Narrativa letona: Un capítulo de «La hermana del río» de Laura Vinogradova
Laura Vinogradova (Letonia, 1984) es licenciada en Ciencias Empresariales y escritora. Trabajó en el Museo de la Escritura y la Música de Riga y actualmente se dedica a la creación de contenido y actividades de animación cultural para niños.
En 2018 publicó dos libros de relatos, Exhalaciones y La montaña del oso, y en 2020 apareció su primera novela, La hermana del río, galardonada con el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2021 y que ya ha sido traducida a varios idiomas.
Entre sus libros para público infantil destacan Pituso de Villapitusa (2017), Cuentos del bosque: El lirón, las hormigas, la loba y la lechuza (2019), Cuentos del bosque: La culebra de collar y las corzas (2019), Mi perro y mi papá (2021). Sus últimos trabajos publicados son la novela Cornejas (2024) y los álbumes infantiles Cuentos invernales del pequeño Ebe (2024) y Pauls juega (2024).
La traducción del letón de La hermana del río (La Tortuga búlgara, 2025), estuvo a cargo de Rafael Martín Calvo. A continuación, compartimos con vosotros el primer capítulo de esta novela, la cual pronto empezará a circular por librerías españolas.
Capítulo 1 de La hermana del río
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Rute está sentada en un pequeño taburete frente a un fogón, con los codos en las rodillas y las manos sumergidas en una palangana con agua caliente. Friega los platos de forma lenta y torpe. Está acostumbrada a que lo haga el lavavajillas: los platos se le escapan de las manos, se pincha con los tenedores. Va colocando lo limpio a su lado, sobre el suelo de la cocina. Luego, coge la palangana llena de agua, posos de café y restos de comida para tirarla fuera, detrás de la casa. Abre la puerta con cuidado, con la palangana a rebosar entre las manos, y algo la sobresalta. Hay una mujer joven en su jardín. Tiene un niño pequeño cogido de la mano y otro revolviéndose en el vientre. Rute no lo ve, pero lo siente. El abrigo de la mujer está abotonado solo hasta el pecho: la barriga, imponiéndose a los botones, lo abre en dos.
Ambas se miran durante unos instantes. El niño se aferra con fuerza a la mano de su madre. «¿Por qué no lleva manoplas?», piensa Rute. «Hace frío todavía».
—¡Hola! —dice la mujer—. Somos los vecinos de al lado.
Rute no responde.
—Ayer vi luz en las ventanas. Hemos venido a ver si todo estaba bien.
Rute sigue callada, de pie, con la palangana de agua en las manos. Con una pierna, sujeta la puerta para que no se cierre.
—Me llamo Matilde y este es Lūkass —dice la mujer señalando al niño—. Vivimos allí.
Rute gira la cabeza para intentar ver la casa a lo lejos, pero solo alcanza a entrever el tejado. El resto está oculto por viejos cobertizos y arbustos desnudos.
Lūkass intenta soltarse de la mano de Matilde, pero su madre le sujeta con fuerza.
—Rute —dice finalmente, acertando solo a decir su nombre.
—¿Eres la hija del viejo Jūle? —pregunta Matilde sin rodeos ni atisbo de timidez—. Me lo he imaginado enseguida. Te pareces a él.
—Sí.
—¿Eres la más joven? Tenía dos hijas, ¿verdad? Eso es lo que nos contó Jūle.
—Sí.
—Pero nunca habíais venido antes… —añade la vecina y después se queda callada.
Rute tampoco responde. Matilde comienza a sentirse un poco incómoda.
—Bueno, ya nos vamos —dice poniéndose una mano sobre el vientre abultado.
Con la otra mano aún tiene cogida la de Lūkass. Ambos dan media vuelta y se alejan. Rute sigue de pie, con la palangana de agua entre las manos. Al llegar a la verja del jardín, Matilde se gira una última vez:
—Si necesitas algo…
Rute asiente con la cabeza. Matilde se queda mirándola un instante, por si responde algo. Pero no. Lūkass abre con cuidado la verja, se vuelve y alza los brazos hacia su madre. Matilde lo aúpa y se lo acomoda sobre el vientre. Las botas embarradas del niño ensucian el abrigo de su madre.
Rute seca los platos con un paño viejo mientras piensa en la tal Matilde. Jamás ha visto un pelo tan intensamente rojizo como el suyo. Bueno, teñido sí, pero el de Matilde es natural. Y luego, esos ojos y esos dientes tan grandes. Seguro que una mujer de ciudad haría algo si tuviera los dientes tan grandes. Sufriría con un corrector o se los limaría para darles otra forma. Pero Matilde vive aquí, junto al río. Aquí es posible ser hermosa incluso con esos dientes grandes. Y tal vez ni siquiera importe que sus dientes sean grandes porque también sus ojos son enormes. Con unos ojos así, qué más da lo grandes que sean sus dientes. Es una mujer bajita y menuda, a excepción del vientre, que parece un globo a punto de estallar. Casi da miedo reventarlo con solo rozarlo con un dedo. ¿Cómo puede moverse con una barriga tan enorme? Y encima pasearse con Lūkass cogido en brazos… Es delgada y fuerte. «Igual que mamá», añade Rute para sí.
