Un texto atribuido a Pedro de Torres Rámila: edición y traducción de una elegía
Escribe | Daniel Río Lago
Agazapado entre amarillentos folios del siglo XVII y custodiado por algunos de los más brillantes nombres de la literatura española del Siglo de Oro, dormía en la Biblioteca Nacional de España un pequeño poema en latín que hubiera pasado completamente desapercibido de no ser por el nombre del autor que encabezaba la composición: Pedro de Torres Rámila. De este personaje se conocen, apenas, un puñado de datos y notas sobre su vida y su obra, y no se ha conservado ningún volumen que haya llegado hasta nuestros días. Pero en este momento en el que ha salido a la luz, casi por azar, este texto, es mi intención editarlo y traducirlo para darlo a conocer.
La edición de esta obra ha acarreado fuertes limitaciones a la hora de enfrentarme a la tarea: la principal es que, al no existir otros testimonios del mismo texto no se ha podido realizar algunos de los procesos naturales de la edición: una collatio (colación), una correcta examinatio (examen) de las variantes, ni un stemma codicum; por lo que he decidido, y creo que es lo más apropiado, realizar una transcripción y edición, atendiendo a las escasísimas variantes, fruto de la corrección del copista, que nos ofrece el texto original. Además, la edición del texto se acompaña de un comentario que trata desde la elegía funeral como género en el Siglo de Oro, hasta los paratextos que se contienen dentro de la composición.
Son muchos y notables los poetas que escribieron las obras que en este manuscrito se contienen aprovechando el pretexto de la celebración de las honras fúnebres del finado: el Conde de Villamediana, Luis de Góngora, Francisco López de Zárate, Lope de Vega, entre otros. El manuscrito se inicia con una crónica de Manuel Ponce sobre la vida y muerte de Rodrigo Calderón, y le siguen el resto de composiciones poéticas, comenzando por el epitafio de Juan de Tasis y Peralta, Conde de Villamediana. Éste es uno de esos ejemplos donde, como dice Camacho Guizado:
«Cientos de poetas escribieron, durante el siglo XVII, miles de versos elegíacos; al fallecimiento de un rey, de una reina o un príncipe, de un noble o de un poeta famoso, cada ciudad española reunía a sus ingenios para componer larguísimas “coronas funerales” poéticas». (1969: 155)
La obra que ha motivado la realización de este trabajo está escrita en ff. 48r-48v y es una elegía en honor de Rodrigo Calderón, con la pretensión de consolar al hijo del fallecido: Francisco Calderón. El texto es una elegía en lengua latina, siguiendo los modelos de la antigüedad clásica, en alabanza del difunto Rodrigo Calderón.
La elegía funeral en el Siglo XVII
Antes de adentrarnos en el texto, creo que es necesario y oportuno realizar una sucinta semblanza de la elegía, en concreto de la elegía funeral del Siglo de Oro español, para poder adquirir un mayor conocimiento de la propia composición. En palabras de Germán Bleiberg y de Eduardo Camacho Guizado:
«En su origen, la elegía era una composición fúnebre o poema dedicado a la muerte de una persona querida. Este sentido estricto del poema elegíaco fue ampliándose hasta convertirse en una “lamentación” por diversas causas […]» (Bleiberg 1952: 228)
«[…] la elegía abarca un campo de enorme amplitud. Podría caber en ella casi toda la gama de sentimientos comprendida entre el lamento por la muerte de una persona querida y “los asuntos placenteros” […]» (Camacho Guizado 1969: 10)
Durante el Renacimiento italiano, comenzó a surgir una nueva tendencia literaria: realizar justas poéticas en alabanza de un prócer de la sociedad tras su fallecimiento, composiciones de diferentes participantes que posteriormente eran publicadas en conjunto. Ese es el motivo de que en el manuscrito aparezcan composiciones de dispares poetas españoles. La primera de estas justas fue la que se realizó en 1442 en honor de Niccolò d’Este. Así lo expresa Paul Oskar Kristeller:
«Another type of funeral literature, […] continues an innovation of the Italian Renaissance and spread from Italy in the sixteenth century to the other European countries […] the poetic or literary contest upon the death of a celebrated person that results in the publication of a miscellany of compositions by different authors». (1984: 419)
Dentro de la elegía funeraria del Renacimiento, las características más representativas son: presencia del mundo clásico y de sus autores, la cultura del Renacimiento italiano a las que se suman los elementos de la literatura nacional, siendo su máximo representante en España Garcilaso de la Vega.
