«Oceanía y el arte», una traducción de un ensayo de Tristan Tzara
Traduce | Manuel Puertas Fuertes
Cuando en 1952 Tristan Tzara preparaba Lampisterías, donde incluyó los siete manifiestos dadaístas y algunos de sus escritos sobre arte desde 1925, seleccionó, ordenó y corrigió los que conformarían una obra titulada El poder de las imágenes, trabajo que finalizó en 1956. A la vez hizo lo propio con sus textos sobre poesía que bautizó como Las esclusas de la poesía, no porque las considerara disciplinas artísticas diferentes, (Dada abolió los géneros con la idea de que la creación es un impulso, una actividad de origen único) sino por una cuestión meramente pragmática. Ambos libros son fundamentales para explicar el origen y desarrollo del pensamiento artístico vanguardista de inicios del siglo XX. Tzara instigador y analista desmenuza aquí sus tesis, esos cimientos sin los cuales el arte subsiguiente no podría entenderse.
Su importancia reside en su esencialidad. Básicamente utilizando la dialéctica hegeliana y el psicoanálisis perfeccionado por Carl Jung, cual dos bisturís precisos, resitúa la evolución del arte desde tiempos primitivos hasta nuestros días. Contraponiendo los conceptos de arte como actividad del espíritu, poesía latente, pensar no dirigido, con el de arte como medio de expresión, poesía manifiesta, pensar dirigido disecciona con precisión quirúrgica las diferentes épocas del desarrollo artístico.
Su permanencia, aun siendo un efímero movimiento, su inmensa influencia son tentáculos perceptibles incluso en nuestros días, esta basada en la radicalidad de sus principios. Ya nada después podía ser igual, tras la provocación de la destrucción de todos los conceptos culturales, artísticos, políticos, sociales, morales, religiosos y económicos… Tras la proclamación de la pena de muerte de las costumbres y de las tradiciones, de las hipocresías y de las guerras, de los odios y las miserias… Se planteaba un nuevo mundo, un «Art Nouveau» como dijo su amigo Guillaume Apollinaire.
Es interesante señalar que ya en 1937, Tzara, era coleccionista de máscaras y estatuas africanas, fundó junto con Paul Rivet, André Chamson, Jean Lurçat y otros la Asociación popular de amigos de los museos, base de la introducción del arte «colonial» en un pabellón del Museo Louvre y germen del futuro Musée du Quai Branly que reúne más de trescientas mil piezas de este arte.
Perteneciente a la primera selección en cuarto lugar aparece este «Oceanía y el arte», écfrasis en prosa, con ese hermoso y lapidario final que no es sino la traducción del origen etimológico de la palabra poesía ( ποιέω, «hacer» o «crear»).
Tristan Tzara, poeta, autor dramático, ensayista, coleccionista de arte oceánico, precolombino y africano, cofundador del primer museo de este tipo de artes primitivas, activista poético, comunista fiel, dadaísta, etcétera. Él es poco apreciado en Francia, prácticamente desconocido en España y su obra permanece hasta nuestros días inédita en castellano, excepto los Manifiestos, sus Primeros poemas en rumano y las dos versiones de su único poema que podríamos llamar de tipo épico El hombre aproximativo y De nuestros pájaros.
La traducción del texto «Oceanía y el arte» ha estado a cargo de Manuel Puertas Fuertes, quien ha trasladado buena parte de la obra de Tzara a nuestro idioma por más de 20 años. El conjunto de este material se mantiene inédito, hasta el momento.
Oceanía y el arte
Una sombra de cristal –una lágrima sobre la arena– dos niños cogiéndose de la mano. El animal que veis no es el que creeís. El miedo que teneís no es el que creeís. El ojo que lloraís no es el que veis. Es siempre en lo extenso, donde late el agua de creaciones informes, donde el círculo se cierra y donde los pájaros-fantasma guían las corrientes de los destinos hacia nuevos secretos.
Así, entre la visión y la fe, entre la vida y su proyección sobre la pantalla sumaria del reloj, –hablo del reloj, aquel cuyas agujas sujetan firmemente un globo que no está dispuesto a ceder-, entre el mito y el objeto, el inconmensurable poder del alma y el triste detritus de tierra, entre su aspecto y su consciencia, entre lo que es amor, más ilimitado que nos parece el espacio, y lo que en todo esto corta el rayo de luz del sol-, el hombre corre con los cordones de su creatividad atados de un extremo a otro. Establece relaciones múltiples y directas de ideas tan breves como irrealizables entre elementos opuestos. El hombre corre de una a otra dificultad con una precipitación de evocaciones, y por supuesto, tan misterioso que lo que se ve es el estado lejano e invisible de lo que está oculto e intangible.
En ningún lugar el orgullo del hombre fue conducido a más cristalinas alturas que en estas máculas de tierra, estos archipiélagos impresos con la tinta de las desbordantes multitudes: Melanesia y Polinesia.
