La literatura y el sentido de lo efímero: ¿De qué sirve contar historias si todo se borra al instante?
Escribe | Alejandro García Calatayud
La literatura… Ese intento constante de contradecirse, de poner en palabras lo que no se puede decir, de hacerlo desaparecer justo cuando parece que lo hemos entendido. A lo largo de la historia, los escritores han intentado, en su mayoría sin éxito (lo que les da cierto mérito, al fin y al cabo), capturar lo que permanece, lo eterno, lo inmutable. Pero, en serio, ¿quién pensó que la literatura iba a ser el refugio de lo eterno? Si hay algo que la literatura sabe hacer es mostrar que lo eterno no existe. O mejor dicho: que si existiera, sería tan aburrido que nadie lo leería.
Hablemos de lo efímero, ese pequeño chiste cósmico que juega con nuestra memoria y nos deja siempre con la sensación de que algo se ha ido antes de que pudiéramos decir «¡espera, eso era importante!» ¿Por qué contar historias, entonces? ¿Por qué intentar atrapar el tiempo con palabras si sabemos que el tiempo nunca se deja atrapar? En este mundo hiperconectado, donde los likes vuelan más rápido que un selfie y la información desaparece tan rápido como aparece, contar historias parece ser un acto tan fútil como intentar llenar un saco sin fondo. Sin embargo, nos encontramos en este despelote narrativo, una marea incesante de información y narraciones, donde autores como Virginia Woolf y Paul Auster siguen (o seguían…) intentándolo; y claro, lo hacen con esa sonrisa irónica, conscientes de que el verdadero propósito de la narración literaria es solo uno: dejar que todo se desintegre mientras lo miramos con fascinación.
Fragmentación, fragmentación y más fragmentación
¿Quién necesita un relato lineal, claro, con principio, desarrollo y final? ¿Acaso no está sobrevalorado el orden? Virginia Woolf no estaba interesada en ninguna de esas normas, y de eso se dio cuenta al escribir Al faro. Si crees que el tiempo pasa de manera ordenada en su novela, estás muy equivocado. El tiempo, para Woolf, no es ni una línea recta ni un círculo perfecto, sino algo más parecido a un caos que se organiza y desorganiza a su antojo.
Por ejemplo, en la primera parte de Al faro, parece que la vida de los Ramsay y sus amigos se está desarrollando tranquilamente. Pero basta con que un pensamiento, un momento de duda existencial se asome para que el tiempo se quiebre, se fragmenten los recuerdos y todo el relato se vuelva una especie de collage, una mezcla de pensamientos inconexos, saltos temporales y conexiones imprevistas. ¡Boom! El tiempo se fragmenta y, lo que parecía una vida normal, se convierte en una colección de momentos efímeros.
Esto es casi un acto de deconstrucción de la forma misma. Como si Woolf estuviera diciendo: «¿Quién necesita un desarrollo narrativo coherente cuando podemos tener emociones que saltan de un lado a otro como una pelota de ping-pong?». En lugar de crear una estructura rígida, ella lo que hace es destruirla. ¡Qué deliciosa paradoja!
Ahora, si nos movemos a La trilogía de Nueva York de Paul Auster, es como si estuviéramos entrando en una dimensión literaria paralela donde nada tiene sentido. Ciudad de cristal, el primero de los tres libros, es una pieza maestra en lo que respecta a fragmentación, pero esta vez más en términos de identidad que de tiempo. Los personajes se disuelven, se transforman y se convierten en sombras que se persiguen a sí mismas. El detective que ya no es detective. El hombre que pierde su nombre, su pasado, su futuro. Si algo es cierto en la obra de Auster, es que todo está a punto de desmoronarse, y tú, lector, eres el primero en ver cómo sucede.
No es simplemente que la historia se fragmente; es que el propio concepto de historia, de narración, de realidad, se vuelve tan borroso que nunca estás seguro de qué está sucediendo. ¿Está el protagonista buscando algo? ¿O simplemente está esperando que su vida se resuelva sola? Quizás ni él mismo lo sepa. ¡Qué cómodo! La narrativa posmoderna hace de la fragmentación una herramienta de cuestionamiento, pero no para que llegues a una verdad clara, sino para que te pierdas en la explosión de las posibilidades.
Ironía, e irónica irreverencia
Pero no estamos aquí para ser nostálgicos ni solemnes. La ironía es el plato principal. Y si no te gusta, puedes pedir otro. ¡Ups! ¿Qué ha pasado? ¿Nos hemos desviado del tema? Bueno, si creías que este texto iba a ser una disertación seria sobre lo efímero, es hora de que dejes de leer, porque esto no es un tratado sobre el tiempo. ¡Que nos perdone Kant! Aquí, la literatura se toma muy en serio el no tomarse nada en serio.
La ironía está presente en Al faro como un juego sutil pero que nunca deja de estar ahí. Woolf no te dice directamente que el tiempo es efímero, pero lo sugiere con esas observaciones mordaces sobre la vida cotidiana, esas mentiras piadosas de los personajes que, a veces, ni ellos mismos se creen. Y es que en un mundo donde los grandes proyectos humanos se derriten como helado en un día caluroso, ¿qué queda de nuestra vida sino un cúmulo de promesas rotas y proyectos frustrados?