Cuando el Renacimiento y sus modelos aterrizaron en España, fueron absorbidos y asimilados. Como ya se ha advertido, la variedad temática es amplísima, hasta el punto de tornarse indeterminada. «Y aun más amplias son las incertidumbres cuando pretendemos adentrarnos en la trayectoria del género en nuestras literaturas áureas» (Martínez Ruiz 1996: 293).
Pero con la llegada el siglo XVI, las variedades temáticas de la elegía se limitan a dos campos fundamentales: el amor y lo fúnebre. Sin embargo, durante el siglo XVII el género elegíaco toma un nuevo rumbo, centrándose por completo en el encuentro con la propia muerte como elemento temático exclusivo. «Sufre un proceso de especialización temática» (Martínez Ruiz 1996: 295). Uno de los principales motivos por los que la elegía prescinde de la temática amorosa es la visión del propio hombre del barroco: la muerte como una máquina imparable.
El arquetípico esquema de la elegía funeral en España lo estableció Garcilaso de la Vega en su obra Elegía al duque de Alba en la muerte de don Bernardino de Toledo con tres apartados fundamentales: consolatio, cuando se dirige a una persona en concreto con la función de consolarle por la pérdida de un ser querido, conteniendo preceptos y conocimientos morales, lo que Martínez Ruiz llama «elegía reflexiva» (1996: 297); lamentatio, en este caso la presencia del dolor puede ser realmente sufrida por el poeta, «la visión de la muerte se hace más directa y amarga» (Martínez Ruiz 1996: 298); y laudatio, la muerte se cobra la vida de un personaje célebre o influyente, pero los lazos y sentimientos con el compositor son más ligeros y, a veces, inexistentes.
Pero no siempre se respeta este esquema ni se respetan los tres apartados que estableció Garcilaso; se puede aplicar un solo apartado o dos. En el caso de nuestra composición, el destinatario no tiene una relación estrecha con el autor y el dolor puede que no sea tan sentido, una especie de nostalgia ficticia o fingida.
Sin embargo, es cierto que su presencia e influencia en la sociedad de la época hacen de él un personaje célebre, lo que le hacía merecedor de unas honras fúnebres y de una justa poética en su honor y, por ende, numerosas elegías en alabanza de su figura —aun a pesar de que la intención primigenia de las composiciones fuese la de consolar al hijo de Rodrigo Calderón; la consolación se recarga de retórica vacía y pierde su esencia primigenia—. En este caso, se impone la laudatio frente al resto de las secciones estructurales que determinó Garcilaso. La obra objeto de nuestro estudio creo que se puede definir con las acertadas palabras de Martínez Ruiz:
«[…]la gendilocuencia expresiva y el anquilosamiento de estructuras y núcleos temáticos conducirá muy normalmente a una acusada sensación de retórica hueca, de distanciamiento, de falsedad poética». (1996: 301)
A mi juicio, aun con su brevedad, esta composición peca de un exceso de adulación y de recargo, Guizado en su obra lo define de una manera muy acertada:
«El servilismo y la adulación son las notas características de la mayoría de estos poemas panegíricos, funerales o no, junto a la retórica huera y afectivista, la exageración, la hipérbole injustificada y la falta de autenticidad poética y humana». (1969: 156)
Este resultado se debe a la concepción del mundo que tenía el hombre de la España del siglo XVI y XVII. La visión del mundo estaba determinada por la conciencia de la unidad nacional dentro de la idea del imperio, situándose los modelos de la sociedad más próximos a los nobles —muchos poetas pertenecían a esta clase social— y militares que al pueblo (Camacho Guizado 1969: 124).
