Un capítulo de «Memorias de una vida truncada» de Ričardas Gavelis

Memorias de una vida truncada (La Tortuga búlgara, 2025) de Ričardas Gavelis (ficha y portada)

 

Ričardas Gavelis (Vilna, 1950—Ibid., 2002) fue un escritor, dramaturgo y publicista lituano. Estudió física en la Universidad de Vilna, trabajó en el Instituto de Física de la Academia de Ciencias de Lituania y en las redacciones de revistas científicas y de literatura.

También colaboró en el diario Respublika y en el semanario Veidas.

Ričardas Gavelis es uno de los prosistas lituanos más destacados del periodo Posmoderno. Buscó superar las limitaciones de la literatura socialista, controlada por la censura con la intención de explorar el bien y el mal.

Algunas de las obras de Gavelis han sido traducidas al inglés, letón, francés, polaco, finlandés, alemán, macedonio y bielorruso.

La novela Memorias de una vida truncada (La Tortuga búlgara, 2025), publicada originalmente en 1991, es la primera obra del autor lituano traducida al español. De este título, hace pocas semanas en circulación en librerías españolas, os traemos a continuación el primer capítulo.


Primer capítulo de Memorias de una vida truncada

.
.
.
PRIMERA.            acerca de maestros y alumnos, de nichos ecológicos y de la
CARTA:.                posibilidad de llegar a ser uno mismo.

.                               La forja une metales, el propósito une bestias y pájaros, el miedo y la
.                               codicia unen a los necios, así como la actitud une a las personas
.                               honestas.

Siempre he querido escribirte cartas. En estos tiempos estridentes, en los que todos hablan a gritos y a la vez, sin escuchar al interlocutor, quizás la única manera de expresarse sea escribiendo. Nadie interrumpirá una carta ni podrá alegar, le guste o no tendrá que atender hasta el final. Hace mucho que pienso así. Siempre he querido escribirte, pero nunca he enviado nada, aunque he empezado como cien cartas. Lo hacía de noche, cuando mi familia dormía, a veces hasta el amanecer. Luego me echaba a dormir, aunque fuera una hora, lleno de una extraña alegría, pero por la mañana, por desgracia, era más listo que por la noche. Al amanecer, rompía y tiraba mi carta escrita con dolor, rara vez una sobrevivía hasta la tarde. A veces, como si fuera un ritual, la quemaba. El papel se iba arrugando, carbonizándose, y un hedor insoportable se extendía por la habitación. Al calcinarse, la tinta del bolígrafo despide un olor espantoso.

Más de una vez me propuse, todavía de noche, al acabar, echar la carta al buzón y que pasara lo que tuviera que pasar, pero nunca llegué a enviar ni una. Tu rostro delgado y escéptico aparecía ante mis ojos, podía sentir el humo del cigarrillo ardiendo en la comisura de tus labios, sabía lo que me ibas a responder. Al destruir esas misivas también acababa con mis ideas, ya que sin parpadear hubieras reaccionado a ellas.

Deseaba escribirte, pero no quería recibir respuesta.

Aunque te hubiera suplicado que no respondieras, no me habrías hecho caso. Siempre te han faltado oyentes, tarde o temprano, inevitablemente, habrías hablado. Por eso no te he enviado ni una sola carta y, si lo hubiera hecho, habría estado al acecho junto a tu buzón hasta que te la llevaran para recuperarla y romperla. Y eso sí que habría sido una situación bastante ridícula. Solías decir que lo peor en esta vida es quedar en ridículo. Puedes estar orgulloso, tu alumno aprendió bien esa lección, así como tantas otras.

¡Como muchos más!

Has sido mi maestro —¿cómo iba a decírtelo antes?, ¿cómo podía confesarte algo así y luego seguir charlando y discutiendo contigo como si nada? No me atrevía, me sentía incómodo, es probable que ni yo mismo quisiera creerlo—, ¿qué clase de maestro podía ser un gruñón irónico como tú, casi de mi edad? Ahora lo he creído, cuando ya todo ha pasado.

En estos tiempos de escepticismo, pocas personas tienen uno con vida. Los jóvenes no quieren escuchar a los viejos y hacen bien. Fueron precisamente esos viejos quienes crearon toda esa fantasmagoría, a la que con modestia hoy llaman «el período de estancamiento». Solo un loco o un suicida podría escucharlos con sinceridad y aprender de ellos. Sin embargo, los jóvenes tampoco quieren atender a otros de su edad —salvo a los músicos de rock— y ninguno puede ser un maestro. Puede ser un orador, puede ser un tablón de anuncios, pero nunca un maestro.