Acto seguido, coge un cubo y se encamina hacia al río, que está cerca, muy cerca, a un corto paseo cuesta abajo. Los tablones del viejo atracadero están medio podridos, pero aún aguantan, aunque la abundante corriente primaveral lo cubre casi por completo. La orilla está revestida de carrizos secos. Rute contempla un buen rato la profundidad del río. Hay oscuridad en lo profundo. Oscuridad y un espejo en el que se ve a sí misma. En el que ve su invierno. Su sangre septentrional. Alza una mano y se toca el pelo. Es de color pajizo, como una manta de lana. Piensa de nuevo en Matilde. Se imagina a sí misma tan pelirroja como ella.
Sopla una ráfaga de viento. Rute sumerge el cubo en el agua y lo acarrea cuesta arriba, hasta la casa.
Esa misma noche la despierta el ruido de alguien llamando a su puerta con fuerza, de forma insistente. Rute permanece tumbada, inmóvil. Alguien llama entonces a la ventana.
—¡Rute! —se oye la voz de Matilde—. ¡Abre, por favor!
Rute sale de la cama, se echa una vieja chaqueta sobre los hombros y abre la puerta. Allí está Matilde, con Lūkass de la mano. Rute enciende la luz y el niño, medio dormido, se cubre los ojos con la mano. Matilde le guía al interior de la casa.
—Algo no va bien, Rute —le dice con toda la calma del mundo—. Está llegando un poco antes de lo previsto. Pero no pasa nada, no te preocupes —continúa mientras se adentra con Lūkass en la habitación.
—Tengo que ir al hospital. Ya mismo van a venir a recogerme. ¿Puedes cuidar de Lūkass? Kristofs no está en casa todavía, pero ya le he avisado, así que debería llegar pronto. Este es mi número, llámame.
Sus palabras brotan como un torrente. Rute está igual de adormilada que Lūkass y es incapaz de entremeter ni una palabra entre frase y frase de su vecina.
Matilde se acuclilla junto a Lūkass y le quita la chaqueta. Luego abraza al pequeño con fuerza y le da un beso en la cabeza. Rute adivina el dolor en los grandes ojos de Matilde, pero entiende que Matilde no tiene intención de mencionarlo para no preocupar al niño. Lūkass gimotea.
—Quédate aquí, ¿vale? Mamá tiene que ir al médico. Pronto estaré en casa otra vez —promete Matilde. Sus grandes ojos encuentran los de Rute.
—¿Sí? —le pregunta y Rute asiente, confundida aún.
Matilde se va. Rute se queda sola con Lūkass, que llora y echa a correr hacia la puerta. Rute abraza el pequeño cuerpo del niño y lo acerca torpemente al suyo.
—Ven. Puedes dormir en mi cama, ¿vale? —susurra—. Duerme un poquito, anda, tu madre pronto estará otra vez en casa.
—Quiero con mamá, quiero con mamá…
Lūkass no logra calmarse y se aparta de Rute, una desconocida.
El pequeño llora un buen rato aún, hasta que se calma. Rute lo lleva a su cama y lo arropa.
—Me quedo aquí sentada, ¿vale? —le pregunta y Lūkass asiente.
—Cántame —le pide Lūkass.
Pero Rute no sabe cantar.
—¡Cántame! —dice el niño de nuevo.
Y Rute lo intenta. Es una especie de melodía olvidada hace tiempo, sin letra. Mm-m-m-mmmm…
Lūkass se queda dormido. Rute permanece sentada. No quiere arriesgarse a despertarlo al acostarse a su lado, pero en la casa no hay ninguna otra cama. Jūle, su
padre, vivía aquí solo, en esta casa casi vacía. Más vacía que las casas de otros ancianos. Y aquí, sentada en la oscuridad, junto a la respiración de Lūkass, Rute se pregunta quién era Jūle. ¿Cómo era su padre?
Querida hermana:
¿Sabes lo que he comprendido? Que nadie puede escapar de los demás. Aunque uno se esconda en una cueva profunda, antes o después alguien aparecerá. Y en una
casa no hay manera de esconderse. Solo llevo aquí cinco días y ya me han encontrado. Ahora estoy sentada al lado de Lūkass, velando su sueño. ¡Y no tengo ni
puñetera idea de niños!
Las personas gravitan unas hacia las otras. Se buscan. Se huelen unas a otras y se encuentran.
Ayer por fin volvieron a conectar la electricidad. Aquí en el campo nadie ni nada tiene prisa. Ni siquiera el río.
Te echo de menos, hermanita. Te gustaría este lugar.
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De La hermana del río (La Tortuga búlgara, 2025)