La finalidad última es lanzar la figura del finado al palmarés de los héroes, una especie de apoteosis al modo de los grandes emperadores de la Roma clásica.
El protagonista de la composición y el autor
Para poder comprender el texto en toda su profundidad, considero que es necesario conocer la figura ensalzada en la elegía: Rodrigo Calderón. Para ello he reseñado los datos que he creído necesarios para poder aclarar pasajes oscuros de la composición, pasajes que sin las notas biográficas quedarían para el lector sin ningún sentido. Además, también quiero delinear la desconocida y oscura figura de Pedro de Torres Rámila, autor del texto.
En cuanto a Rodrigo Calderón. Nacido en un momento de gran tensión política, social y religiosa, su familia tuvo que salir de la ciudad de Amberes, donde su padre estaba destinado como capitán, durante el saqueo de la misma[1] y, años después, previo paso por la ciudad de París, recalaron en la ciudad de Valladolid, villa natal de los padres de Rodrigo Calderón, donde su familia gozaba de cierto prestigio por poseer títulos de hidalguía durante dos generaciones. Allí comenzó estudios de Gramática en la Universidad, de donde parece borrarse en enero de 1591 (Carrascal, 1997).
Desde el puesto de regidor de Valladolid y con su poder e influencia, el padre colocó a su hijo al servicio de la Casa de Denia, bajo la protección de Don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, futuro primer Duque de Lerma. Granjeándose la confianza del príncipe Felipe desde muy temprano, aconteció su nombramiento como caballerizo mayor del príncipe en 1598 (Martínez Hernández, 2009), convirtiéndose así en el valido del futuro Felipe III.
Con la posición de poder de su señor, Rodrigo Calderón, astuto y avezado, fue nombrado ese mismo año secretario personal del Duque de Lerma, Custodio de la bolsa de los papeles y, tiempo después, ayuda de cámara del rey, creciendo su poder e influencia hasta el punto de convertirse en preferido de quien poseía el cargo no oficial de valido.
La meteórica carrera culminó con su nombramiento como secretario de la recién creada Cámara del Rey. En este momento promovió, junto con el duque de Lerma, el traslado de la capital de Madrid a Valladolid. Por estas fechas se casó con Irene de Vargas, señora de la Oliva, haciéndose don Rodrigo con una considerable fortuna. Y en el mayor esplendor de la ciudad de Valladolid, capital del reino, el obtuvo el patronato del convento de Porta-Coeli[2], a semejanza del duque de Lerma que era patrono del monasterio de San Pablo. Su poder aumentó tan rápido que, en palabras de Margarita Álvarez Marín:
«[…] adquirió mucho poder, hacía y deshacía a su antojo, otorgaba a quien más le daba y denegaba lo que no quería. Todo esto propició que se hiciera, por un lado con una considerable fortuna y, por otro, con muchos enemigos». (2003: 211)
Con la Corte de nuevo asentada en la ciudad de Madrid, atendieron en palacio el doctor Mercado y su ayudante, Antonio de Espinar, el parto de la reina, Margarita de Austria-Estiria. Muerta de sobreparto, aquí comienza el ocaso del valido. La muerte de la reina no fue más que una gran oportunidad para los acérrimos enemigos de Calderón, que ansiaban verle caído en desgracia desde hacía tiempo. Un franciscano descalzo, Juan de Santa María, y la agustina, reformadora y priora del convento de la Encarnación, Mariana de San José, se dedicaron con total vocación al intento de destruir a don Rodrigo.