Dicen que un verdadero maestro debe ser como un dios, debe irradiar luz. De ti no irradiaba ninguna. Solías ser cruel y desagradable, a muchos les has hecho daño, a mí también. ¿Qué le vamos a hacer? Lo que es valioso para nosotros es valioso, a pesar de que traiga desgracias. ¿Quién no aprecia su cuerpo, a pesar de las dolencias que pueda sufrir? Puede que no nos guste, a veces podemos odiarlo, pero nunca subestimarlo. Tampoco nos puede gustar bajo cualquier circunstancia el maestro, a veces hasta lo podemos odiar, si bien siempre vamos a creer en él. Yo creía en ti y esa fue mi perdición; pero es mejor una fe que arruina que no tener ninguna.

No, nunca te he adorado ni tampoco he creído en ti a ciegas. Quería discutir, no estaba de acuerdo contigo, te encaraba, hacía oídos sordos a lo que decías, pero seguías siendo mi maestro. A veces te aborrecía, me gustaba hacerte daño, incluso quise matarte y, aun así, seguías siendo mi maestro. Dudo que lo supieras. Dudo que quisieras serlo. Me arruinaste, aunque tal vez debería estar agradecido por ello, al menos no me he convertido en un cadáver viviente.

Me impulsaste a seguir un camino, ¿cuál fue el resultado? Lo sabes.

Siempre me ha sorprendido tu capacidad para empujar a otros hacia un ideal, hacia la lucha imprudente, hacia la ruina, y seguir siendo el mismo de antes: imperfecto, a veces repugnante y otras, aterrador. Hasta hoy, no logro entender qué fue lo que me llevó a creer en ti. He conocido a muchos intelectuales en mi vida, a muchos locos, en el buen sentido de la palabra, me he relacionado con parapsicólogos e hipnotizadores, pero ellos no lograron tener tanta influencia sobre mí como tú.

Tienes un don divino, naciste para ser maestro. No tener discípulos tal vez sea la única forma de existir en estos tiempos catastróficamente faltos de espíritu. Acaso sea lo mejor tanto para ti como para tus posibles seguidores. Comprendo que esta idea mía es espantosa, pero es probable que sea cierta. Te quedaste allá y yo acabé aquí. Somos tal para cual. Ambos apagamos nuestra chispa, ambos alzamos al vuelo y caímos al suelo, muy lejos de nuestro objetivo.

Maestro, tu único discípulo te envía saludos desde el más allá.

 

No sé cuándo empezó todo esto. «Todo esto», al parecer, no es otra cosa que yo mismo. Así que no sé cuándo empecé a existir, cuándo nací, cuándo me formé como tal. No sé en qué momento el ser humano que lleva mi nombre y apellido se convirtió en el verdadero «yo». Recuerdo una tranquila tarde de verano, estábamos en la habitación de la residencia de estudiantes conversando sobre este tema; yo me quejaba (o tal vez me sorprendía) de no alcanzar a entender si era yo en realidad. Me parecía que algunas de mis acciones estaban controladas por otra persona, una desconfiada, iracunda, deshonesta. Ese alter ego no era un simple lado oscuro, una tenebrosa sombra; a veces resultaba ser más inteligente, amable y alegre que yo. A menudo se comportaba mejor de lo que lo habría hecho yo.

Me escuchaste como si estuvieras prestando atención y luego comenzaste a rechinar los dientes sin vergüenza, sentiste que me habías ofendido y sonreíste de manera torcida. Captas a las personas con tan solo mirarlas, pero no las estimas.

—Las semillas de una nueva persona han empezado a brotar dentro de ti —dijiste con suavidad—. Y a veces hace algo por ti.

—No quiero a ninguna persona nueva —respondí enfadado—. ¡Lo que me faltaba! ¡Ya tengo suficiente! Ni yo me las arreglo conmigo mismo.

—¿Cómo sabes que ese otro no es el verdadero tú? —murmuraste con aire de sabiduría y, me parece, olvidaste de inmediato lo que habías dicho.

Me acuerdo de esas palabras y en varias ocasiones he insistido en hacerte la misma pregunta: ¿has sentido la actividad de una criatura ajena?

—¡Al diablo! —protestaste—, yo siempre he sido yo.

Presté atención a esas palabras tuyas. Mi mayor desgracia es no haberme convertido en mí mismo a su debido tiempo. Nadie nos ha enseñado. Nos han preparado para ser esto o aquello, para moldearnos siguiendo un mezquino ideal de otro mundo, que además no hemos inventado. Hemos aprendido a convertirnos en otros, a domarnos, a adaptarnos, pero no nos ha enseñado a ser nosotros mismos.

