« Los justos »: la muerte como dilema
Escribe| Violeta Garrido
Si la disciplina filosófica nos permitiera por un día la licencia de aunar en un solo ente las categorías inmanencia y trascendencia, si es que puede acometerse tal desafío, el resultado nos conduciría irremisiblemente hasta Los justos (Les justes,1949) de Albert Camus. Durante ese periplo no habríamos de perdernos en el laberinto que cautivó a Ulises; la cuestión es mucho más sencilla y evidente: es una obra inmanente porque contiene un fin en sí misma, que se expresa en forma de un diálogo indirecto entre Camus y un quizá malinterpretado Maquiavelo; es asimismo trascendente porque consigue propasar sus propios límites, haciendo de ese diálogo, antes íntimo, ahora una cacofonía con proyección social cuyo mensaje es posible extrapolar incluso a la más inmediata actualidad. Tal vez por ello puede decirse que Los justos forma parte del exigente mundo de los clásicos, esas obras que son de una y muchas épocas y que tienen permiso para hablar en todas ellas.
También, como en realidad cualquier gran obra, desecha desde primera hora el barroquismo temático y las pomposas ansias por abordar la infinitud de la vida humana en un formato literario. Ocho personajes y, en el fondo, una sola disquisición le bastan a Camus para plantear el dilema ético por excelencia del siglo xx; y, en otro sentido, del pensamiento político de tradición marxista —aunque nos inclinemos a pensar que, para el escritor, la ambientación en la Rusia zarista prerrevolucionaria sea sólo eso, un escenario—, popularizado con la siguiente fórmula archiconocida: ¿el fin, por muy elevado que éste sea, justifica los medios? O, dicho de otro modo, ¿dónde están los límites morales de la violencia? El interrogante que aflora en las páginas no es otro que el cuestionamiento sobre el valor de la vida humana, pero en un sentido múltiple. No sólo son susceptibles de ser consideradas víctimas el Gran Duque y, más concretamente, los niños, a quienes el grupo revolucionario pretende liquidar, sino que a su vez el accionador de la bomba, Kaliayev, se nos aparece, ya encarcelado, despojado de su condición de verdugo, como víctima colateral («soy un prisionero de guerra, no un acusado»). La reprobación a la política comunista revolucionaria que algunos han querido leer —no exento de intencionalidad— es, en este caso, un detalle menor.
A tenor de todo ello, sería imposible no acordarse, comparativamente, de Muertos sin sepultura (Morts sans sépulture, 1946), donde Sartre plantea, en circunstancias diferentes pero relacionadas, el efecto práctico que resulta de este dilema, es decir, las distintas formas de justificar u oponerse al hecho de acabar con una vida. Las disparidades son, de todas formas, grandes. Para los milicianos enclaustrados de la obra sartreana, el asesinato de un joven se torna una cuestión casi pragmática frente a la deshumanización que supondría la delación; para los militantes rusos que nos presenta Camus, un obstáculo insalvable en la consecución de un objetivo eminentemente político. Sin embargo, el eje central subsiste: dada una situación límite, se mata para evitar un sufrimiento posterior. Quien lo hace se convence a sí mismo y a los demás de que se trata de un sacrificio necesario, único y último, para escapar de esa situación que los atormenta —en un caso, como decimos, la presión psicológica y, en otro, un sistema económico injusto.