El motivo de esta inquina surge «a raíz de la petición que [don Rodrigo] sometío al Rey para evitar la creación de nuevos conventos» (Diallo 2009: 28). Todas las posibilidades que intentaron llevar a cabo los religiosos fueron rechazadas: la primera, poner de su parte a la reina, algo que no les resultó complicado por la animadversión que ésta sentía hacia el valido, según Margarita Álvarez Marín:
«Su antipatía le venía porque recién llegada, Rodrigo influyó sobre Lerma para que se volvieran a Viena la mayor parte de sus sirvientes, algo astutamente pensado con el fin de controlarla mejor. Esto no se lo perdonó nunca la Reina. De este modo, empieza a influir en su esposo Felipe III, para que le alejaran de la Corte». (2003: 215)
La segunda, aprovechando la muerte de la Reina y sin ningún tipo de reparo o aprensión, inocularon en el Rey la idea de que Calderón había conjurado para conseguir la muerte de la Reina. Este rumor aumentó cuando, poco después del fallecimiento, don Rodrigo otorgó al doctor Mercado y a Antonio de Espinar unos privilegios que buscaban desde hacía tiempo (Diallo 2008: 29). El monarca permaneció firme y no hizo demasiado caso ante los envenenados rumores orquestados por lo clérigos, pero algo debió de cambiar en su interior, ya que en 1612 envió a Calderón como embajador a Flandes y a Francia, alejándole de esta manera de la Corte y mermando así su influencia y poder.
Sin embargo, fue tan prolijo en su trabajo que el Rey le nombró marqués de Siete Iglesias[3]. Así como su poder, dignidades e influencia aumentaron, tanto o más el odio de sus adversarios. La acusación de regicidio cayó, como el resto de denuncias, en saco roto; finalmente, el número de enemigos se amplía y dos poderosos hombres, motivados por los celos, la ambición y el odio, entran en el juego: Cristobal Rojas y Sandoval, duque de Uceda e hijo del duque de Lerma, y Gaspar de Guzmán, el que sería conocido a lo largo de la historia como el conde-duque de Olivares. Querían eliminar la influencia del valido personal del rey, el duque de Lerma, y, también, la del marqués de Siete Iglesias para acceder a los puestos de confianza de Felipe III.
Estos intentaron, realmente sin ningún éxito, combatir las intrigas de sus adversarios con dos tácticas: la primera, introducir a alguien de su confianza en el entorno del Rey; la segunda, realizar una gran fiesta, perdición y debilidad del monarca, para que se distrajese y no se percatara de las intrigas palaciegas. Recurrieron el duque de Uceda y el futuro conde-duque de Olivares a dos religiosos que gozaban de gran prestigio por parte del rey: el padre Florencia y Luis de Aliaga, confesor del rey. Las presiones de los religiosos dieron por fin los frutos deseados por los enemigos de don Rodrigo.
Felipe III decidió acabar con la relación de confianza que le ligaba con el duque de Lerma y con don Rodrigo Calderón. Viendo el declive de su poder, el duque toma los hábitos y se convierte en el cardenal de San Sixto, dejando a su suerte a don Rodrigo. Éste huye a Valladolid apartándose de la corte y de sus enemigos, pero la inquina de estos le perseguirá, hasta que en febrero de 1629 es arrestado y desposeído de todas sus propiedades y dignidades.
Se precipitó desde lo más alto y la caída no había hecho nada más que empezar. Viajando por diferentes cárceles de España (Castillo de la Mota, Montánchez, etc.) finalmente tuvo por prisión su propia residencia de Madrid. Se le acomodó una estancia para que en ella permaneciese encerrado «sin apenas recibir visita y vigilado por dieciocho guardias» (Diallo 2009: 34).
Fue acusado de los asesinatos de Francisco Juara, de un fraile y de la Reina Margarita de Austria, entre muchos otros cargos:
«A don Rodrigo se le imputaban «doscientos y cuarenta y cuatro cargos, entre los que figuraban faltas y abusos en el desempeño de su oficio en el tiempo que había sido secretario de la cámara, haber proferido palabras de desacato contra el rey y la reina, haber hecho una opulenta fortuna, haber usado hechizos […]». (Álvarez Marín 2003: 215)
Fue sometido a tortura. Confesó tan solo la participación en el asesinato de Francisco Juara, algo que ya había confesado antes de recibir suplicio.
