Música, industria y ocio masivo

Escribe | Antía Fero


 

Público de Woodstock Festival 1969. Música, industria y ocio masivo. Antía Fero. Macrofestivales. Revista Aullido Literatura. Poesía.

Público del Woodstock Rock Festival, 1969. Fuente.

 

Almas de ojos vacíos con gastos sin cubrir
Toman su almuerzo comiendo un humilde pastel
Mientras los buitres eructan en sus sillas giratorias
Y todos los vampiros visten con corbatas.

Bernie Taupin

Decía Benedetti en los Poemas de Otros que el mundo era apenas un vitral confuso, que las fronteras entre cosa y cosa estaban deshilachadas e indecisas.

Hoy parece que todo sigue la misma línea. El consumo ha invadido cada rincón de nuestras vidas y el precio antecede al valor. La bolsa de valores ha conquistado cada milímetro de atmósfera; el capital ha perforado la médula de nuestra realidad, llegando hasta la ética. Ni esta le escapa. Hoy todo se diluye en el torrente del consumo.

Actualmente, a medida que los proyectos emergen del subsuelo hacia el terreno de la industria cultural, las monedas inclinan la balanza. La delgada línea que separaba el entretenimiento del llanto ajeno se ha vuelto cada vez más difusa en la maquinaria del libre mercado, donde todo está entretejido y conectado por hilos invisibles.

1969 fue un año teñido de polvo, sudor y guitarras eléctricas; sumido entre disturbios y proclamas. Una contagiosa efervescencia juvenil, enfundada en pantalones de campana y melenas, cargaba flores contra fusiles. El mundo miraba hacia la utopía, la rebeldía era obligada y la música se alzaba como promesa de libertad.

En ese mismo verano de 1969, el productor Michael Lang y su equipo vieron un potencial nicho de mercado a las afueras de Nueva York, dando lugar al Woodstock Rock Festival, concebido como una gran empresa y finalmente convertido en bandera de la contracultura de los años sesenta. Sacar rédito de un puñado de jóvenes desaliñados se volvió imposible debido a una marabunta de oídos inquietos que asaltaron el terreno y se congregaron en los alrededores de White Lake. Pero Woodstock fue concebido en los mismos términos que cualquier macrofestival actual. La gran diferencia tal vez resida en una época que engendró a una generación rebelde, sedienta de hedonismo y contagiada por la efervescencia que corría en el aire. Fue esa fiebre que flotaba en el ambiente la que convirtió Woodstock en tres días de paz, amor y música. Un caso idéntico, menos sonado y más incisivo quizás, el del Festival Cultural de Harlem (1969), referente del orgullo negro.

Woodstock era música, amor libre y sustancias diversas, eso está claro, pero había un poso de crítica en su discurso. Vale la pena recordar el himno eléctrico de Jimmy Hendrix contra la incursión bélica en Vietnam. A día de hoy, esto inaudito: un artista medianamente televisado no se pronunciaría sobre cuestiones que rozaran lo ácido, pues supondría la reprimenda de la compañía que tiende hilos en todas partes, ya sea Sony, Warner o Universal. No hay lugar en la gran pantalla para manifiestos punzantes al oído, alegatos indigestos ni discursos incómodos que revelen realidades amargas. La vida moderna reclama espectáculo.

Pero entonces Woodstock reclamaba voces críticas, el viento soplaba a favor y se daban las condiciones que alimentaban ese cariz marcadamente político y comprometido.

Actualmente, el auge de los macrofestivales —con dudosa voluntad cultural y desprovistos de toda crítica— supone grandes esfuerzos en las agendas de los pequeños auditorios. Estos espacios, apartados de las masas, son el verdadero sustento: la malla de fondo, la base que mantiene viva gran parte de la cultura en los municipios. Las salas y cafés acústicos apuestan por una programación regular, abierta a las capas medias y a los artistas de bajo presupuesto. En estos escenarios está la primera piedra de precoces cantautores y el debut en vivo de grupos emergentes. Las pequeñas salas de conciertos, alejadas del gran público y lo suficientemente tapiadas —relegadas e inadvertidas—, reciben el golpe de gracia con el incremento de los grandes festivales. El fenómeno no solo afecta a los circuitos locales, sino que precariza a gran parte del sector y resta calidad al espectáculo, al ser habituales los recortes en repertorio y los desajustes horarios. Por otra parte, los artistas se ven sujetos a duras cláusulas de exclusividad que limitan el acceso a otros públicos.

Además, en los últimos años, la trayectoria de estos macroeventos varió de foco turístico a blanco de los fondos de inversión. En 2022, la revista Forbes afirmó que el 48 % de las entradas del Primavera Sound fueron compradas por público extranjero. Por otro lado, a principios de 2023, el FIB, Viña Rock, Arenal Sound, Resurrection Fest, Caudal Fest, O Son do Camiño y Festival Sónica, entre otros, ya estaban bajo el mismo paraguas, al ser adquiridos por un único fondo de capital privado: Kohlberg Kravis Roberts (KKR), multinacional estadounidense que absorbió a la promotora Superstruct Entertainment. El quid del asunto radica en la conexión entre este fondo norteamericano y la sangría que acaece en Oriente Medio, concretamente en los territorios palestinos.