En las obras literarias la acción necesita obligatoriamente de los personajes para existir y desarrollarse —los personajes, por el contrario, pueden ser y existir en forma totalmente independiente a la acción, como ya nos demostró Beckett en Esperando a Godot (En attendant Godot, 1952)—. En Los justos se hace evidente que hay personajes que quieren acelerar la acción, como Stepan, y otros que quieren ralentizarla porque son tremendamente conscientes de la carga trágica que acarrea, como Dora o, en menor medida, Kaliayev. Esta sutil oposición inicial es la que, extremada, acabará enfrentando a Dora y a Stepan en el segundo acto, donde más se percibe la intensidad filosófica de la obra. Stepan es un militante convencido dispuesto a terminar cuanto antes con la acción planificada. Ejemplifica a la perfección al militante-máquina, que es impecable en la ejecución de las tareas pero poco dado a la reflexión profunda sobre sus propios actos. Cuando admite que el asesinato de los niños no le produciría ninguna contradicción interna («Podría, si la Organización lo ordena»), es posible entrever cómo elimina todo el lastre ético aduciendo a un ente superior, la Organización, que ya realiza la función intelectual por el resto. Esto desemboca de manera casi obligatoria en las cavilaciones arendtianas sobre la banalidad del mal. Pero, aunque Stepan cumple todos los requisitos para ser considerado un burócrata de la revolución al estilo Eichmann, sigue conservando la capacidad de discernir la actividad criminal del hábito amoral. Stepan es consciente en todo momento de que el atentado terrorista es un crimen, a su entender legítimo y urgente —cabe destacar que el resto de compañeros no proponen suspenderlo, sino aplazarlo para evitar la presencia infantil—; no obstante, si algo caracteriza a la banalidad del mal es precisamente la concepción del crimen como una actividad totalmente rutinaria, desconectada de las vidas que quita, simple, justificada por la inefabilidad de los órganos superiores. Éste sí es el caso del verdugo de la cárcel que ajusticia finalmente a Kaliayev. Él se siente enteramente irresponsable de su trabajo porque no es el autor intelectual de dicho crimen, sino que tan sólo cumple órdenes («no son crímenes, porque está mandado»).
La otra figura que destaca, en contraposición a Stepan es Dora. La única mujer del grupo se muestra realmente preocupada por la calidad moral de la acción terrorista. Entiende que, ante todo y en última instancia, la revolución no la legitima la vanguardia del Partido, en términos leninistas, sino la aprobación popular de los sectores que necesitan, para una existencia material digna, la erradicación del zarismo y del sistema económico de explotación que éste sustenta. Frente a la concepción elitista del pueblo que maneja Stepan —el pueblo, corrupto y tonto, debe ser sacado de la miseria por la vanguardia intelectual—, Dora apuesta por extraer de ese mismo pueblo los elementos de sabiduría y de soberanía que en él residen. Como no podía ser de otra manera, en la obra se le adjudica un papel un tanto secundario, vinculado a las actividades de cuidados para con el grupo —se muestra también siempre muy preocupada por Kaliayev— que la ideología patriarcal se ha encargado de relacionar tradicionalmente a las mujeres, mientras los hombres ejecutan las tareas más físicas y de toma de decisiones. En este sentido, la brecha de género se perpetúa: nadie toma en serio a Dora porque es una mujer, a pesar de que sostiene los argumentos más racionales.
Como vemos, lo importante de esta obra no es la acción concreta de hacer explotar una bomba, y por eso Kaliayev es un personaje que, aunque no plano, pasa más desapercibido en el debate ético de fondo. Es interesante para el análisis como arquetipo de militante cuya condena a muerte o encarcelamiento no representan sino la más alta estima por la causa, y el sacrificio de la vida, lo más honorable que pudiera ocurrirle —una actitud muy habitual en la época—. La conclusión, lamentablemente, no queda zanjada y el final es en cierto modo abierto, pero la intensidad narrativa —en el sentido de contar— con seguridad habrá removido al lector o lectora, produciendo en su interior la misma disyuntiva que se presenta. Y ese era, más que ofrecer la defensa férrea de una postura determinada, quizás, el objetivo de Camus. Hoy, en un mundo azotado por la guerra imperialista, se hace más que necesario recuperar, como mínimo, el mensaje a la templanza en los asuntos que tratan sobre vidas humanas que lanza esta obra ya universal.
Citas literales extraídas de CAMUS, ALBERT (2014). Los justos. Madrid: Alianza.