Llegado el día del juicio y muerto Felipe III[4], el nuevo rey, Felipe IV, ordena que se abra el proceso y que los jueces dicten sentencia. El dictamen solicitaba la pérdida de todas las posesiones de don Rodrigo, la pérdida de sus títulos, el pago de una fuerte multa y, por último, la pérdida de su cabeza. El 21 de octubre de 1621, «vestido con una loba grande bayeta y un capirote en la cabeza» (Álvarez Marín 2003: 219), Calderón fue llevado al cadalso donde fue degollado. Enterrado el cuerpo durante un tiempo en el convento de los Carmelitas descalzos, se trasladó a Valladolid para recibir sepultura en el convento de Porta-Coeli.
Una vez se ha esbozado el perfil de Rodrigo Calderón, es nuestra tarea escribir algunas notas sobre el autor de la composición que nos concierne en este artículo: Pedro de Torres Rámila.
Nacido en Villarcayo, provincia de Burgos, en 1583 (Entrambasaguas 1967). Viajó de joven a Madrid, poniéndose al servicio del Duque de Monteleón. Gracias al patronazgo pudo estudiar en la Universidad de Alcalá y viajar por Italia, aproximándose a la estética renacentista italiana y donde conoció al que sería amigo e influencia: Suárez de Figueroa.
Al regreso de Italia y habiendo adquirido el título de Maestro en Artes, disfrutaba de una posición económica desahogada, fruto de su puesto de profesor de Gramática en la Universidad y de su cargo de sacerdote, y decidió dedicarse a la composición literaria, tintado de infulillas de poeta (Conde Parrado 2012: 37), alcanzando la gloria no por sus producciones literarias o universitarias, sino por declararle una guerra feroz a Lope de Vega[5], de la que salió mal parado, ese «quien hoy sería un personaje casi desconocido de no haber puesto en circulación la […] Spongia» (Conde Parrado 2012: 38).
La finalidad de Rámila era derrumbar por completo toda la producción de Lope. No se conoció ninguna producción suya después de la famosa Spongia[6], de la que no se ha conservado ejemplar alguno, probablemente por el esfuerzo y dedicación de Lope y sus amigos para hacerla desaparecer, hasta el descubrimiento de este nuevo texto, posterior a la composición del envenenado dardo de Torres Rámila.
El estudio del texto
Referente al epitafio, una vez realizado el análisis métrico, podemos determinar que es una composición de dísticos elegíacos; su estructura métrica se fundamenta en la alternancia del hexámetro y el pentámetro, estando conformado por un total de siete estrofas.
El poema cuenta a modo de alabanza los últimos momentos del valido, sirviéndose de algunos de los tópicos más recurrentes en el Renacimiento: tópico del soldado cristiano, muerto al servicio de Dios; el tópico del mare malorum; la metáfora del Estado como un navío que tripuló el finado; la cambiante e inestable fortuna; la muerte digna, propia de un soldado; la ausencia de temor ante la muerte, entre otras.
En cuanto a las referencias clásicas, llama la atención a primera vista el final del epitafio: Edocet his tumidos, exemplo disce viator/ et meritas solves si memor inferias (Con esto enseña a los soberbios, aprende con/ su ejemplo caminante y, si te acuerdas, ofrécele honras meritorias). Este final recuerda a las inscripciones funerarias latinas, esas inscripciones parlantes que interpelaban al caminante, que le pedían unos momentos de su tiempo para que dirigiese la mirada a la lápida. Además, creo que resuenan ecos catulianos en este final, con el que se recuerda el poema 101, dedicado a la muerte de su hermano:
«Multas per gentes et multa per aequora vectus
advenio has miseras, frater, ad inferias, […]» ( Merril ed.)