Ser uno mismo no es nada fácil, se requiere de un gran talento. Creo que la genialidad es tan solo la perfecta habilidad de permanecer siendo uno mismo con firmeza hasta el final.

—El mayor error de los humanos —explicaste una vez a regañadientes— es que se detienen en el «nicho ecológico» de la noosfera y se empeñan a toda costa en instalarse allí, rompiéndose, deformándose, adaptándose al nicho ecológico más cercano, sobre todo si encima de ellos cuelga un honorable y preciado símbolo. Los hombres enérgicos a veces toman la iniciativa de modificar el nicho a su manera, pero es una tontería, una perniciosa intoxicación. Las personas pacientes y escrupulosas se van abriendo camino en la vida, van probando un nicho tras otro, tal vez den con uno que les parezca adecuado, a veces encuentran refugio, pero otras se quedan sin hogar.

—¿Y cuál es la solución? —pregunté, ingenuo.

—Hay que crear un nicho individual —contestaste irritado.

—¿Así de simple?

—¡No seas burro! —balbuceaste sin enfado—. ¿Simple? Ten en cuenta que en ese nicho vas a estar siempre solo, solito, más solo que un hongo. Así son las cosas.

Me apresuré a explicarte con vehemencia que ese «nicho ecológico» era inmoral, que es vergonzoso ocupar un único lugar, sabiendo muy bien que no vas a invitar a nadie… Me interrumpiste y sugeriste que escucháramos música. Estábamos en los setenta y el cuarto álbum de Led Zeppelin empezó a sonar.

Ahora puedo escribir y escribir sin que me interrumpas. Si estuviera vivo, ya habrías dicho algo. Nunca has sabido escuchar a los demás, aunque pensándolo bien, era aún peor, sabías escuchar, pero no siempre querías hacerlo. Redactar cartas tiene muchas ventajas. Hoy puedo expresarme sin que nadie me moleste.

Después de todo, es importante a quién te diriges; no quiero hablar con cualquiera, no quiero hablarle al vacío. Quiero dirigirme a ti porque fuiste mi maestro.

Por cierto, no solo quiero escribirte a ti, también tengo la intención de escribirle a Lenin y a Stalin, a Nietzsche y a Russell, a Jesucristo y al Príncipe Myshkin. Lo más probable es que ya más de uno les haya escrito, pero trato de no repetir los pensamientos ajenos. Tal vez algún día les mande una carta, hasta ahora no lo he podido hacer, pero estoy afilando mi pluma.

Como sabes, no tengo ninguna. Puedes imaginarte lo difícil que es afilar esa pluma inexistente.

Por cierto, no puedes responderme, eso es un problema, ya que no puedo preguntarte si quieres leer mis escritos.

Así que no te lo pregunto.

Tienes que leerme, es tu deber. ¿Quién más lo hará si no tú?, ¿quién más, si no tú, que me enseñaste, adrede o no, y al final no me enseñaste nada?, ¿quién más, si no tú, que me hundiste, me empujaste con indiferencia hacia el más allá?, ¿quién más, si no tú, el actual oponente de Suegro, autor de la famosa obra «La perestroika en Albania»?

Tendrás que escucharme, lo quieras o no.

De lo contrario, empezarás a verme por todas partes. De hecho, ya me puedes sentir, deberías hacerlo. Aún ahora, a menudo me recuerdas que no puedes dejar de hacerlo. Me aparezco ante ti por momentos como un fantasma. Me reconoces en la semblanza de un solitario transeúnte, te detienes con nerviosismo y quieres llamarme por mi nombre, aunque sabes muy bien que no estoy aquí, que no puedo caminar por las calles de Vilnius. Entonces ves la huella de mi cuerpo en el sofá de tu salón, como si acabara de levantarme y me hubiera ido, incluso te parece percibir mi olor, olfateas el aire con avidez como un gran perro emocionado. Hallas mi nota, escrita con esmero a lápiz, en el margen de tu libro y te sientas pensativo al lado del teléfono, decidido a contradecirme. Todavía te parece que estoy en algún lugar cercano.

En el fondo así es. No he desaparecido, estoy aquí. Y lo más importante, puedo escribirte cartas. Espero que las leas. Sé que lo vas a hacer.
.
.
.
De Memorias de una vida truncada (La Tortuga búlgara, 2025)

Deja un comentario