«Tipos de guerras», un ensayo sobre Osvaldo Lamborghini en «Enemigo pudor» de Luis Chitarroni
Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958-Ibídem, 2023). Crítico literario, narrador y editor. De la lectura lo esperaba todo, era su religión. A partir de 1986, convocado por Enrique Pezzoni, se desempeñó durante dos décadas como editor en Sudamericana a cargo de la colección Narrativas Argentinas, donde además, publicó a numerosos poetas: Alberto Girri, Susana Thénon, Amelia Biagioni, Néstor Perlongher, y Tamara Kamenszain, entre otros. En 2008 fundó el sello La Bestia Equilátera. Publicó los libros de narrativa El carapálida (1997); Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007); La noche politeísta (2019) y las colecciones de ensayos Siluetas (1992); Ejercicios de incertidumbre (2008); Mil tazas de té (2008); Breve historia argentina de la literatura argentina (a partir de Borges) (2019) y Pasado Mañana. Diagramas, críticas, imposturas (2020). Este año apareció su poesía reunida: Una inmodesta desproporción, editado por Mansalva.
Enemigo pudor reúne por primera vez en libro una serie de reseñas, ensayos, presentaciones y obituarios sobre poetas argentinos y europeos publicadas en diferentes medios gráficos entre 1982 y 2020, más algunos textos inéditos. Esta compilación, en la que Luis Chitarroni colaboró activamente hasta poco antes de su fallecimiento, pone de manifiesto el lugar central que ocupó la poesía en su producción crítica, y la fruición con que leyó a poetas de diversa índole. Podríamos decir que incluso los leyó hasta el punto de querer ver cómo leían, «como si ver a alguien leer —declaró en una entrevista— nos dejará asomarse a sus procesos mentales».
El volumen cuenta con textos críticos sobre la obra de Marianne Moore, Ezra Pound, James Joyce, William Empson, Francis Ponge, Gabriel Ferrater, Gerardo Deniz, Leopoldo Lugones, Carlos Mastronardi, Alberto Girri, Ricardo Zelarayán, Leónidas Lamborghini, Roberto Raschella, Alejandra Pizarnik, Osvaldo Lamborghini, Rodolfo Fogwill, Tamara Kamenszain, Arturo Carrera, Néstor Perlongher, Edgardo Russo, Sergio Bizzio, entre otros autores.
El ensayo «Tipos de guerras» sobre las Novelas y cuentos (1988) de Osvaldo Lamborghini que compartimos a continuación fue publicado por primera vez en Revista de Libros Babel, el 9 junio de 1989, en Buenos Aires. Este texto forma parte de la compilación Enemigo pudor de Luis Chitarroni.
Con esta publicación inauguramos nuestra nueva sección de «Adelantos literarios» en Revista Aullido.
TIPOS DE GUERRAS
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A Osvaldo Lamborghini le tocó, sin que amagara desentenderse, una tarea difícil e insidiosa. Cierto es que en una época de buscas exhaustivas, él había encontrado algo que parecía precozmente inútil, pero es cierto también que eso no avala sino de soslayo el reclamo que un medio pródigo en regateos, mezquindades y envidias, puede y podrá hacerle: «¿Qué hay en esta literatura aparte de su estentórea procacidad?» No es menester dar explicaciones; sí, remitir a esos lectores voluntaria o involuntariamente desorientados a las páginas 91/92, 174 a 178, 296/297 de Novelas y cuentos[1]. También en ellas faltan explicaciones, si bien se encontrará allí la voluptuosidad que la omisión adquiere en la obra de los grandes.
Lo que Lamborghini había encontrado, por lo demás, era un estilo, y ese estilo acarreaba un sistema de representación formidable. El valor de ese estilo debe apreciarse críticamente de acuerdo con el efecto de «oscilación/traducción» que Aira detecta en el prólogo. Podría decirse que mientras otros escritores entendían lo que leían, Osvaldo Lamborghini lo escribió, pero la fórmula es sospechosa. Está exactamente en el nivel pavote que hace de lo aforístico un abuso de confianza, algo que OL combatió, a su vez, convirtiendo al juego de palabras en una música sorda con la fuerza de un argumento tajante. (Atajar, tal es, ni más ni menos, una de las tácticas lamborghinianas por excelencia: tipos de guerras fabricados en el acto, a la defensiva pero con gran disimulo.)
Ahora bien, esa práctica tenía un antecedente que, valga la paradoja, se ubica después de Lamborghini, Borges, cuya estrategia fija con la lectura y su semejanza da otro resultado: literatura traducida. Lamborghini, como se verá, se detiene antes, haciendo que la lectura lo complique todo en una especie de festín autofágico que no tiene nada que ver con un ritual obsesivo, dejando a la lengua atragantada por su propia ingestión. Por lo tanto, y ese efecto de «oscilación/traducción» es la prueba, el carácter del hallazgo estilístico lamborghiniano parece confinarse a un género muy pequeño (minimal, dirían): la frase. Que la frase encuentre toda la violencia de una síntesis poética y que al mismo tiempo quede a un paso del programa narrativo, es improbable. Lamborghini lo logra creando un sistema del entre.