Horacio también hace acto de presencia en la elegía con una de sus citas más celebradas y conocidas de su Ars Poetica, obra de fuerte influencia entre los preceptistas como Rámila:
«ego nec studium sine divite vena, nec rude quid prosit video ingenium» ( Rushton Fairclough 1926: 484)
Pero, ¿cuál fue el motivo que empujó a Manuel Ponce a añadir una composición de Pedro de Torres Rámila en esta obra? Entre los años que mediaron entre el fin de su servicio al Duque de Monteleón y la publicación de la Spongia, Rámila comenzó a relacionarse con Manuel Ponce, además de con otros escritores[7]. Esta relación, que con el tiempo se cristalizó en una amistad, fue, a mi juicio, el motivo por el cual aparece en esta obra la citada composición.
Descripción, datación y procedencia del manuscrito
En cuanto al manuscrito, está custodiado en la Biblioteca Nacional de España con la signatura Mss/9348, titulado: Varios epitafios y elogios, escritos en alabanza de la cristiandad y valor con que murió su padre, Rodrigo Calderón, dedicados a su consuelo, manifiestos al ejemplo común. Compuesto en papel, escrito en letra humanística del siglo XVII, encuadernado en pergamino y mantiene un estado de conservación bueno.
Para poder aproximarnos lo máximo posible a la datación del manuscrito tomaré como terminus ante quem el colofón del manuscrito que dice: Don Juan de los Ríos casó a 28 de febrero de 1659 con Doña Antonia Sánchez, vecina de Alcalá. Indica que el manuscrito fue culminado el 28 de febrero de 1659. Como terminus post quem tomaré la muerte del propio Rodrigo Calderón, 21 de octubre de 1621. Creo que, aun a riesgo de equivocarme, la datación del manuscrito no puede ajustarse más y nos delimita la fecha de composición de la elegía en, aproximadamente, unos treinta años. La procedencia del manuscrito que aquí nos ocupa se explica por la donación que los herederos del erudito Pascual de Gayangos hicieron a la Biblioteca Nacional de España en el siglo XIX.
Cotejadas las manos del manuscrito podemos afirmar que no es un autógrafo de Torres Rámila, sino que fue copiado, probablemente, por la mano de Manuel Ponce. He llegado a esta afirmación tras comparar la grafía de este manuscrito con otros escritos por Ponce, como el titulado Papeles de diferentes materias políticas y de buen gobierno[8], guardado en la Biblioteca Nacional de España y que contiene la «Oración fúnebre a la muerte de Rodrigo Caderón» del propio Ponce.
Edición del texto original de Torres Rámila
Sederat in puppi mundi moderamina tractans
regis amor procerum non levis arte timor.
Cuncta dedit precibus; congessit divite vena
portat ab Eois quae vaga cymba mari.
Corruit infelix ferrata compede vinctus
fortunae instabilem pressit ultramque rotam.
Et iugulat tandem populo maerente securis
cui maledicta tulit tunc nova facta refert.
Despuit infamem victo non pectore mortem
christiados miles principis instar obit.
Fama pias tolit non has lacrimabilis urnas
sed templum, superit posteritate dies.
Edocet his tumidos, exemplo disce viator
et meritas solves si memor inferias.
Traducción
Había estado sentado en la popa, rigiendo el
timón del mundo[9], él, preferido del rey y temor
de los nobles por sus sutiles habilidades.
Dio todo por las súplicas; amasó una fortuna
por su fecundo talento[10] que portaba una barquita errante por mar desde las ……………………………………………………………………………….[tierras orientales.
Cayó desdichado y vencido por grilletes, y pisó la
inestable rueda de la fortuna.
Y el hacha ante el pueblo entristecido degolló al
que soportó las críticas; ahora cuenta sus últimas hazañas.
Miró a la infame muerte por encima del hombro
con el honor intacto, murió un soldado de la
misma forma que los príncipes cristianos.
La Fama no construyó estas urnas fúnebres sino
un mausoleo, perdurará días y días hasta la eternidad.
Con esto enseña a los soberbios, aprende con
su ejemplo caminante y, si te acuerdas, ofrécele honras meritorias[11].
BIBLIOGRAFÍA
ÁLVAREZ MARÍN, M. (2003) Personajes en tierras de Medina. Entre Medina y Siete Iglesias: de la familia del Cid a los indios Aullagas del Perú, Valladolid: Diputación de Valladolid.