La sensibilidad del niño es desde siempre lo que nos afecta en lo más recóndito de nosotros mismos. En su poder nuclear de interpretación están reunidas fuerzas primordiales e ignotas. Conocemos demasiado superficialmente las afinidades de sentimiento o simpatía de los niños que les conducen a dar forma a grupos estrictamente cerrados, los clanes, a la eclosión de mitos, a la adoración de muñecas, de juguetes, esos tótems familiares, a los disfraces, al estilo ornamental y figurativo de sus dibujos, a la invención de palabras y lenguajes secretos, al valor de los símbolos y a muchos otros fenómenos que el tiempo ha cubierto con una insuperable capa de olvido e indiferencia. Incluso si las experiencias que consisten en sustraer a los niños de cualquier ambiente activo, pudieran demostrar, aunque de una manera relativa, el mecanismo lógico de algunas organizaciones humanas, el problema, replegado ya siempre a esferas intangibles, a pesar de los hábiles sondeos conseguidos, no estaría menos vigente…
Solo la acción poética, al imponerse como un absoluto evidente y al aplicarse a ella con el fanatismo de una sanción definitiva, impelido hasta perder su razón y sentimiento, puede reducir las antinomias entre el objeto y su sentido. Pero mientras entre los pobladores de Oceanía los resultados de estas operaciones colectivas adoptan ante nuestros ojos el valor de obras de arte, en nuestras sociedades llamadas «civilizadas» no sobrepasan el nivel de unas vagas e híbridas supersticiones.
Esto es la poesía, una de las mayores armas de la humanidad. No se escribe, vive en las profundidades del crisol donde se precipita cualquier cristalización humana, cualquier condensación social, por simple que parezca. Es ese arma sin método que otorga al hecho su significado y que surge de las preciosas profundidades de las fuentes innatas e incuestionables. De sus posibilidades nació la creación del mundo.
Poco importa la simplicidad de una ideología de ésta naturaleza, porque, revestida de experiencias milenarias, nutrida por sus propias inquietudes, inmediata, necesaria, total, su fruto revela esa chispa de emoción tentacular ante la que palidecen nuestras mezquinas y tenaces convicciones. Una indescifrable dificultad se produce cada vez que se cuestiona el canibalismo entre los pueblos de Oceanía. Me inclino a creer que ahí tienen su origen los restos de canibalismo de nuestra sociedad, porque la hipocresía en materia sexual desde hace ya mucho tiempo se ha convertido en un dogma que desnaturaliza las funciones naturales y primarias de la existencia. ¿Porqué se obstina en no ver en este fenómeno sino actos de aberración y perversidad en vez del hecho ritual no exento de grandeza ni de imaginación?
Una función lógica de un orden superior rige el mundo de Oceanía. En su investigación dilapidamos lo más deslumbrante de nuestra noche. ¿Por qué fastuosa reglamentación de ignotas leyes, por qué feroz mimetismo cerebral llega la misteriosa construcción del espíritu, emanada con tan poca consistencia, a levantar tan gloriosos embrollos? Nadie ha atisbado aún el alcance de semejante eclosión.
El símbolo adquiere su aspecto concreto desde que la histriónica tragedia de la incompatibilidad de las cosas desarrolló sus crueles premisas.
Es él quien, subrepticiamente, provoca nuestras esperanzas y nuestras desesperaciones, conforme a las leyes de asonancia y analogía, desde que la obra creadora ha reconquistado, en el orden mitológico de nuestros sedimentos de memoria, su autonomía y su soberanía.
Pero la razón por la cual, entre los pueblos de Oceanía, este símbolo sólo se desarrolla en series familiares, jerárquicas o no, nos es desconocida. Una voluntad de hieratismo dicta con una inverosímil severidad la uniformidad de un tipo y de un estilo en cada región donde una solución ha adoptado forma de necesidad. Familias de ídolos pueden emparentarse, permanecerán siempre estrictamente encerradas en rígidas leyes como el coral. Miembros de esas familias pueden evolucionar, cambiar de aspecto, nunca perderán la semejanza con sus antepasados.
En cada pueblo, en cada tribu, en cada familia vive, simétricamente, paralelamente a ellas, otra población, otra tribu, otra familia de fetiches, de máscaras y de objetos. Son éstos últimos los que preservan el espíritu vital de la raza, y no es cierto que rodeados de semejante energía insinuada los seres humanos sólo sean títeres bien intencionados.
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La obra de arte no es un mero objeto de diversión. Sin embargo aún hoy son numerosos los que han escogido por su propia satisfacción semejante propuesta. La obra de arte intenta no solamente liberarse de las débiles condiciones humanas, sino también dominarlas. Su vida intrínseca presenta, salvando todas las distancias en relación con los problemas de la vida actual, el mismo carácter de misterio e inconsecuencia que admiramos en el arte de Oceanía. Lo que habitualmente llamamos estética no puede aplicarse a una ni a otra de estas artes, su burda red de mentiras y de absurdos no deja pasar ya nada de lo que hoy nos interesa. Aunque una sorda oposición se manifiesta contra la elaboración de nuevos criterios estéticos, es en virtud de este principio de vitalidad que desea con la misma intensidad que belleza y fealdad sean ambivalentes, cómo afirmación y negación han conquistado ya una equivalencia de niveles en el terreno de las ideas y no demuestran ya nada en cuanto a la naturaleza profunda de cualquier manifestación espiritual.
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Sólo a la luz de la poesía puede lograrse alcanzar el misterio creador del arte de Oceanía.
De las posibilidades de la poesía nació la creación del mundo.
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