El entre de Lamborghini, método de acuñación de frases que se extiende y se expande a sus últimos trabajos —relatos y novelas—, obliga a un vaivén constante entre el idiotismo y la explosión de ingenio, entre el gesto hedonista y el ademán soez, entre el circunloquio modernista y la sentencia gauchesca, entre el cuarto de hotel y la hacienda, entre el ajedrez y la payana, entre la esgrima y el pugilato, entre el negociejo y la estafa de guante blanco, entre la entrada al salón literario y la salida del sindicato. Simultáneamente, el juego de representación que se formula resulta tan variado que el relato o la novela, por más dilaciones que sufra, no puede cortarse, a lo sumo proliferar en otra dirección (cfr. «El pibe barulo»). Ante ese estilo de la oportunidad y la viveza, la gran mayoría de los estilos de «redacción» de la narrativa argentina empalidecen, parecen sosos, insípidos, manuales de zonceras fantásticas. «Si la cultura es culpable», decía uno de los editoriales anónimos de Literal, «nuestra inocencia no tiene límites». Y ya que de inocencia se trataba, la literatura de OL es la primera que aparece con los rasgos y las fauces de la impunidad. Cuando el divertimento de una fracción local de aficionados y profesionales era la «transgresión», OL podía exhibir una larga lista, no ya de textos, sino de relatos y poemas y fragmentos de novelas que hacían imposible la lectura de los «textos», simplemente porque había atravesado lo aleccionador y convencional de esas bravatas y había llevado —él solo— ese malestar a un punto sin retorno. Esto es, a un lugar en que lo literario, lo inliterario, lo confesional y hasta lo autoconfesional se revelan vertiginosamente en una verdadera travesía del estilo que podría describirse también como una espiral de succión inagotable. Ni trampa ni prestidigitación: aplomo, ocurrencias y mucha lectura (la «paciencia el culo y el terror» que nunca le faltaron al Marqués de Sebregondi). Si se tiene en cuenta además que OL había devuelto a la intriga su carácter de arte refinado, nadie se sorprenderá de encontrar animosidades y terceros en discordia, intrusos en el polvo que este temporal levanta. De modo que ese periodo que avanza y se agazapa al mismo tiempo, tiembla y amenaza, se contorsiona, se pliega, responde antes de preguntar o pregunta para satisfacer una mera insinuación rítmica, atrasa todo desfallecer con una digresión melodiosa y avecina el tumulto, no sólo parece poner en un lugar secundario a la literatura que se producía simultáneamente sino acomodar en un lugar accesorio (casi diríamos funcional) a la literatura que lo antecede. El resultado respondió a una ambición personal, sin duda, como todas, pero el genio pertenecía a una persona, y se disolverá —esperemos— en la impersonalidad de la literatura, no en el culto del mito.
Durante bastante tiempo la literatura de Osvaldo Lamborghini fue custodiada por lectores amistosos, sin que existiera otro convenio para la exclusividad que el entusiasmo privado o la manía —mientras se publicaban libros en la Argentina— de coleccionar fotocopias. (Y no obstante, tampoco pareció existir para esos lectores una literatura más publicada que esas fotocopias; en esta irrevocable confusión entre lo público y lo privado acaso resida un grave error). Ahora, los lectores subrepticios, mientras el error empieza a disiparse, se vuelven a encontrar en el reino de la paradoja: pueden sospechar la hondura del misterio —porque la literatura de Lamborghini parece insondable— pero no pueden dar muchas explicaciones —porque no se trató nunca de un secreto profesional.
La terca y tersa unidad del prólogo de Aira a Novelas y cuentos, tal vez provenga de este hecho. Los hechos exigen demostraciones, a menos que la confianza en el juicio de los lectores demuestre lo contrario. La unanimidad y la concordancia que Aira evoca en el prólogo —tal vez para amplificar la cortesía— es, uno sospecha con mezquina previsión, ilusoria. El prólogo trabaja lo controvertido de un modo tan absorto y elegante que a menudo parece ilustrar una historia ausente. Pero, al fin de cuentas, hay en los argumentos del discípulo una ambigüedad depravada que siempre defraudará, a los detractores tanto como a los feligreses. Y es que unos y otros querrán un maestro constante o una aversión fija, una circunstancia sin yo o un yo con circunstancia. Nada les gustará leer, si de enemistad se trata, algo distinto de un epitafio. No querrán entender, si se trata de feligresía, que los excesos de taradez que acarrea un seguimiento menos distanciado volverían ilimitada la tarea de imitación. Aira los trata con despiadada ecuanimidad, y hasta deja asomar una clave en la parábola del magisterio que intercala: el maestro dice algo que el discípulo oye mal; el discípulo lee en la mirada del maestro (o en el pasado mismo) una especie de consagración del malentendido. En esa anécdota satori, el discípulo ya es, aparte de prologuista, maestro.
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[1] Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1988.
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De Enemigo pudor (Ediciones Seré breve, 2023)