BATAILLON, M. (1969) Pícaros y picaresca: La Pícara Justina, Madrid: Taurus.
CAMACHO GUIZADO, E. (1969) La elegía funeral en la poesía española, Madrid: Gredos.
CARRASCAL, F. (1997) Don Rodrigo Calderón: entre el Poder y la Tragedia, Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid.
CONDE PARRADO, P. (2012) “Invectivas latinescas. Anatomía de la Expopulatio Spongiae en defensa de Lope de Vega”, Castilla Estudios de Literatura, No. 3, pp. 37-93.
DIALLO, K. (2009) La figura de Rodrigo Calderón a través de la literatura (s. 17-21),Madrid: Universidad Complutense.
ENTRAMBASAGUAS Y PEÑA, J. (1967) Lope de Vega, Madrid: Librería de Victoriano Suárez.
GARCÍA, M. (2003) “La elegía funeral”, Cancionero General, no 1, 51.69.
KRISTELLER, P. O. (1984) Studies in Renaissance thought an letters, Roma: Storia e Letteratura.
LÓPEZ GÓMEZ, E. (2013) “Las claves secretas de Rodrigo Calderón”, Funciones y prácticas de la escritura: I Congreso de Investigadores Noveles en Ciencias Documentales, Paloma Cuenca Muñoz (coord.), Madrid: Universidad Complutense y Ayuntamiento de Escalona, 123-128
MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, S. (2009) Rodirgo Calderón, La sombra del valido: privanza, favor y corrupción en la corte de Felipe III, Marcial Pons, Madrid.
MARTÍNEZ RUÍZ, F. J. (1996) “Hacia una caracterización de la elegía funeral barroca” , La elegía, Encuentro Internacional Sobre Poesía del Siglo de Oro III, Begoña López Bueno (coord.), Sevilla y Córdoba: Universidad de Sevilla y Córdoba, 293-316.
TUBAU, X. (2010) “Temas a ideas de una obra perdida: La Spongia (1617) de Pedro de Torres Rámila”, Revista de Filología Española, Tomo 90, Fasc. 2, pp. 303-330.— (2005) “Aristóteles y el lugar de Lope en la literatura”, Criticón, No.11, pp. 233-241.
NOTAS
[1] Entre los días 4 y 7 del mes de noviembre de 1576, al no haber recibido sus honorarios, las tropas, alemanas y españolas, asediaron y saquearon la ciudad de Ambreres.
[2] Hoy en día puede verse en este convento la momia de don Rodrigo Calderón.
[3] Desde octubre de 1607, hasta su muerte en 1621 fue marqués de Siete Iglesias. Pasó a sus manos comprándosela a don Francisco de Aranda y Quiñones.
[4] 31 de marzo de 1621.
[5] Tan solo pretendo realizar y semblanza del autor en este trabajo y no una exhaustiva biografía por disponer de otros magníficos trabajos que tratan este tema con mayor profusión y de manera prolija: ENTRAMBASAGUAS (1967) es una obra indispensable; y CONDE PARRADO (2012).
[6] Para aproximarse de manera detallada a esta Guerra Literaria los trabajos de Xavier Tubau (2010) y de Pedro Conde (2012) son obras indispensables
[7] Como: fray Lucas de Montoya, Juan Pablo Mártir Rizo, Luis Vélez de Guevara, Luis Tribaldos de Toledo, etc (ENTRAMBASAGUAS 1967: 74)
[8] Signatura Mss 290
[9] La noción del gobernante como un hábil marinero que con pericia se desliza por las aguas de la corte es un tópico muy extendido en el Renacimiento Europeo.
[10] El sintagma divite vena es, a mi juicio, un referencia al verso 409 de la Espistula ad Pisones de Horacio, como ya he advertido en la página 11, de ahí la traducción que he ofrecido.
[11] Un cierre de apitafio al estilo de las inscripciones funerarias latinas.