suele pedírsele, no le es necesaria la imaginación sino la atención. Solicitamos del juez una cosa justa usando un término equivocado, cuando solicitamos de él que use «la imaginación». ¿Qué sería, en este caso, la imaginación sino arbitrariedad inevitable, violencia a la realidad de las cosas? Justicia es una atención ferviente, enteramente no-violenta, igualmente distante de la apariencia y del mito.
«Justicia, ojo de oro, mira». Imagen de perfecta inmovilidad, perfectamente atenta.
También la poesía es atención: lectura en múltiples planos de la realidad circundante, que es verdad en figuras. Y el poeta, que disuelve y recompone estas figuras, es así también un mediador: entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza.
Los griegos fueron seres desdeñosos de la imaginación: la fantasmagoría no encontró lugar en su espíritu: su atención heroica, inconmovible (de la que el ejemplo más cumplido es quizá Sófocles), establecía de continuo relaciones, separaba y unía de continuo, en un esfuerzo incesante por descifrar la realidad y también el misterio. Los chinos actuaron de la misma manera en el maravilloso Libro de las mutaciones. Dante no es, por extraño que pueda sonar, un poeta de la imaginación sino de la atención: ver almas retorciéndose en el fuego o en el olivo —para no recordar sino la imagen más inmediata— es una suprema forma de atención que deja puros e incontaminados los elementos de la idea. El arte de hoy es en grandísima parte imaginación, o sea: contaminación caótica de elementos y de planos. Todo ello se opone a la justicia (que, por supuesto, no interesa al arte de hoy).
Pues si la atención es espera, aceptación ferviente, valerosa de lo real, la imaginación es impaciencia, fuga en lo arbitrario: eterno laberinto sin hilo de Ariadna. Por ello el arte antiguo es sintético; el arte moderno, analítico: un arte que opera por pura descomposición, como conviene a un tiempo nutrido de terror. Porque la verdadera atención no conduce, como podría parecer, al análisis, sino a la síntesis que la resuelve, al símbolo y a la figura, en una palabra: al destino. El análisis se convierte en destino cuando la atención, cumpliendo una superposición perfecta de tiempos y de espacios, los recompone paso a paso, en belleza, en figura. Es la atención de la memoria en Marcel Proust.
La atención es el único camino de lo inexpresable, la sola vía del misterio, ya que está inmediatamente vinculada con lo real: y sólo por alusiones emboscadas en lo real se manifiesta el misterio. Los símbolos contenidos en las historias sagradas, en los mitos y en las fábulas que durante milenios han alimentado y consagrado la vida, se revisten de las formas más concretas de esta tierra: desde la Zarza ardiente hasta el Grillo Parlante (del Fruto del Conocimiento hasta la calabaza de la Cenicienta).
Ante la realidad, la imaginación retrocede. La atención la penetra, directamente y como símbolo. (Pensemos en los cielos de Dante, divina y minuciosa traducción de una liturgia.) Es esa, al fin, la forma más legítima, absoluta de la imaginación: la misma a que se refiere sin duda el viejo texto de Alquimia cuando recomienda dedicar a la obra la verdadera imaginación y no la fantástica: significando así claramente por ella la atención —en la que está contenida la imaginación, sublimada, como el veneno en la medicina. Por uno de los tantos equívocos del lenguaje, se la llama comúnmente «fantasía creadora».
Poco importa si a ese momento, en que se cumple la alquimia de la perfecta atención, conducen largas y dolorosas peregrinaciones o si aparece como una fulguración. Tales relámpagos no son sino aquella chispa, de origen y naturaleza cada vez más misteriosos, en la medida en que se le ofrece la clave de todo, que la atención solicita y prepara —como el pararrayos al rayo, como la plegaria al milagro, como la búsqueda de la rima a la inspiración que puede brotar de esa rima. A veces, se trata de la atención de toda una estirpe, de toda una genealogía, que se enciende de improviso en la centella de un dios: «Io posili piedi in quella parte della vita di la dalla quale non si puote ire piú perdesiderio di ritornare».
Y a ese individuo dotado de una atención que así concluye y rapta, el mundo lo define —con una bella síntesis— como un genio, para señalar al que está habitado por un «daimon»; que encarna la manifestación de un espíritu ignoto.
Como el genio de la botella, la atención de la imagen libera la idea y de la idea recoge la imagen, también a semejanza de los alquimistas que trataban la sal disolviéndola en un líquido y estudiando luego cómo se adensaban y rehacían las figuras así formadas. Opera una descomposición y recomposición del mundo en dos planos diversos, igualmente reales. Cumple así la justicia, el destino: esa dramática disolución y recomposición de una forma.
La expresión, la poesía así nacida no puede ser, evidentemente, sino jeroglífica, como una nueva naturaleza; y sólo una nueva atención, un nuevo destino la puede descifrar. Pero la palabra revela al instante de qué potencia de atención han nacido. Lo revela con la integridad de su peso, terrestre y ultraterrestre, tanto más respetado, tanto más circundado de silencio y de espacio, cuanto más intenso haya sido el tiempo de la atención.
Toda palabra se da según la multiplicidad de sus secretos significados, semejantes a los estratos de una columna geológica, cada uno coloreado y poblado diversamente; multiplicidad que está en relación directa con la del espíritu —el destino— que la acoge y descifra. Mas, para todos, cuando es pura, es portadora de un don colmado, parcial y total a la vez: belleza y significación, independientes y al mismo tiempo inseparables, como en una comunión. Como en aquella primera que fue la multiplicación de los panes y de los peces. La palabra del maestro, dice un cuento hebraico, se le aparecía a cada uno como un secreto destinado a su oído y a ningún otro, y así cada cual oía como suya y completa la historia que él narraba en las plazas y de la que el recién llegado no escuchaba más que un fragmento.
Todo ello, de una parte y de otra, significa sufrimiento y amor. «Souffrir pour quelque chose c’est lui avoir accordé une attention extrème». (Homero sufre por los troyanos, contempla la muerte de Héctor. El maestro de espada japonés no distingue entre su propia muerte y la de su adversario.) Y haber acordado a una cosa una atención extrema es haber aceptado sufrirla hasta el fin. Y no sólo sufrirla a ella, sino sufrir por ella, colocándose como una pantalla entre ella y todo lo que pueda amenazar su significado, en nosotros y fuera de nosotros: haber asumido valerosamente el peso de estas oscuras e incesantes amenazas.
En este punto la atención alcanza quizá su forma más pura, su nombre más exacto: la responsabilidad, la capacidad de responder por algo o alguien que nutre en igual medida el entendimiento entre los seres, el nacimiento de la poesía y la oposición al mal. Pues, en verdad, todo error humano, poético y espiritual, no es, en esencia, sino desatención.
Pedirle a un ser humano que no se distraiga en ningún momento, que se sustraiga sin descanso al equívoco de la imaginación, a la inercia de la costumbre, al hipnotismo del hábito su facultad de atender, es pedirle que actualice al máximo su forma.
Es pedirle algo que se acerca a la santitud, en una época que parece perseguir solamente —con ciega furia y escalofriante éxito— el divorcio total de la mente humana de su propia facultad de atender.
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De La nuez de oro y otros ensayos (Ediciones Hola & chau, 2024)