Paul Auster, por su parte, lleva la ironía a un nivel superior. Sus personajes no solo se enfrentan a lo efímero del tiempo, sino a lo efímero de sus propias identidades. Ellos se reinventan, se desdoblan, se convierten en lo que no son y luego se olvidan de lo que eran. ¡Oh, pero qué divertido! El detective privado se convierte en su propia presa, el escritor se pierde en su propia novela, y el mundo sigue su curso, sin que nadie se detenga a mirar. ¡Qué maravillosa irreverencia! Cada giro, cada cambio de identidad, es un golpe de ironía mordaz, una risa en la cara de todo lo que creíamos seguro.
Autorreferencialidad: un juego dentro de un juego
Este es un punto clave en la literatura posmoderna: el juego consigo misma. ¿Por qué no hacerlo? La literatura es consciente de su propia inexistencia; y, si no, algo está haciendo mal. Lo divertido, lo fascinante, es que los escritores saben que están escribiendo sobre algo que nunca podrá existir de manera permanente. ¿Y qué mejor que reírse de esa imposibilidad?
En La trilogía de Nueva York, la autorreferencialidad es una constante. Auster no solo juega con los personajes, sino con el propio concepto de lo que significa escribir una historia. Los personajes son conscientes de que están dentro de un relato y, en muchos momentos, parece que todo está diseñado para que nunca lleguemos a una conclusión clara. Cada página parece una broma interna, como si el propio autor nos estuviera susurrando: «¿Pensabas que ibas a entender esto? ¿No sabías que esto es un juego?». ¡Qué descaro!
Woolf, por su parte, también es consciente del acto de escribir. Cada vez que los personajes reflexionan sobre el paso del tiempo, sobre sus recuerdos y sobre sus relaciones, parece que la autora está dándonos una pista de que todo esto es un juego de memoria, algo que va a desvanecerse con el tiempo, pero que, mientras lo leemos, tiene la apariencia de una verdad. ¡Cuánta inteligencia escondida!
Desconstrucción de la forma misma

La literatura y el sentido de lo efímero: ¿De qué sirve contar historias si todo se borra al instante? Alejandro García Calatayud. Revista Aullido. Literatura y poesía. Paul Auster. Virginia Woolf. Literatura Posmoderma. Eterno y efímero.
¡Ah! ¡La forma! Esa cosa rígida que todos los narradores intentan romper para que las historias no se queden atrapadas en los moldes del pasado. Woolf y Auster se encargan de hacer añicos lo que podríamos llamar «estructura clásica». Al faro es un perfecto ejemplo de esto. La novela, lejos de seguir una estructura convencional, se convierte en un collage de fragmentos de tiempo y percepciones solapadas. El tiempo no avanza; más bien, se distorsiona a medida que los personajes se enfrentan a la tragedia de sus propias existencias efímeras.
En La trilogía de Nueva York, Auster hace lo mismo, pero con más descaro. Cada novela es un laberinto, y cuando crees que has encontrado la salida, te das cuenta de que estás atrapado en un ciclo sin fin de reflexiones sobre lo que significa contar historias. ¡Ah, el placer de no saber nunca qué está pasando! Auster destruye la forma narrativa una y otra vez, hace que la estructura se disuelva frente a tus ojos. ¿Hay algo más posmoderno que eso?
El ritmo impredecible
¿Te creías que sabías hacia dónde iba este texto? ¡Que iluso! Este ritmo, cambiante, impredecible, no deja que te acomodes. Un momento estás reflexionando sobre el paso del tiempo, y al siguiente, te estás riendo de lo absurdo de la vida. El ritmo juega con el lector, le da un golpe de realidad y luego lo deja caer en la incertidumbre. ¿Esperabas una conclusión perfecta? Ja! Aquí no hay espacio para eso. Solo hay ondas de reflexión que se desvanecen y surgen nuevamente.
¿Por qué la rigidez del tiempo y de las historias? Esto no es un ensayo sobre el paso del tiempo. Es una explosión de momentos, una fiesta literaria en la que todo está en el aire y lo que parece caer no es más que un espejismo. No te equivoques, querido lector. Aquí el juego es el verdadero objetivo, no la solución.
En conclusión (si tal cosa existe)
¿De qué sirve contar historias si todo se borra al instante? Quizás, la verdadera pregunta sea: ¿de qué sirve escribir si la escritura misma es efímera? La respuesta, en la más pura tradición posmoderna, es que no tiene sentido. Y, sin embargo, seguimos haciéndolo. Porque es el caos el que mantiene todo en movimiento, el desorden es lo que le da sabor a la vida. Woolf y Auster no están intentando salvar nada; están jugando con nosotros, mostrándonos que la única certeza es que nada es seguro. ¿Y qué es la literatura sino una celebración del caos?