El vínculo entre la dimensión del ocio masivo y la ética humanitaria se establece de forma directa al ser KKR el accionista mayoritario del grupo Axel Springer, un conglomerado que promueve la inversión inmobiliaria en territorios expoliados, además de invertir en empresas israelíes de ciberseguridad.

Una panorámica de ayudas públicas —en el caso de O Son do Camiño—, ostentosos beneficios y precarización laboral, sin retribución a la escena cultural. El placer de la música en vivo es sustituido por la experiencia festivalera, y el resultado es claro: la música se convierte en un mero ejercicio económico; no importan ni la calidad ni el contenido artístico. El trasfondo es una acumulación sin límite, una obra de marketing y una sencilla ecuación: el capital como pieza reinante. La realidad moderna construida a base de corporaciones y a golpe de transacción.

Este orden de prioridades y la preferencia por el lucro absoluto se hace notar también desde adentro, pues en los últimos años se han sucedido varios accidentes que tensionaron a las promotoras y a los sindicatos. Remontándonos a 2017, la trágica muerte del acróbata Pedro Aunión conmocionó al público del Mad Cool. Se discutió la presión ejercida por la organización y la falta de ensayos, pero todo quedó reducido a un desafortunado fallo humano. Más recientemente, en junio de 2022, se desprendió el escenario de O Son do Camiño, dejando seis trabajadores heridos leves y dos en estado grave. Ese mismo verano sucedió algo similar en el Festival Medusa de Cullera, donde, debido al mal tiempo, fallaron los anclajes de seguridad, según confirmó el informe de los técnicos. El desprendimiento provocó la muerte de un joven y dejó varios heridos. Además, si reparamos en pormenores, en muchos de estos eventos se repite invariablemente la misma dinámica: barras colapsadas, trabajadores insuficientes y mentalmente desbordados.

Grupo tocando en la sala Pub gatos de Melide, A Coruña. Música, industria y ocio masivo. Antía Fero. Macrofestivales. Revista Aullido Literatura. Poesía.

Grupo tocando en la sala Pub Gatos, Melide, A Coruña. Fuente.

A menor escala, es cierto que los cafés y salas de conciertos no dejan de ser un negocio, pero muchos arriesgan por un proyecto en el que confían, del que no obtienen grandes beneficios y por el que vuelven a apostar: pura militancia. Desde estos recintos minoristas se entrega un compromiso real y sostenido, no solo en fechas marcadas. Son ellos el empuje de las bandas emergentes y uno de los motores que impulsan la oferta cultural a nivel local.

Es en zonas como la Sierra del Barbanza, donde se originan estos lugares provistos de un aura de templo, como la Sala Real (Aguiño), búnker portuario y espacio under 100 % autónomo, cargado de aroma a crestas y ética DIY, armado a base de compromiso y amor al oficio; el antiguo Aloha (Ribeira), todo un veterano de los 80, un garito cubierto con carpetas de jazz que sigue apostando por llenar de música en directo el vecindario; o, para quienes se recojan temprano, el Albatros (Ribeira), parada obligatoria para devotos del café nocturno, con un salón chapado en madera oscura, fantásticos cuadros en paredes caleadas y siempre a mano una cubeta de vinilos. Por último, A Pousada da Galiza Imaxinaria (Boiro), antiguo Guajiro, por el que rodaba la salsa, una etapa de la que aún quedan huellas e improntas en las paredes. Una de esas pequeñas trincheras musicales, veterana a pulso, con un bagaje de veinticinco años. Estantes surtidos de extravagancia y objetos impregnados de anécdotas. Han pasado por sus puertas artistas de renombre —Iván Ferreiro, Javier Krahe, New York Ska-Jazz Ensemble o Depedro—, muchos cuando su fama era aún incipiente, como Andrés Suárez, La MODA o Rodrigo Cuevas. Pero también ha acogido a gran parte de la nutrida cantera local, algunos de proyección internacional —véase Triángulo de Amor Bizarro—, así como a grupos de los municipios colindantes.

Estoy segura de que sabéis de lo que hablo y de que en vuestras localidades también quedan sitios como estos: desvanes artísticos, templos periféricos o refugios sonoros donde, a puerta cerrada, siguen las polirritmias entre voces y tintineos de botellas. Directos que son píldoras de efecto prolongado y música selecta programada a la altura del bolsillo medio.

Todos estos establecimientos tienen el valor añadido de ser espacios que resisten, pues no es fácil mantener a flote un proyecto de esta índole lejos de los epicentros. Ya lo decían Triángulo: «en la periferia no hay nada que hacer»; y ellos saben de lo que hablan, pues se niegan a cambiar su estudio al pie de la sierra por las capitales. Como tantos otros, siempre vuelven. Será que algo merece la pena. Quizás esos focos de audiofilia que echan raíces en el extrarradio y resisten periféricos, revitalizando a las poblaciones y ofreciendo oportunidades a quienes crecen fuera de los núcleos urbanos.

Lo cierto e irrefutable es que las salas de conciertos, junto con las escuelas y bandas municipales, crean tejido cultural y propician un terreno fértil para las futuras escenas. Lo que hoy llena estadios tuvo su germen en garajes, y los grandes cabezas de cartel un día fueron grupos de sala. No lo olvides.

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